Entre los pasillos aparece una figura, entre bestia y humana, arrastrándose por el suelo.
Allí está
…
De repente, un primer plano. Una mujer con la cara llena de sangre, gruñe.
Policía:
Las manos arriba, donde podamos verlas
…
La mujer ataca. Disparos. El pecho de la mujer se abre y ella sale despedida hacia atrás, contra un estante de tarros de café.
Sigue moviéndose. Un policía le pone una bota en el pecho, amartilla la pistola y le dispara en la cara. Rebobinado. Imagen fija. La cara ensangrentada que gruñe.
—¿Qué coño…? —dijo Jane.
—De esto quería hablarte. Pero no aquí. Mejor fuera —dijo Rawlins, tendiendo a Jane un anorak talla XXXL—. Vayamos a dar un paseo.
Bajaron por los peldaños metálicos que rodeaban en espiral una de las enormes patas flotantes de la plataforma.
Se acercaba el invierno. El hielo empezaba a acumularse en los soportes de la refinería. Pronto Rampart descansaría en una sólida base de hielo. A medida que los días se hacían más cortos, las temperaturas bajaban, el mar se iba congelando y un puente de hielo uniría la plataforma con la isla.
Rawlins salió al hielo. Jane se quedó en los peldaños, observando el inmenso bajo vientre de la plataforma. Hectáreas de tuberías y vigas heladas.
—Entonces, ¿qué se espera de mí? —preguntó Jane.
Llevaba cinco meses a bordo de la refinería y era la primera vez que Rawlins le pedía que hablara con él.
—La conexión inalámbrica con tierra firme. Quizá podrías organizar un horario para ayudar a los muchachos en la distribución de las llamadas de teléfono.
—¿Cree que van a conseguir hablar con alguien?
—A eso me refiero. El sistema de radioavisos Navtex no funciona. Nuestro teléfono por satélite está muerto. Los muchachos querrán llamar a casa, y lo más probable es que cuando lo hagan no reciban respuesta. Necesitarán comprensión.
—¿Quiere decir mi asesoramiento psicológico?
—Sí. Y hay una cuestión con el barco. Es justo que te avise. Conseguí ponerme en contacto con Londres ayer. La conexión duró unos treinta segundos. Me dijeron que el
Oslo Star
iba de camino. Recogerían a un equipo de perforación de Trenkt y luego bajarían al sur a buscarnos.
—Bien.
—Pero luego intenté hablar con Londres. Nada. Los de la oficina de Con Amalgam en Hamburgo me dijeron que Noruega está en cuarentena. Todas las fronteras están cerradas. Aire, tierra y mar. Si esto es verdad, entonces el
Oslo Star
no ha salido del puerto.
—¡Vaya!
—Me han dado poder ejecutivo para evacuar.
—¿Y eso qué significa?
—Es una manera educada de decir que nos apañemos. Que volvamos a casa como podamos.
—Mierda.
—Nos las arreglaremos. Hay muchos otros barcos de auxilio navegando. En Hamburgo ya nos están buscando un barco de reemplazo. Puede que requiera cierto tiempo, sin embargo.
—¿Cuándo se lo dirá a los muchachos?
—Tengo que admitir que me siento un poco estúpido. Tengo que decirles a todos que se van a casa. Y darles esperanzas.
—¿Qué dijeron en Hamburgo? ¿Qué ocurre realmente?
—Algo terrible se está propagando con rapidez. Parece que es una cosa global. Esto es todo. La mayoría de las estaciones de radio y televisión no funcionan. Nadie sabe nada. Es todo pánico y rumores. Marco, nuestro contacto en Hamburgo, dice que casi todo lo que hemos visto en las noticias son imágenes repetidas de hace un mes. Desde entonces ha empeorado. Dice que la gente huye al campo, por si el gobierno bombardea las ciudades.
—¿Qué es entonces? ¿Una epidemia de viruela o fiebres?
—Un virus. No dijo más.
—¿De qué tipo?
—Marco no habla demasiado bien el inglés. Un virus. Una especie de parásito. Lo mantendremos en secreto, ¿de acuerdo? Los muchachos no tienen que enterarse.
Jane volvió a su habitación. Se cambió el jersey por una camisa de clérigo y se puso el alzacuello.
—Concéntrate —se dijo ante el espejo—. Esta gente te necesita.
Jane enfiló hacia el gimnasio.
Nail Harper y su pandilla de musculosos se habían hecho amos del gimnasio. Formaban un equipo de submarinistas completamente innecesario, y no tenían nada mejor que hacer que levantar pesas todo el día y mirarse en el espejo de la pared del gimnasio.
Al acercarse, Jane oyó un tema de Motörhead, «The ace of spades», que resonaba por los corredores de metal.
Nail sudaba la gota gorda en una serie de levantamientos de pesos de barra. Iba desnudo de cintura para arriba y lucía una cruz gótica tatuada en la espalda. Hacía pesas mirándose en el espejo de la pared. Tenía un cuello de toro, unas espaldas inmensas y la piel tensa sobre venas y tendones, como si los músculos estuvieran superpuestos.
Sus colegas de gimnasio lo acompañaban. Gus y Mal. Ivan y Yakov. Esos hacían turnos en la prensa de piernas.
—¿Cómo va todo, muchachos? —gritó Jane.
Nail dejó la barra en el suelo y se giró. Lo hizo sin prisa alguna. Se miró a Jane de arriba abajo, plantado ante ella, mientras se secaba el sudor del torso con una toalla. Le dirigió una mirada a uno de sus compinches, una señal para que bajara la música.
—¿Has venido a quemar algunos kilos?
—Voy a dar una misa en la capilla un poco más tarde.
—Bien hecho.
—Ya sé que aquí cada uno tiene su propio grupito, su pequeña camarilla, pero quizá deberíamos empezar a pensar en equipo. Ya habéis visto las noticias. Estamos todos igual de metidos en esa mierda.
Uno de los colegas le lanzó a Nail un batido de proteínas. Nail echó un trago.
—Me paso el día entero aquí, día tras día. Si tú o cualquiera de tu pandilla de cabrones tiene algo que decirme, si tenéis algún puto interés en verme, me encontraréis aquí. Cuando nos cruzamos por el pasillo, ni siquiera me miras a la cara. Piensas que somos todos una basura. Bájate del pedestal, zorra. No contribuyes en nada a esta plataforma. No haces maldita la cosa. Apenas te puedes atar los zapatos, no haces nada en todo el día y te comes nuestra comida, así que no me trates como si fuera yo el estirado.
Nail se quedó mirándola fijamente. Había pósters de chicas en las paredes, a derecha e izquierda de Jane. Mujeres posando, mujeres con las piernas abiertas. Los ojos de Nail la desafiaban a mirar, pero Jane le aguantó la mirada.
—Lo tendré en cuenta. Empecemos de cero, ¿de acuerdo? La misa es a las siete. Nos alegraremos de veros allí.
Jane dirigió las plegarias.
—Protege, Señor, en estos momentos difíciles, a nuestros seres queridos, a quienes encomendamos a tu gracia divina. Escucha, Señor, en tu compasión, nuestras plegarias.
Nail y su pandilla observaban desde la fila del fondo.
Cantaron «Padre eterno que con tu fuerza nos salvas», el himno de los marineros.
Jane bendijo a su pequeña congregación. Rawlins se levantó y dio las noticias. El
Oslo Star
no había salido del puerto, pero otro barco, el buque petrolero de refuerzo
Spirit of Endeavour
, iba de camino. Llegaría a las nueve de la mañana siguiente pero apenas se detendría. Mejor que tuvieran las maletas hechas, listos para marcharse.
Había que poner la plataforma petrolífera en hibernación. Rawlins asignó tareas a todos.
A Jane le tocó desconectar la calle Mayor. Bajó los diferenciales de una caja de fusibles montada en la pared, y los destartalados fluorescentes que parpadeaban y zumbaban sobre las tiendas desiertas se extinguieron. Starbucks. Café Napoli. Blockbuster. Los letreros titilaron unos instantes y se apagaron.
Jane fue a buscar un manojo de llaves y cerró la cubierta C. Punch la acompañaba.
—Excelente plegaria —dijo Punch—. Oí a un par de tipos diciendo que les gustó. Uno era Yakov, que es católico.
En el techo de todos los pasillos había una serie de compuertas de seguridad. En caso de explosión las compuertas se abatían para que el fuego no se extendiera. Cada vez que Jane hacía girar una llave numerada en la pared de una intersección, una compuerta bajaba, como una verja levadiza, con un ruido sordo.
—Apuesto a que la mayoría no sabía siquiera que había una capilla.
—¿Crees que las plegarias sirven para algo? —preguntó Punch.
—Ayudan a manifestar tus inquietudes.
—Sería bonito pensar que existe un ser cósmico capaz de solucionarlo todo.
—Hace unos años me estrellé en coche contra un árbol —explicó Jane—. Me dijeron que estuve clínicamente muerta durante tres minutos, y te puedo asegurar que Dios no existe, no hay vida después de la muerte. De hecho, me hice reverenda por esta razón. La vida es corta y la gente merece algo más que trabajar e irse de compras. Necesitan un significado. Algo con que identificarse.
Se detuvieron en la entrada del hueco de la escalera y Jane se sacó una radio del bolsillo.
—Cubierta C completada.
El zumbido de los ventiladores de la calefacción se fue apagando. En algún lugar muy por encima de ellos, Rawlins desconectó un panel de interruptores diferenciales. Las luces de los pasillos se fueron extinguiendo una por una.
A la mañana siguiente, la plantilla se reunió en la cantina. Iban todos con petates y maletas. Llevaban anoraks y botas de nieve. Parecían turistas en una sala de embarque.
Miraban la tele.
Berlín sumido en el caos. Saqueos. Furgonetas antidisturbios y coches en llamas. La Puerta de Brandeburgo asoma entre gases lacrimógenos.
Los muelles de Bilbao. Unos refugiados trepan por unas amarras y tratan de subir a un barco petrolero. Los marineros los repelen con una manguera de incendios.
El Jardín Sur de la Casa Blanca. Miembros del Servicio Secreto armados con fusiles de asalto rodean al presidente: «… que Dios nos proteja en estos sombríos y difíciles momentos…». Un breve saludo con la mano, desde la ventanilla del helicóptero Marine Uno.
Punch había encontrado una caja de patatas fritas en la despensa de la cocina. La volcó sobre la mesa de billar y desparramó bolsas de patatas en el tapete.
—Más vale que las aprovechemos, compañeros —dijo—. Una tonelada de comida se va a echar a perder.
Nail y su pandilla tenían acaparada la máquina de discos.
Rawlins miraba por la ventana.
—Llegarán por el noroeste.
La espera se hacía larga. Punch sacó un juego de naipes y empezó a barajar las cartas una y otra vez.
—Ahí está —señaló Rawlins.
Se agolparon todos junto a la ventana.
—Este barco no pinta bien —dijo Nail.
La ventana de la cantina, gastada y arañada por el azote de furiosas tormentas de nieve, mostraba una imagen borrosa del buque que se acercaba. La tripulación subió corriendo al helipuerto del terrado, para ver mejor el barco. Instalados sobre la gran H roja, afianzaron las piernas en el suelo para resistir el embate del viento. Un pequeño remolcador se aproximaba desde el norte.
—¡Vaya con el
Spirit of Endeavour
de los cojones! —exclamó uno de los hombres.
—Es un bote salvavidas —dijo Punch—. Un puto pato de goma.
El barco se acercó un poco más. Parecía un pequeño pesquero de arrastre. La cabina del timonel no era mayor que una cabina de teléfono. O quizá ni eso.
—Creo que algunos nos vamos a tener que quedar —dijo Jane.
El remolcador entró astillando el hielo en la sombra de la refinería y fondeó en la pata norte. La pequeña embarcación se mecía como un corcho en el oleaje. Se oía el traqueteo de su motor diésel. La plantilla de Rampart observaba desde la barandilla del helipuerto.
Rawlins recibió al capitán en la plataforma de atraque. Asió la amarra y le ayudó a desembarcar. Tras el saludo se estrecharon la mano. El capitán llevaba ropa de nieve y una escopeta. Nadie se sorprendió de ver el arma. La mayoría de los equipos en el Ártico iban armados para protegerse de los osos polares.
Rawlins condujo al hombre por los peldaños de acero, a la planta habitada de la plataforma. El primer oficial se quedó en el remolcador. Iba de un lado a otro, por la cubierta, con una escopeta apoyada en el brazo.
El capitán, un hombre de poca altura y de unos cincuenta años de edad, se quitó el anorak y se sentó a una mesa de la cantina. No perdía el arma de vista. Punch puso delante de él una humeante taza de café.
—¿Tenéis comida?
El patrón se comió dos barritas de chocolate y empezó una tercera. La plantilla de Rampart miraba cómo comía.
—Tengo sitio para cuatro personas —dijo el capitán—. No puedo llevarme a más.
—Jane. Sian. Venid conmigo —ordenó Rawlins.
Sian era la administradora de la plataforma petrolífera. Una chica menuda y tímida, de veintitantos años. También hacía de peluquera.
Rawlins hizo sentar a las dos chicas en su despacho y vació sobre la mesa una caja de expedientes del personal.
—Hay que hacer una preselección —les dijo—, una lista de gente no imprescindible. De gente que merece irse. Se aproxima un frente frío. El capitán dice que se quedará un par de horas y luego se irá.
—¿Por qué yo? —preguntó Jane, que no esperaba encontrarse en una posición de tanta responsabilidad—. ¿Por qué tengo que elegir yo?
—Eres una reverenda. Eres imparcial. Y mejor será que yo me quede abajo o habrá un motín.
Rawlins sacó del cajón de su escritorio su pistola
taser
amarilla y comprobó la carga.
—Acabemos pronto con esto —dijo—. Cuanto antes salga el barco de aquí, mejor.
—¡Por Dios! —exclamó Sian, cuando Rawlins ya no estaba—. ¿Te das cuenta de que podríamos estar decidiendo quién salva la vida y quién no?
—Empecemos la lista —dijo Jane—. Veamos si la podemos reducir.
En la pared, junto a la foto de una playa tropical, había una pizarra blanca. Jane destapó un boli con los dientes y empezó a escribir nombres.
—Bien —dijo—. ¿Quién se queda seguro? ¿A quién podemos eliminar de la lista ya?
Tachó el nombre de FRANK RAWLINS.
—Él se hundirá con el barco. Se ofenderá si siquiera lo consideramos.
Tachó el nombre de ELIZABETH RYE.
—La instalación necesita un médico. Es personal esencial.
—Aquí dice que tiene un hijo —objetó Sian.
—Rawlins no dejará que se vaya. Te lo puedo garantizar.
Tachó GARETH PUNCH.
—Necesitamos un cocinero.