Siguió navegando entre el oleaje. Un poco más tarde, si el tiempo seguía en calma, dormiría una horita. El casco de acero y aluminio de la barca estaba revestido de poliestireno para embalajes, para retener el calor.
Las placas de hielo crujían y crepitaban.
—¿Nikki? Nikki, ¿me oyes?
Era la voz de Jane.
La radio colgaba en una bolsa de lona, debajo de la escotilla. Nikki habló por un auricular como el de un teléfono de baquelita.
—¿Cómo va todo, Jane?
—La tripulación se ha trasladado al
Hyperion
. Estoy sola en la refinería
.
—A nadie le importan tus pequeños detalles. Vete al barco y pásatelo bien.
—¿Le has puesto nombre?
—¿A la barca? No es más que un montón de tornillos y tuercas. Las cosas son lo que son.
—Una barca tiene que tener nombre
.
—No quiero encontrar poesía en mi alma ni redescubrir mi humanidad perdida. Me esfuerzo en afianzarme a la realidad, y esta es posiblemente la razón de que yo esté a medio camino de casa y vosotros sigáis atrapados en esa tumba de metal.
—¿Qué harás cuando llegues a tierra? ¿Lo has pensado?
—Sobrevivir en mi propio estado soberano. Será un deleite.
—¿Qué tiempo hace?
—Bastante calmado. El viento corta como un cuchillo. Parece que avanzo según lo esperado. Es difícil calcular la velocidad, pero la corriente es fuerte.
—¿Cuál es tu posición?
—Según mis cálculos, estoy al noroeste de Murmansk. En pocos días la corriente debería haberme llevado más allá de Noruega, pero habré perdido el contacto por radio mucho antes.
—Que vaya bien. Y que tengas suerte. Te llamaré mañana
.
Nikki durmió en su cama. La barca estaba abarrotada de suministros. Cajas de comida, cajas de ropa. Nikki las había empujado a los lados y se había hecho un espacio estrecho como el de un ataúd, donde poder estirarse metida en un saco de dormir. Tenía el techo de aluminio del casco justo encima de la cabeza. Yacía en la oscuridad y escuchaba su propia respiración, áspera y ruidosa en aquel espacio confinado.
Un impacto. Un sonido de roce metálico en el costado de la embarcación. Un segundo impacto. ¿Un iceberg? ¿Una ballena?
Nikki abrió la escotilla. Había unas formas extrañas en el agua, grupos de rocas como pedazos de hielo a la deriva. Encendió la linterna y exploró la superfice del océano. El mar estaba lleno de coches Nissan Navara. Un panorama de metal brillante se mecía reflejando la luz de la luna. Muchos coches flotaban boca arriba. El agua azotaba los chasis galvanizados y las llantas de aleación. Algún barco carguero debía de haber volcado su cargamento y los contenedores se habían abierto al caer al mar. El aire retenido en el interior mantenía los coches a flote.
Cada vez que un coche topaba con la embarcación, Nikki oía el chirrido de la erosión del metal. Temía que los repetidos impactos dañaran el casco. Se pasó una hora yendo de un lado a otro de la barca. Sus botas resbalaban sobre el metal del suelo helado, mientras trataba de apartar los coches con los pies. Se había atado con una correa corta al mástil, para poder subir a bordo rápidamente, en caso de caer al mar.
Cuando finalmente consiguió librarse de la marea de coches, se sentó con la espalda apoyada en el mástil, para recuperar el aliento.
Supervivencia.
Tras haber renunciado a todo lo innecesario —su trabajo, sus amistades, su nombre y su historia—, ¿qué quedaba? Solo quedaba el hecho de que estaba viva y consciente, flotando a la deriva en un vasto océano.
Nikki conectó la radio.
—¿Hola? ¿Hola? Llamando a todas las embarcaciones. ¿Alguien me escucha?
Oyó la voz de un hombre, un susurro educado y tranquilo. Las palabras no se distinguían. Era una especie de retransmisión que se repetía. Llevaba días sonando.
Miró el horizonte. Unas nubes oscuras moteaban el azul celeste de la lejana luz del día. Se avecinaba una tormenta.
Nikki se estiró y trató de concentrarse, lista para enfrentarse al siguiente adversario, como el boxeador que espera a que suene la campana del primer asalto.
Rye cruzó la isla, atraída por las luces del
Hyperion
, y deambuló por las cubiertas inferiores del barco. La infección se le había extendido por toda la mitad derecha del cuerpo. Tenía la piel ulcerada y cubierta de costras. Filamentos de metal le habían atravesado la piel del brazo, de la pierna y de la cadera, y le habían agujereado la ropa. No sentía dolor. El cuerpo de Rye era insensible.
Seguía siendo Elizabeth Rye. Tenía la mente despejada y anhelaba la locura. Deseaba desesperadamente que su consciencia se nublara y desapareciera.
En las disecciones que había practicado en Rampart, Rye había visto cómo ese extraño parásito se infiltraba en el sistema nervioso de sus víctimas. Se preguntaba por qué aquellos mismos filamentos no habían invadido aún sus sinapsis, anulando memoria y emociones. Quería ser necia e irresponsable. Suponía que su cuerpo en desintegración deambularía por el barco durante semanas, mucho después de que no quedara nada de su consciencia. Pero no era así. Seguía lúcida y consciente.
La mayor parte de los pasajeros se habían congregado en el vestíbulo principal. Rye vagó por restaurantes desiertos, un cine vacío y un área de recreo infantil, con una piscina llena de pelotitas y un tobogán.
Se divirtió un par de horas en la zona deportiva. Primero jugó al ping-pong contra una pared. Su cuerpo mutado retenía buena movilidad.
Luego lanzó pelotas a un aro de baloncesto, después conectó un simulador de golf y estuvo atizando golpes en una cancha virtual.
Encontró un miniclub nocturno. No había música, pero la esfera de espejos seguía girando. Se puso a jugar a la rayuela en la pista de baile. Todas las baldosas que pisaba se iluminaban.
Se preguntó dónde estarían los otros pasajeros.
Rye buscó la enfermería. Quizá podría cargar una hipodérmica con morfina y sacrificarse igual que se hace con un perro enfermo. La mezclaría con lejía, con limpiador de hornos. Empujaría el émbolo y sentiría placer. Empujaría el émbolo un poco más, se echaría y dejaría que los corrosivos le disolvieran el cerebro.
Un amigo de la escuela de medicina consiguió un empleo en un crucero. Se daba la gran vida. Comía, flirteaba y nadaba. Lo único que tenía que hacer era prestar atención a los anuncios cifrados del sistema de megafonía.
Doctor Jones, acuda al teléfono de cortesía blanco
, significaba que tenía que ir a la enfermería.
Doctor Jones, acuda al teléfono de cortesía rojo
, significaba que tenía que ir corriendo a la enfermería, para una emergencia. A lo que le tenía pavor era a
Doctor Rose, preséntese en el bar Neptuno
, porque «Rose» era la contraseña para decir infarto. La mayoría de pasajeros eran ancianos y en todos los viajes había por lo menos un ataque al corazón. Alguien se caía redondo sobre la alfombra del restaurante y se ponía azul. El médico de a bordo tenía que recoger su kit de reanimación y mover rápido el culo.
Rye siguió las señales que llevaban a la enfermería. Flechas con una pequeña cruz roja.
SJUKHUS
La enfermería había sido saqueada. Había instrumental esparcido por el suelo, sábanas ensangrentadas amontonadas sobre la mesa de operaciones, salpicaduras de sangre en la pared. Era como si una unidad quirúrgica militar hubiera tratado a cientos de heridos en combate y luego hubiera evacuado. No había duda de que el médico de a bordo del
Hyperion
había hecho una labor heroica en la cura de pasajeros infectados, antes de sucumbir o ser despedazado también él.
A Rye le entró hambre. Siguió unos sombreros pintados en el suelo, hasta el Tex Mex Grill. Le apetecía zamparse unos nachos.
Subió por unas escaleras y anduvo por un pasadizo. Encontró el paso cortado por una puerta herméticamente cerrada, una de las gruesas compuertas metálicas que como una verja levadiza bajaron instantáneamente cuando el
Hyperion
embarrancó y se anegó.
Rye puso la oreja en la compuerta. Oyó música a lo lejos. «Gimme Shelter.» Y voces amortiguadas, de gente hablando y riendo. Era la tripulación de Rampart, al otro lado de la puerta. Debían de haberse apoderado del grill.
Rye se sintió muy sola. Se apoyó en la pared y se echó a llorar.
El casino, un lujoso garito de apuestas, a lo Monte Carlo. Un par de mesas de ruleta, una de dados y un bar.
Una
showgirl
yacía pudriéndose en el suelo, entre lentejuelas y plumas de avestruz. La cabeza era un amasijo de carne hecha pulpa.
Rye pasó esquivando el cadáver y se acercó a cinco hombres sentados alrededor de una mesa de blackjack. Llevaban trajes de esmoquin rasgados y manchados de sangre. Uno de los hombres estaba en fase terminal, era prácticamente una columna de metal derretido. Estaba rígido y fundido a su silla y no había duda de que nunca más se iba a levantar. El crupier se había desplomado sobre el tapete, como si se hubiera quedado dormido, y tenía la cabeza fundida en la mesa. Los otros hombres conservaban movimiento en los brazos. Había cartas y fichas desperdigadas sobre el tapete verde. El menos inhumano del grupo, un pasajero que conservaba la mitad de la cara, hacía de crupier.
—¡Ah! —dijo—. Sangre fresca.
Rye tomó asiento a la mesa.
—¿Preparada para perder dinero? —preguntó el crupier barajando las cartas.
—Es agradable oír la voz de un ser racional.
—Esa cosa, ese contagio, parece afectar de diferente manera a cada uno, tal como evidentemente ya habrá notado. Algunos mueren de golpe. No sé por qué. Un mordisco y caen redondos. Debe de ser como una alergia a los cacahuetes. Pero a veces, si no hay suerte, la enfermedad afecta al cuerpo pero no a la mente. Usted no es uno de los pasajeros, ¿verdad? No recuerdo haberla visto antes.
—Soy de una refinería de petróleo cercana.
—¿El barco encalló?
—Sí.
—¿Y sabe lo que está pasando ahí fuera, en el mundo?
—No —dijo Rye—. No sé nada. ¿Y usted?
—Nada. Solo rumores. Estuvimos varias semanas dando vueltas, buscando un puerto. Entonces estalló la epidemia. Debía de haber alguien infectado en el barco desde el principio. Un miembro de la tripulación, quizá, alguien que ocultaba la enfermedad a sus compañeros, ¿quién sabe? ¿Y qué importa? Aquí estamos, esperando a que llegue el fin, los cobardes, los demasiado gallinas para rebanarse el pescuezo o arrojarse al mar. Estamos condenados a vivir.
El crupier volvió a barajar.
—¿Sabe jugar al blackjack?
—No, pero parece un buen momento para aprender.
Durante el tiempo que pasó en el pabellón del cáncer, Rye había presenciado el sufrimiento y la muerte de hombres y mujeres. La mayoría aceptaba con una resignación estoica el final de su vida. Los jóvenes afrontaban tranquilamente la muerte, sin haber vivido aún la vida. Bromeaban mientras los llevaban en silla de ruedas al quirófano, bromeaban mientras los acribillaban con inyecciones de quimioterapia o los freían con radiaciones.
Rye se sabía cobarde. Quería morir, pero tenía que ser rápido y sin dolor. Había visto bisturís esparcidos por el suelo de la enfermería. Tenía que haberse clavado una cuchilla en el ojo y hundirla hasta el cerebro, pero le faltaba valor para hacerlo. Quería un final fácil. Quería desvanecerse y dejar de existir, como quien se amodorra y se queda frito.
Rye registró el barco, en busca de medios para suicidarse.
En el armario de una cocina encontró material para barbacoas. Se imaginó a los cocineros del
Hyperion
preparando un asado de cerdo para los pasajeros, y sirviendo baguettes con brochetas a la rica clientela que contemplaba, abrigada con anoraks, cómo las ballenas rompían las olas a lo lejos.
Rye acarició la idea de abrir la válvula de una bombona de propano y encender una cerilla, pero no se atrevió a consumar el plan. ¿Y si no moría? La bola de fuego de un par de bombonas se disiparía enseguida. Quizá sobreviviría a quemaduras de tercer grado y se quedaría paralizada y en agonía. Sabía, por los experimentos que había hecho, que una persona en avanzado estado de infección costaba mucho de matar. Quizá ella tardaría días en morir.
Encontró un cable alargador, pero era demasiado grueso para hacer una soga. Le habría gustado tener un arma de fuego. Si tuviera una pistola se sentaría junto a una ventana, se pondría el cañón en la sien y se distraería contemplando el paisaje. Jugaría a nombrar constelaciones y, mientras las iba nombrando, apagaría el mundo como quien apaga la tele cuando no hay ningún programa que valga la pena.
Una vida arruinada. Mala en medicina y mala como madre. Era fácil echarle la culpa a las drogas, pero su vida empezó a caer en picado mucho antes de probar la codeína. Una desazón abrumadora la perseguía desde la infancia, una fuerte convicción de que nada valía la pena la emponzoñaba cada día. Fuera donde fuese, hiciera lo que hiciese, todo le importaba una mierda. Pero quizá sí que podía hacer algo. Un final que justificaría su vida.
De toda la tripulación de Rampart, solo ella podía circular impunemente por el transatlántico. Si aquellos desgarbados mutantes vieran a Jane o a Ghost, los perseguirían y los harían trizas. Pero Rye se paseaba entre ellos como si no existiera. Rye podía chascar los dedos o pasarles la mano por delante de la cara, o abrirse paso entre ellos. No reaccionaban.
Quizá debería aprovechar esa libertad de movimiento y fabricar una bomba. Sabía dónde encontrar bombonas de propano. En algún lugar tenía que haber reservas de gasoil. Aún tenía una radio. Podría avisar a la tripulación de Rampart y darles tiempo de evacuar. Abriría las bombonas, aflojaría las válvulas, inundaría de combustible las salas de máquinas y encendería una cerilla. Había unos cuantos pasajeros del
Hyperion
fuera del barco, pero la mayoría seguía a bordo del transatlántico. Podía incinerarlos a todos, freír el barco entero, limpiar la isla. Y acabar con su propia vida en un instante. Una explosión de tal magnitud sería una muerte rapidísima. La tripulación de Rampart lo vería desde la plataforma. Verían la explosión. Apreciarían el gesto. Después de todo, el
Hyperion
parecía embarrancado para siempre. Si lo hacía saltar por los aires, ella moriría como una heroína.
Había algo disparatado en su razonamiento. Una vocecita le decía que no pensaba con claridad. Se estaba dejando llevar por las fantasías. Los iba a matar a todos.