Sólo tú (36 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

BOOK: Sólo tú
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—Para un rollete de verano...

Un rollete de verano.

¿Era realmente una vieja o es que nadie hablaba ya de amor?

 

 

El pueblo era pequeño, se encontraba lejos de Barcelona e, incluso, de Girona, pero la media docena de grandes casas de las familias más poderosas tenían su sello propio, su identidad. Los Cabestany, los Serra, los Montflorit... Casas de montaña, refugios, islas privadas dentro del océano pirenaico. Unos por haber nacido allí y haber hecho fortuna en Barcelona sin renunciar a sus raíces, otros por haber construido un lugar en busca de paz y sosiego, la élite formaba parte del lugar manteniendo su propia idiosincrasia.

La fiesta en casa de los Serra reunía a unos cincuenta chicos y chicas de entre dieciséis y veinte años, la mayoría residentes estivales en el pueblo, aunque no faltaban algunos llegados de Girona que, a su vez, habían traído a otras amistades. La zona principal era la que rodeaba la piscina, dominando el amplio y cuidado jardín con el bosquecillo recortado sobre una loma a unos treinta metros del agua. Todas las luces de la casa estaban encendidas, y también las de la caseta con los aperos de la piscina y los vestuarios y duchas. Las farolas del jardín, así como los focos acuáticos de la piscina acababan de dar al conjunto un aspecto impresionante. Hollywood a la catalana. Una mesa con comida y bebida instalada en las escalinatas del chalé procuraba el aporte final. La música, alta, los bañaba a todos gracias a los cuatro altavoces diseminados por la zona.

Ningún adulto.

Su noche.

—¿Te das cuenta de cómo te miran?

Se había dado cuenta. Pero no se lo dijo a Víctor.

—No.

—Estás impresionante.

—No, no lo estoy. Ni siquiera me he arreglado.

—Tú no necesitas arreglarte.

Le hablaba al oído. Para los demás, era como marcar territorio. Y hacía cuanto podía por apartarla del núcleo duro de la fiesta, los que bailaban sobre las maderas colocadas en la hierba. A Beatriz no le importaba. Le daba lo mismo. Intentaba disfrutar de la música aunque el precio a pagar fuese la verborrea de Víctor.

—¿Quieres más? —Le señaló su vaso, dispuesto a ir a buscar otra bebida.

—No, gracias.

—Un poco de chispa no viene mal, mujer.

—Tú ya la tienes —le hizo ver.

—¡No! —Su gesto fue de suficiencia—. Aguanto mucho.

—Creía que los deportistas no bebíais.

—Estamos en verano. —La abarcó con una sonrisa interminable en la que brillaron sus dientes perfectos—. ¡Tiempo de locura!

Quizá tuviera razón.

Algunas de las parejas lo harían más tarde, podía apostar el alma por ello. En cualquiera de las habitaciones, en el jardín, donde fuera que los invadieran sus instintos. Colofón a una noche perfecta. Sexo libre. Sí, el verano era el tiempo de las locuras, de la adrenalina a tope, del despertar erótico. Todos los amores breves, las infidelidades cortas, actuar primero y arrepentirse después... Todo se disparaba entre julio y agosto. Bastaba con mirarlas a ellas, guapas, luciendo sus pieles bronceadas, sus pequeños vestidos, camisetas de lujo o pantaloncitos, braguitas marcadas o insinuadas, emergiendo por encima de sus nalgas apretadas, sus manos cuidadas, sus pies perfectos. Y bastaba con mirarlos a ellos, siempre a punto, ansiosos por añadir una muesca más a su arma, elegantes, intentando parecer más adultos de lo que su edad marcaba.

Beatriz miró a Víctor.

Era guapo. Absurdo pero guapo. Bebería de más, y antes o después lo intentaría. Ése era el juego.

Dependía de ella.

¿Le serviría de algo un revolcón?

¿Se vengaría así de Rogelio, de su mala suerte, de la incertidumbre?

¿Probar lo que era el sexo con otra persona?

—Tráeme algo más, sí. —Le tendió su vaso vacío.

—¿Fuerte?

—Tanto da.

Lo vio alejarse en dirección a la mesa con la bebida. Un par de chicos, mayores, miraron hacia ella. Temió que uno se arriesgara. No pasó nada porque en ese momento, una de las chicas más jóvenes se cayó al agua, o se lanzó, o la empujaron.

Acabarían todos en la piscina, vestidos, en traje de baño o desnudos.

Beatriz pensó en irse a casa ya.

Continuó inmóvil, viendo como Víctor regresaba con su vaso, bailando ridículamente, convencido de que era seductor y de que ésa era su noche.

 

 

Cuando la besó no sintió nada.

No se movió. Hacía rato que lo esperaba. Simplemente dejó que sucediera. Allí estaban sus labios.

Víctor peleó por abrírselos, pugnando con su lengua.

El chico acabó mirándola. Tenía ya los ojos muy enrojecidos. Su expresión era incierta.

—Eres preciosa —comentó.

No dijo nada.

—Preciosa y turbulenta.

—¿Turbulenta? —Le hizo gracia el término.

—Pareces tan fría, y sin embargo...

—Soy fría.

—No. Yo estoy a cien, y es por ti.

—No seas tonto.

—Déjame...

Volvió a besarla, y Beatriz reaccionó igual. Mantuvo los labios cerrados. Ni siquiera pensó en excitarse, porque sabía que eso era imposible.

Ni pensando en Rogelio.

Era como si nunca pudiera volver a sentir nada.

—Cuando te vi en el río...

¿Mataría sus fantasmas si se acostaba con él?

¿O despertaría al día siguiente odiándose a sí misma?

Quizá no le iría mal un poco de odio.

Sólo que eso era autocastigarse.

Y ella no había hecho nada.

—Pensé en hacértelo allí mismo... —jadeó Víctor—. Nunca he visto nada más sensual que tú con los pies en el agua...

Cerró los ojos.

—¿Te acuerdas de cuando éramos niños?

Sintió la mano del chico en su pecho, por encima de la ropa, buscando la forma de atravesarla y alcanzar su carne. Tenía un cien por cien de sensibilidad en sus senos, sobre todo en sus pezones. Podía perder la cabeza.

Se los tocó.

Y lo que sintió fueron náuseas.

No era Rogelio. No era nadie. Así que difícilmente podía sentir algo hermoso.

La lengua le abrió los labios. Buscó las profundidades de su boca. La mano le acarició el pecho. También se apretó contra ella, contra su pelvis, para hacerle notar su erección.

Beatriz no había vomitado desde aquella noche.

Al salir de casa de Rogelio, la última vez que lo había visto.

Tuvo que apartarlo de un empujón, para no vomitarle encima. Lo hizo justo a tiempo, mientras se doblaba sobre sí misma y expulsaba la cena, los canapés de la fiesta, la bebida...

—Pero ¿qué...? —Víctor dio un paso atrás, invadido por el asco.

Beatriz se arrodilló. No tenía ningún punto de apoyo. Víctor tampoco se lo ofreció. Continuó sacando la papilla de su interior hasta que no quedó nada. Y aun así, expulsó más y más bilis, babas, hasta quedarse vacía, mareada.

Y también liberada.

—Joder... —exclamó Víctor.

Ella se puso en pie.

No tuvo que mirarlo. No hizo falta.

Dio media vuelta y se encaminó hacia la salida del jardín sabiendo que él no la retendría.

Capítulo 24

CAMBIOS

 

 

 

La primera llamada fue de Elisabet, a las diez de la mañana.

Casi le sorprendió escuchar el sonido del móvil, porque el día anterior había estado completamente mudo, fuera de cobertura.

La voz de su amiga la atronó nada más descolgar, sin darle tiempo a decir nada.

—¡Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz, te desea tuammiii-gaaa, cumpleaaañooos feeeliiiz! —le cantó a pleno pulmón.

—Gracias. —Se desperezó.

—¡Dieciocho, tía!

—Por fin.

—¡Ahora sí que el mundo es tuyo!

—¿Ha sido tuyo desde que los cumpliste tú?

—Del todo. Que Ricardo pase de mí no significa que no me haya sentido una auténtica depredadora. Esta semana...

—¿Está semana qué?

—Cuando vuelvas te lo presentaré.

Se puso las pilas aún más rápido.

—¿A quién?

—¡Ah!
Surprise, big surprise
—contestó en inglés.

—¡Venga ya, tía!

—Es un cielo. Se llama Damián. A su lado, Ricardo es una gamba congelada.

—¿En serio?

—¡Síii! —volvió a gritar Elisabet.

—Vaya, me alegro.

—No me pidas que te lo describa. Tienes que verlo.

—O sea que a ti también te ha dado fuerte.

—¡Estamos en pleno verano! ¡Uao! —A través de la línea se oyó algo parecido al chasqueo de sus labios—. ¡Fuerte es poco! ¡No sabes lo mucho que te echo de menos! ¡Y lo que falta! ¿Qué tal por el pueblo?

—Igual.

—¿Tan muermo?

—Sí.

—El próximo año ya pasas, consuélate. Si ya no estoy con Damián nos vamos las dos por ahí. Y si estoy, los tres. O los cuatro. Tiene un hermano gemelo, ¿sabes?

—¿Lo tienes por duplicado?

—¡Y además es monísimo! ¡Guapo de morirse! ¡Oh, Beatriz, dieciocho y sin fiesta de cumpleaños!

Dieciocho y todavía no sabía qué hacer con su vida.

Salvo que pasaría de estudiar.

Quería volar libre.

Trabajar.

—¿Estabas todavía en la cama?

—Ajá.

—¿Te he despertado?

—No. Estoy perezosa. He engordado un kilo.

—Jo, no me extraña.

Se quedaron sin conversación de golpe. Beatriz se la imaginó en su habitación, frente a Johann Sebastian Bach, cerca del Turó Parc, en medio de un barrio con las tiendas cerradas y escasos coches aparcados en la calle. Un sueño.

Miró por su ventana, hacia el bosque y la montaña.

—¿Sabes algo de él?

¿Se lo había preguntado Elisabet o era su propia voz, flotando libre por su cabeza?

—No, nada.

—Cerdo...

—No digas eso.

—Pues ya me dirás tú.

—He estado pensando mucho en lo sucedido aquella noche, la de su borrachera.

—¿Y?

—Hay más cosas además del miedo o la culpa.

—¿Como cuáles?

—Intentaba protegerme.

—¿De qué?

—De sí mismo.

—¡Anda ya!

—Sí, de sí mismo y de mí misma, y de la locura que desata el amor y desatamos nosotros esos días en los que estuvimos ciegos de pasión.

—Dios —pareció estremecerse Elisabet—. Ciegos de pasión. Gran frase.

—Fue pasión, y eso quema. Devora. ¿Viste aquella película de un chico que se queda paralítico y entonces corta con su novia para que ella no se ate a él, para que sea libre? Lo que hace es demostrarle lo mucho que la ama, renuncia a su egoísmo. Prefiere que sea feliz sin él a que se sienta desgraciada con él.

—O sea que tu Rogelio se merece una corona de espinas por haber renunciado a ti.

Dicho por ella sonaba muy crudo.

—Esa mujer murió accidentalmente, pero sé que él se está castigando por ello. Si no se libra de esa carga, lo sepultará. —Pensó en las palabras de su abuela contándole la historia de su madre—. Me gustaría tanto saber qué hace, cómo se encuentra...

—Llámalo.

—No, eso no.

—¿Por qué no?

—No puedo.

—¿Y cuando vuelvas?

—Ni idea.

Faltaba tanto todavía...

Cada día era como una losa que debía apartar de sí misma para echar a andar.

—Estás muy aislada ahí, ¿verdad?

—Mucho.

—Llámame. Yo es que no sé...

—Necesitaba un tiempo de soledad y reflexión.

—Vale, lo entiendo.

—¿Y tus padres?

Por la línea oyó un suspiro.

Las estadísticas decían que en verano se producían más separaciones, por el calor, el roce continuo, el deseo sexual más a flor de piel.

—Estuvieron hablando hace unos días. Dijeron que no podían seguir así, y que por lo menos, debían intentar no pelearse por todo. De momento lo están cumpliendo. Ya veremos.

—Ojalá salga bien.

—¿Me lo dices o me lo cuentas? —bromeó su amiga.

—Oye, ¿y cómo conociste a tu Damián? ¡Si es que no puedo dejarte sola!

Se retrepó en la cama dispuesta a escucharla. Conociéndola, sabía que sería una larga explicación, detallada y completa. Y además, le apetecía que fuera así, y escucharla, y volver a pensar que la vida seguía, allí y en otras partes. En el mismo Turó Parc.

Elisabet empezó su relato.

 

 

La segunda llamada le llegó a media mañana.

Esta vez sí que la esperaba, así que no se había movido de la zona para no perder la cobertura. Carlota ya se había ido a la piscina. Y tanto la abuela como su madre, a hacer la compra.

Contestó, feliz.

—Hola, papá.

—Feliz cumpleaños, cariño.

—Gracias.

—¿Cómo estás?

—Aburrida, pero bien.

—Tengo tu regalo.

—Ya lo sé. ¿Qué es?

—No puedo decírtelo. Pero son dieciocho, así que...

—¿Una tarjeta VISA oro? —bromeó.

—Vaya, ¿cómo lo has sabido? Aunque no es oro, es superplatino.

Los dos se rieron.

Brevemente.

—Me habría gustado ir a verte.

—Y a mí que lo hicieras.

—Pero sabes que no sería bien recibido.

Tal vez si quedaran a la entrada del pueblo.

—No, claro.

—¿Y tu abuela?

—Como un toro. Incombustible.

—¿Habla de mí?

—Ya sabes que no. Suiza total.

—¿Qué te han regalado?

—No lo sé. Esta noche habrá cena especial. ¿Cómo lleva Mati el embarazo?

—Muy bien. Hace calor pero es soportable. Vamos a la playa y todo eso.

—¿Y Teresa?

—Si quieres, luego te la paso.

—Bueno.

Lo mismo que con Elisabet, les sobrevino un silencio cargado de nostalgias y ternuras, marcado por la distancia y los días pasados sin verse.

Hasta que ella se lanzó.

Era tan buen momento como cualquier otro.

—Papá.

—¿Sí, cariño?

—No voy a seguir estudiando.

Una pausa.

—¿Lo has meditado bien?

—Sí. A fin de cuentas, puedo volver. No pasa nada si pierdo un año o dos. Sabes que no te miento. Si descubro que me he equivocado, lo aceptaré y punto.

—¿Qué dice tu madre?

—Aún no se lo he dicho a ella.

—¿Esa decisión tuya de trabajar tiene que ver con tus ganas de emanciparte?

—Sí.

—¿Tanto te pesa seguir en casa?

—Quiero vivir sola —rectificó—. Necesito vivir sola.

—Sabes que es un riesgo.

—Claro.

—Y muy duro.

—No me da miedo.

—Te ayudaré a buscar un trabajo. Tengo contactos.

—Dicho así pareces uno de la mafia. —Se echó a reír antes de recuperar la seriedad—. En realidad, lo que sí necesito de ti es saber si puedo contar contigo.

—No tienes que preguntármelo.

—Debo hacerlo, papá. Necesitaré dinero para empezar, adelantar los meses que me pidan del alquiler de un piso, comprar lo más indispensable, una cama, una mesa...

—Cuenta con ello. Tu madre me matará pero cuenta con ello.

—¿Cuántas veces te ha matado ya, papá?

—¡Uf, la tira!

—Entonces no viene de una ni será el fin del mundo.

—Pero ésta va a ser gorda. Me culpará de apartarte de su lado.

—Hablaré con ella.

—Suerte cuando lo hagas.

—Sólo quiero manejar mi propia vida. Lo necesito.

—Siempre he estado orgulloso de ti, y lo sabes.

Se preguntó si su padre sabría lo del incidente sexual de su madre en la adolescencia. Si conocía las causas íntimas de que ella fuera como había sido a lo largo de su vida de casados. Si en algún momento se lo contó, para justificarse, o para descargarse, o para...

Le dio vergüenza hablar de ello por teléfono.

Sobre todo, por si le decía que no lo sabía.

—Feliz cumpleaños, cariño —repitió su padre—. Te paso con Teresa.

 

 

No tenía acceso a Internet, pero en determinados días sentía la necesidad de escribir algo, soltarse, vaciarse.

Y ése era uno de ellos.

Así que cogió el bolígrafo, se inclinó sobre la hoja de papel, y comenzó a trenzar las palabras con mesurada calma, extrayéndolas del fondo de su corazón. Las colgaría en cuanto le fuera posible.

Probablemente, el mismo día de regreso a casa.

Lo primero que le salió fue un poema nostálgico.

Desgarrador.

 

No puedo dejar de pensar en ti.

No puedo dejar de amar tu luz.

No puedo dejar de desearte tanto.

El amor es esclavo de la pasión.

El amor es el tormento y el éxtasis.

El amor es como vivir en la locura.

No puedo dejar de sentir al diablo.

No puedo dejar de ver tu cielo.

No puedo dejar de buscarte en mis sueños.

El amor es como un paraíso blanco.

El amor es pintarlo de colores.

El amor eres tú con tu nombre.

 

Siguió escribiendo, ahora febril, sacudida de repente por una furia inquieta. Las palabras se encadenaban a los sentimientos y éstos se convertían en breves poemas, ráfagas, disparos de una ametralladora mental que fluía sola.

 

Me desnudo en tu boca.

Ves mi cuerpo ávido con tu lengua.

Es la dimensión del estruendo.

La que te rompe en pedacitos de cristal.

Saberte mío en el instante es lo enorme.

Profanarte al borde del camino.

Como péndulos danzantes se agita mi pecho.

Y quiero transformar mi lengua en brocha.

Para lamer la trama de tu piel y salpicarte.

Humedecerte, encenderte hasta el amanecer.

 

Miró en dirección a las montañas. Formaban un muro, casi una cárcel. La tarde se desvanecía. Con la llegada de la noche tendría ya dieciocho años y un día.

No quiso pensar más en Rogelio. No quiso escribir otro poema teniéndolo a él en la mente. Por alguna extraña razón, viajó hasta el Turó Parc, el estanque de aguas plácidas.

El mar.

 

Ese mar que no cesa,

    no cesa.

En oleadas vivas me desborda,

inunda las riberas de mi tierra,

y sumerge bajo sus aguas mi horizonte.

Ese mar,

    a ese mar,

le doy la frontera de mi ansiedad.

Cada lágrima sube la marea.

La luna no se refleja en su calma,

la devora para sus criaturas,

monstruos que suben por mi espalda,

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