Ghost reflexionó.
—Punch preparó una cena para todos. Estábamos en el comedor de oficiales. Yo salí a buscar a Mal y encontré el cadáver.
—Entonces Mal debía de estar muerto y escondido antes de que os sentarais a comer.
—Cuesta de creer —dijo Ghost— que alguien cometa un asesinato y luego se siente ante un plato de arroz y se ponga a charlar y bromear como si nada hubiera ocurrido. Si fue así, si fue realmente un asesinato, entonces se trata de un verdadero psicópata.
—Necesitamos pruebas. Tenemos que estar seguros.
A la mañana siguiente, Jane y Ghost cruzaron la superficie helada hasta Rampart y registraron la antigua habitación de Nail, entre los restos carbonizados del módulo D.
Iluminaron con la linterna las paredes y los techos calcinados. Alguien había quitado la rejilla de una boca de ventilación en la pared y la había depositado cuidadosamente sobre el bastidor de muelles de la cama. El colchón de espuma fundido estaba tirado en un rincón.
—Alguien ha estado aquí —dijo Ghost—. Se han llevado algo del conducto del aire.
—¿Mal o Nail?
—Quién sabe. Quizá nos estamos dejando llevar por la imaginación. Quizá Mal se cortó el cuello él solo, después de todo.
Jane hizo caer a patadas los listones y los estantes de un armario desvencijado. Se sentó en la cama y los resortes crujieron.
Ghost se sentó en una silla chamuscada y sacó de la bolsa que llevaba al hombro el expediente de Nail.
—Entonces, ¿qué crees que deberíamos hacer? —preguntó Ghost—. Supón que encontramos una pistola humeante, un cuchillo ensangrentado y una caja de zapatos llena de jaco. ¿Y entonces qué? ¿Convocamos un jurado? No vamos a mandarlo a la cárcel. ¿Votamos para decidir si lo ahorcamos? Nail aún tiene amigos. Si empezamos con acusaciones, esto puede degenerar en una guerra civil.
—Si hay un asesino entre nosotros, tenemos que saberlo. No podemos dejarlo correr.
—Hay otra opción. Para que sepamos al menos el rumbo que tomamos.
—Oigámosla.
—Estamos al mando. Tú y yo. Sin haberlo pedido, llevamos las riendas. Si Nail es un problema, nos toca a nosotros solucionarlo.
—Sigue.
—Me lo llevaré de paseo tierra adentro. Encontraré un pretexto. Otra expedición a la cápsula o lo que sea. Y me encargaré de que no vuelva. Les diré a todos que se ha caído por una grieta.
—No.
—Es una opción, nada más.
Ghost hojeó el expediente y sacó una hoja de papel.
—Nigeria —dijo—. Hace cuatro años, él y Mal trabajaron juntos para Chevron. Imagino que es allí donde se conocieron.
Jane se sacó del bolsillo un paquete de cecina.
—No sé qué esperaba encontrar —dijo ella—. Aquí no hay nada y no creo que lleguemos nunca a saber lo que pasó.
—Como te decía, si Nail ha estado trapicheando con jaco o si mató a Mal en una pelea, no tenemos manera de demostrar nada.
—No.
—Así que más vale que lo dejemos.
—De acuerdo.
—Excepto por esto.
Ghost sostenía en la mano una hoja de papel, una fotocopia ajada.
—Su hoja de licenciamiento. Soldado Edwin «Nail» Harper. Cuerpo de Ingenieros Reales. Debió de usarlo como referencia.
Le tendió el papel a Jane.
—Las señas particulares, léelas.
—Apenas se puede leer.
—Tatuajes.
—Insignia del Segundo Batallón en el antebrazo derecho. Un león en la espalda.
—Una vez lo ayudé a quitarse el traje de buzo —dijo Ghost—. Él y otros volvían de examinar la válvula de cierre del gaseoducto en el fondo del mar. Los ayudé en la despresurización. Nail tenía una gran cruz en la espalda y un lobo en el brazo, pero ninguna insignia militar.
—¿Estás seguro?
—Muy seguro.
—¿Estás diciendo que Nail Harper no es Nail Harper?
—La mayoría de los tipos de la plataforma llegaron aquí huyendo de algo. Quizá Nail, o quienquiera que sea, huía de la justicia y trataba de empezar una nueva vida con una identidad falsa.
—¿Y qué le pasó al verdadero Nail Harper?
—No quiero pensarlo.
—¿Crees que deberíamos pedirle explicaciones?
—Nos dirá que se hizo borrar el tatuaje con láser. Malos recuerdos de Irak o cualquier otra gilipollez.
—Dios —dijo Jane.
—Cuanto antes nos libremos de él, mejor.
Era el turno de patrulla de Nail. Ghost lo acompañó. Recorrieron el perímetro del cerco de barricadas que mantenía a raya a la rabiosa comunidad del
Hyperion
.
Revisaron los cierres de las puertas y reajustaron las pilas de muebles que las apuntalaban. Desde la cubierta observaron a los pasajeros mutantes que pululaban debajo de ellos en las cubiertas inferiores.
—Siguen igual de bobos.
—Es increíble que no estén ya todos podridos —dijo Nail—. No pueden durar eternamente. Tarde o temprano tienen que palmar.
Nail echó un trago de una petaca.
—¿Cómo va todo, Nail?
—Va bien.
—Debes de estar hecho trizas por lo de Mal.
—Que se joda. Era un blando.
—¿Tienes alguna idea de por qué querría suicidarse?
—Ahora mismo todos tenemos una docena de razones para saltar por la borda.
—Pero era tu amigo.
—Aquí nadie tiene amigos.
Nail ofreció su petaca. Ghost la aceptó y fingió tomar un sorbo.
—¿Te apetece un paseo bajo cubierta?
—¿Para qué? —preguntó Nail.
—El bar Neptuno. Los muchachos quieren celebrar un velatorio. Habrá que rescatar algunas provisiones.
—Claro. ¿Por qué no?
Con una llave maestra sacada del despacho del sobrecargo, Jane se coló en el camarote de Nail y empezó a registrar a la luz de una linterna. Ghost y Nail estaban en la cubierta. Jane no quería que Nail viera luz en la portilla de su camarote.
—¿Qué esperas encontrar, exactamente? —le había preguntado Ghost.
—No lo sé. Algo que lo comprometa, algún tipo de contrabando —había contestado ella.
Pesas, botellas de whisky vacías, cinco años de números de
Hustler
.
Jane trató de razonar como un yonqui. ¿Dónde escondería el alijo? En la cisterna del lavabo. Detrás de la pileta. Dentro de los tubos metálicos de los bastidores de los muebles.
Con una linterna Mini Maglite buscó debajo de la cama. Tiró de los paneles laterales de la bañera. Levantó la moqueta.
Nada.
Se dispuso a salir, pero se resistía a abandonar la búsqueda. El instinto le decía que había algo, algo importante, oculto en la habitación, pero Jane no tenía tiempo para un registro a fondo.
La tripulación había ocupado el Tex Mex Grill. Había ponchos colgados en las paredes, un cactus junto a la puerta y una fotografía de Lee Van Cleef detrás de la barra del bar.
Ghost y Nail habían rescatado tres cajas de Veuve Clicquot de la cubierta de abajo. Llenaron cubos con hielo arrancado con cincel de los bancos de la cubierta de paseo y pusieron el champán a enfriar.
—Divertíos, muchachos —dijo Ghost.
Empezaba su turno de patrulla.
Gus llevó un reproductor de CD al bar. A Mal le gustaban los U2, así que hicieron sonar
Joshua Tree
.
Gus apagó el sonido un momento, se subió en una silla y propuso un brindis.
—Mal. Va por ti, compañero. Vaya con Dios.
Todos apuraron su copa, excepto Jane, que había decidido mantenerse sobria. Se quedó junto a un radiador de bronce, se agachó para recoger un posavasos del suelo y subió el regulador del termostato. Luego descorchó una botella y sirvió más champán.
Nail se quitó el forro polar, se subió a una mesa y pidió silencio con unas palmadas. Otro brindis.
—Adiós a una buena persona. Adiós a nuestro buen amigo.
Gus llenó cuencos con nachos de unas bolsas que había encontrado en un cuarto interior.
Jane se acercó a Nail en el bar.
—Te quitaste las vendas, veo.
—Supongo que ya estoy mejor.
—Hablé con Nikki por radio —dijo Jane—. Te manda un saludo.
—Dile que coma mierda y reviente.
—¿Dejó alguna nota?
—La muy zorra me robó el cuchillo.
La estancia se estaba caldeando. Jane se quitó el forro polar. Debajo llevaba un chaleco negro.
—¿Has estado haciendo ejercicio? —preguntó Nail.
Jane hizo saltar la chapa de una cerveza Corona.
—He ocupado tu gimnasio.
—Muy bien. Veamos lo fuerte que estás.
Despejaron una mesa. La tripulación se puso en círculo. Nail se quitó la camisa, se sentó y adelantó el brazo, preparado para echar un pulso.
—Con el izquierdo, ¿de acuerdo? No quiero partirme la muñeca otra vez.
Jane se puso en posición y asió la enorme mano de Nail.
Gus se encargó de la cuenta atrás.
—Tres… dos… uno.
En los bíceps de Nail había un lobo aullador. No tenía ningún tatuaje militar en el antebrazo ni ningún león en la espalda.
Echaron el pulso. Nail casi le dislocó el hombro a Jane. Le doblegó enseguida el brazo, pero ella consiguió que la mano no tocara la mesa. Forcejeaba y renegaba sudando y gruñendo: se negaba a conceder la victoria.
Más avanzada la noche, Jane abrió otra cerveza y se fue a la proa del
Hyperion
.
Miró hacia Rampart. Aunque no había nadie a bordo, un par de reflectores de emergencia seguían encendidos.
Jane se inclinó sobre la barandilla de proa y dirigió la linterna hacia abajo. Muy por debajo de ella había varios pasajeros medio congelados. Dejó caer la botella vacía y se quedó mirando cómo caía y se rompía contra la cabeza de un pasajero infectado.
Tenía a alguien detrás. Era Nail, con una botella en la mano. Nail se inclinó sobre la barandilla, echó un trago de champán y lo escupió. Las gotitas se fueron congelando mientras caían y se esparcieron como granizo en los hombros de los pasajeros de abajo.
—¿Te has aburrido de cantar? —preguntó él.
—Karaoke en un velatorio, no parece lo más adecuado.
—A Mal no le habría importado.
—¿Cómo lo lleva la tripulación? —preguntó Jane, por decir alguna cosa—. ¿Cómo está la moral? A mí no me cuentan demasiadas cosas.
—Va bien. Hay un montón de diversiones a bordo, muchas maneras de pasar el tiempo. Estamos todos esperando a que llegue marzo.
—¿Y tú? ¿Estás bien?
—No me quejo.
—He oído que estuviste en el ejército.
—¿Quién te ha contado eso?
—No me acuerdo. Alguien lo dijo. ¿Cómo te fue?
—Mucho calor y aburrimiento.
—¿Por qué lo dejaste?
—No me gusta seguir a nadie. Ni que me den órdenes.
—¿Vas a venir a la misa mañana?
—Los muertos muertos están. Nada de lo que digamos o hagamos cambiará nada.
—Culpable del todo —dijo Jane al volver a la habitación de Ghost.
—¿Estás segura?
—Asesinó a Mal, no me cabe duda. No sé cuál fue la razón; un trapicheo de drogas que acabó mal, una discusión por una tableta de chocolate, lo que sea, pero él mató a Mal. Estoy segurísima.
—Tienes una escopeta. Quizá deberías usarla.
—No podría hacer algo así. Hemos matado a un montón de infectados, es cierto, pero hay un límite. No soy una asesina. No mato gente.
—Por supuesto que matas gente, ¡joder! Aquí ya no manda nadie. A partir de ahora todo va a ser así. Tenemos que resolver este asunto nosotros mismos.
—¿Lo dices en serio? ¿Le pegarías un tiro a Nail? ¿Te lo llevarías a la nieve y le dispararías por la espalda?
—Ese tipo no es tonto. Si lo que dices es cierto, si de verdad se cargó a Mal, entonces es un hijo de puta peligroso. Sabes su gran secreto. Se lo habrá olido al instante. Ahora mismo estamos a salvo, pero de vuelta al mundo será muy diferente. Seremos una amenaza para él, así que más vale que a partir de ahora tengamos cuidado. Esto es lo que pienso.
El funeral de Mal estaba previsto para las tres de la tarde. La tripulación se congregó en la cantina de Rampart. Fue un acto breve, pues todos querían despachar el cadáver y abandonar el lugar antes de que los pasajeros del
Hyperion
los rodearan y se echaran sobre ellos.
Enfocaron los reflectores hacia el hielo, entre las ciclópeas patas de la refinería. La tripulación, los que conocían y apreciaban al muerto, bajaron de la plataforma y rodearon el cuerpo amortajado mientras Jane entonaba las viejas palabras:
—Nuestros días son como la hierba; florecemos como las flores del campo, pero pasa el viento sobre nosotros y desaparecemos, sin dejar ninguna huella. Pero el Señor es eternamente misericordioso…
La mayoría de ellos no creían en Dios o en el cielo, pero les gustaba la cadencia de las plegarias plañideras y su tono de resignación y reconocimiento.
Hicieron un agujero en el hielo, deslizaron el cadáver al mar y contemplaron cómo la corriente se llevaba a Mal. Todos pensaron lo mismo. ¿Es así como acabaremos, empujados uno tras otro al océano y arrastrados por la corriente? ¿Qué hará el último superviviente, el solitario miembro de la tripulación de Rampart, cuando esté a punto de sucumbir al hambre o a la infección? Quizá hará un agujero en el hielo y recitará una plegaria al borde del agua. Quizá entonará un cántico. Después se santiguará, cerrará los ojos y se dejará caer en el océano.
Nikki se puso en posición fetal y se cubrió la cabeza con las manos. Las olas azotaban la barca. Nikki se había encerrado bajo cubierta y sintió una serie de impactos, como varios accidentes de coche seguidos. Se había envuelto en un saco de dormir para estar más protegida. Yacía en la oscuridad. Cada par de minutos notaba que la barca se levantaba, como si fuera a despegar, y luego descendía en picado. Nikki se puso a cantar para calmarse, pero no oía su propia voz entre el rugido de la vorágine.
Estaba apretujada y apenas se podía mover. Había arriado la vela y las jarcias, plegado la tela plateada, enrollado la cuerda, y lo había guardado todo bajo cubierta.
El mástil seguía alzado. Un fallo en el diseño. Las soldaduras lo mantenían fijo y no se podía abatir. Era un gran aguijón metálico que apuntaba al cielo, en medio de una violenta tormenta de relámpagos.
Nikki dudaba que fuera a notar el impacto de un rayo. Con mástil de acero y casco de aluminio, quedaría carbonizada en un instante. Sería una navegante frita, acurrucada en su cama, crujiente y humeante, como un pedazo de cochinillo asado.