—Seguro. Lo tenían para encontrarse con el avión de relevo.
—Estupendo.
—Pero tiene poco alcance. Entre ellos y nosotros hay un montón de peñascos. Tendremos que colocarlo bien alto.
—Podríamos amarrarlo a la estructura de la torre de la radio.
—¿Quieres echarme una mano?
En la esclusa de aire se vistieron con gruesos abrigos Ventile, botas de goma y pasamontañas. Ghost desenrolló su turbante y se recogió el pelo en una coleta. Jane se abrochó la capucha y los guantes.
—¿Has estado muchas veces ahí fuera? —preguntó Ghost, mientras le colocaba a Jane el arnés de seguridad.
Su voz sonaba amortiguada por la mascarilla. Los ojos se escondían tras unas gafas de seguridad negras.
—Nunca en una tormenta.
—Tan pronto como salgas agárrate a la barandilla. Hay un alambre guía. Sujétate al cable antes de dar un solo paso, ¿entendido? El viento podría arrastrarte.
Ghost le tendió a Jane un reflector a prueba de golpes.
—Tiene un millón de candelas de potencia. Aparta la vista de él. Yo subiré al repetidor. Dirige el foco hacia mí.
Cerró la puerta interior, hizo girar la rueda de la esclusa y empujó la puerta exterior. Alerta. Destellos de advertencia. La escotilla eléctrica empezó a retraerse y se oyó el repentino fragor del viento que entraba a chorro. Una ráfaga de partículas de hielo acribilló a Jane, que se tambaleó.
—¿Todo bien? —gritó Ghost.
—¡Hay un infierno ahí fuera!
—Sí. ¿Y sabes qué? Creo que algunos de nosotros no llegaremos a casa.
La tormenta había amainado.
Sian tomaba café en la cubierta. Su taza hervía como la marmita de una bruja. Debajo de la pasarela de Sian estaban los tanques de agua dulce. Quería disfrutar del sol antes de que empezara la larga noche polar y la plataforma se quedara en permanente oscuridad. Sian se refugiaba fuera a menudo. Los tíos le iban detrás. Oyó rumores de una apuesta entre los hombres de la plantilla, cuando ella apareció en la plataforma. Ganaba el primero que se tirara a la nueva. Cuatro meses después, seguía sin haber ganador. Una vez sorprendió a Nail llamándola «la bollera». Tomó el empleo porque estaba aburrida. Trabajaba de cajera en el banco Barclays de Portsmouth. Vio un anuncio:
CONTRATACIÓN MARÍTIMA
EMPLEO EN EL EXTRANJERO
ADMINISTRACIÓN EN INDUSTRIA PETROLERA
Tareas de secretariado y asistencia al gerente de la instalación. Se requieren grandes dotes de organización y mucha atención en los detalles. Buen salario, contrato con seguro, viajes pagados y bonificaciones negociables.
Aceptó el empleo. Sus amigos le dieron una fiesta la noche antes de volar a Noruega.
Le dijeron que era muy valiente. Que sería una gran aventura y volvería a casa con un montón de historias que contar.
Solían verse aviones. Pocos meses atrás, la estela de aviones de reacción que patrullaban la frontera rusa seccionaba un cielo azul y despejado. El cielo se había quedado desierto.
Vio un barco. Un punto en el horizonte. La chimenea de un buque cisterna. Dejó caer la taza y corrió hasta el interfono de la esclusa. Rawlins llegó corriendo, seguido por la tripulación, y fueron todos al helipuerto. Hicieron señas y gritaron a los del barco. Ghost disparó varias bengalas. El buque cisterna no se desvió ni redujo la velocidad.
Rawlins tenía unos prismáticos.
—Bandera de Japón —dijo—. Hay gente en cubierta.
—Quizá no nos han visto —repuso Sian—. Los buques cisterna tardan un poco en responder.
El barco siguió adelante.
Sian fue a ver a Jane a la cúpula de observación. Miraron el lejano barco por la ventana.
—Buque cisterna japonés: llamo de Kasker Rampart, a veinte kilómetros este de vuestra posición. Pedimos ayuda urgente. Cambio.
Sin respuesta.
—Buque cisterna japonés. Llamo de la refinería Con Amalgam de Kasker Rampart, a veinte kilómetros este de vuestra posición. Somos una tripulación inglesa y pedimos evacuación. Cambio. Buque cisterna japonés: necesitamos vuestra ayuda urgentemente. Por favor, respondan.
El barco desapareció en el horizonte.
—No me puedo creer que no nos vieran —dijo Sian.
—Nos vieron —afirmó Jane—. Simplemente, no quisieron parar.
—Rampart, llamo de la base Apex
.
—¿Cómo va todo, Simon? —preguntó Jane.
—Con más retraso de lo previsto. Teníamos el viento en contra y solamente pudimos cubrir menos de cinco kilómetros
.
—La tormenta ya ha pasado. Tenéis una franja de buen tiempo. Aprovechadla tanto como os sea posible.
—No nos quedan fuerzas y tenemos hambre
.
—Después de cruzar la segunda ensenada podéis deshaceros del bote. Iréis menos cargados.
—Estamos todos destrozados
…
—Resistid cuarenta y ocho horas y estaréis a salvo en casa. Un poco más de camino, es lo único que os separa del resto de vuestra vida. ¿Os queda algo de comida?
—Nos estamos comiendo la pasta de dientes
.
—Dormid un poco. Aguantad un día más. Pensad solo en esto. Un paso, otro paso, nada más. Estáis ya muy cerca de casa.
—Esto es ridículo —dijo Jane tras despedirse de Apex—. ¿Sabes cuáles son mis conocimientos de supervivencia en el frío? Una vez hice un muñeco de nieve, eso es todo. Estoy ensalzando esa cabaña de madera como si fuera la respuesta a sus plegarias, pero ni siquiera sabemos si sigue aún en pie.
—Lo estás haciendo estupendamente —dijo Sian.
—Estoy intentando convencer a esos pobres tipos de que se salvarán, pero no sé si es físicamente posible.
—A veces la gente necesita oír una voz alentadora.
Jane ayudó a Ghost a empaquetar sus cosas. Desmontaron el campamento, metieron en cajas los CD y los libros y lo llevaron todo al bloque de alojamientos principal.
—Estaba pensando —dijo Jane— que estamos a tres franjas horarias de la barrita de chocolate más cercana.
—Quítate esos pensamientos de la cabeza, o te volverás loca. La semana pasada me entraron antojos de cerveza. Luego me di cuenta de que quizá no volvería a probarla jamás. De solo pensarlo me entran ganas de llorar.
—Hay gente que se coloca con la aflicción. La vida es a menudo aburrida. Entonces se te muere un familiar y te pones triste, sí, pero por otro lado lo disfrutas, porque hacía mucho tiempo que no tenías una emoción de verdad. Eso interrumpe el letargo. De repente despiertas, estás vivo. A mí me pasa lo mismo. Estoy asustada y cansada, y me quiero ir a casa, pero una pequeña parte infantil de mí disfruta de la tragedia.
—Sí. Bueno. Todos somos complicados. No hay que avergonzarse de ello.
Ghost se había apropiado de un almacén de herramientas abandonado. Para ahuyentar a los curiosos había puesto en la puerta un cartel de Alto Voltaje, y había convertido el lugar en una plantación de cannabis.
La refinería estaba equipada con lámparas de luz ultravioleta y camas solares, para combatir la depresión del invierno. Ghost había colgado esas lámparas sobre unas bolsas de cultivo. Unos convectores de calefacción mantenían un clima subtropical. Las plantas crecían altas y espesas. La sala parecía una pequeña selva de helechos.
—¿Rawlins está enterado de esto?
—Frank es pragmático. Con que la refinería funcione bien, ya tiene bastante.
—Entonces, ¿cuál es exactamente tu cometido en la plataforma? —preguntó Jane.
—Mantenimiento de sistemas críticos. Una forma pretenciosa de decir conserje.
Ghost sacó una petaca de tabaco de su bolsillo y lió un porro.
—¿Fumas?
—Alguna que otra vez —mintió Jane; para nada quería admitir que llevaba una vida tan resguardada de todo.
Ghost encendió el porro y se lo pasó a Jane.
—Mezcla especial Perro Rabioso.
Jane inhaló. La cabeza empezó a darle vueltas. Sintió que su mundo explotaba dentro de ella.
Ghost se enfundó unos guantes de cirujano. Separaba hojas y las guardaba en bolsas.
—Os voy a echar de menos, niñas —les dijo a las plantas.
—¿Les has puesto nombre? —preguntó Jane con voz ronca.
—Esta es Beatriz.
—No eres lo que se dice un tipo muy sociable, ¿verdad?
—Los humanos me cabrean.
Jane desmanteló la capilla. Metió el crucifijo, los cirios y las hostias de comunión en cajas, con ayuda de Ghost.
—Espero que no te importe —dijo Jane.
—¿El qué?
—Que el único espacio religioso de la plataforma sea cristiano.
—No me importa una mierda. Pasé diez años trabajando en una planta de gas en Qatar. Había policía de control de credo por todas partes. Tuve que pedir una licencia para beber cerveza.
Rawlins le había dicho que instalara la capilla en una de las estancias del bloque de alojamientos principal.
—Aparta la cama y el televisor —le dijo—, e improvisa un altar. Esos hombres necesitan un lugar especial, un sitio donde meditar o algo así.
—De acuerdo.
—Déjate ver, estate más o menos disponible. Los muchachos van a necesitar con quien hablar.
—Quizá debería recitar una plegaria en la cantina cada mañana.
—Buena idea. Creo que todo el mundo lo apreciará.
Jane se sintió útil por primera vez desde hacía mucho tiempo. En parte se alegraba de que el buque cisterna japonés no hubiera parado. Si los hubieran rescatado y fueran de camino al continente, su nueva familia se dispersaría y ella estaría sola de nuevo.
Gente y equipajes abarrotaban los pasillos del bloque de alojamientos principal, como si un grupo de viajeros en autocar se estuviera registrando en un hotel.
Rawlins propuso hacer un sorteo.
Nail y su pandilla dijeron que se alojarían en la planta superior. Ponían música a todo volumen. Habían colocado las pesas en unas esteras tendidas en un rincón de la cantina. Nadie objetó. Nadie quería tenerlos cerca.
Jane instaló la capilla. Sacó muebles al pasillo y puso dos cirios y un crucifijo en una mesa que había colocado junto a la ventana. Hizo sonar cantos gregorianos y los dejó en reproducción continua. Tomó una habitación en la planta baja, junto a la de Ghost. Le oía a través de la pared. Oía cómo tosía. Oía cómo andaba de un lado a otro.
La voz de Rawlins en el sistema de megafonía:
—Reverenda Blanc. Doctora Rye. Acudan inmediatamente a la sala de observación
.
Jane subió por la escalera de espiral a la cúpula de observación. Rawlins estaba frente al micrófono. Sian estaba sentada a su lado.
—… tiene los ojos abiertos, pero no reacciona
.
—¿Nada? —preguntó Rawlins—. ¿Sabe cómo se llama? ¿Sabe qué año es?
—No puede hablar. Ya no tirita. Tiene los ojos abiertos
.
—¿Podéis darle calor en los brazos y las piernas?
—Lo hemos abrigado con todo lo que tenemos
.
—De acuerdo. Esperad un momento.
—¿Cuál es el problema? —preguntó la doctora Rye al llegar.
Era una mujer delgada, de unos cincuenta años de edad.
—En lugar de acampar decidieron seguir andando —dijo Rawlins—. Pensaban que las baterías de sus linternas aguantarían toda la noche. Al cruzar una ensenada en bote, Alan, el tipo con síntomas de congelación, se hundió en el hielo.
—¿Cómo está?
—Bien jodido. Casi agonizante. Desahuciado. No va a ir a ningún lado por su propio pie. Y sus compañeros están en las últimas. No puedo sacarles demasiada información. Están helados, confusos y a punto de darse por vencidos. Jane, cuando hablaste antes con ellos, ¿mencionaron por dónde pensaban llegar a la isla?
—Darwin no sé qué. Darwin Sound, Darwin Point, o algo así.
—Quédate aquí con la radio. Trata de ponerte en contacto con ellos otra vez. Pídeles detalles de su posición, algún punto de referencia. Lo que sea.
Rawlins se giró hacia Rye.
—Punch tiene algo de experiencia en el hielo, ¿verdad?
—Sí. Sabe usar la moto de nieve. Dimos una vuelta por la costa el verano pasado.
—De acuerdo. El equipo de rescate lo formarán usted, Punch y Ghost. Preparadlo todo. Saldréis dentro de una hora.
Jane y Rawlins subieron al helipuerto. Estaba oscuro. Rawlins buscaba a tientas su radio, con los guantes puestos.
—Enciende las luces.
Los reflectores colgados bajo la plataforma refulgieron. Las vigas metálicas, los puntales y el hielo que cubría las patas de la refinería se iluminaron.
En la plataforma de atraque de la pata este, Punch, Ghost y Rye apartaron con un gancho de lancha pedazos de hielo y bajaron la zódiac al oscuro mar. Ghost montó en la lancha y los otros le arrojaron las mochilas.
Jane quería acompañarlos, pero sabía que sería más un problema que otra cosa.
Punch y Rye montaron en la lancha. El peso de la ropa hacía que se movieran lentos y torpes, como astronautas. Ghost arrancó el motor fuera borda y la zódiac se fue alejando de la plataforma, zigzagueando entre placas de hielo a la deriva, y desapareció en la oscuridad.
—Necesito hablar.
Gus Raglan. Un tipo bajo y fornido, con un tatuaje de alambre de espino alrededor del cuello. Abordó a Jane en el pasillo, frente a la habitación de ella. Tenía aspecto furtivo.
—Tengo cosas que contarle.
Jane buscó una habitación que sirviera de confesionario. Eligió el almacén de utensilios, que se hallaba al fondo de la cocina. Una estancia de metal, llena de cacharros de cocina, con paredes gruesas y una sólida puerta. Un lugar donde hablar sin ser oído.
Jane dispuso un par de sillas en el fondo del almacén y se sentó con Gus. Un juego de sartenes colgaba encima de ellos.
—Entonces, ¿a qué se debe tu inquietud?
—Mi hermano. Su mujer. Ella y yo…
—¿Durante cuánto tiempo?
—Tres o cuatro años. Le pedí que se separara de él. Se lo pedí un millón de veces. Es muy complicado…
—¿Tu hermano sospecha algo?
—Creo que prefiere no saberlo.
—¿Cómo reaccionaría si se enterara?
—Es un tipo apacible, pero yo lo perdería, lo perdería como amigo.
—¿Has pensado en el futuro?
—Cuando estoy con ella va todo bien. Pero ella pasa cada noche con él, y yo estoy solo. Joder, por lo que sé, quizá ya están muertos, pero me gustaría enmendarme.
—¿Qué piensas, en tu interior, que deberías hacer?