—Lo has visto un millón de veces en la tele. Metes cinco cartuchos en el cargador. Accionas la corredera, hasta el final, con un movimiento firme. Quitas el seguro. Y sobre todo no pongas el dedo en el gatillo hasta que vayas a disparar.
—Entendido.
—Aprieta el arma contra el hombro. Apoya bien los pies en el suelo. ¡Bang!
Tomaron un atajo. Cruzaron la cubierta y entraron en una esclusa de aire.
Ghost sacó la radio.
—Estamos de vuelta.
—Estoy en el despacho de Frank vigilando las compuertas
—dijo Sian—.
Alguien acaba de abrir la esclusa veintisiete
.
—Somos nosotros. Acabamos de llegar.
—Id con cuidado. Podéis toparos con él
.
Abrieron la puerta interior de la esclusa. Ghost vigilaba el pasillo, escopeta en ristre.
—Esto me parece un poco drástico —dijo Jane—. Estamos hablando de Frank. Lo más probable es que esté simplemente aturdido.
—Ya viste cómo le salía esa mierda de la mano. ¿Quieres que te pase lo mismo?
—No especialmente.
—Y no me apuntes con esa cosa, ¿de acuerdo? Mantén el cañón hacia el suelo.
Rawlins se pegó a la pared de un pasillo. La luz de una linterna revoloteaba. Dos figuras salieron de una esclusa. Jane y Ghost, armados con escopetas.
Rawlins los siguió al almacén de tuberías. Se ocultó en la sombra mientras ellos examinaban el suelo agachados.
—Aquí es donde Sian lo encontró —dijo Jane.
—Hay rastros de sangre. Debe de haber pasado aquí hace un rato. Me pregunto qué le pasaría por la cabeza.
Ghost se sacó del bolsillo un espray de pintura amarilla, agitó el bote y trazó círculos alrededor de los rastros de sangre.
—Habrá que limpiar toda la planta, habitación por habitación, y desinfectar el puto sitio entero.
—Sian dijo que tenía un ojo de color negro.
—Podría ser una hemorragia, y no necesariamente una prueba de infección.
Tenían a Rawlins detrás. Una irreprimible sed de sangre lo invadía. Quería echarse sobre ellos. Quería morder. Quería destripar y despedazar.
Cuando Ghost y Jane se pusieron de pie y se giraron, Rawlins se agachó detrás de un pilar.
—Quizá valga la pena registrar la enfermería otra vez —dijo Ghost—. Ha pasado un rato. Tal vez vuelva allí, quizá vaya a buscar algo para el dolor.
Emprendieron el camino de vuelta al bloque de alojamientos. Ghost dio un puñetazo contra la compuerta de seguridad y gritó en el intercomunicador:
—Somos nosotros. Jane y yo. Vamos a entrar.
Pulsó ABRIR y la puerta subió.
—Frank intentó entrar —dijo Punch.
—¿Está infectado? —preguntó Jane.
—Le oí hablar, pero no lo vi.
—Está vivo, por lo menos.
—Mira —dijo Ghost, iluminando con la linterna las planchas de la cubierta. Huellas de pasos sobre el metal helado—. Ha dejado un rastro.
—¿Dónde?
—¿Ves eso? —dijo señalando una serie de pisadas—. Estas son nuestras, la ida y la vuelta. Pero mira aquí.
Cerca de la pared había huellas de pies descalzos.
—Estas son suyas. ¿Está Rye arriba?
—Sí.
—Ve a buscarla. Dile que llene una hipodérmica con algún sedante.
—¿Quieres que vaya con vosotros?
—No. Iremos Jane y yo. Mantén la compuerta cerrada, ¿de acuerdo? Volveremos en un rato.
Siguieron las huellas hasta el gimnasio.
—Parece que se ha echado una siesta —dijo Ghost, examinando una cama solar—. Hay más sangre. Aquí y aquí.
Sacó el bote de espray y trazó círculos alrededor de las manchas.
—No podrá seguir con este correteo mucho más. No con el frío que hace.
Siguieron más huellas hacia un pasadizo de la cubierta C.
—Huellas recientes de botas —dijo Ghost.
—¿Estás seguro de que no son nuestras?
—No hemos pasado por aquí.
Las pisadas llevaban a una entrada con la puerta abierta.
DEPÓSITO DE COMBUSTIBLE
—Ponle el seguro —ordenó Ghost—. Nada de disparos, ¿de acuerdo? No queremos volar por los aires.
Ghost se paró en la entrada.
—¿Frank? —llamó—. ¿Cómo va?
No hubo respuesta.
—Voy a entrar, Frank, ¿no le importa?
Ghost dirigió su linterna al interior del almacén. Barriles de gasolina apilados, bidones, latas de queroseno.
—¿Frank? ¿Está ahí?
Ghost entró. Jane lo siguió.
Rawlins estaba de rodillas en un rincón oscuro. Jane lo vio primero. Estaba empapado en queroseno, tenía una lata de combustible vacía a su lado y un cigarrillo sin encender en los labios.
—Eh, Frank —dijo Jane—. ¿Cómo va todo?
—Un día jodido —respondió Rawlins, con el pelo chorreando como si acabara de salir de la ducha.
—Sí. Ha sido un mal año.
Rawlins se había quitado el abrigo. Tenía hematomas negros y amarillos en el brazo y el cuello. De la cuenca vacía manaba sangre.
—¿Qué dice, Frank? —preguntó Ghost—. ¿Qué le parece si le llevamos a la enfermería y le cuidamos?
Rawlins dejó escapar media sonrisa y dijo que no con la cabeza. Señaló el brazo amputado y la cuenca vacía.
—No parece que un poco de jarabe para la tos vaya a servir de mucho, ¿no crees?
—No, pero preferiría que no se pegara fuego. Tiene que mostrar un poco de respeto por los demás.
—No hay vuelta a casa. Todos lo sabemos, así que, ¿por qué alargarlo? —dijo, pasándose la mano por la piel renegrida del cuello—. Esa cosa tiene necesidades. Esa enfermedad sigue un programa.
Sacó un Zippo del bolsillo de sus harapientos pantalones y lo abrió.
—Lo siento, amigos. Tengo que despedirme antes de que deje de ser yo.
Cerró los ojos y encendió el mechero. Una gran llama azul lo envolvió.
Jane y Ghost corrieron hacia la puerta. Se echaron la escopeta a la espalda y cogieron los extintores de la pared.
Rawlins se consumía en llamas. Jane y Ghost dirigieron chorros de dióxido de carbono hacia el fuego, pero las llamaradas se extendieron de un barril de gasolina a otro.
Una bombona de propano explotó. Rebotó en tres paredes, hizo estallar varios bidones y provocó una enorme bola de fuego.
—Ya no podemos hacer nada por él —dijo Ghost—. Larguémonos de aquí.
Corrieron hacia la puerta. Jane pulsó CERRAR. La puerta cayó como una guillotina y contuvo el torbellino de fuego que amenazaba con infestar el corredor e incinerarlos a ellos.
Ghost tocó la puerta y retiró inmediatamente la mano. El metal abrasaba.
—Dejemos que arda. No tardará en consumirse todo el oxígeno.
Se alejaron corriendo por el pasillo.
—¿Estás bien? —preguntó Ghost.
—Sí, todo bien.
Una explosión reventó como de un puñetazo la puerta del depósito de combustible. La gruesa compuerta salió disparada hacia ellos por el pasadizo, impulsada por la deflagración.
Corrieron hacia el hueco de la escalera. Jane pulsó CERRAR con un manotazo. La compuerta bajó a la vez que una devastadora llama se les echaba encima. El fuego les envolvió las botas antes de que la compuerta se cerrara del todo.
Sian estaba en el escritorio de Rawlins. Las luces parpadearon. Hubo un ligero temblor. Un bote de lápices cayó del escritorio y desparramó por el suelo su contenido.
Sian cogió la radio.
—Eh, tíos. ¿Ghost? ¿Me copiáis? Cambio.
Las luces parpadearon de nuevo.
—Tíos, ¿qué está pasando ahí?
Alarma súbita. En el techo, una luz estroboscópica empezó a emitir destellos rojos. Una voz de mujer, completamente tranquila, decía:
—Llamada de emergencia. Alerta de incendio. Llamada de emergencia. Alerta de incendio
…
Sian miró el plano de la planta en la pantalla del escritorio. El depósito de combustible y el pasillo adyacente parpadeaban en rojo.
—Colegas, tengo múltiples alarmas en el módulo D. ¿Qué está pasando?
Punch corría por el pasillo, hacia el módulo D, mientras buscaba a tientas su radio.
—Llamada de emergencia. Alerta de incendio. Llamada de emergencia. Alerta de incendio
…
—¿De qué va todo esto? —preguntó gritando con todas sus fuerzas para hacerse oír por encima del aviso de emergencia.
—Alertas de incendio y de monóxido en la cubierta C
—dijo Sian—.
Muchas a la vez
.
—¿Es un fallo del sistema o un incendio de verdad?
—Voy a subir a la azotea
—dijo Sian—.
Voy a comprobarlo
.
—Cierra las compuertas de seguridad. Ciérralas todas.
—¿Y Ghost y Jane?
Ghost y Jane subían corriendo por las escaleras. Justo al llegar a la última planta, una compuerta de seguridad se cerró y los dejó encerrados en el hueco de la escalera del módulo D. Ghost pulsó ABRIR pero la compuerta no se movió.
—Tiene que haber un control manual —dijo Jane.
—Lo hay. Una llave. La tiene Punch.
Cogió la radio.
—¿Sian? ¿Sian? ¿Me copias? Cambio.
Sin respuesta.
—Puta recámara. Es un lugar de refugio. Paredes gruesas.
—Mejor así, ¿no?
Una espiral de humo ascendía. Jane y Ghost se asomaron a la barandilla. El fondo del hueco de la escalera estaba infestado de humo. Ghost rompió una vitrina de incendios y bajó corriendo por la escalera, con un extintor Ansul en las manos. Jane lo siguió.
—Se supone que estas puertas resisten mil grados de temperatura durante doce horas seguidas —informó Jane, tosiendo.
—No son las puertas, sino los conductos. La causa del fuego es el sistema eléctrico que hay detrás de las mamparas.
Un humo negro se filtraba por una rejilla de ventilación. Ghost descargó el extintor hacia el respiradero. El chorro de dióxido de carbono rugió, chisporroteó y se extinguió.
—¿Sian? ¿Sian? ¿Me oyes? Cambio. ¡Joder!
Subieron corriendo por la escalera. Ghost sacó de la vitrina de incendios un respirador. Una bombona de aire y una sola máscara. Respiraron por turnos, pasándose la máscara el uno al otro para inhalar bocanadas de oxígeno.
—¿Cuánto aire contiene la bombona? —preguntó Jane jadeando.
—Para treinta minutos como mucho.
Sian subió a saltos las escaleras hasta el helipuerto. Se olvidó el abrigo y salió corriendo al exterior con nada más que una camiseta.
El humo emergía del bloque de alojamientos adyacente.
—Tenemos un incendio, uno grande. En el nivel C. ¿Me oyes, Punch? ¿Estás ahí?
Sian se asomó al borde del helipuerto, para ver mejor. Temblaba de frío. Debajo del bloque de alojamientos incendiado el agua manaba a raudales y caía en cascada al mar. Una tubería había reventado.
—Punch, lo estoy viendo desde arriba. Hay grandes daños. Estamos perdiendo agua. Hay llamas por todas partes.
—Llamada de emergencia. Alerta de incendio. Llamada de emergencia. Alerta de incendio
…
Punch bajó corriendo por el pasillo al módulo D. La compuerta del final del pasadizo tenía una escotilla. Al otro lado había fuego, un pasadizo infestado de humo y llamas.
Piensa como Ghost. ¿Qué haría él?
Punch corrió a la vitrina de incendios. Un respirador. Sacó un cilindro de oxígeno y forcejeó para abrir la válvula. Se ató la bombona a la espalda y se abrochó el arnés. Pesaba tanto que mientras se colocaba la máscara estuvo a punto de caer hacia atrás.
Una vez al mes, Rawlins daba instrucciones a la tripulación. Un procedimiento de tres pasos, en caso de incendio:
Cerrar las compuertas.
Ponerse una máscara.
Buscar la vitrina de incendios más próxima. Romper el cristal. Accionar la palanca. Activar el sistema de inundación.
Punch corrió hacia una de las vitrinas. Rompió el cristal con el codo. Tiró de la palanca. Nada ocurrió. Lo intentó dos veces más. Nada. La palanca tenía que haber activado el sistema de gas Inergen. Las espitas del techo debían inundar los pasillos con una mezcla inerte de argón, nitrógeno y dióxido de carbono, y sofocar el fuego. Punch se arrancó la máscara.
—Sian. ¿Por qué no funcionan los putos supresores?
Punch desenrolló una manguera de incendios y giró la llave de paso. Cuando la manguera se hinchó, dirigió el chorro de baja presión a la compuerta de seguridad. El agua salía a chorritos y al salpicar la compuerta se consumía como un salivazo en una plancha caliente.
—Estamos jodidos —masculló.
Dejó caer la manguera y cogió la radio.
—Voy a subir. Aquí no puedo hacer nada.
Punch subió al helipuerto y le lanzó un abrigo a Sian.
—¿Sabemos algo de Ghost y Jane?
—Nada —contestó Sian.
—Ivan sabe manejar la grúa. Él puede bajarme a la azotea.
Punch se quedó solo en el helipuerto. Se cubrió la indumentaria de seguridad con un equipo ignífugo plateado, que le quedaba ridículamente grande. Tuvo que subirse las mangas.
Se sujetó una bombona SCBA a la espalda. El sol se había puesto. Punch alzó la mirada hacia una magnífica aglomeración de estrellas.
Hay peores maneras de morir, pensó. Iba a morir luchando, moriría para salvar a sus amigos.
En la cubierta, entre los bloques de alojamientos, había una grúa de carga. Sian e Ivan podían descolgarlo de una azotea a otra.
Alcanzaba a verlos en la cabina. Ivan manejaba los mandos. Sian estaba en cuclillas detrás de él.
Punch hizo señas. Hicieron girar el brazo de la grúa y bajaron el gancho. Un palé de carga, una plataforma de madera suspendida de una cadena, colgaba del gancho.
Punch se subió el pasamontañas, montó en la plataforma y les hizo una señal levantando el pulgar. El brazo de la grúa empezó a desplazarse hacia el bloque incendiado.
Jane y Ghost se pusieron en cuclillas en el hueco de las escaleras. El sulfuro de hidrógeno impregnaba el aire y Ghost pugnaba por no perder el conocimiento. Los párpados se le cerraban como si le entrara sueño. Jane se agachó junto a él y le apretó la máscara en la cara. Cada pocos segundos le arrebataba la máscara y aspiraba una bocanada de oxígeno.
La compuerta de seguridad se elevó. Una figura menuda con un atuendo plateado enorme, Punch, sonreía tras su visera de policarbonato.
—¿Qué os parece si nos largamos de aquí?
La máscara le amortiguaba la voz.
Corrieron por el pasillo, sosteniendo entre los dos a Ghost, que empezaba a reanimarse.