Sólo tú (32 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

BOOK: Sólo tú
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—¿Y yo no lo soy?

Cerró los ojos a la espera de la respuesta de Juan Pablo.

 

 

Seguía sentada en el suelo, frente al estanque, observando los lotos que flotaban sobre las aguas. La quema de su foto con Rogelio la había sumido en una apacible melancolía. Ni siquiera buscaba a otras parejas. Su mente vagaba por los recuerdos del fin de semana.

Un tropel ingente de sensaciones.

Cada beso, cada caricia, cada gemido, cada grito...

El viernes ni tan sólo habría pensado...

¿O sí?

¿Había ido a su casa para hacer el amor, para entregarse?

¿Importaba ya mucho?

Con un verano por delante, con el amor recién instalado en su existencia, necesitaba reordenar, reorganizar su vida.

Todas sus prioridades.

El hecho de que no fueran una pareja típica, y mucho menos normal, lo agitaba todo.

Y...

—Hola.

Volvió la cabeza. Ziberaxes, alias Benigno, o al revés, estaba allí, a su lado, con el mismo aspecto de las otras veces.

—Hola.

—Venía a despedirme.

—¿Ah, sí?

—Ya tengo la nave reparada y con el depósito lleno. Vuelvo a casa.

—Me alegro por ti.

—Gracias por todo. Fuiste de las primeras en ayudarme.

—Sólo te di un euro.

—Simbólicamente es mucho. Y además cambiaste mi suerte. Hablaré de ti en Urko.

—Un honor.

—Si un día volvemos, tú o tus descendientes seréis tratados con honores.

—Si regresas antes de setenta u ochenta años, aquí estaré.

—Bueno, ya sabes que el tiempo cambia en el espacio.

—El tiempo cambia en todas partes.

Ziberaxes meditó estas últimas palabras.

Por alguna extraña razón, sus ropas parecían más sucias y astradas. Y pese al calor, continuaba llevando aquella gabardina hasta los pies.

—¿Sigues quemando fotos? —le preguntó de pronto.

—Sí.

—Estás loca. —Le mostró la suciedad de sus dientes—. De todas formas, también lo dicen de mí, y ya sabes que no es cierto.

—Desde luego.

—¿Puedo darte un beso de despedida?

Se estremeció.

—Bueno. —Le ofreció su mejilla.

El mendigo se agachó y apenas si la rozó con sus labios.

—¿Por qué no me haces una foto? Igual te haces rica. Serías la primera en haber fotografiado a un extraterrestre.

—De acuerdo, Ziberaxes.

Sacó la cámara del bolsillo de sus vaqueros, la abrió y encuadró al mendigo. Una vez pulsado el disparador volvió a cerrarla. Su compañero pareció feliz. Levantó una mano en señal de paz y despedida.

—Bueno, pues adiós.

—Suerte.

—Suerte tú, que vives en este planeta tan raro.

Raro.

No sabía si lo volvería a ver, pero lo observó con simpatía y la misma curiosidad de la primera vez.

¿Tendría unos padres, unos hermanos? ¿Habría amado a alguien o alguien lo habría amado a él? ¿De dónde venía y adónde iba?

¿Y no eran ésas, casi, las mismas preguntas que se hacían todos los humanos?

Ziberaxes, alias Benigno, salió del Turó Parc.

 

 

En el blog de Beatriz había un poema.

Sólo eso.

Rogelio tuvo que leerlo tres veces. La primera, atropellado, fue incapaz de absorberlo. La segunda vez percibió su belleza, su tono apasionado. Con la tercera, ya más despacio, se llenó de él.

 

De noche navego

    por la luminosa trama

    de tu cuerpo.

Deshago tus nudos

    me deslizo por tus avenidas

    y escalo tus montañas.

Me he detenido

    en todas tus quebradas

    explorado tus valles.

He surcado los ríos

    de tus húmedos pantanos

    buceando bajo tus aguas.

Y al llegar cada mañana

    me niego a despertar

    aferrada a este sueño.

 

De noche navego

    por los océanos de tu tierra

    con rumbo enloquecido.

Camino por tu piel suave

    te abrazo en la tormenta

    vuelo sobre tu horizonte.

Entro en tu alma

    y vibro con el terremoto

    de tu agitación.

Exploro las lunas

    del Sistema Solar de tu universo

    abrasado por tu fuego.

Y al llegar cada mañana

    me resisto a abrir los ojos

    para seguir contigo.

 

De noche navego...

 

Desde que renunció a ser cantante, nunca había escrito un poema de amor. Ni para Pilar. Lo suyo no era precisamente hilvanar palabras. Y sin embargo, en alguna parte guardaba aquellas letras juveniles, emotivas. Canciones que nadie iba a cantar jamás y que hasta él había olvidado.

Beatriz tenía que haber colgado aquello hacía muy poco rato, al levantarse quizá.

Tenía que llamarla.

Quizá pudieran verse por la noche.

Otra noche casi en vela.

Amándose.

Tal vez bastase con salir a dar un paseo, tomar algo, cenar.

Si se ahogaban en sexo...

—¡Joder, Juan Pablo! —suspiró.

Sentía el mal sabor de boca de su charla con él.

Pero de pronto, todo cuanto deseaba tenía un nombre.

Beatriz.

Abrió el correo electrónico, tecleó la dirección de ella y sin darse cuenta se puso a escribir.

No, ya no hacía canciones ni poemas, pero le bastaba con imaginarla para, al menos, ser capaz de volcar en unas líneas sus sentimientos. Desnudarse anímicamente, con toda naturalidad y sinceridad.

Así que empezó a escribir.

«Te sueño desnuda...»

 

 

La señal telefónica sonó cuatro veces antes de que Gonzalo contestara.

—¿Sí? —Oyó su voz rodeada de un cierto clamor.

—Soy yo —le anunció Beatriz—. ¿Dónde estás?

—En la cola del cine.

—¿Con Carlos?

—Sí.

—Entonces te llamo por la noche.

—No, no, tranquila. Aún nos falta mucho para la taquilla. ¿Qué hay?

—Todo bien.

—Me alegro. Ya me contarás.

—Sí. —Recuperó el hilo de su llamada—. Escucha, Rogelio quiere verte.

—¿En serio?

—Tendrás que hacerle un miniconcierto con lo mejor que tengas.

—Vale.

—No piensa en su compañía, sólo quiere ver tus posibilidades. —Fue sincera ella—. Por lo visto, Discos Karma no va del todo bien y va a ser absorbida por una multinacional.

—Bueno, después de lanzar a grupos como Brainglobalnoise y de lo que han estado haciendo los últimos tiempos... Yo tampoco veo mi música en un lugar así.

—Pero está bien, ¿no?

—Claro.

—Quiero decir que aunque sólo sea por su interés, ya vale la pena. Él conoce gente, lleva muchos años metido en ese mundillo. Puede aconsejarte.

—Que sí, que sí —convino Gonzalo—. De todas formas, aún alucino un poco.

—No seas tonto. Sabes que eres muy bueno. ¿Has hecho algo más?

—Desde que todo va tan bien compongo bastante. Siento como un volcán cada noche.

—Te entiendo. Yo también he escrito un poema hoy.

—Tú dices que yo canto y toco la guitarra bien, pero ya sabes lo que opino de tus textos, en prosa o poéticos. También eres muy buena.

—Cuando seas famoso haremos un disco juntos; yo, la letra y tú, la música.

—Vale.

—Te dejo, debes de estar llegando ya a la taquilla.

—Aún faltan media docena de chicos y chicas, de esos que pagan cada uno su entrada y quieren estar todos juntos.

—Te avisaré cuando quede con Rogelio.

—Gracias.

—¡Un beso a Carlos!

—Se lo daré.

Beatriz cortó la comunicación.

Se quedó mirando el móvil.

¿Lo llamaba ella o esperaba a que lo hiciera él?

¿Y si estaba en el hospital, con su padre?

Mejor esperar.

Esperar.

Esperar.

 

 

Acabó de enviar el correo electrónico y entonces cogió el móvil para llamarla.

Lo que acababa de escribir era tan intenso, tan emocional, que a su alegría por haberle salido de manera tan natural se unían la excitación y el deseo por volver a estar con ella.

¿Para qué fingir?

¿Un paseo, tomar algo, cenar?

No, quería hacerle el amor.

Sentirla.

De pronto, Beatriz se convertía en una droga dura.

No tuvo tiempo ni de entrar en la memoria del aparato para recuperar el número y pulsar el dígito de llamada. El teléfono sonó en su mano.

Comprobó la pantallita.

Y no reconoció la identidad de quien quería hablar con él.

Estuvo a punto de pasar.

No lo hizo.

—¿Hola?

—¿Rogelio?

No identificó la voz.

—Sí, ¿quién eres?

—Quique —dijo la voz masculina—. Quique Mira.

—¡Vaya por Dios! ¿Cómo estás?

—Bien, bien. Cuánto tiempo sin hablar, ¿eh?

Un conocido más. Tenía demasiados. El mundo del disco era un universo de pequeñas parcelas, compartimentos estancos a veces incomunicados entre sí. Se conocían, pero escaseaban las amistades sinceras. Dominaban los intereses. «¿Dónde estás y qué puedes darme, dónde estoy y qué puedo sacar de ti?» Y él daba en ocasiones su número de móvil a personajes que no tenían por qué tenerlo.

—Ya sabes cómo es esto —se excusó.

—Eso de Brainglobalnoise... Funciona, ¿no?

—Parece. En eso andamos.

—Oye, me alegro. Tal y como están los tiempos... que algo funcione es todo un lujo.

—Y que lo digas.

La primera parte de la conversación, la intrascendente, el puro formulismo, parecía agotada.

—Te he llamado porque..., bueno —la voz se hizo más opaca y oscura, casi fúnebre—, tú conocías a Amalia Garrigós, ¿verdad?

Se envaró.

Tuvo deseos de mentir.

—Sí, vagamente —admitió inseguro.

—Una tía potente, seductora, en plan leona.

—Sí, sí. —Un malestar inesperado reapareció en su garganta.

—Pues mañana la entierran, tú.

La mente se le quedó en blanco.

—¿Cómo dices?

—Increíble, ¿no?

—Pero cómo...

—Anoche tuvo un accidente de coche. Se saltó un semáforo y se encontró con un camión de la basura. Encima eso. Mierda por partida doble. —No se rió de su chiste fácil—. Según dicen, iba a toda leche, y encima con unas copas de más. Tuvieron que sacarla a pedacitos. ¿Te imaginas? Cuesta creer que una señora así, de pronto...

No sólo fue la mente. También la vista, su horizonte. Dejó de sentir las manos mientras su estómago se le retorcía y le acalambraba el cuerpo entero.

—Rogelio, ¿sigues ahí? —preguntó Quique Mira.

Capítulo 22

CULPAS

 

 

 

Al anochecer ya no lo resistió más.

Cogió el móvil y marcó el número de Rogelio.

Debería haberlo hecho en el parque, o en la calle, antes de subir a su casa. Pero ya daba igual. Si tenía que salir, saldría. Los exámenes eran historia. Podía empezar a vivir. Quería hacerlo. Y si tenía que enfrentarse a su madre, lo haría.

Nada ni nadie la detendría.

Miró por la ventana. El cielo se encriptaba entre azules intensos y oscuridades que progresaban con rapidez. En unas horas sería lunes, fin de la escuela, llegaba el verano con la gran noche de San Juan y su verbena. La noche del año en que más noviazgos se establecían en Barcelona. La noche más mágica del calendario.

La señal sonó una vez.

Cerró los ojos y se dispuso a escuchar su voz.

Aquella espera.

La señal sonó una segunda vez.

Le palpitaba el corazón. Un dum-dum armónico e intenso. La sangre fluía a borbotones por todo su ser.

Tercera.

Tardaba. Se mordió el labio inferior. ¿Y si metía la pata? ¿Y si su padre había muerto?

Cuarta.

No contestaba. No contestaba. No contestaba.

Iba a cortar la comunicación, sin esperar a más.

La quinta señal.

Y de pronto...

—Soy Rogelio. Déjame tu mensaje.

No supo si hablar o no.

Pero no era una intrusa. Era ella.

Beatriz.

—Hola —musitó después del tono que iniciaba el buzón de voz—. Quería oírte, nada más. Llámame, ¿vale?

 

 

La cena era silenciosa, como tantas y tantas veces. Su madre presidía una mesa coja, en la que las dos ausencias pesaban más que las tres presencias. Luisa se había ido por razones de edad y para iniciar su propia vida. El cabeza de familia por razones anímicas y para reiniciar la suya. A la derecha se sentaba Beatriz. A la izquierda, Carlota. Frente a la mujer, nadie.

Un horizonte mudo.

En lo único que pensaba Beatriz era en volver a su habitación y repetir su llamada, o confiar en que él la telefonease.

Y entonces su madre dijo aquello:

—Tengo que hablar con vosotras. —Apartó el segundo plato, ya vacío, y se cruzó de brazos, como si estuviera dispuesta a iniciar una batalla.

—Ay —tembló Carlota.

No le hizo caso.

—He estado pensando en este verano —anunció ella mirando fijamente a Beatriz—. Y he decidido que no vamos a pasarlo en Barcelona.

—¿Que lo has... decidido? —vaciló su ahora hija mayor.

—Nos iremos al pueblo, con la abuela. Ya sabéis que cada día está peor, y aunque la cuida la prima Eulalia... Desde que se rompió el brazo no anda fina.

—¿Todo el verano? —alzó las cejas Carlota.

—Sí, ¿qué pasa? Si quieres estudiar, puedes hacerlo allí. No veo ningún problema. Y nos irá bien descansar, respirar un poco de aire puro...

—Mamá, habla por ti —objetó Beatriz sin aliento.

—No quiero discutirlo —se cerró rápidamente en banda.

—¿Que no quieres discutirlo? Pues me temo que vamos a tener que hacerlo, porque yo no pienso ir.

—¿Cómo que no piensas ir?

—¿Encerrarme dos meses en un pueblo perdido?

—Cuando eras niña bien que te gustaba y se te hacían cortas las vacaciones.

—¡Cuando era niña, mamá, por Dios! ¡Ahora tengo dieciocho años!

—¡Diecisiete!

—Dieciocho y mi propia vida. —No quiso gritar.

—¡No voy a ir con Carlota y dejarte aquí sola, ni lo sueñes!

—Estaré con papá.

Había palabras que la atravesaban. Y conceptos que la herían. Su madre no hizo nada por resistir la conmoción.

—¡Tu padre bastante tendrá con lo que se le viene encima!

—Mamá, por favor...

—¿Por favor qué? ¿No querías que saliera? ¡Pues voy a hacerlo!

—¡Ir al pueblo no es salir, es cambiar de concha y nada más!

—Beatriz tiene razón —la apoyó Carlota.

—¿Tú también? —La fulminó con una mirada de disgusto.

—Yo iré contigo. —Carlota miró a su hermana mayor en un rápido viaje ocular de ida y vuelta—. Pero deja a Beatriz aquí.

—¡Ni hablar!

—¡Mamá!

—¿Qué, Beatriz, qué? —Ahora sí gritó, fuera de sí misma—. ¿Cómo vas a quedarte dos meses sola, dime? Si ahora ya haces lo que te da la gana, ¿cómo esperas que me vaya con tu hermana y esté tranquila? ¡Soy tu madre, y te vendrás conmigo lo quieras o no! ¡Y si, dentro de un mes, la señorita quiere emanciparse porque será mayor de edad, se emancipa, pero entonces ya puedes irte a vivir con tu padre o buscarte la vida!

Continuó sentada, las manos engarfiadas en la mesa, la cena alborotada en su estómago, la cabeza llena de Rogelio.

—Mamá, por favor, no me hagas esto —suplicó por primera vez.

—¿Hacerte qué? ¡Nos vamos de vacaciones, por Dios! ¡Barcelona está muerta en verano, y este barrio aún más en agosto!

—Allí ni siquiera tengo Internet...

—¡Antes no había nada y se vivía igual!

Buscó una última complicidad en Carlota, pero ya era una batalla perdida. Su hermana la había apoyado incluso sacrificándose. Lo único que le quedaba era decirle que tenía novio.

Y eso sería peor.

La angustia creció y creció más, hasta dispararse.

No quiso llorar delante de su madre. Se levantó de la mesa y se dirigió a su habitación, impotente, con los puños cerrados. El mejor fin de semana de su vida acababa de romperse de una forma absoluta y demoledora.

—¡Beatriz!

Necesitaba hablar con Rogelio.

Ver a Rogelio.

Huir con Rogelio y dejar todo atrás.

 

 

La medianoche la sorprendió tan atenazada como despierta.

Y tan inquieta como asustada.

Había llamado tres veces a Rogelio. Tanto al fijo como al móvil. Ninguna respuesta. Silencio en uno, el buzón de voz en otro. No le quedaba ninguna otra opción. Si se escapaba de casa cuando su madre durmiera y él no estaba en su piso, haría el viaje en balde. Si oía los mensajes, la llamaría.

La llamaría.

Luego pensó en su padre.

¿Quedarse con él todo el verano? ¿Dónde? ¿Compartiendo la habitación con Teresa?

Era el momento de las decisiones, y se sentía incapaz de tomarlas sola.

Pero lo de Rogelio era tan reciente...

Si lo agobiaba con sus problemas de buenas a primeras...

Se sentó a la mesa y contempló el ordenador.

Fue su instinto el que le hizo conectarlo y comprobar su correo electrónico. Necesitaba mover las manos, no hundirse en sus pensamientos. Ni siquiera esperaba nada, y sin embargo...

Allí estaba.

Un mensaje enviado por él.

Por la tarde, antes de su primera llamada.

Lo abrió y se encontró con un texto, no una comunicación formal. Un texto abstracto pero tremendamente emotivo. Toda una declaración de amor.

Amor y pasión.

 

Te sueño desnuda, con ese cuerpo en perfecta sintonía que contiene tu espíritu. Veo ese triángulo invertido que forma tu espalda de guitarra, y la armónica curva de violín de tus nalgas partidas por el desfiladero de mis besos negros. Siento en mis manos la delicada firmeza de tus muslos, la suavidad de tus pies o el destello apenas perceptible de tus pechos. Imagino tus pezones entre mis dedos, jugando con mi lengua o acariciándome el rostro. Y bebo tu miel. Eres un prodigio natural, equilibrio entre vida y dimensión, forma y contenido, escultura y fantasía forjada por la imaginación de un artista perfecto. Y real. Te sueño tan desnuda como te poseo, y te poseo tan vital como ansío. Y más y más real. Percibo la humedad de tu sexo con sabor a deseo. Humedad densa en la que naufragan mis dedos, mi propio yo erecto o mi lengua. Nunca vi más luz en una sima oscura, ni más pasión en un grito de placer. Nunca estremecimiento alguno me produjo más gloria de hombre o hambre de niño jugando a descubrir el universo. Porque cuando tiemblas se cambia el orden planetario. Te anhelo desnuda, te percibo desnuda, te siento desnuda, y por ello te visto a la búsqueda del candor olvidado y la pureza que rompiste en mi alma para volver a desnudarte una y mil veces. Teclado de infinitas teclas, blancas, negras, azules, rojas, violeta. Sinfonía de ballet inacabada. Pentagrama cósmico en el que trenzar la música de un cometa milenario.

Te sueño desnuda.

Te siento vestida.

Te veo gitana, de bronce esculpida.

 

Comenzó a llorar más o menos en la mitad de la lectura, sin darse cuenta. Y casi al final, cuando las lágrimas que resbalaban por sus mejillas saltaron y le mojaron las manos y el teclado, emborronándole la lectura, tuvo que frotarse los ojos para concluir el texto.

Le dolía el pecho.

Tenía el cuerpo y la cabeza del revés.

Aquello era lo más hermoso que jamás le hubiera dicho o escrito alguien.

Y era suyo.

Por primera vez tenía algo que perder y le dolía.

 

 

Lo primero que oyó fue una voz pregrabada que le anunció:

—Nuestras líneas están ocupadas. Por favor, espere. En breve le atenderemos.

Y esperó.

Una música «de ascensor», o de «llamada telefónica en espera», que era lo mismo, le martirizó el oído durante unos diez segundos. Pensó en cortar la comunicación e intentarlo más tarde, pero tuvo suerte.

Dejó de oírse la música y en su lugar irrumpió la voz de una chica.

—Discos Karma, ¿dígame?

—Por favor, con Rogelio Muntadas.

—El señor Muntadas no ha venido esta mañana. ¿Quiere que le deje algún recado?

Camino cortado.

—¿Sabe si volverá pronto?

—No, lo siento.

—¿O dónde está?...

—No ha dejado ninguna nota ni ha llamado. ¿Quiere...?

—No, gracias. Ya volveré a llamar —se despidió.

Cortó la comunicación y miró el tráfico.

Ni en casa, ni en el móvil, ni en el trabajo.

—¿Dónde estás?

¿Por qué no la telefoneaba?

Ni siquiera sabía el teléfono o la dirección de sus padres. ¿Cómo iba a saber eso? Ni el hospital al que habían llevado a su padre, y al que tal vez hubiese vuelto en el caso de una recaída. Pero ¿tanto costaba hacer una simple llamada para tranquilizarla?

Dominó la ansiedad.

Las malas vibraciones.

Estuvo tentada de coger un taxi. Cambió de opinión al recordar lo magro de su economía. Y para ir en autobús o en metro, mejor caminaba. Más directo y probablemente igual de rápido.

Hizo el trayecto en mucho menos de lo esperado, porque al final ya no caminaba, corría.

Corrió acelerada, nerviosa.

Llegó a casa de Rogelio sudando, muy agitada, suplicando a los cielos que estuviese allí. La moto no estaba en la calle, así que la imaginó dentro del garaje. Cuando pulsó el timbre exterior, contuvo la respiración.

Los segundos se hicieron interminables.

Y su desazón la situó al borde del abismo al no encontrar respuesta.

—Mierda, Rogelio..., ¡mierda!

Buscó al conserje o a la portera. Lo encontró en la rampa del garaje, regando el camino de goma oscura. Era la primera vez que lo veía, así que el hombre no la conocía de nada.

—Disculpe, estoy buscando al señor Muntadas.

—No está.

—Ya lo veo. He llamado...

—Ha salido esta mañana temprano.

—Oh.

El hombre esperó una nueva pregunta, o algún mensaje.

No lo hubo.

—Gracias —se despidió Beatriz.

—No hay de qué.

Continuó mojando la rampa.

Ella, en cambio, estaba seca.

 

 

La madre de Gonzalo insistió en que pasara y se tomase algo fresco, porque el calor apretaba y a ella se la veía muy congestionada. Beatriz consiguió zafarse a duras penas de su insistencia.

—Sólo quería verlo un momento... Gracias, es que tengo algo de prisa.

—De acuerdo, querida. Este hijo mío... ¡Ay, deberíais haceros novios!

Beatriz se echó a reír sin ganas.

Puro compromiso.

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