—No lo conseguiríamos —objetó Jane—, no con cuatro personas. Hay demasiadas cosas que transportar: comida, ropa, tiendas de campaña. Además, ¿y si este invierno el mar no se ha helado del todo? Con el calentamiento global, dudo que tengamos el camino llano hasta Canadá, incluso ahora. Necesitamos algo más sólido, mejores posibilidades.
—¿Cuál es tu idea, entonces?
—Poneos el abrigo. Lo entenderéis mejor si lo veis.
Jane llevó a Punch y a Sian a un puente con vistas al final de la refinería, a pasarelas envueltas en niebla y tuberías y vigas cubiertas de hielo.
Temblaban los tres de frío a oscuras. Jane hizo brillar un reflector hacia abajo, a uno de los colosales cables que anclaban la refinería al fondo del mar.
—¿Por qué no soltamos los cables para que la refinería se vaya flotando? —dijo Jane—. Uno ya se soltó cuando el
Hyperion
chocó con la refinería. Solo quedan tres.
—¿Cómo piensas hacer eso? —preguntó Punch—. Cada uno de los cables pesa tanto como un acorazado. Necesitarás una infraestructura monstruosa para manipularlos.
—No hay forma humana de cortar ese cable. Haría falta una bomba atómica. Pero fíjate en el enganche, este es el punto débil. Está sujeto con un perno de cuatro toneladas. Si pudiéramos hacer que saltara del enganche, el cable caería y Rampart se iría flotando.
—Cuenta conmigo.
—Del material de la base de investigación sísmica, de aquellos explosivos, queda algo de C4, ¿verdad?, un par de cajas por lo menos. Ghost las escondió en el búnker. Podríamos colocar una buena porción de explosivo plástico en los pernos, dinamitarlos y hacerlo saltar de la junta. Quemaríamos nuestro último cartucho, pero vale la pena intentarlo.
—Yo digo que sí. De perdidos al río. Hagámoslo a lo grande.
Jane fue a buscar a Ghost. Lo encontró en la cubierta C, en la planta más baja del bloque de alojamientos, en un lugar oscuro y de techo bajo, lleno de tuberías y herramientas abandonadas, la clase de sitio en que un mecánico como Ghost se sentiría como en casa.
Estaba desnudo de cintura para arriba e inclinado sobre una mesa, entretenido juntando con correas dos bombonas de submarinismo.
Jane le dio un beso entre los omoplatos y le pasó un brazo por la cintura.
—¿Estás bien?
—Sí —contestó él—, solo un poco frustrado. Me dejé seducir por el
Hyperion
, por todo ese lujo. Tenías razón desde el primer día. Teníamos que habernos quedado aquí.
—Tengo un plan. Traemos los explosivos del búnker. Hacemos saltar los pernos de las juntas. Soltamos los cables y nos vamos de aquí flotando. ¿Qué te parece?
—Me parece que eres más fuerte que yo, y más lista también, y si quieres intentarlo, yo me apunto.
—¡Bien!
—¿Así que hay que volver a la isla?
—Por última vez.
—Entonces tengo algo que puede servir —dijo, echándose las bombonas al hombro—. Subamos al helipuerto. Quiero enseñarte algo.
El helipuerto era grande como una cancha de baloncesto, con una gran «H» iluminada por un círculo de focos. Ghost empujó una silla de oficina al centro de la H y la cubrió con un anorak. Luego ayudó a Jane a sujetarse la bombona de submarinismo a la espalda. Había una pistola de espray al final de una gruesa manguera.
—Gasoil comprimido con nitrógeno —dijo Ghost—. Aprieta ese botón en el cañón. Es un mechero de butano de la cocina. Es la ignición, encenderá una pequeña llama en la boquilla. El gatillo grande dispara el gasoil. Ten cuidado, ¿vale? Afirma bien las piernas y no aprietes el gatillo hasta que estés segura de disparar.
Jane se puso a veinte metros de la silla. Prendió la ignición, asió bien la pistola de espray y apretó el gatillo. Un potente chorro de combustible llameante envolvió la silla de oficina. La espuma de la tapicería se arrugó y se derritió y la silla de plástico se consumió en una gran llamarada.
Nail y Gus estaban sentados junto al fuego.
—Me siento como un hombre de las cavernas —dijo Gus, atizando las brasas.
—Debe de ser porque estamos en una caverna.
—Pues me iría bien un buen pedazo de jugoso bisonte. A ver qué te parece esto: esos infectados aborrecen el fuego, ¿no? Quizá cocinándolos mataríamos el virus.
—¿Te quieres comer a un marinero?
—Estaría dispuesto a intentarlo, ahora mismo.
—Eres un puto pervertido. ¿Cómo estás, además de hambriento?
—Muerto de sed. Es ridículo de cojones que no podamos siquiera salir ahí fuera, a buscar un poco de nieve.
Se pasó la mano por lo que le quedaba de barba. Tenía ampollas abiertas y un matojo de pelo chamuscado y cuajado de pus.
—Noto como si las quemaduras se tensaran, como si la piel se contrajera. Me da miedo moverme, por si me parto por la mitad.
—Quizá deberías estirarte un rato.
Nail estaba absorto en su propia desgracia. El mono de jaco empezaba a hacerlo sudar. No tenía ganas de hablar.
—El dolor va y viene. El hielo me alivia.
—Quizá habría que ponerte grasa. Creo que es lo se hace con las quemaduras graves. Tapar la herida.
—¿Qué hace Nikki?
Nikki estaba en la entrada del búnker, con la oreja pegada a la puerta, farfullando ella sola.
—¿Les está hablando? Mírala. Está diciendo algo. Y escuchando. Y habla otra vez. Está hablando con ellos.
—Está intentando saber cuántos de esos infectados hijos de puta nos esperan ahí fuera —dijo Nail.
—Pues más bien parece que esté charlando amistosamente con ellos. A veces van coordinados. ¿No lo viste, ahí fuera en el hielo? ¿Y si ella pudiera leerles el pensamiento? Quizá haya gente que puede conectar con ellos.
—Lo dudo.
—¿Dónde está la barca? Si Nikki ha conseguido volver, tiene que haber sido en barca.
—Es cierto.
—Está loca, ya lo has visto, ¿no? Lo de anoche, todos esos disparates. Ciudades andantes, océanos en llamas… Ha perdido la chaveta.
—Parece que hoy está mejor. Incluso razona.
—Hazme un favor —dijo Gus—. No me dejes a solas con ella, ¿vale? No me dejes solo.
—Voy a buscar un poco de madera. Relájate.
Nail se levantó y fue hacia Nikki.
—Eh, Nikki. Voy a buscar algo más de madera para el fuego. ¿Me acompañas?
Nail llevó a Nikki por el interior de los túneles. Cada uno sostenía una pata de cama ardiendo, a modo de antorcha.
Hormigón húmedo. Nail llevaba días sin salir al exterior. No tardaría en llegar el momento en que no querría dejar el lugar. Se acostumbraría al confortante silencio de los pasadizos y se convertiría en una criatura de las tinieblas.
—Vigila dónde pones los pies —advirtió Nail, mientras atravesaban húmedas cavernas subterráneas—. Este lugar está a medio contruir. Quizá haya pozos.
—Creo que conozco este lugar mejor que tú. Para mí ya es como un hogar.
—¿Y la comida? ¿Qué has estado comiendo, este último par de semanas?
—Latas. Pero me las he comido todas. No queda ninguna.
—¿Me lo vas a contar, entonces?
—¿Contarte qué?
—Te largaste con mi barca. Ahora resulta que has vuelto y nos vienes con monsergas y gilipolleces sobre ciudades andantes. ¿De verdad te fuiste? Jane nos dijo que mandabas mensajes por radio, que fuiste hacia el sur y luego naufragaste. ¿Era todo mentira? ¿Estuviste aquí todo el tiempo?
—Fue un largo viaje. Crucé Groenlandia y casi llegué a Noruega. Hubo tormentas. No estoy completamente segura de lo que pasó. Tengo lagunas.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué volviste? Tanto trabajo para salir de aquí, y luego volviste. Si Europa se ha convertido en un gigantesco infierno, quiero saberlo.
—Vi ciudades en llamas. Y más cosas. Vi ciudades que se levantaban y se ponían a andar. Y extrañas criaturas. Leviatanes. Era pura locura. Pero lo sabía ya entonces, sabía que no era real.
—Pero ¿qué nos encontraremos? —preguntó Nail—. Dejando de lado tu psicosis, si conseguimos volver a Inglaterra, ¿qué nos espera allí?
—Usaron armas nucleares contra las ciudades, los ejércitos, los gobiernos. Solo queda tierra devastada. Otras cosas las soñé, pero esto es verdad.
—Entonces, si vamos hacia el sur toparemos con una nube radiactiva. ¿Por eso volviste?
—La verdad es que no estoy segura. Estaba en alta mar y luego me encontré aquí. No sé explicarlo.
—¿Y dónde está la barca?
—El hielo aplastó el casco cuando me acercaba a la isla. Está en el fondo del mar.
—Mierda.
—Quizá realmente no volví. Quizá esté muerta y sea un espectro.
—¿Estás segura de que destruyeron las ciudades?
—El fuego las arrasó.
—Yo soy de Manchester, lo sabes, ¿verdad?
—Escombros y polvo de plutonio. En medio millón de años, más o menos, podrás volver sin riesgo y echar una mirada.
—Parece una puta broma. Jane y Ghost, tramando día y noche cómo volver a casa, y resulta que no queda nada.
—¿Se lo vas a contar? —preguntó Nikki.
—No nos llevamos lo que se diría del todo bien.
—Ahora pregunto yo. ¿Qué hacéis, tú y Gus, metidos en este búnker, cuando podríais estar en Rampart? ¿Os sacaron a golpes de escoba?
—Tal como he dicho, no nos llevamos bien.
—Pues es una lástima. Allí hay medicinas y vendas. Sin ellas, Gus morirá.
—¿Y por qué volviste a esta isla? De acuerdo: arrasaron las ciudades, pero hay un montón de lugares adonde podías haber ido, un montón de zonas vírgenes. ¿Por qué aquí? Este lugar es la muerte.
—A mí me gusta, me gusta de verdad.
—Ya veo; la reina de los malditos. Este gulag te ha hecho perder la chaveta.
Llegaron a un pozo de ventilación. Nail miró hacia arriba. Unas enormes paletas de turbina rezumaban óxido.
—Apuesto a que pensaban acuartelar ejércitos enteros aquí abajo.
—Este es mi pequeño campamento —dijo Nikki.
La oficina del gerente de la instalación. Una butaca de cuero y un escritorio. Una bandera soviética desteñida y una estatuilla de escayola, con un busto de Lenin.
Un mural. Granjeros en tractor y cosechadores en un campo de trigo dorado. Miran todos a Lenin enmarcado por el haz de rayos del horizonte, como un sol naciente.
Nail examinó una fotografía en la pared.
—Brézhnev. Principios de los años ochenta.
Había latas esparcidas sobre el escritorio.
—Ya te lo dije; me las comí todas, me temo.
Nail escarbó entre envoltorios y latas y encontró una barrita de muesli.
—¡Vaya! —exclamó Nikki—. ¿Cómo no la vi?
Nail partió la barrita en dos trozos.
—¿Y Gus? —preguntó Nikki—. ¿No le vas a dar su parte?
Nail no contestó y se metió la barrita en la boca. Cayeron unas migas. Las recogió del suelo y se las comió.
En una cueva encontraron un par de camiones KrAZ rusos y una excavadora. Los vehículos se estaban desintegrando poco a poco en óxido. Nikki encontró un ejemplar de
Hustler
en la cabina y se lo metió en el bolsillo del abrigo.
—¿Para encender fuego?
—Papel higiénico.
—Quizá quede algo de gasolina en los depósitos —dijo Nail.
Nikki le dio una patada a un depósito de combustible atornillado detrás de una cabina. Un sonido sordo. Vacío.
—¿Y armas? —preguntó Nail—. ¿Has encontrado alguna, algún viejo Kalashnikov tirado por ahí?
—No, pero busqué. No hay nada.
En el asiento de la excavadora había una chaqueta de cuero echada a perder.
Nikki registró los bolsillos.
—Pásame tu cuchillo —le dijo a Nail.
Cortó una pequeña tira de cuero, la dobló y se la metió en la boca, como si fuera goma de mascar. Luego cortó otra para Nail.
—Métetela en la boca y mastica. Sirve para engañar el estómago. Te calma los retortijones del hambre.
—No es lo que se dice una solución duradera.
—No, pero ayuda a aguantar.
Regresaron a la entrada del búnker cargados de leña. Dejaron caer la madera al suelo y avivaron el fuego.
—¿Me echaste de menos? —preguntó Nail.
—Vete a la mierda.
Gus sonrió. Estaba tiritando.
—¿Te pasa algo?
—Tengo que volver a Rampart o soy hombre muerto. Allí tienen morfina y antibióticos.
Nail reflexionó. ¿Dispararía Jane contra él, si trataba de entrar en Rampart? Posiblemente.
—Los suministros médicos estaban casi agotados —repuso Nail—. No hay ninguna garantía de que te puedan ayudar.
—Por lo menos tienen agua y comida caliente. No quiero morir en este suelo de hormigón, apestando a mi propia mierda. Quiero calor y estar limpio, quiero morir en una cama.
Nikki arrastró una moto de nieve hasta la puerta del búnker. Se puso de pie en el sillín y picó el hielo acumulado sobre el marco de la puerta. Les lanzó a Nail y a Gus pedazos de carámbano para que los lamieran.
—Así que duque de Amberley —dijo Nail—. ¿De qué iba todo eso?
—Amberley. West Country. Un bonito pueblo en la falda de una montaña. Allí iré cuando volvamos a casa.
—¿De verdad?
—Todos tenemos un paraíso propio. El mío es Amberley.
—Vale.
—Hay un camino rural y una casa al final. La descubrí entre los árboles. Hiedra y vigas estilo Tudor. Allí es adonde iré.
—¿Y lo de duque?
—Nuestra vida anterior ya no existe. Podemos ser lo que queramos. Un lord, un duque, un príncipe… ¿Quién se va a oponer?
Una hora después, Gus se durmió.
Nail echó más leña al fuego, se sacó de la boca la tira de cuero mascado y la arrojó a las llamas. El cuero crepitó y se rizó. Nikki miraba desde el otro lado de la hoguera.
—Bonita manera de diñarla —dijo Nail—. Metidos en este agujero, bebiéndonos nuestras propias meadas.
Nikki no le hizo caso.
—¿Y entonces qué? —inquirió Nail— ¿De veras quieres vivir? ¿Quieres realmente largarte de aquí? ¿O tu nuevo hogar es este? Yo sé por qué estoy escondido en este puto mausoleo, pero no acabo de comprender por qué volviste a la isla y no entiendo qué haces merodeando por aquí en lugar de estar en Rampart. ¿Te mereces esta desolación y este infierno? ¿De verdad es esta la razón?
Nikki no contestó.
—Canadá —dijo Nail—. Esta es mi idea. Con una moto de nieve se puede llegar muy lejos antes de que el combustible se acabe. Pero harían falta provisiones de Rampart. Comida y ropa adecuada. Tú podrías acompañarme. No querrás quedarte aquí y morir de hambre, ¿verdad?