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Authors: Frank Thompson

Símbolos de vida (7 page)

BOOK: Símbolos de vida
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El grupo empezó a caminar hacia la colina rocosa, pero, apenas habían dado unos cuantos pasos, resonaron cuatro crujidos ensordecedores en rápida sucesión. Los cinco hombres buscaron la fuente de los sonidos. A Jeff le dio la impresión de que alguien había roto cuatro palos de escoba frente a los micrófonos del sistema de sonido más potente del mundo.

Charlie señaló hacia el bosque, a un punto situado al oeste de su posición:

—¡Allí!

Mientras miraban horrorizados, cuatro enormes árboles cayeron al suelo uno tras otro. El sonido volvió a escucharse una vez. Y otra. Cada vez, tres árboles cayeron al suelo con estrépito. No tenía sentido, pero Jeff tuvo la horrible idea de que algo se deslizaba por la jungla, derribando árboles a cada paso.

"Es una locura",
pensó,
"¡Tendría que ser algo realmente enorme'.".

Los hombres permanecieron inmóviles unos segundos, congelados por la sorpresa y el miedo.

—¡Salgamos de aquí! ¡Vamos! —gritó Locke.

Y empezaron a correr desesperadamente hacia la colina rocosa. Tenían pocas razones para creer que allí se encontrarían a salvo, pero en ese momento era el único lugar que les ofrecía la promesa de una esperanza.

Jeff esprintó como un atleta de larga distancia. Al igual que en la caída del avión, se sentía de alguna forma ajeno a su cuerpo, como si su yo físico llevase a su yo espiritual sentado sobre un hombro. El calmado "otro" de Jeff se daba cuenta con admiración de que Hurley, casi tan ancho como alto, era sorprendentemente ágil y se mantenía a la altura de los demás sin esfuerzo aparente.
"Es sorprendente lo que un poco de terror puede hacer por ti",
pensó.

Charlie y Michael mostraban expresiones de puro pánico, Locke parecía simplemente decidido. En ocasiones echaba un vistazo atrás, como para asegurarse de que todos seguían corriendo. Ese gesto hizo que Jeff lo admirara más que antes. Parecía indicar un nivel de responsabilidad y liderazgo que le sentaba bien.

Pero, mientras su mente divagaba con meditaciones, su cuerpo seguía consciente del peligro que tenía tras él. La caída de árboles se mezclaba ahora con una especie de rugido atronador, como las pisadas de una horrible bestia gigantesca. Jeff evocó visiones de pesadilla sobre qué podía ser, con la ayuda de las imágenes implantadas por incontables películas de monstruos. ¿Era King Kong? ¿Godzilla? ¿Gorgo?

Locke llegó el primero a la colina e inmediatamente comenzó a trepar por la roca. Michael lo siguió y Jeff tardó únicamente un segundo más, con una ligerísima ventaja sobre Charlie. Una vez estuvo a unos cuantos pies del suelo, se obligó a mirar hacia atrás. No pudo ver ningún monstruo bajo la luz crepuscular, pero sí muchas pruebas de su presencia: matorrales aplastados, árboles caídos y un amplio sendero que cortaba la hierba alta, con un tamaño sólo apto para una manada de elefantes. Por no mencionar el fantasmal rugido que seguía resonando con la cacofonía de cien zoos, todos aullando al cielo en un coro ensordecedor.

—¡Seguid trepando! —gritó Locke.

Jeff apenas podía oírlo por encima del rugido de la bestia. Ascendiendo furiosamente, intentando dominar el pánico que amenazaba con abrumarlo, echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que todo el mundo estaba consiguiendo ponerse a salvo. Tenía las suelas de los zapatos de Locke a pocos centímetros de su cara, y parpadeó cuando el polvo penetró en sus ojos. Un poco por debajo, Charlie y Michael ascendían casi codo con codo. Más abajo todavía, Hurley luchaba por acercarse a sus amigos, su rostro mostraba tensión mientras buscaba frenéticamente apoyo para las manos y los pies.

Volvió a mirar hacia delante, bizqueando a causa de la nube de polvo generada por los esfuerzos de Locke. En ese momento oyó un grito bajo él y vio que Hurley había perdido pie. Intentando aferrarse desesperadamente a la pendiente de roca con una mueca de dolor, el cuerpo del chico resbalaba colina abajo.

El rugido de la bestia invisible era más fuerte que nunca y Hurley caía hacia su encuentro, chillando como un hombre que se estuviera precipitando directamente al Infierno.

—9—

Jeff y Savannah estaban solos en el salón de la rústica casita del primero. Allí pasaban casi todos los sábados y los domingos dibujando, pintando y haciendo el amor. A veces transcurrían horas sin que ninguno de los dos dijera una sola palabra: él, frente al caballete colocado bajo la enorme claraboya; ella, enroscada en la cama, trabajando seriamente en su cuaderno de bocetos.

Cuando hablaban, casi siempre era sobre arte. Jeff se había sentido sorprendido y emocionado al descubrir que Savanah no sólo sentía pasión por la historia y la técnica artísticas, sino un amplio conocimiento de ambas. Obviamente había profundizado en aquellos temas mucho más que sus compañeros de clase. También era elocuente y atenta, y si a veces sus argumentos parecían destinados únicamente a molestarlo, le encantaban por la misma razón. En el curso de su creciente fama, estaba acostumbrado a una cierta deferencia, incluso adulación. Pero desde el mismo momento en que se conocieron y aunque fuera su teórico profesor, Savannah lo trató como un igual.

Casi nunca trabajaban en el estudio que Jeff tenía en la facultad, a pesar de ser más espacioso y estar mejor iluminado que el salón donde se hallaban ahora, pero la facultad no podía ofrecerles la intimidad que necesitaban para aquellas sesiones. Esa intimidad no sólo les permitía hacer el amor siempre que se les ocurriera, sino también la soledad que necesitaban. Querían estar el uno con el otro y con nadie más.

Además, él prefería su casa a casi cualquier otro lugar de los que conocía. Cuando volvía a Londres, salía casi cada noche y casi siempre con una mujer distinta. Era un rostro familiar en restaurantes, bares y clubes de moda, y siempre era invitado a las mejores fiestas.

Pero, ahora, incluso cuando Savannah no estaba con él, donde Jeff disfrutaba más era en su casita. Le encantaba sentarse junto al fuego, en su mullido sillón, paladeando una copa de vino o de té. Su lectura favorita en momentos como ésos eran las grandes historias góticas de Henry James, Sheridan le Fanu o Edith Wharton. Entre los pocos recuerdos agradables de su niñez en la isla de Arran, se encontraban aquellos en los que su abuela, que siempre le había parecido treinta años mayor de lo que era realmente, lo aterrorizaba con historias "reales" que, según decía, le contaron siendo una niña. Todas se desarrollaban en las costas tormentosas de Escocia o en castillos ruinosos que salpicaban el paisaje del país. El delicioso estremecimiento del miedo era algo que él atesoraba, y alternaba felizmente los gritos con las risas y los chillidos de terror en los relatos que le narraba la anciana.

A Savannah también le encantaban esos relatos. Supo que había encontrado a la más rara y única de las personas cuando, una noche, ella cerró un libro y proclamó que "La Hermosa Tentación", de Oliver Onion, era el mejor cuento gótico escrito en inglés, una evaluación en la que Jeff no pudo encontrar ningún fallo.

De hecho, Savannah alcanzaba prácticamente la perfección en todos y cada uno de los niveles en que Jeff podía pensar.

Mirándolo retrospectivamente, él no podía señalar el momento exacto en que se convirtieron en una pareja. Se enamoró locamente antes de que ella terminase su segunda frase y, de algún modo, daba la impresión de que aquel día apareció en clase únicamente para que él se enamorase.

Aquel día tañeron todas sus familiares campanas de aviso, y lo siguieron haciendo todos y cada uno de los días posteriores. Jeff era un hombre que disfrutaba jugando y la atractiva combinación de profesión, personalidad, aspecto y éxito, le aseguraban un campo de acción casi inagotable. Tenía una regla sobre las relaciones permanentes: evitarlas a toda costa. El cariño era agradable y el sexo necesario, pero el "verdadero amor" sólo acarreaba problemas. Había visto como sus padres luchaban inútilmente en medio de un matrimonio sin amor, que les absorbía vida y esperanza; y había presenciado incontables variaciones del mismo tema en otros amigos y conocidos. Descubrió que el principio de una relación era siempre la parte más vital... electricidad, pasión, vibrante curiosidad del uno por el otro. Pero, una vez instalados en la rutina, la pasión moría y empezaba a crecer la animosidad. La solución, pues, era simple: asegurarse siempre de que el romance nunca pasaba del primer estadio, disfrutar de él lo máximo posible y pasar al siguiente antes de que empezase la inevitable cuesta abajo.

Las campanas de advertencia también le urgían a tomar precauciones en otro frente: Savannah era su alumna. Tenía veintidós años y legalmente era adulta, pero Jeff sabía que existían convenciones y prejuicios en las universidades que iban más allá de las leyes. Un profesor que se citara con una alumna ponía en peligro su reputación y su ética. Como artista-residente, él no era un verdadero miembro de la facultad. Eso le daba una cierta libertad de acción en lo que a estos temas se refería, pero también hacía más fácil que los órganos directivos simplemente se lavaran las manos y desaprobaran públicamente su conducta.

Jeff hizo una pausa en su trabajo. Su pincel dejó el lienzo y contempló a Savannah al otro lado del salón, con su frente fruncida por la concentración. Iba vestida con téjanos y un jersey mucho más amplio de lo necesario. Odiaba llevar zapatos y sólo cubría sus pies con unos calcetines de lana. Creyó que era la visión más hermosa que había tenido jamás. Mientras las campanas de aviso repicaban sin cesar, se dijo a sí mismo que no le importaba, que su relación con Savannah merecía la pena pasara lo que pasase. Y, al igual que ignoraba los avisos, hizo caso omiso de la vocecita de su cabeza, la que insistía en repetirle:
"Te estás comprometiendo demasiado. Disfruta, y después corta con ella. No te dejes atrapar o vivirás para lamentarlo".

Pero, aunque una parte de Jeff estaba segura de que la relación no tenía futuro y de que no importaba cuántas veces se dijera a sí mismo que sólo era una aventura de la que disfrutar, había otra que opinaba lo contrario. Desde el principio reconoció, aunque de mala gana, que Savannah significaba más para él— de lo que había significado nunca ninguna otra mujer. Su dulzura y su franqueza, su forma de ser tan directa, su infinita curiosidad... todos esos elementos, combinados con su etérea belleza y su tremenda pasión, se habían clavado en lo más profundo de su corazón. Cuando estaba con ella, no quería nada más. Su presencia le bastaba.

Cuando se separaban y podía pensar más fríamente, la voz objetara de su cabeza se hacía más fuerte y Jeff temía perder su libertad.
"No",
se decía a sí mismo,
"Nunca llevaré las cadenas de un compromiso".

Soltó el pincel, cruzó la habitación y se sentó al lado de Savannah. Intentó echar un vistazo a lo que estaba dibujando, pero ella abrazó inmediatamente el cuaderno contra su pecho.

—¡No! —protestó— Sólo son bocetos sin sentido. No es para consumo público.

—¡Oh, por favor! —pidió Jeff con vocecita burlona— Sólo un poquito...

—¡No! Vuelve a tu trabajo y déjame con el mío.

Él se estiró en el sofá y recostó la cabeza en su regazo. Ella dejó el cuaderno boca abajo a su lado y empezó a pasarle cariñosamente los dedos entre el pelo.

—Hablando de tu penoso arte —dijo ella—, ¿en qué trabajas ahora?

—Oh, no me enseñas lo tuyo, pero quieres que yo te enseñe lo mío.

Savannah mostró una sonrisa de suficiencia.

—Bueno, como parte del apestoso derecho escolar, sí, quiero.

—Bien —aceptó Jeff, poniéndose en pie—. Sólo para demostrar que soy la parte abierta de nuestra relación, y no la secreta, misteriosa y posiblemente malévola, te lo enseñaré.

Ella lo siguió hasta el lienzo. Y cuando vio la pintura, sonrió:

—¡Vaya, pero si soy yo! —exclamó, fingiendo sorpresa.

—Sí, maldita sea, eres tú —admitió Jeff, abrazándola por detrás y pasando los brazos alrededor de su cintura—. Desde que te entrometiste en mi pacífica vida, no soy capaz de pintar nada o nadie más.

—Me parece bien. Os conozco a todos vosotros, los famosos artistas, con vuestra infinita sucesión de descaradas modelos desnudas.

—Tienes una idea equivocada sobre mí —le reprendió cariñosamente Jeff—. He venido a esta universidad directamente desde un monasterio, donde pasé décadas de celibato y plegarias.

—¿Me estás diciendo que si me desnudase en este mismo instante, no tendrías toda clase de pensamientos sucios y siniestros?

Jeff le dio la vuelta hasta quedar cara a cara con ella y empezó a besarle el cuello.

—No, no estoy diciendo eso... —le sacó el jersey por la cabeza. Debajo no llevaba nada—. La verdad es que ahora mismo estoy teniendo pensamientos sucios y siniestros.

Se besaron con pasión. Mientras Savannah le desabrochaba la camisa, dijo:

—¡Oh, profesor! Empiezo a creer que esos pensamientos no tienen nada que ver con el arte.

 

Más tarde, se tumbaron en el sofá, cubiertos por una vieja manta. El cuaderno de Savannah estaba en el suelo, donde lo lanzó su dueña con pocos miramientos mientras tenía su mente ocupada en otros asuntos. Durante un buen rato, ninguno de los dos dijo nada. Únicamente intentaban recuperar el aliento, reponerse de la ferocidad casi sobre humana de su pasión. Nunca había conocido a nadie ni remotamente parecida a ella.

Al final, fue Savannah la que habló primero:

—¿Has leído
Cumbres Borrascosas?

—¡Qué pregunta más extraña! —exclamó Jeff, sonriendo.

—No tanto. He estado leyéndola y pensando en ella. Trata de grandes pasiones y del amor que va más allá de la muerte...Ese tipo de cosas.

—Lo sé, la leí hace tiempo —reconoció él—, Pero tengo que admitir que conozco mucho mejor la película.

—Ah, sí... Merle Oberon y Laurence Olivier. Y una música realmente gloriosa. Esa película me encantó desde la primera vez que la vi en la tele cuando era niña. Creo que por eso me decidí a leer el libro... aunque no tenga música.

—Normalmente, la tienen —protestó Jeff.

Savanah le acarició suavemente la mejilla.

—Sólo me lo estaba preguntando, eso es todo.

—¿Preguntando el qué?

—Bueno, me preguntaba si cuando mueras, tu amor demostrará ser más fuerte que la muerte y volverás a mí, gritando mi nombre en medio de una tormenta de nieve.

—No me atrevería —negó Jeff—. ¿Y si te pillo en un momento íntimo con tu nuevo novio?

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