Solos (13 page)

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Authors: Adam Baker

Tags: #Intriga, Terror

BOOK: Solos
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—Le pondré otra inyección cuando se despierte. Después tendrá que tomar aspirinas.

—¿Y qué haríamos, doctora, si la tuviéramos que operar a usted?

—Si me pasa algo, me ponéis anestesia en la médula espinal y yo os guiaré.

La cara de Rawlins estaba pálida y flácida. Instintivamente, Jane fue a limpiarle el sudor de la frente.

—¡No! —gritó Ghost.

El tubo en las vías respiratorias emitía exhalaciones roncas; el cardiógrafo, un pitido constante.

—¿Ha hecho antes algo así? —preguntó Ghost—. ¿Ha amputado antes un brazo?

—He rebanado un buen número de dedos —contestó Rye—. Las heridas por aplastamiento son habituales en las plataformas petrolíferas.

—¿Cree que se pondrá bien?

—En circunstancias normales lo lógico sería que se recuperara de la amputación, siempre que la herida no se infecte. En cuanto a la dolencia, nunca me he encontrado con nada parecido.

Ghost hojeó el historial médico de Rawlins.

—Estrés, depresión, problemas de próstata… Pobre tío. Debería estar retirado de este negocio desde hace tiempo.

—Deja eso —ordenó Rye—. Esta información es confidencial.

Llenaron un saco rojo para excreciones con la ropa hecha trizas de Rawlins, metieron en bolsas los vendajes y las gasas manchadas de sangre, y esparcieron lejía por el suelo.

Ghost se puso unos guantes y recogió los sacos. Los llevaba con el brazo extendido delante de él.

—Arroja todo eso por la borda —le ordenó Rye.

La doctora recogió con un fórceps el brazo amputado de Rawlins. Lo dejó caer en una caja de plástico, selló la tapa y le dio la caja a Jane.

—Y tú deshazte de esta porquería, si no te importa.

Jane llamó a Punch por el interfono. Le pidió que fuera a buscar una lata de queroseno y se reuniera con ella abajo en el hielo.

Caminaron bajo la sombra de la refinería hasta el borde del agua.

—¿Cómo está Rawlins?

—Fuera de combate —contestó Jane—. Puede que viva, puede que no.

—¿Quién manda entonces?

—Ni puta idea.

—Esto no es una democracia. Si tenemos que votar para cada chorrada, será un puto desastre.

—Pues sí.

—Más vale que alguien se ofrezca. Si Nail y sus compadres empiezan a dar órdenes, en una semana estaremos todos muertos.

—Cierto.

—¿De verdad le cortasteis el brazo? —preguntó Punch.

Jane levantó la tapa de la caja.

—¡Dios! —dijo—. ¿Cómo ocurrió?

—No lo sabremos del todo hasta que se despierte y hable.

—Juro ante Dios que no permitiré que esto me pase a mí.

Pusieron la caja sobre el hielo, la empaparon de queroseno y le prendieron fuego. Ardió con una llama azul. La mano se fue cerrando a medida que se freía.

Enfermería.

Rye examinó a Rawlins, que yacía en la mesa de operaciones, envuelto en una sábana. Tenía el muñón vendado. Un monitor emitía pitidos regulares.

La doctora puso una gota de sangre bajo el microscopio y observó. Plaquetas rojas. Y un enjambre de organismos negros y erizados que se movían y se multiplicaban. No se veían con detalle. Rye deseó haber tenido un microscopio de más aumento.

Percibió movimiento por el rabillo del ojo. Quizá era Rawlins que se revolvía en su letargo. Quizá se lo había imaginado. Se lo quedó mirando un rato. Se asustó un poco. Puso música para sentirse menos sola. Charlie Parker.
Live at Storyville
. Introdujo el CD en el reproductor. Notas de jazz reverberaron por desiertos pasillos.

Jane ayudó a preparar la cena. Espaguetis con una tosca salsa pesto hecha con albahaca seca, pasta de ajo y una pizca de puré de tomate.

Llevó el cuenco a la mesa.

—No puedo quitármelo de la cabeza —dijo Punch—. Preferiría que mi madre estuviera muerta a que le brotara de la piel esa mierda.

—Deja de pensar en ello o te volverás loco.

—Deberíamos coger las motos de nieve y largarnos a Alaska. En serio. Tú, yo y Sian. Y Ghost, si quieres, ya que está claro que te cae simpático. En pocas semanas el mar estará helado. Tendríamos una posibilidad. Sería todo recto.

—¿Y qué pasaría con los demás?

—Que se jodan. Lo siento, pero que se jodan.

—Aún no hemos llegado a ese punto de desesperación. Aún nos quedan opciones.

—Pues que alguien me explique el gran plan, entonces. Mira a tu alrededor. Todo el mundo tiene la moral hecha mierda.

La voz de Rye en el intercomunicador:

—Jane. Punch. Os necesitamos en la enfermería ahora mismo
.

La mesa de operaciones estaba vacía.

—¿Adónde ha ido? —preguntó Jane.

—No ha dejado ninguna nota —dijo Rye.

—¿Lo dejó solo?

—Tengo que comer, de vez en cuando. Y cagar también.

—¿Cuánto tiempo ha estado fuera?

—Quince o veinte minutos.

El gotero yacía en el suelo. El cardiógrafo estaba hecho pedazos. Jane movió con la punta de la bota unos restos de vendaje.

—Rompió la cánula que llevaba en el brazo —dijo.

—Estará perdiendo sangre, entonces.

—Le rebanamos el brazo hace solo dos horas. ¿Cómo puede moverse por ahí?

—No tengo ni idea.

Apareció Ghost.

—¿Se ha ido de paseo? Debéis de estar tomándome el pelo…

—Más vale que lo encontremos rápidamente —dijo Jane—. Hay veinte grados bajo cero en esos pasadizos. El frío lo matará en cuestión de minutos.

Cubierta C. Sector de tiendas de productos para el hogar. Sian examinó los estantes con una linterna. Cargó un carrito con papel higiénico, jabón líquido y rollos de papel de cocina. Empujó el carrito por pasillos a oscuras, con una Maglite entre los dientes, como si fuera un puro.

Delante de ella, algo se movió en la sombra.

—¿Hola?

Llegó a un cruce y enfocó la linterna hacia un callejón lateral. Una figura. Un atisbo de piel desnuda.

—¿Hola?

Sian se paró en una entrada. Una cámara oscura, llena de trozos de tubería apilados.

Un hombre desnudo agachado en la sombra. Rawlins.

—¿Qué pasa, Frank?

Sian se acercó un poco. Vio el muñón con vendajes ensangrentados, donde antes estaba el brazo. Y le vio la cara. Tenía un ojo negro como el azabache. El otro ojo la miraba inquisitivamente. Sian se sintió inspeccionada por una viva inteligencia de otro mundo.

Se dio la vuelta y huyó.

Buscaron en las salas y los pasadizos cercanos a la enfermería. Encontraron el tubo de respiración. Rawlins se lo había arrancado de la garganta. Estaba tirado sobre la plancha de la cubierta, y glaseado de saliva congelada.

—Mejor si nos separamos —sugirió Ghost—. Cubriremos más terreno.

—Esperad un momento —dijo Jane—. Eso tiene que ser lo mismo que vimos en la tele, ¿cierto?, algo que te vuelve loco como si tuvieras la rabia. Quizá Frank esté así, o quizá no. Tenemos que estar preparados.

—¿Qué propones? —preguntó Punch.

—Creo que deberías ir al bloque de alojamientos, avisar a los otros y atrincherar la entrada.

—¿Y qué haréis tú y Ghost?

—Iremos a la isla a buscar las escopetas.

La cacería

Ghost abrió la puerta del búnker. Su linterna iluminó estantes y cajas, y las motos de nieve cubiertas con lonas.

—Bien; más vale que nos demos prisa.

Jane sacó las escopetas de las cajas.

—Dámelas.

Ghost examinó la recámara de las armas y disparó en seco para ver que funcionaban. Metió las escopetas y los kits de limpieza en una bolsa de deporte y cerró la cremallera.

—Coge los cartuchos.

Jane sacó de un estante varias cajas de cartuchos del calibre 12 y las metió en la mochila.

—Esas cajas llevan fecha de caducidad. No sabía que la munición caducara.

—Vámonos.

Rawlins descubrió que podía ver en la oscuridad. No con claridad, ni demasiado bien, pero podía distinguir formas.

Se quedó sentado y desnudo en el centro de la sala de buceo. Se preguntó cómo había llegado allí. Su consciencia iba y venía. A veces era Frank Rawlins, a veces era otra cosa.

Encendió una lámpara Tilley para ver mejor. Bancos. Estanterías con material de buceo. La burbuja blanca y metálica de una cámara hipobárica.

Abrió una taquilla y observó su reflejo en el espejo de la puerta. Tenía un ojo negro como el ónice.

Rawlins descolgó de una percha un cinturón de submarinista. Desenvainó el cuchillo y con la mano izquierda se vació la cuenca del ojo con la punta de la hoja. Cortó el nervio óptico. El globo ocular le cayó a los pies.

Se quedó mirando su reflejo. La sangre brotaba de la cuenca vacía. Con una bombona de submarinista hizo añicos el espejo.

Despacho de Rawlins. Un letrero en la puerta.

ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA

A PERSONAL NO AUTORIZADO

Punch encendió la luz. Se sintió como un intruso.

—El cajón del escritorio —dijo Sian—. La guarda allí.

Punch rompió el pestillo haciendo palanca con un destornillador y sacó la pistola
taser
de su caja.

—Parece un juguete, pero servirá para pararlo.

—¿Y entonces qué? —preguntó Sian—. Si está infectado no podemos ponerle un dedo encima.

—Improvisaremos una camisa de fuerza, con un saco de dormir o algo parecido. Lo encerraremos en un contenedor de carga y estará en cuarentena hasta que sepamos qué hacer.

Sian observaba la pantalla del escritorio. Con un par de clics hizo aparecer un plano de la planta de la refinería.

—Está en la cubierta C, ¿verdad? Podemos localizarlo.

Punch se inclinó por encima del hombro de Sian. El diagrama de la cubierta C estaba salpicado de puntos rojos.

—Cuando apagamos la plataforma cerramos algunas de las compuertas de seguridad. Las compuertas se ven en el tablero de estado de funcionamiento. Sigue vigilándolas. Quizá Rawlins nos descubra su posición.

—No te muevas de la silla, ¿de acuerdo? —dijo Punch, dándole su radio a Sian—. Si detectas movimiento, avísame.

Punch bajó la compuerta de seguridad y se encerró en el módulo de alojamientos.

Iba armado con un taco de billar y la pistola
taser
.

Se deslizó por la pared y se quedó sentado en el suelo del pasillo, con la
taser
en el regazo.

—¿Cómo va?

Era la voz de Sian.

Punch cogió la radio.

—Haciendo guardia.

—¿No podemos cerrar las escotillas y cortarle el paso?

—Las compuertas de seguridad se cierran herméticamente en caso de emergencia. De otra forma, cualquiera puede levantarlas. Solo las esclusas de aire tienen un teclado numérico. Medida de protección contra la piratería.

—Tenemos que presuponer que está infectado
.

—¿Qué otra cosa podemos hacer? Hay que tratarlo como enemigo hasta que sepamos qué hacer.

—Ojalá lo supiéramos con certeza. Ha perdido mucha sangre. Se va a congelar
.

—Lo sé, lo sé.

Un ruido sordo en la puerta. Punch se levantó de golpe.

—¿Frank? ¿Es usted?

Punch probó la
taser
contra la puerta. La escotilla empezó a subir. Punch pulsó CERRAR.

Accionó el intercomunicador.

—¿Frank? ¿Está bien?

—Tengo frío. Mucho frío
.

—¿Está infectado? Su brazo… ¿Sabe si eso detuvo la infección?

—Hace mucho frío

La voz de Rawlins sonaba débil, delirante.

—Tiene que decírnoslo, Frank. Tenemos que saberlo.

—Estoy muy cansado

—No podemos dejarle entrar, Frank. ¿Frank? ¿Está ahí?

Esperó un minuto entero. Pulsó ABRIR. La compuerta se abrió.

El pasillo estaba desierto.

Punch llamó a Sian.

—Frank acaba de intentar entrar.

—¿Está aún ahí?

—No. Se ha ido.

—Espera. Alguien acaba de entrar en una esclusa de aire, cerca de la enfermería
.

—¿Ha salido fuera?

—No. Solo ha abierto la puerta interior
.

—¿Se sabe algo de Jane y Ghost?

—No
.

—Necesitamos las escopetas.

Rawlins saqueó la esclusa de aire. Se puso con dificultad unos pantalones, se enfundó un abrigo y se calzó unas botas.

Luego fue en busca de cigarrillos por la plataforma. Se arrastraba por pasadizos oscuros y helados, apoyándose en las tuberías para no caerse. Se apretó en el pecho el muñón metido en una manga vacía.

Estaba prohibido fumar. En todas las zonas de recreo había un gran letrero rojo: PROHIBIDA CUALQUIER FUENTE DE COMBUSTIÓN NO AUTORIZADA.

Cuando Rawlins se puso al cargo de la plataforma cinco meses atrás, se llevó cigarrillos a escondidas. Dos al día durante la temporada entera. Salía a hurtadillas al exterior, a fumarse un cigarrillo. Sabía que la mayor parte de la plantilla fumaba hierba, pero a él no le importaba. Se aliviaban con eso. Los tranquilizaba. Pero él era el encargado de la instalación y no podía infringir las normas en público. Guardaba un paquete de cigarrillos y un Zippo escondidos entre material contraincendios, cerca de una esclusa de aire. No recordaba qué esclusa era. No recordaba casi nada.

Pasó un rato en el gimnasio, una de las pocas salas con ventana grande en toda la refinería. Débil luz del día. Era mediodía y el sol apenas asomaba en el horizonte. Hileras de bicicletas estáticas y cintas de correr relucían heladas. Pósters de chicas cubiertos de escarcha. Rawlins se arremangó para examinar el muñón vendado. Unas púas de metal emergían de la gasa. La piel alrededor del codo había empezado a ennegrecerse.

Así que fin del camino, pensó. Mi último día.

Una vez, Frank vio cómo un hombre se agarraba el pecho y caía muerto en la cola de un banco. Pensó que a la mayoría de la gente le pasa lo mismo. Una vida monótona hasta que, de repente, llega el diagnóstico de una enfermedad incurable o un infarto de miocardio. ¿Era octubre? ¿O noviembre? Le costaba pensar. Estaba casi seguro de que era martes.

Se tendió un rato en una cama solar y se despertó tiritando. Se le había abierto el anorak. No podía mover la cremallera. Se acordó de dónde había escondido los cigarrillos. Esclusa número sesenta y tres.

Jane y Ghost regresaron a la plataforma. Subieron la zódiac al varadero.

Mientras el montacargas ascendía hasta el nivel habitado, Ghost le enseñó a Jane a manejar la escopeta.

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