La cama estaba deshecha y toda cubierta de ropa. La pileta estaba llena de platos sucios y sobre la mesa había botellas y latas vacías. Al lado de la cama había una pila de libros y revistas.
—Siéntate —dijo Daniel señalando la cama, ya que los bancos a los lados de la mesa estaban casi cubiertos de ropa y libros.
—¿Seguro? —preguntó Gemma—. Estoy mojada.
—No hay problema. Es un yate. Todo está mojado. —Daniel tomó un par de toallas y se las lanzó—. Ahí tienes.
—Gracias. —Gemma se pasó la toalla por el cabello y volvió a sentarse sobre la cama—. No me refería sólo a la toalla. Gracias… bueno, por rescatarme.
—No ha sido nada. —Daniel se encogió de hombros y se apoyó sobre la mesa de la cocina. Se secó el pecho con una toalla, después se pasó una mano por el cabello corto, despeinándolo y salpicando agua salada—. Parecías aterrada.
—No estaba aterrada —dijo Gemma a la defensiva.
—No te culparía si lo estabas. —Se inclinó un poco más hacia atrás para mirar por una de las ventanas de la cabina a su espalda—. Esas chicas me dan escalofríos.
—¡Eso mismo pienso yo! —gritó Gemma, excitada de que alguien
coincidiera con ella—. Mi hermana me dijo que no fuera mal pensada.
—¿Harper? —Daniel volvió a mirar a Gemma—. ¿A ella le gustan?
—No creo que le gusten exactamente —dijo Gemma meneando dubitativamente la cabeza—. Cree que no debo ser irrespetuosa con la gente.
—Bueno, ésa es una buena filosofía. —Daniel estiró el brazo y abrió la heladerita—. ¿Quieres un refresco?
—¡Sí!
Daniel sacó dos latas, le alcanzó una a Gemma y se quedó con la otra. Después saltó sobre la mesa y se sentó con las piernas cruzadas. Gemma se envolvió los hombros con la toalla y abrió la lata.
Paseó la mirada por la cabina, observando los escasos muebles.
—¿Cuánto hace que vives aquí?
—Demasiado —dijo él después de beber un largo sorbo.
—Creo que me gustaría vivir en un yate alguna vez. O en una casa flotante.
—Definitivamente te recomendaría algo más grande, si puedes. —Daniel señaló el exiguo espacio—. Y además se hace bastante duro cuando el mar está agitado. Pero ya hace demasiado que vivo aquí y dudo incluso de que pudiese dormir en tierra. Necesito que me acunen las olas.
—Eso debe de ser increíble. —Gemma sonrió con expresión soñadora, mientras se imaginaba durmiendo en la bahía—. ¿Siempre te ha gustado el mar?
—Eh… No sé. —Daniel frunció el ceño, como si nunca antes lo hubiese pensado—. Supongo que sí.
—¿Cómo terminaste viviendo en un yate, entonces? —No es muy romántico —le advirtió—. Mi abuelo murió y me dejó este yate. Me
desalojaron de mi departamento y necesitaba un sitio donde dormir. Y aquí estoy.
—¡Gemma! —gritó alguien afuera y Daniel y Gemma se miraron confundidos—. ¡Gemma!
—¿Es tu hermana? —preguntó Daniel. —Me parece que sí. —Gemma dejó la lata sobre la mesa y se dirigió a la cubierta para ver qué quería Harper.
Harper estaba en el muelle al lado de su bicicleta sujetando la cadena en la mano. Tenía el cabello recogido en una cola de caballo, que se mecía de un lado a otro al mover frenéticamente la cabeza, tratando de localizarla.
—¡Gemma! —volvió a gritar Harper; el temblor de su voz revelaba lo asustada que estaba.
Gemma fue hasta la barandilla y miró hacia abajo, donde estaba su hermana.
—¿Harper?
—¡Gemma! —Harper dio media vuelta en dirección a su hermana y una ola de alivio acarició su rostro, hasta que vio a Daniel en el yate detrás de ella—. ¡Gemma! ¿Qué haces ahí?
—Me estaba secando —dijo Gemma—. ¿A qué viene tanto escándalo?
—Vine a ver si volvías a casa para almorzar y encontré la cadena de tu bicicleta suelta en el muelle, como si te hubiese pasado algo mientras la atabas, y no te encontraba por ningún lado y ahora estás en su yate. — Harper empezó a caminar con paso firme hacia la embarcación, aferrando la cadena con el puño—. ¿Qué estabas haciendo?
—Secándome —repitió Gemma, molesta ya de la escena que estaba montando su hermana.
—¿Por qué? —preguntó, señalando a Daniel—. Nada que tenga que ver con él te conviene en lo más mínimo.
—Gracias —dijo Daniel con una sonrisa irónica, mientras Harper lo miraba enfurecida.
—Mira, me voy a subir a la bicicleta y nos iremos a casa; una vez allí puedes ponerte todo lo histérica que quieras —dijo Gemma.
—¡No estoy siendo histérica! —gritó Harper; después se detuvo y respiró profundamente—. Pero tienes razón. Hablaremos de esto en casa.
—Sí, claro —dijo Gemma suspirando. Se quitó la toalla de los hombros y se la dio a Daniel—. Gracias.
—De nada. Y disculpa si te he metido en un lío.
—Lo mismo digo —respondió Gemma, ofreciéndole una pequeña sonrisa a modo de disculpa.
Gemma arrojó su mochila al muelle y después saltó sobre la barandilla del barco. Le tomó la cadena de las manos a su hermana, recogió la mochila y fue a donde estaba la bicicleta para ponerse la ropa antes de pedalear hasta su casa.
—Eres un pervertido asqueroso —le gruñó Harper a Daniel, apuntándole con el dedo—. Gemma tiene apenas dieciséis años, y aunque tengas una especie de complejo de Peter Pan, ya tienes más de veinte años. Eres demasiado mayor para andar molestándola.
—Oh, por favor —dijo Daniel, elevando los ojos hacia el cielo—. Es sólo una niña, no estaba tratando de seducirla.
—No es así como se ven las cosas desde fuera. —Harper se cruzó de brazos—. Debería denunciarte por vivir en este estúpido yate y por andar seduciendo a niñas.
—Haz lo que tengas que hacer, pero no soy un pervertido. —Se inclinó sobre la barandilla y bajó la cabeza, acercándose un poco más a Harper—. Esas chicas estaban acosando a tu hermana y yo intervine para alejarla de ellas.
—¿Qué chicas? —preguntó Harper.
—Esas chicas —respondió Daniel, moviendo vagamente la mano—. Creo que su cabecilla se llama Penn o algo por el estilo.
—¿Esas que son tan lindas? —preguntó Harper, tensa. En realidad no pensaba que Daniel le hubiese hecho nada a Gemma, pero la mera mención de Penn hizo que su estómago se pusiera duro como una piedra.
—Supongo que nos referimos a las mismas, sí —respondió Daniel encogiéndose de hombros.
—¿La estaban molestando? —Harper miró en dirección a Gemma, que se estaba poniendo el top y parecía ilesa—. ¿De qué manera?
—No lo sé exactamente. —Daniel negó con la cabeza—. Pero la tenían rodeada y ella parecía muy asustada. Sencillamente no confío en esas chicas y no quería que estuvieran cerca de tu hermana. Le dije que viniera a mi yate para que pudiera esconderse hasta que se fueran y diez minutos más tarde apareciste tú. Eso es todo.
—Oh. —Ahora Harper se sentía mal por haberle gritado, pero no estaba dispuesta a dejar que se notara—. Bueno. Gracias por cuidar de mi hermana. Pero no deberías haberla hecho subir a tu yate.
—No tenía planeado que se convirtiera en una costumbre.
—Bien. —Harper pasó el peso de un pie al otro, aun tratando de parecer indignada—. De todas maneras creo que está saliendo con alguien.
—Harper, ya te lo he dicho, no estoy interesado en tu hermana. —Después sonrió—. Pero, si no fuera porque sé que me odias, juraría que estás celosa.
—Oh, por favor. —Harper arrugó la nariz—. No seas absurdo.
Daniel se rio de su protesta y, por alguna razón, Harper empezó a sonrojarse.
Gemma pasó a toda velocidad a su lado, gritándole adiós a Daniel. Ahora que su hermana ya se había ido, Harper no tenía ningún motivo para demorarse en el muelle, pero se quedó unos segundos más, tratando de pensar algo más que decirle al chico. Como no se le ocurría nada, dio media vuelta y se fue, consciente de que él no le quitaba el ojo de encima.
CAPRI fue fundada por Thomas Thermopolis al norte de Maryland el 14 de junio de 1802, y todos los años para esa fecha el pueblo celebraba una fiesta en su honor. La mayoría de los negocios cerraban, como lo harían en cualquier otro día festivo de importancia. El festejo se había convertido en un simple picnic, con algunas atracciones y puestos de comida, pero todos, lugareños y turistas por igual, salían a las calles para festejarlo.
Álex había invitado a Gemma para que lo acompañara, y Gemma no sabía exactamente qué significaba la invitación. Como la había invitado sólo a ella, sin incluir a Harper, se inclinaba a pensar que significaba algo, pero no se atrevía a preguntarle.
El viaje en coche fue un desastre, rozando lo cómico. Ninguno de los dos abrió la boca, salvo los pocos comentarios que tartamudeó Álex para decir que esperaba que se divirtieran.
Cuando estacionaron, rodeó el coche para abrirle la puerta a Gemma. Y fue precisamente eso lo que hizo que ella empezara a relajarse. Nunca antes le había abierto la puerta. Definitivamente, algo había cambiado.
El picnic del Día del Fundador se celebraba en el parque del centro de la ciudad. Habían montado algunas atracciones de feria que se alineaban a ambos lados de la avenida principal. En el resto del área se extendían mantas y mesas para almorzar, entremezcladas con puestos de comida y bebida.
—¿Te gustaría jugar a algo? —le preguntó Álex, mientras caminaban por la avenida principal, señalando una de las atracciones—. Podría ganar un pececito de colores para ti.
—No creo que fuese muy justo para el pobre pececito —dijo Gemma—. Tuve como una docena y todos se me murieron a los pocos días.
—Oh, ya. —Álex sonrió con una mueca de ironía—. Me acuerdo de tu padre enterrándolos en el jardín.
—Eran mis mascotas, y se merecían un entierro digno.
—Mejor andarse con cuidado contigo. —Álex dio un paso hacia atrás, poniéndose a una distancia prudente de ella por precaución—. Eres una asesina en serie de pececitos. No sé de lo que podrías ser capaz.
—¡Oye! —dijo Gemma riendo—. No los maté a propósito. Era pequeña. Creo que los alimenté demasiado. Pero fue por amor.
—Eso da más miedo aún —le dijo burlándose—. ¿Planeas matarme con amor?
—Tal vez. —Gemma lo miró, entrecerrando los ojos para parecer amenazadora, haciéndolo reír.
Álex volvió a acercarse a ella. Su mano rozó la de Gemma y ésta aprovechó la oportunidad para entrelazar los dedos. Álex no hizo ningún comentario, pero tampoco apartó la mano. Gemma sintió un cálido cosquilleo en el estómago y trató de contener un poco la enorme sonrisa que le nacía como efecto de ese simple contacto.
—De modo que nada de pececitos —dijo Álex—. ¿Qué tal un oso de peluche? ¿Los animales de juguete estarán a salvo cerca de ti?
—Tal vez —concedió ella—. Pero no hace falta que ganes nada para mí.
—¿Quieres que paseemos un poco? —preguntó Álex, mirándola.
—Sí —dijo ella, y él sonrió.
—De acuerdo. Pero si quieres algo, no tienes más que decirlo y te lo consigo. Obtendré lo que desee tu corazón.
Gemma no quería que le ganara nada, porque eso significaba que tendría que soltarle la mano para jugar. Tenía ganas de andar todo el día pegada a él. El mero hecho de estar a su lado la deleitaba de una manera que jamás habría creído posible.
Caminaron un trecho por la avenida principal y a los pocos metros se encontraron con Bernie McAllister. Estaba parado frente a una atracción que consistía en hacer explotar globos con un dardo. A pesar del calor llevaba puesto un suéter, y miraba fijamente los globos, entrecerrando los ojos bajo sus canosas cejas.
—Señor McAllister. —Gemma sonrió y se detuvo cuando estuvieron cerca de él—. ¿Qué lo trae al continente?
—Oh, ya sabes —dijo con un leve acento, mientras con los dardos de plástico señalaba los globos—. Hace cincuenta y cuatro años que vengo a los festejos del Día del Fundador y gano baratijas en estos juegos. No me iba a perder el de este año.
—Ya veo —dijo riendo Gemma.
—¿Y usted, señorita Fisher? —preguntó Bernie, pasando la vista de ella a Álex—. ¿Sabe su padre que está paseando con un muchacho?
—Sí, lo sabe —le aseguró Gemma, apretando la mano de Alex.
—Más vale que así sea. —Bernie los miró seriamente hasta que Álex bajó la mirada—. Todavía me acuerdo de cuando eras así de pequeña —y llevó la mano a sus rodillas— y pensabas que los muchachos eran unos groseros. —Se detuvo para examinarla y sonreír—. Qué rápido crecen los jóvenes.
—No sé qué decir.
—Así son las cosas. —Hizo un gesto con la mano como restándole seriedad al asunto—. ¿Cómo está tu padre? ¿Está aquí?
—No, se quedó en casa. —La sonrisa de Gemma vaciló. Su padre rara vez salía para asistir a este tipo de eventos, sobre todo desde el accidente de su madre—. Pero está bien.
—Me alegro. Tu padre es un buen hombre y muy trabajador —dijo Bernie asintiendo con la cabeza—. Hace demasiado que no lo veo.
—Se lo diré —dijo Gemma—. Tal vez vaya a la isla a visitarlo.
—Sería una alegría. —Bernie la miró fijamente a los ojos, mientras sonreía, con los suyos nublados por las cataratas y un poco tristes. Después sacudió la cabeza y volvió al juego—. Bueno, jovencitos, no los distraigo más de su diversión.
—Buena suerte con el juego —le dijo Gemma, mientras ella y Álex reanudaban la marcha—. Me ha alegrado mucho verlo.
Una vez que estuvieron lo bastante lejos de él, Alex le preguntó:
—Era Bernie de la isla de Bernie, ¿no es cierto?
—Claro.
Bernie vivía en una pequeña isla a unos pocos kilómetros de Capri, en la bahía de Antemusa. Lo único que había en esa isla era su cabaña de madera y la casa flotante que Bernie había construido hacía cincuenta años para él y su esposa. Poco después, ella había fallecido, pero Bernie siguió viviendo en la isla.
Como era la única persona que vivía allí, la gente de Capri tenía la costumbre de referirse a ella como la isla de Bernie. No era su nombre oficial, pero así era como todos la conocían.
Después del accidente de coche de la madre de Gemma, su padre pasó una época muy dura. Solía llevar a Gemma y a Harper a la isla de Bernie y éste las cuidaba mientras su padre trataba de salir adelante.
Bernie fue siempre muy amable y cariñoso con ellas, pero no de ese modo algo triste que los ancianos tienen siempre de tratar a los niños, sino de forma divertida, dejándolas correr con total libertad por la isla. Fue entonces cuando Gemma desarrolló su amor por el mar. Pasaba largas tardes de verano en la bahía, nadando alrededor de la isla.