Jane ayudó a Ghost a extender cable desde cada una de las cargas. Desenrollaban las bobinas por el suelo de las pasarelas y por los peldaños de metal, y pegaban el cable a vigas y barandillas. Los cables convergían en la sala de control de bombeo, una cabina que alojaba el equipo de seguimiento de los tres grandes tanques de destilación.
Rompieron una ventana y entraron los cables por ella. Ghost recubrió con cinta de embalar el resto de las ventanas, para protegerlas de la onda expansiva. Encima de una mesa dejó tres cascos protectores de oídos.
En una inspección final comprobaron que los explosivos estaban bien armados y el cable de detonación, bien conectado.
—Hay un cielo precioso —dijo Jane.
Se echó atrás la capucha y se estiró para ver mejor una aglomeración de estrellas. Un crepúsculo de suave luz rosada asomaba por el este.
Jane paseó la mirada por la refinería. Un palacio de cristal, blanco sobre blanco. Acero cubierto de escarcha. Travesaños y andamios destilando hielo. Tanques de almacenaje tapizados de nieve. Brazos de grúa llenos de carámbanos. Todas las superficies orientadas al norte brillaban endurecidas.
—¿Crees que Nail estará rondando por aquí? —preguntó Jane.
—Mantente atenta a las pisadas —dijo Ghost—. Dudo que consiga escalar por los cables de anclaje, pero está lo bastante desesperado como para intentarlo.
Levantó la bota y señaló la suela.
—Dibujo en forma de sierra, ¿lo ves? Cualquier otra pisada es de él.
Ghost forcejeó para abrir con los guantes puestos su petaca y echó un trago.
—Volveré en un momento, ¿de acuerdo?
Ghost había pasado la última hora cavilando. Era la última oportunidad que tenían para escapar. Si los cables de anclaje no se desenganchaban estarían permanentemente aislados en la cima del mundo. En pocas semanas se quedarían sin comida ni combustible y tendrían que elegir entre rajarse el cuello o dar un largo paseo por la nieve. Se imaginó su cadáver en lo alto de un puente de la plataforma, de cara al mar. Un cadáver con una sonrisa y una cuchilla clavada en el pecho. Quizá el cuerpo momificado de Jane estaría junto a él, sosteniéndole los huesos de la mano.
Fue andando hasta el final de la refinería y se sacó del bolsillo una porción de explosivo. Se había guardado un poco de C4. Tenía un vago plan. Si los cables de anclaje no se soltaban, armaría una pequeña carga y la pegaría debajo de una mesa en la cantina. Prepararía una cena e invitaría a Jane y a Sian a sentarse. Lo haría rápido y limpio. Acabaría todo a media conversación.
Entonces pensó que era una estupidez. Llevaba tanto tiempo con un terror mortal en el cuerpo, que había hecho de la muerte una obsesión. Había planeado una forma elaborada de extinción en lugar de luchar por vivir.
Añadió el pedazo de explosivo a la carga principal.
Jane recogió los detonadores de la cantina. Una caja de plástico negra, con tres detonadores encajados en una base de espuma. Cada uno de los detonadores consistía en una culata con un botón rojo para disparar.
Jane comprobó la carga de las baterías en una Maglite, y luego las introdujo una a una en la culata de los detonadores.
Jane buscaba a Sian.
—Creo que está fuera —dijo Ghost.
Esclusa 52. En el corredor parpadeaba una luz roja, la alerta de que una puerta exterior se había quedado abierta.
Jane se puso el abrigo y salió al exterior. Al final de una pasarela vio a Sian inclinada sobre una barandilla, mirando la superficie de hielo abajo a lo lejos.
Semanas atrás, obesa y desesperada, Jane se había asomado por una barandilla como aquella y había tratado de convencerse de arrojarse al mar. Se preguntó si Sian, en ese momento, pensaba en lanzarse de la refinería.
Sian se inclinó un poco más sobre la barandilla.
—¡Eh! —gritó Jane, buscando la única manera de contener la desesperación de Sian—. Vamos, chica, necesitamos tu ayuda.
Fueron andando a la sala de control de bombeo. Ghost conectaba cables a los terminales de los detonadores.
—He recubierto de cinta adhesiva las ventanas —les explicó—, pero deberíamos apartarnos de los cristales. No sé lo fuerte que va a ser la explosión.
Se quedaron los tres mirándose.
—¿Quieres decir una oración?
—No —contestó Jane.
—¿Preparados?
—Sí.
—Muy bien. Vamos allá. Tres, dos, uno…
Nikki puso la oreja en la puerta del búnker. El ruido del viento había cesado.
Sacó un casco protector de una pila de material para las motos de nieve que yacía junto al muro del túnel, y abrió la puerta del búnker.
Dos pasajeros infectados le daban la espalda y miraban hacia el mar. Nikki volteó el casco por encima de la cabeza y les aplastó el cráneo a los dos.
Luego trepó por peñascos y se puso en cuclillas en un terreno elevado. Desde allí inspeccionó la refinería con unos prismáticos. La niebla se había despejado. Rampart estaba iluminado por una tenue luz crepuscular, un alba permanente. Nikki ajustó el foco de los prismáticos.
—¿Lo ves?
—dijo la voz del novio muerto de Nikki—.
Han inutilizado todas las escaleras. No hay manera de subir a bordo
.
—Podría trepar por los cables.
—Demasiado empinados. Demasiado lisos
.
—Podría llevarme cuerda y auparme por la barandilla.
—Demasiado alta. No conseguirías subir
.
—Tiene que haber una manera.
Puso los prismáticos en infrarrojos. La superestructura de acero helado de la refinería no evidenciaba calor excepto en el módulo de alojamientos A. El módulo resplandecía con un débil naranja. Alguien había conectado la calefacción.
Exploró pasarelas y puentes. Un punto rojo. Acercó la imagen. Una silueta resplandecía, andaba despacio, mirando hacia el suelo, como si siguiera un rastro.
—Esos cabrones tienen todos los ases. Tienen comida, tienen calefacción y tienen armas
.
—Están bajo mi responsabilidad. Por eso volví. He de salvarlos. Tengo que salvarlos de sí mismos.
Nikki estaba a medio camino de vuelta al búnker cuando oyó la explosión. Un rugido sordo y profundo, como el de un trueno. Corrió hacia la orilla y vio que dos de los grandes cables de anclaje de la refinería habían desaparecido. El hielo de debajo de la plataforma se había resquebrajado.
Nikki quitó la tapa de los prismáticos. Estaban aún en posición de infrarrojos. El enganche de la esquina de la plataforma refulgía en carmesí. Quitó los infrarrojos, enfocó y reenfocó. Nubes de humo en forma de hongo sobrevolaban los enganches.
El tercer cable se había aflojado. Un instante después el pasador se soltó y el cable se desplomó. Rompió la capa de hielo y levantó un géiser de agua del mar.
—Qué listos
—dijo Alan—.
¿Te das cuenta de lo que tratan de hacer?
—Cielos —dijo Nikki—. Quieren que la plataforma se vaya a la deriva.
—Exactamente
.
—¿Funcionará?
—Lo dudo
.
—Pero continúan insistiendo. A pesar de todo, no se rinden.
—No tienen que salir de la isla. Entiendes esto, ¿verdad? Su lugar está aquí, con nosotros
.
Ghost repuso el fusible del montacargas de la plataforma.
Él y Jane hicieron descender el elevador al hielo. Jane pisó la capa polar y rodeó el gran muro de acero.
—¿Por qué cojones esta cosa no se mueve?
—La plataforma está atascada en el hielo —dijo Ghost—. Nos quedaremos aquí clavados hasta que la plataforma ártica se derrita y se abra. No veremos una puesta de sol entera hasta dentro de tres semanas. Entonces faltará un mes o dos para que el hielo se funda y se rompa. La comida no nos durará tanto.
—¿Y las granadas de termita? Fundirían el hielo en segundos. ¿No queda ninguna, ninguna en absoluto?
—No.
—¿Y explosivos, cargas de demolición del búnker? ¿No queda nada?
—No, nada.
—Joder. Esa cosa pesa un millón de toneladas. Imagínate la inercia, el impulso que puede llegar a coger. Si consiguiéramos moverlo un solo centímetro no se detendría, sería imparable, tendría una fuerza devastadora. Lo arrastraría todo a su paso.
Dentro del montacargas, Jane se quitó un guante y con un dedo dibujó una carita sonriente en la plancha cubierta de hielo.
—Si hubiera alguna manera de darle un empujón…
Ghost miraba la extensión de hielo, el blanco horizonte.
—¡Ya lo tengo! —chilló—. Sígueme.
Corrió hacia el elevador y pulsó SUBIR.
El montacargas dio una sacudida y empezó a ascender.
—¿Sabes la combinación de la caja fuerte de Rawlins? —preguntó.
—La encontré en su libreta de direcciones.
—Ve a su despacho. Mira en la caja fuerte. Debería haber un par de llaves rojas en una caja de plástico. Tráelas a la sala de control de bombeo.
Jane encontró la sala de control sepultada de papel hecho trizas.
Ghost revolvía archivadores y carpetas en el escritorio. Hojeaba un papel tras otro y los iba echando a un lado.
Jane cogió un puñado de papeles. Eran organigramas de sistemas, gráficos de entradas y salidas, compresores alternativos, filtración de alto octanaje.
—¿Qué estás buscando?
—Hace unos meses hice algunas tareas aquí. Un tipo me enseñó algo. Ese maldito papel es lo que busco.
—¿Qué aspecto tiene?
—Es una hoja de papel de color rojo.
Jane se puso a hojear los archivos.
—¡Ajá! Ya lo tengo —dijo Ghost, blandiendo triunfalmente una lista roja plastificada.
Jane entrevió PELIGRO escrito en grandes letras rojas al principio de la página.
—¿Qué carajo es esto?
Ghost no contestó. Mandó rodando su silla hacia la consola y derribó varias cajas de expedientes.
La explosión de las cargas de demolición había roto las ventanas de la sala de control de bombeo. Ghost apartó nieve y cristales rotos de las pantallas de las consolas y conectó los interruptores diferenciales. Las consolas de bombeo se encendieron y parpadearon en verde esperanzador.
En la pantalla táctil de la planta principal de la refinería, Ghost cambió el estado de todos los indicadores de sistema, de APAGADO a ámbar de EN ESPERA.
—Bien —dijo—. Los catalizadores, los supercalentadores, las bombas de extracción vuelven a estar conectados. ¿Encontraste la caja?
—Sí.
—Dentro debería haber dos llaves.
—Sí.
—Y un sobre.
Jane leyó en voz alta las claves de autorización. Ghost las iba tecleando. La pantalla que tenía delante empezó a emitir destellos rojos.
La clave final era el número de empleado de Rawlins. Solo él tenía autoridad para detener o reiniciar el proceso de refinación. Jane leyó el número, que sacó de una nómina antigua.
ADVERTENCIA DE SEGURIDAD
¿DESEA CONTINUAR?
SÍ / NO
Ghost introdujo las llaves en la consola principal.
—Hay que girar las dos llaves al mismo tiempo.
—¿Es que vamos a lanzar un misil? —preguntó Jane.
—¿Te acuerdas de Chernóbil? Un par de técnicos aburridos estuvieron a punto de incinerar Europa. Este catalizador Merox es el más grande del mundo, o casi. Si pulsamos el botón equivocado podríamos contaminar el hemisferio occidental entero.
Hicieron girar las llaves.
PURGA DEL SISTEMA EN PROGRESO
La pantalla empezó una cuenta atrás de diez minutos.
—¿Por qué una cuenta atrás? —preguntó Jane.
—Porque le estamos pidiendo a la refinería que haga algo descomunalmente estúpido, y el sistema quiere que lo reconsideremos.
Punch volvió en sí. Abrió con dificultad los ojos. Tenía un corte en la frente y las pestañas se le habían pegado con sangre coagulada.
Estaba atado de pies y manos. Tenía los brazos sujetos detrás, con hilo de nailon. El hilo le segaba las muñecas como un alambre. Giró las manos para recobrar la circulación de la sangre.
Punch estaba en el suelo de una habitación vacía, iluminada por el destello de unos tubos fluorescentes. Los muros eran de hormigón. El techo era de hormigón. El suelo estaba frío, había baldosas verdes. Punch se imaginó que estaba en el búnker.
Trató de rodar por el suelo. Trató de liberarse las manos. Notó que la sangre le goteaba entre los dedos.
La puerta se abrió. Unas botas de nieve pequeñas. Unos pantalones Ventile azules. Punch arremetió a patadas. Alguien le pateó la cara. Punch escupió sangre y levantó la mirada. Nikki lo estaba observando, de pie ante él. Nikki se agachó y examinó los puños de Punch.
—¿Qué lugar es este?
—¿Tú qué crees? —le preguntó Nikki, con un tono calmado y amable.
—¿Qué cojones está pasando aquí? ¿Me vas a soltar o qué?
—Haremos un intercambio —dijo Nikki—. Te voy a canjear por comida y combustible.
—¿Comida para qué? ¿Qué te propones?
—No deberías preocuparte demasiado por eso.
—¿Dónde tienes a tu colega? ¿Dónde está Nail?
—Por ahí.
—Desátame.
—Aún no.
—Vete a la mierda, Nikki.
—Quieres salir de aquí, ¿verdad?
—Me estás mintiendo. Comida y combustible, ¡patrañas! No sé qué te propones, pero no te saldrá bien.
—Jane querrá alguna prueba de que estás vivo. Dime algo que solo Sian pueda saber.
—Ayúdame a levantarme.
—No.
—Venga, tengo que echar una cagada.
—Pues caga.
—Estoy sangrando.
—Pues sangra.
—Vete a la mierda, Nikki. En serio.
Nikki se fue. La pesada puerta se cerró con un golpe y una llave giró en un cerrojo. El sonido de las pisadas se fue apagando por un pasadizo.
Punch se arrastró por el suelo hasta la pared. Trató de ponerse en pie. Quizá podría tenderle una emboscada a Nikki cuando ella volviera. La esperaría junto a la puerta, la noquearía de un cabezazo. Una vez en el suelo, le pondría la rodilla en el cuello. Seguro que Nikki llevaba un cuchillo en el bolsillo. Entonces Punch se desataría y encontraría el camino de vuelta a Rampart.
Punch perdió el equilibrio y se cayó al suelo. Se dio un golpe en la cabeza y en el hombro. Se quedó tendido, mirando la pared, indefenso y vencido.
Nikki regresó una hora después. Se puso en cuclillas junto a él. Punch no levantó la mirada.