Jane y Sian recortaron la ropa de Simon con unas tijeras quirúrgicas. Tenía los genitales tan encogidos por el frío que parecía una mujer. No era más que un mechón de vello púbico entre las piernas.
Al fondo de la sala había un cuarto de baño. Llevaron a Simon a la ducha y lo sostuvieron bajo un chorro de agua caliente.
Rye se quitó la indumentaria para el frío, llenó la bañera de hipotermia y comprobó que estuviera a 46 grados de temperatura.
—Muy bien. Vamos a sumergirlo.
Metieron a Simon en la bañera.
—Que las manos y los pies le queden fuera del agua —les dijo mientras apuntaba con un lápiz linterna a los ojos de Simon—. Lo ideal sería comprobar la temperatura rectal, pero vamos a ahorrárselo, de momento.
—Tiene la mano jodida de verdad.
—Veremos cómo evoluciona cuando la circulación se restablezca. Claro que entonces será cuando empiece el dolor.
Jane hacía un kilómetro de
jogging
por la cubierta C. Sian la acompañaba.
—¿Has hablado con Ghost?
—Muy poco —contestó Jane.
—¿Qué dijo del tipo de Apex, del que no llegó?
—No quiere hablar de ello.
Trotaron por pasillos sin calefacción. Los resoplidos se transformaban en grandes nubes de vapor. Llevaban tres chándales cada una. La superficie de metal congelado resbalaba; Jane y Sian corrían con botas de grueso dibujo en la suela. Una tenue luz del sol se filtraba por las ventanillas del corredor e iluminaba el recorrido.
Jane corría ligera y ágil. Había perdido cuatro kilos de peso. La ropa le iba suelta. A Sian le costaba mantener el ritmo.
Jane había sido obesa toda la vida; el cuerpo, un estorbo sudoroso y dolorido; pero en ese momento algo le dijo qué se siente al ser fuerte y flexible.
—¿Cómo lo llevas con Punch?
—¿Qué quieres decir? —preguntó Sian.
—Jóvenes y brillantes los dos. La pareja perfecta.
—Siempre he pensado que Nail e Ivan hacían buena pareja. Levantan pesas juntos, se cuidan, se ponen aceite uno a otro.
—Buena evasiva.
Hicieron el kilómetro entero y empezaron otra vez.
Sian regresó a su habitación, se daría una ducha.
De camino al bloque de alojamientos, Jane pasó por la enfermería. La doctora Rye metía medicamentos en una caja.
Jane se sintió obligada a ofrecer ayuda.
—Pastillas de la felicidad —dijo Rye—. Paroxetina. Amitriptilina. Hay que estar preparado para las depresiones, en un lugar como este, sin luz del sol, ni adónde ir. Pronto habrá buena demanda de ellas, ahora que la noche se aproxima.
—¿Cómo está Simon?
Rye señaló una habitación contigua.
—Estable. Duerme. Lo que más me preocupa es la infección. Esto es un centro de primeros auxilios. Se supone que a los heridos graves se los evacua rápidamente en avión. No tenemos suficientes antibióticos para un tratamiento prolongado.
—Claro.
—Quizá no debería contártelo, pero… ¡qué diablos!, es mejor que lo sepas. Nikki, ya sabes, la chica que rescatamos del hielo, está destrozada; se siente culpable de haber abandonado a aquel tipo en la nieve. «Tendría que haberme pasado a mí», blablablá. Le he dado clomipramina, pero tardará unos días en hacer efecto. Va a necesitar comprensión, alguien que la ayude a pasar los próximos días.
—De acuerdo.
—La tripulación se pasa el día fumando hierba y esperando que un barco los recoja, pero cuando el sol se ponga del todo, los ánimos decaerán rápidamente. Se avecinan días sombríos. Menos mal que no hay armas a bordo.
Sian encontró a Simon mirando una película en DVD en la habitación de la enfermería.
Uno de los nuestros
. Estaba pálido y tenía las manos y los pies vendados. Sian le sostuvo una taza para que Simon sorbiera con una pajita.
—¿Me ayudas a incorporarme un poco?
Sian dejó la taza y pulsó el botón ELEVAR para subir la cabeza de Simon.
—¿Dónde está Nikki? —preguntó.
—Comiendo en la cantina. No hace más que comer. ¿Quieres que te traiga un poco de comida?
—No, gracias.
El canal BBC News seguía mostrando secuencias a cámara lenta, con la bandera nacional ondeando y una lista de centros de refugio.
—Llevan días igual —dijo Sian—. La lista de centros de refugio no ha cambiado. Supongo que han evacuado los estudios de televisión. Veremos las mismas imágenes hasta que el satélite se estropee.
—¿No hay otros canales?
—Norteamérica ha dejado de emitir. Los canales rusos y europeos desaparecieron hace tiempo.
—Cielos.
—¿Ves el logo de la BBC en la esquina? Me gusta verlo. Es reconfortante. El último trocito de hogar.
—Maté a mi mejor amigo para llegar aquí —dijo Simon—. Y estoy tan perdido como entonces.
—Tenemos calefacción, luz y comida para meses. Mira a tu alrededor. Esta plataforma es una instalación enorme. Está llena de equipo de supervivencia. Te prometo que de una manera u otra te llevaremos a casa. Llevaremos a todo el mundo a casa.
Rye le cambió el vendaje a Simon. Al quitarle las vendas de la mano derecha, el olor a carne gangrenada produjo arcadas a Sian, que se sentó en el extremo de la cama. Quería distraer a Simon de la visión de la mano putrefacta.
—Entonces, ¿qué es lo primero que harás cuando llegues a casa?
—Ni puta idea. No parece que allí nos espere gran cosa. ¿Y qué puedo hacer? Lo más probable es que no pueda usar un cuchillo y un tenedor nunca más. Tendré que comer con la lengua, como un perro.
—Estás agotado, hambriento y deshidratado. Te concedemos dos días de autocompasión, ¿comprendido? Este es tu cupo. Compadécete, lloriquea tanto como quieras, pero si pasadas esas cuarenta y ocho horas sigues igual, serás oficialmente declarado capullo quejica.
—Tengo ganas de cagar.
—¿Por eso comías tan poco? ¿Te preocupaba lo de ir al lavabo?
Sian hizo bajar la cama y ayudó a Simon a levantarse, que fue arrastrándose hasta el cuarto de baño. Sian lo ayudó a bajarse los pantalones del pijama.
—Avísame cuando acabes.
Sian ayudó a Simon a limpiarse. Al acompañarlo de vuelta a la cama vio a Rye examinando el armario de medicamentos.
—¿Qué le da para el dolor?
—Codeína. Se la daré unos días. Después de eso, tendrá que aprender a aguantar el dolor —dijo Rye, señalando los botes de pastillas y los frascos—. No nos queda gran cosa. Cuando haya consumido su parte, tendrá que apañárselas solo.
Jane llamó a la puerta de Nikki.
—¿Quién es? —dijo Nikki, con voz grogui, como si se acabara de despertar.
—Soy la reverenda Blanc. ¿Tienes un momento? Necesito tu ayuda.
Jane condujo a Nikki a la cúpula de observación.
—¿Cómo va todo? —preguntó Jane, mientras subían por la escalera de espiral.
—Me paso el día pegada a las rejillas de calefacción. No me quito el frío de encima.
Jane le mostró el panel de la radio.
—Hemos tratado de llamar por onda corta a todos los barcos que pasaban. Cada hora lo intentamos. Habíamos pensado que quizá podrías hacer algún turno.
—¿Qué tengo que hacer?
—Te sientas aquí. Pulsas para emitir, ¿sí? Kasker Rampart. Es el nombre de la plataforma. Entonces dices algo como: «SOS, SOS. Esta es la refinería Kasker Rampart pidiendo ayuda urgente. Cambio». Luego sueltas el interruptor y esperas una respuesta.
—Vale.
—¿Te gusta el Monopoly? Hemos organizado un torneo.
Sian acompañó a Simon a la ducha. Abrió el grifo, le quitó el albornoz y lo ayudó a entrar en la cabina. Luego se sentó en la cama y esperó a que acabara.
—¿Cómo está Nikki? —preguntó él.
—Parece que está bien. Nos está ayudando en la sala de radio.
—Vigiladla. Aseguraos de que se encuentra bien. Parece fuerte, pero no lo es. Dejamos morir a Alan. Puede que se comporte normal, pero aquello la estará corroyendo por dentro.
—Jane cuida de ella. Jane sabe tratar a la gente, tiene instinto para eso.
—Ya estoy.
Sian envolvió a Simon en una toalla y lo sacó de la ducha.
Jane bajó en ascensor hasta la plataforma de atraque. Encontró a Punch en el varadero. El varadero era una cabina de acero con un gran orificio en el suelo. La zódiac estaba suspendida con cadenas sobre la superficie del agua. En las paredes había equipo de supervivencia.
—¿Qué es esto? —preguntó Jane examinando una gran funda de plástico.
—Un globo meteorológico. No lo toques.
—Quizá deberíamos construir una barca. Una balsa, o algo así. Para que todos tengan algo que hacer, para darles moral, cuando menos.
Con un palo de golf que había encontrado, Punch golpeaba una pelota de papel hacia una taza.
—¿Crees que Tiger Woods habrá muerto? —preguntó.
—Posiblemente está tomándose un martini en una isla privada. En momentos como este, los ricos siempre tienen la manera de ponerse a salvo.
—Pero imagínate que solo quedamos nosotros. Las últimas personas vivas en la Tierra. Ahora mismo yo sería el mejor jugador de golf del mundo. Tú serías la única reverenda. Y Ghost sería el único sij. Imagínate. Una religión de cuatrocientos años, y acaba en un mecánico drogata.
—Pensaba que le tenías aprecio.
—Y se lo tengo. Pero piénsalo, piensa en toda la gente que te ha despreciado y humillado toda la vida, los bravucones, los jefes. No queda ninguno. Si lo piensas es de lo más estimulante. Libres de obligaciones. Podemos finalmente vivir sin ataduras.
—No podemos ser los únicos supervivientes. Tiene que haber otros. Solo falta que nos encontremos.
Jane vio en un estante una caja amarilla, un recipiente de plástico irrompible y estanco, del tamaño de una caja de zapatos. Lo cogió y le dio la vuelta.
—¿Te importa si me la llevo? —preguntó.
La tripulación cenaba en la cantina. Puré de patatas con una salchicha y una cucharada de salsa.
—Comed poco a poco —aconsejó Punch—. Hacedlo durar.
Rawlins levantó su plato y lamió los restos de salsa. Los otros hicieron lo mismo.
Jane se puso de pie en una silla y pidió atención. Se la miraron todos pensando que tal vez iba a bendecir la mesa de nuevo.
—Bien, muchachos, esto es lo que propongo. Abajo tenemos unos cuantos globos sonda de helio. Dentro de una semana voy a soltar un globo, con esta caja sujeta a él. La corriente de viento debería empujarla en dirección sur, hacia Europa. Quien quiera escribirle una carta a alguien de allí, solo tiene que ponerla en la caja. ¿Una posibilidad entre un millón? Quizá; pero incluso si cae en el mar, un día será arrastrada a la costa y alguien la encontrará. Tal vez penséis que es una estupidez, pero hacedlo de todas formas. Escribid. Mandad el mensaje en la botella. Todo lo que quisisteis decir pero no tuvisteis la oportunidad. Dejaré la caja en aquel rincón. Es una buena ocasión para desahogarse. Aprovechadla.
Sian estaba en un rincón de la cantina, con el bolígrafo en la mano y una hoja de papel delante.
Tenía un padrastro. Leo. Un instalador de moquetas. Era un buen tipo. Cuidó de la madre de Sian durante el último año de cáncer de ovarios. Sian había pasado cada Navidad con él, en su casita con terraza, cenando pavo delante del televisor, pero las conversaciones fueron siempre superficiales. De eso hacía tres años. Sian se preguntaba a menudo si Leo tendría una nueva pareja. Era un divorciado con tres hijos. Tal vez quería apartarse de Sian, pero no sabía cómo.
Leo era un tipo apuesto y capaz. Guardaba una bayoneta debajo de la cama, por si entraban a robar. Seguro que estaba a salvo.
Sian hizo una pelota con el papel. Mejor así, pensó. Sin nadie más que yo por quien preocuparme.
La cafetera. Se sirvió café en una taza de poliestireno. Punch ya no servía leche en polvo ni azúcar. Todo el mundo tomaba café negro y amargo.
En su habitación, con un bloc de notas en el regazo, Jane escribía cartas de afecto a su madre y a su hermana. Luego escribió una en nombre de la tripulación.
Soy la reverenda Jane Blanc, la eclesiástica de la refinería Con Amalgam en Kasker Rampart. Estamos incomunicados en el círculo polar, al oeste de la Tierra de Francisco José. Tenemos provisiones para cuatro meses. Se acerca el invierno. Quizá hayamos ya muerto cuando leáis esto. Tenemos pocas esperanzas de que nos rescaten y estamos tan lejos de tierra habitada, que cualquier intento de hacernos a la mar en una embarcación improvisada acabaría casi con toda certeza en fracaso. A menudo le prometo a la tripulación que volveremos todos a casa, pero no tengo idea de cómo hacerlo o qué horrores encontraríamos más allá del horizonte. Ruego entonces a quien lea esta nota que, por favor, haga lo posible para que un día estas cartas lleguen a sus destinatarios, para que puedan saber qué fue de nosotros.
Que Dios os bendiga.
JANE BLANC
Jane cerró las cartas en un sobre, llevó el sobre a la cantina y lo metió en la caja amarilla.
De repente, un aviso por megafonía:
—Señor Rawlins. Reverenda Blanc. Preséntense lo antes posible en la enfermería
.
Era Sian. El sonido de su voz presagiaba algo terrible.
Simon estaba encogido en el suelo de la ducha, en posición fetal. Estaba muerto. Los dedos negros y entumecidos de la mano izquierda sostenían un bisturí. Se había cortado las venas. Yacía desnudo en un charco de agua teñida de sangre, entre vendajes deshechos.
—¡Me cago en Dios!
Rawlins cerró el grifo. Jane ayudó a sacar el cadáver de la ducha.
Llevaron a Simon a la mesa de operaciones y miraron cómo Sian lavaba el cuerpo. Lo metieron en una bolsa de caucho para cadáveres y cerraron la cremallera.
La refinería no disponía de morgue, así que dejaron que el cuerpo de Simon pasara la noche en el suelo del varadero.
—Me lo estaba diciendo —se lamento Sian—. Me tendía la mano pidiendo auxilio. Y yo fui tan estúpida que no me enteré.
—Cada uno es dueño de su vida —dijo Jane—. No es tu misión salvar a nadie.
Nikki estaba leyendo una revista en la cúpula de observación.
—Celebraremos el funeral a las tres —dijo Jane.
Nikki siguió pasando páginas como si no la hubiera oído.
La tripulación fue en procesión por los peldaños de acero que bajaban en espiral por una de las gigantescas patas de la plataforma. El hielo se había solidificado en todos los pilares. Caminaron por el hielo y se congregaron al borde del mar.