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Authors: Frank Thompson

Símbolos de vida (3 page)

BOOK: Símbolos de vida
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Pero se consolaba a sí mismo con la convicción de que sus conquistas no eran ningún crimen y que, aunque lo fueran, eran crímenes sin víctimas. Nunca hacía promesas de fidelidad ni de eternidad. Siempre dejaba claro —al menos, para él— que esos encuentros eran agradables, incluso emocionantes, pero que su vida era limitada, finita, y que sólo quería pasarlo bien, sin rencores o remordimientos.

Por supuesto, las cosas podrían ir así con Ivy. Era ella la que se había ofrecido a él, y él sólo aceptó a regañadientes. Seguro que la chica no se hacía ilusiones, que no intentaba establecer una relación seria.
"Sí, ésta no será distinta de las demás",
pensaba Jeff esperanzadamente, "
Como suele decirse, somos dos barcos que se cruzan en la noche".
Pero no podía dejar de sentir cierto temor:
"Quizás...".

Su ensueño quedó interrumpido por el timbre de la puerta. Saltó rápidamente de la cama y, cogiendo algo de ropa al vuelo, se dirigió hacia la puerta.

Un hombre con el uniforme gris de un servicio de mensajería estaba frente a ella, de pie, con un sobre grande en la mano. Cuando Jeff abrió la puerta, el hombre leyó el nombre escrito en el sobre.

—¿El señor Jeffrey Hadley? —preguntó. Jeff detectó un rastro de acento
cockney.

—Sí, soy yo.

El mensajero le entregó un bloc de albaranes, abierto por la página correspondiente:

—Entrega especial —anunció—. Por favor, firme en la línea número nueve.

Jeff lo hizo y aceptó el sobre.

—¿Es usted pariente del cantante Hadley? —se interesó el mensajero.

—¿El cantante? —se extrañó Jeff—, No, creo que no estoy muy al tanto de la música pop.

—No es un cantante pop —dijo el mensajero con aspecto ofendido—. Es un tenor de ópera.

Jeff mostró una sonrisa de disculpa.

—Lo siento, no lo sabía. Nunca he oído hablar de un tenor llamado Hadley.

El mensajero miró a Jeff como si fuera más digno de su piedad que de su enfado.

—Bueno, pues existe —sentenció con rotundidad.

Jeff asintió cortésmente, esperando que siguiera una diatriba, pero el mensajero dio media vuelta sin decir una sola palabra más y enfiló el pasillo en dirección a las escaleras.

Cuando Jeff vio la dirección del remite, sintió un estallido de emoción. Era del Robert Burns College de Lochheath, Escocia. Abrió el sobre con excitación. La carta decía:

 

Para el señor jeffrey Hadley.

Querido señor Hadley:

Es con enorme placer, que la junta directiva del Robert Burns College de Lochheath le extiende una oferta de artista residente para empezar el 15 de agosto de 2002.

Este puesto ha sido ocupado en raras ocasiones en los ciento dieciséis años de historia del Burns College, y ofrecido únicamente a individuos cuyo trabajo, habilidades docentes y carácter son merecedores de la más alta consideración. La junta ha votado por unanimidad a su favor, y nos sentiríamos honrados y orgullosos de poder contar con usted en nuestra facultad.

A este respecto, le rogamos contacte con el tesorero de nuestra facultad para que le facilite la información necesaria concerniente a su alojamiento, sueldo y otros particulares.

Esperamos una respuesta favorable en cuanto sea posible, así como su pronta llegada al Robert Burns College.

 

Le saluda atentamente

Arthur Pelham Winstead

Presidente del Robert Burns College

 

Jeff casi sintió ganas de bailar. La facultad ya había contactado con él hacía seis meses y había hablado con varios miembros de la facultad en numerosas ocasiones. Siempre procuraban no ofrecerle oficialmente el puesto de artista-residente, pero dejaban claro que si lo quería, era suyo. Al principio, no se mostró muy predispuesto a aceptarlo. Lochheath estaba al norte de Glasgow, en una zona sorprendentemente remota para una institución académica tan prestigiosa.

Pero, cuanto más lo pensó, más se convenció de que era el paso perfecto que dar. Acababa de cumplir treinta y dos años y, normalmente, sus pinturas se vendían tan deprisa como las acababa. Y también sabía que un hombre inteligente ha de pensar en el futuro. Era lo bastante realista como para comprender que, aunque la fama de un artista popular podía ser duradera, también podía convertirse en "la moda del mes". Aquel puesto en el Burns le proporcionaría unos ingresos cómodos y mucho tiempo libre para seguir pintando. Y, quizás, incluso ese futuro seguro con el que soñaba.

Además, admitía sentir un verdadero interés por la enseñanza. ¿Qué eran los estudiantes, al fin y al cabo, sino lienzos en blanco sobre los que poder pintar coloristas capas de conocimiento, de curiosidad, de promesas?

Lamentaría dejar Londres, pero Escocia tampoco estaba tan lejos como para no poder realizar escapadas de vez en cuando, en busca de un poco de diversión. Y tanto Glasgow como Edimburgo quedaban relativamente cerca. Ninguna de las dos era Londres, pero sí podrían ofrecerle un poco de sabor urbano cuando la soledad de las remotas tierras altas le resultase demasiado opresiva.

Había otra cuestión que al principio le echó atrás. Lochheath también quedaba cerca de la isla de Arran, donde Jeff había nacido. Arran era inhóspita y hostil, adjetivos que también podían describir su infancia. En cuanto pudo marcharse, lo hizo; se fue apenas cumplidos los dieciséis años y jamás volvió. Cuando se instalara en la facultad del Burns College, tendría la isla prácticamente al lado.

A las cuatro y media de la tarde volvieron a llamar a la puerta. Jeff estaba dando los últimos toques a su Venus del Apocalipsis, y fue hasta la puerta con los pinceles y la paleta en las manos. Allí estaba Ivy, con una gran bolsa de papel en los brazos. Se sintió un poco molesto al verse interrumpido y la chica se dio cuenta al instante, así que sonrió nerviosamente.

—Pensé que... —dijo con timidez—, pensé que podía hacerte la cena.

Bajó la vista al suelo, como si esperara que le gritasen o le pegasen.
"Dios",
pensó Jeff,
"¿qué vida ha llevado?".

Así que sonrió cálidamente y se hizo a un lado, invitándola a entrar.

—¿Una gran modelo y una gran cocinera? —preguntó divertido—. Eres la más rara y preciada de las joyas.

Ivy sonrió aliviada. Dejó la bolsa sobre la mesa de la cocina y empezó a vaciarla.

—No soy una gran cocinera, pero hago una salsa de spaguetti maravillosa... si se me permite la inmodestia.

—Entonces, adelante —animó Jeff—. Déjame que acabe una cosa y haré la ensalada.

—De acuerdo. Iré abriendo el vino.

La salsa para spaguetti era realmente maravillosa, o quizás creyeron que lo era porque cuando empezaron a comer ya iban por la segunda botella de Merlot. El sacó dos velas y puso la mesa con la encantadora vajilla china que había heredado de su abuela. Rieron, comieron, bebieron vino y charlaron de menudencias antes de pasar a la cama y hacer el amor. Fue, al menos hasta ese momento, una velada perfecta.

Después, todavía en la cama y agotados por el esfuerzo, Jeff se incorporó un poco pasando el brazo alrededor de los hombros de Ivy. Ella recostó la cabeza sobre su pecho.

—Me alegra que vinieras —dijo Jeff.

—Me alegra que te alegre —respondió Ivy sonriendo.

—Tu presencia hace que esta celebración sea mejor.

—¿Es tu cumpleaños? —preguntó ella, alzando la cabeza y mirándole a los ojos.

—Oh, no. Es que acabo de recibir una noticia espectacular. Ya sabes que soy un conferenciante genial.

Ivy asintió con burlona solemnidad.

—Oh, sí, me acuerdo de todos y cada uno de los segundos de tu conferencia —y sonrió ampliamente—, pero estaba tan ocupada contemplándote, que me temo que no escuché ni una sola palabra de lo que dijiste.

—Menos mal que no tuve que puntuar a los asistentes. Habrías suspendido.

—¿Aunque hubiera hecho todo lo necesario para conseguir subir la nota? —se burló la chica.

Ambos rieron y ella volvió a recostarse en su pecho. Jeff se animó, aquello iba a resultar más fácil de lo que había pensado.

—Entonces, ¿qué estamos celebrando? —se interesó ella—. ¿Vas a dar otra conferencia en la universidad?

—No exactamente —replicó—. Ha sucedido algo maravilloso, me han ofrecido una plaza de artista-residente en el Robert Burns College.

—¿Y dónde está eso? —se alarmó Ivy, sentándose en la cama.

—En Escocia —aclaró Jeff—. Concretamente, en Lochheath, un poco más al norte de Glasgow. El Burns College no es muy influyente, pero sólo recibir su oferta ya significa un gran honor, hace que uno se sienta como si realmente hubiera llegado, ¿sabes?

Ivy flexionó sus rodillas y se las abrazó. Lo miró a los ojos.

—¿Cuánto tiempo estarás fuera?

—Es difícil saberlo —contestó Jeff, encogiéndose de hombros—, un año por lo menos. Pero me han insinuado que, bajo ciertas circunstancias, el puesto puede ser permanente. No es que quiera quedarme demasiado tiempo, pero...

Dejó de hablar cuando se dio cuenta que el cuerpo de Ivy se estremecía por los sollozos. Estaba sorprendido y nervioso por el estallido e intentó consolarla.

—Vamos, querida...

Ivy escapó de su abrazo y siguió llorando inconsolablemente varios minutos, mientras Jeff la contemplaba sintiéndose inútil. Cuando por fin se calmaron los sollozos, preguntó:

—¿Qué ocurre? ¿Qué he dicho?

Ella lo miró fijamente. Tenía los ojos enrojecidos e hinchados, y sus mejillas seguían húmedas por las lágrimas.

—Nada, no has dicho nada. He sido una idiota por pensar que...

—¿Por pensar qué?

Ella salió de la cama y empezó a recoger su ropa sin decir nada. Cuando estuvo completamente vestida, buscó su bolso y se dirigió hacia la puerta.

—Ivy... —suplicó Jeff.

Ella se giró hacia él y lo miró con profunda tristeza.

—Fui una idiota por pensar que eras distinto a los demás.

—Pero, seguro que tú... —empezó a responder mientras buscaba su ropa.

—Seguro que sabía que sólo sería un polvo de una noche —escupió amargamente Ivy—, O, para ser exactos, un polvo de dos noches.

—No he pretendido hacer nada que te hiriera...

—¿Nada? —dijo Ivy, abriendo la puerta—. Creo que exageras, Jeff, me has hecho daño, más daño de lo que nunca me haya hecho nadie. ¡Te respetaba tanto, me sentía tan honrada...!

Salió, cerrando silenciosamente la puerta tras ella. Por un segundo, pensó en salir corriendo tras ella, pero, ¿para qué? Aunque ahora pudiera lograr que se sintiera mejor, sólo estaría retrasando lo inevitable.
"Es mejor terminar de golpe",
se dijo a sí mismo,
"mañana se sentirá mejor".

Se había dicho algo similar muchas veces. Ahora se preguntaba si siempre era sincero. Se sentó en el borde de la cama.
"Soy una persona horrible",
pensó,
"Una persona muy, muy horrible".

—5—

Sentado en la playa, Jeff tenía todo el tiempo del mundo para recordar y reflexionar sobre la forma en que trató a Ivy. Lo habría considerado uno de los peores momentos de su vida, de no ser porque, poco después, trataría a alguien mucho peor y pagaría un precio mayor por hacerlo.

En cierto modo, todo aquello le parecía muy lejano: Londres, Escocia y las mujeres cuyas vidas él había influenciado y le habían influenciado a él. Todas esas cosas quedaban distantes en un sentido mayor que el geográfico; casi le parecían lugares, personas y hechos de un mundo completamente distinto. Ahora, toda su existencia consistía únicamente en aquella isla y la gente que había sobrevivido con él. No podía escapar de ellas y, por más que lo intentase, este lugar formaba ya su propio mundo: había caído aquí con su cohete, como un viajero espacial llegado del planeta Pasado.

"En realidad",
pensó con un humor sombrío,
"un cohete hubiera sido más seguro que el transporte que nos trajo aquí".
Volvió a recordar aquel día con el más banal de los lamentos:
"Si lo hubiera sabido...".

Nadie sube a un avión sin experimentar por lo menos un subliminal estremecimiento de miedo a que el avión se estrelle. La mayoría suprime el pensamiento rápidamente; y el tedio y la incomodidad del viaje arrastra su mente hacia otros lugares. Pero, aunque todo el mundo tenga miedo, la mayoría de los pasajeros no creen realmente que embarcan en una máquina que puede matarlos en cuestión de horas... o de minutos. Es un miedo abstracto, que sólo está —solemos decirnos— en nuestra imaginación.

Y eso le ocurrió a Jeff Hadley aquel día. No era un hombre especialmente religioso, pero siempre musitaba una rápida plegaria mientras el avión iniciaba su ascenso. Después de hacer las paces con un Dios piadoso, cerró los ojos deseando que el parlanchín turista que se sentaba a su lado creyera que estaba dormido. Y funcionó tan bien, que no tardó en dormirse
de verdad.
Cuando los gritos de los aterrorizados pasajeros y el rugido ensordecedor del metal desgarrándose lo despertaron, contempló aquel caos con una especie de extraña indiferencia. No podía creerse que, a pesar de su plegaria, realmente iba a morir. Y entonces, cuando la perspectiva parecía muy real, Jeff estaba sorprendentemente tranquilo y distante, casi divertido.
"O sea, que así es cómo moriré",
pensó,
"nunca me lo hubiera imaginado".
Y se encontró escuchando la voz casi burlona de su cabeza:
"Oh, bueno, tarde o temprano todos tenemos que morir".

Jeff nunca había creído en todas esas chorradas sobre experiencias extracorporales, pero entonces comprendió que experimentaba algo parecido. Le dio la impresión de que estaba sentado en diferentes partes del avión, contemplando serenamente una película sobre su propia e inminente muerte. Su vida no le pasó por delante de los ojos, y se sintió ligeramente defraudado al comprender que ese cliché no se cumpliría en su caso. Lo único que pasó por delante de sus ojos fue su muerte; o, por lo menos, lo que él suponía que sería su muerte. El turista de la derecha, un hombre gordo con una camiseta naranja y unos impropios bermudas cortos, se desabrochó el cinturón de seguridad por alguna razón sólo comprensible para él e intentó correr por el pasillo. Cuando la cola del avión se resquebrajó y, fila tras fila de aullantes pasajeros fueron absorbidas hacia el abismo, el turista los siguió de cerca. Agitó las manos ante Jeff una fracción de segundo y lo miró como si fuera Superman interpretado por Buda.

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