Solos (2 page)

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Authors: Adam Baker

Tags: #Intriga, Terror

BOOK: Solos
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Jane se inclinó sobre una barandilla. Tocó un instante el metal helado y retiró rápidamente la mano, igual que si se hubiera quemado en un horno. Miró hacia abajo. Mucho más abajo, oculto por la bruma, estaba el mar. Oía cómo las olas rompían entre los soportes flotantes de la refinería. Si se subía a la barandilla y se dejaba caer, todo acabaría en un instante. Una caída de cien metros entre el vaho. El impacto contra el hormigón le quebraría todos los huesos. Una rápida extinción, como apagada con un interruptor.

Puso un pie sobre la barandilla y se propuso saltar. Aún no había pasado un minuto fuera y se estremecía como en un ataque de epilepsia. La vista se le nubló. Quería saltar pero no podía. Tenía los músculos bloqueados. Demasiado miedo de caer. Demasiado miedo del dolor. Volvió a entrar y se puso debajo de una rejilla de calefacción en el corredor. Maldijo su falta de valor. Se quitó una lágrima helada de la mejilla y observó cómo aquel pedacito de nácar se fundía entre sus dedos.

Plan B: encerrarse en la habitación y engullir una dosis mortal de tranquilizantes.

Jane llevaba un par de meses haciendo acopio de tranquilizantes. Cada vez que compraba desodorante o chicles en la cantina, se llevaba una caja de paracetamol. Guardaba las pastillas en una bolsa debajo de la cama.

Pasó por la cocina de la cantina a buscar una tarrina de helado. La puerta metálica de la nevera le deformó la cara igual que un espejo de parque de atracciones.

Bloque de alojamientos número Tres. Largos pasadizos y huecos de escalera desiertos.

Todos los miembros de la plantilla disponían de una pequeña celda con una cama y una silla. Había un armario ropero, un lavabo y un retrete de metal. A través de una portilla de metacrilato arañado, Jane veía los acantilados de basalto y los dentados riscos de la Tierra de Francisco José. Una desolada superficie lunar y peñascos volcánicos cubiertos de nieve. En pocas semanas el sol se pondría y empezaría la larga noche polar.

—Hola, cariño; ya estoy aquí.

Se desnudó, se sentó en la cama y empezó a sacar pastillas del envoltorio de papel de aluminio. Fue echando comprimidos sobre la manta, hasta formar una montañita blanca, luego los trituró y los metió en una tarrina de helado. Quería escribir una nota de despedida, pero no se le ocurría qué decir.

Abrió su ordenador portátil. Quería oír una voz familiar. Seleccionó un mensaje antiguo que le habían mandado desde casa, un clip de vídeo, con la hermana de Jane sentada en una habitación con luz de día. Jane pulsó la tecla de reproducción:

Hola, Jane, ¿cómo te va en la cima del mundo? Quería mandarte un saludo y decirte que estamos muy orgullosos de ti. No me imagino cómo se está allí arriba. Tiene que ser duro cuidar de toda esa gente. O quizá disfrutas de un poco de protagonismo, entre tantos hombres, y tienes que rechazarlos a golpes de silla. Bueno, mamá te manda besos…

Si Jane estuviera en casa, quizá cogería el teléfono y pediría ayuda a alguien. Pero el único contacto con el continente era una conexión inalámbrica en el despacho del encargado de la instalación. Una línea con un enojoso retardo de dos segundos.

Jane tomó una cucharada de helado y pastillas y luego lamió la cuchara. Sabía amargo. Hizo una mueca de asco y siguió tomando calmantes. No quería perder el conocimiento antes de haber engullido suficientes pastillas para una muerte segura. No quería recobrar la consciencia después. Por una vez en la vida, iba a hacer bien las cosas.

Un helado, un dulce beso de despedida. Jane tendría una muerte sosegada y humilde. La consolaba la idea de que en esos momentos finales comulgaría con el sinfín de eternos perdedores que se habían despedido del mundo con una copa de vino en la mano y una barriga llena de calmantes.

A punto de engullir la tercera porción de pastillas, alguien llamó a la puerta. Jane cerró rápidamente el portátil. Otro golpe en la puerta. Tenía que ser Punch. Nadie más sabía dónde encontrarla.

—¿Hola? ¿Reverenda Blanc? ¿Estás ahí?

Jane procuró no hacer ningún ruido.

—¿Reverenda Blanc?

Jane se preguntó si no sería más fácil abrir la puerta y librarse de él. Le diría que no se encontraba bien y que volviera más tarde. Mucho más tarde.

Punch trató de abrir la puerta, pero estaba cerrada por dentro, con un pestillo de plástico como el de los lavabos públicos.

—¿Reverenda? ¿Hola?

Jane escupió pastillas y helado en un pañuelo. Se puso un albornoz y abrió la puerta.

Punch llevaba una estrafalaria camisa hawaiana.

—Disculpa. Estaba durmiendo.

—Rawlins me ha mandado a buscarte. Quiere hablarnos a todos en la cantina ahora mismo.

A Jane le flaquearon las piernas y se apoyó en el marco de la puerta para no caerse.

—¿Reverenda? ¿Te pasa algo?

Jane se dobló hacia delante y vomitó en los zapatos de Punch.

Al ayudarla a erguirse, Punch vio las cajas de analgésicos en la cama.

—¡Oh, Dios!

Ayudó a Jane a agacharse sobre la taza del inodoro. Primero vomitó helado, luego chocolate, luego una sustancia verde que Jane no identificó. Se sentó jadeando en el suelo.

Punch contó envoltorios, para ver cuántas pastillas había tomado Jane.

—Saldrás de esta —dijo—, pero deberíamos ir a la enfermería.

—No pienso ir a la puta enfermería —contestó Jane.

Punch se limpió los zapatos debajo del grifo.

—Prométeme que no se lo dirás a nadie —pidió ella.

—Vamos a levantarte.

Ayudó a Jane a ponerse de pie y esperó en el pasillo mientras ella se vestía.

—¿Qué aspecto tengo? —preguntó ella.

—Sécate los ojos.

—¿Qué quiere Rawlins?

—No lo sé, pero parece un asunto grave.

Brote

La plantilla formaba un semicírculo frente al televisor de plasma de la cantina. Matones, forajidos barbudos, gentuza del petróleo, miraban las noticias del canal BBC News, rebotado por Norsat en órbita geoestacionaria vía Groenlandia.

Había vehículos militares blindados, aparcados delante de hospitales. Soldados con máscaras antigás vigilaban puestos de control y barricadas. Carros de combate con colores de camuflaje bloqueaban las vías principales como un ejército invasor.

Secuencias tomadas desde un helicóptero mostraban tráfico colapsado. Autopistas congestionadas. Coches familiares llenos de maletas, con muebles amarrados sobre el techo.

Un disturbio por alimentos. Refugiados asaltando camiones de avituallamiento. Culatazos. Disparos de advertencia. Un corresponsal de Sky News, con un chaleco antibalas:

… al llegar al campo de refugiados fueron literalmente arrollados por cientos de familias desesperadas, que llevaban días sin comer. El ejército trata de contener la situación, pero tal como pueden ver…

—Ley marcial o algo parecido —explicó Rawlins, el gerente de la instalación—. Una especie de brote de epidemia.

Rawlins era un tipo fornido, con barba blanca de Papá Noel. Los distintivos de su cargo eran una gorra de Con Amalgam, un termo Con Amalgam y un grueso manojo de llaves colgando del cinturón.

—¿Cuándo cojones ocurrió eso? —preguntó Nail, un submarinista de cabeza pelada y tupida barba de leñador, un gigante de metro noventa y cinco de altura y bíceps enormes.

—Lleva un par de meses incubándose, mientras vosotros mirabais el canal de dibujos animados y os pulíais la paga en las putas partidas de póquer en red.

—¿Terroristas?

—No tengo ni idea.

—¿Han dicho algo de Manchester?

—De verdad no sé qué carajo está pasando.

—Pero el barco de provisiones vendrá igualmente, ¿no?

—Por esto os he reunido aquí. El barco llegará con un mes de adelanto. Estas son las buenas noticias. En siete días estaremos todos fuera. Evacuación total. Haremos las maletas y lo apagaremos todo.

—Pero cobraremos el ciclo entero, ¿verdad?

—Esto es lo que menos tiene que preocuparos. El barco llegará el domingo por la mañana. Mientras tanto, si alguien se preocupa por sus familiares y quiere usar la radio de banda marina, no tiene más que decírmelo. Podéis usar mi despacho. La señal es mala, pero podéis intentarlo.

Punch sirvió café y repartió bocadillos. La tripulación miraba la tele en silencio. Querían ver su ciudad natal. Birmingham. Glasgow. York. Jane quería saber qué pasaba en Cheltenham, pero los canales de noticias reproducían las mismas imágenes una y otra vez. Una especie de plaga letal estaba arrasando las ciudades. ¿Era un arma bacteriológica? ¿Una mutación espontánea? Nadie lo sabía. La mayor parte de los vídeos eran temblorosas secuencias tomadas con la cámara de un teléfono móvil, enviadas por telespectadores. Policía armada reprimía revueltas en supermercados. Gente atrincherada en bloques de pisos repelían a los intrusos. El primer ministro invocaba al coraje e invocaba a Dios. Expertos en el tema discutían sobre el virus Ébola, el sida, la fiebre hemorrágica viral.

Jane fue con Punch a la cocina de la cantina, a gratinar queso. Una habitación de metal, con encimeras, freidoras, lavaplatos y batidoras. Olor de pan recién hecho.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó Punch.

—Bien —contestó Jane.

—¿Quieres hablar de ello?

—No realmente.

—La cosa está jodida.

—¿Lo de la tele? Lo he visto a ratos, estos días, pero intento no pensar demasiado en ello.

—Mi madre vive en Cardiff —dijo Punch.

—¿En el centro?

—Riverside.

Habían visto imágenes de Cardiff en las noticias. Parte del centro de la ciudad ardía. Unos grandes almacenes se incendiaron y el fuego se extendió a otros edificios. Un humo negro cubría los tejados de la ciudad. La torre de una iglesia se derrumbó en medio de una cascada de escombros. No quedaba ningún cuerpo de bomberos en servicio.

—Estará a salvo —dijo Jane—. La gente sabe qué hacer en casos así. Llenar la despensa, atrancar la puerta y no salir de casa.

—Debería estar con ella.

—Tres días hasta Narvik, cuatro horas más para llegar al aeropuerto de Birmingham.

—¿Y entonces qué? No parece que los trenes funcionen.

—Roba una bici, o haz autoestop. Ya encontrarás la manera.

—¿Tienes familia? —preguntó él.

—Mi madre y mi hermana viven en Bristol.

—¿Crees que están a salvo?

—Ya viste los disturbios en la tele. Las cosas se han puesto realmente feas. Mi padre murió hace tiempo. No tienen a nadie que las proteja.

—Vente a Cardiff. Tenemos una habitación libre.

—No podría.

—De verdad. Aterrizaremos en una zona de guerra. Necesitarás donde alojarte.

Punch vivía en el almacén de alimentos, en la parte de detrás de la cocina. Sacó un par de petates de debajo de la cama y empezó a empaquetar cosas.

Jane, sentada en una silla en un rincón, tomaba sorbos de café.

En el suelo había ropa. Unos pantalones vaqueros tan estrechos que a Jane no le pasarían de los tobillos.

—Parece un poco prematuro —dijo Punch.

Se quitó el atavío blanco de cocinero y un delantal azul.

—Seguro que a lo largo de esta semana tendré que desempaquetar la mitad de mis cosas, pero solo pienso en largarme de aquí.

—¿Te gustan los cómics? —preguntó Jane.

Había pósters de Batgirl, Ghost Rider y Spawn en las paredes.

—Por esto vine. Seis meses sin distracciones. Iba a dibujar mi obra maestra, a triunfar a lo grande. Me traje los lápices y el tablero para dibujar.

—¿No hubo suerte?

—Perdí el tiempo. La cosa es: ¿qué pinta tiene un héroe, hoy en día? ¿Músculos y licra? La vida ya no es una competición de fuerza. Empleos, bancos, impuestos, la aburrida realidad social. Ya nada se arregla a puñetazos. Esos días se acabaron.

—No te sientas mal por ello. Quien más quien menos, todos los de la plataforma esperan también que algo pase.

—¿Seguro que te encuentras bien?

—Quizá luego cambie de habitación. Toda esa desesperación… su olor flota como el humo de un cigarrillo.

Jane eligió una habitación y desempaquetó sus cosas. La habitación era idéntica a la anterior pero aun así parecía que hubiera habido un cambio. Se había mentalizado para el suicidio, pero el momento de acción había pasado.

Se sentó en la cama. Su vida era una habitación solitaria tras otra.

Fuera, a través del altavoz del pasillo, sonó un doble pitido. Un aviso difundido por megafonía a toda la plataforma reverberó por los pasillos vacíos, levantando motas de polvo a lo lejos.

—Reverenda Blanc, acuda, por favor, al despacho del encargado lo antes posible.

El despacho de Rawlins estaba al final del bloque de administración. Una gran ventana de plexiglás daba a la cubierta superior de la refinería. Una enorme ciudad andamio, hecha de puentes, vigas de metal y tanques de destilación iluminados por la tenue luz del sol del Ártico.

Rawlins dirigía la instalación desde su escritorio. En la pared, un panel mostraba un plano de la plataforma, con luces verdes de «Sistema en marcha».

Cámaras sumergidas vigilaban el oleoducto del fondo del mar, un colector de hormigón anclado en el fondo del océano.

Rawlins estaba junto a la radio. Los altavoces retransmitían zumbidos y susurros de interferencias.

Jane cogió una silla y se sentó.

—¿Hay noticias del continente?

—El sonido va y viene —contestó Rawlins—. A ratos se oye música. Y alguna voz apagada de vez en cuando. ¿Oyes esto?

Una voz de hombre, desesperada y apenas perceptible:

—Gelieve ons te helpen. Is iedereen daar? Kan iedereen me horen? Gelieve ons te helpen
.

—¿Qué idioma es este? —preguntó Jane—. ¿Sueco? ¿Noruego?

—Quién sabe. Será algún pobre desgraciado que anda perdido ahí fuera, pidiendo auxilio. Nosotros le oímos, pero él a nosotros no.

—Esto empieza a darme miedo de verdad.

—Mira esto —dijo Rawlins girando la pantalla de su escritorio—. Lo encontré hace un par de semanas en el canal de noticias BBC News.

Pulsó el botón de reproducción.

Francotiradores de la policía se mueven cautelosamente por un supermercado, en secuencias tomadas a ras del suelo. Un reportero se agazapa detrás de una caja registradora:

… de repente, la mujer ha atacado a los paramédicos y ha huido. Parece que se ha refugiado en el fondo del supermercado. La policía ha desalojado el edificio y avanza hacia el interior

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