Al final del hueco de la escalera, una luz eléctrica sumergida, encerrada en una burbuja de cristal, seguía resplandeciendo. Un cabracho pasó nadando por delante de la cara de Rye y se escabulló rápidamente por una rendija del suelo.
Rye encontró la compuerta. Giró las manijas y la abrió. Debía de haber algún cuarto de suministros de aseo por allí cerca, pues el agua estaba infestada de papel higiénico disuelto.
Cruzó la puerta de entrada. Miró por encima del hombro y vio que las grotescas formas de animal que tenía por compañeros la seguían. Había un payaso manco. Y una bailarina con muslos abotargados y deformados por un enorme tumor.
Más escaleras. Rye siguió subiendo. Al llegar a la superficie, el agua caía en cascada de su ropa. Sus compañeros emergieron tras ella y, tambaleándose bajo el peso de los disfraces empapados, se sacudieron el agua de su cabeza de animal.
Rye recuperó la consciencia un momento y se dio cuenta de la terrible matanza que estaba a punto de desencadenar. Dos plantas por encima de ellos, los tripulantes de la refinería cenaban, convencidos de que estaban a salvo detrás de las barricadas.
Rye buscó la granada en el bolsillo, pero recordó que se la había dado a alguien. Quizá debería activar el sistema de aspersores contraincendios y dar la alarma. Pero un momento después ya no recordaba quién era ni qué hacía en unas escaleras, rodeada de monstruos con harapientos disfraces de carnaval. Se unió al rebaño y subió arrastrando los pies escaleras arriba, con sus compañeros de pesadilla, hacia la tripulación de Rampart, lista para desgarrar y despedazar.
RETIRADA
Nail y Gus se habían perdido entre la niebla. Sus linternas no alumbraban más que nieve y volutas de vaho. Tenían la barba helada y la ropa cubierta de escarcha.
—Estamos perdidos.
—No estamos perdidos.
Gus tenía quemaduras graves. Se apoyaba en Nail para mantenerse de pie.
—Espera —dijo Nail.
—¿Qué?
Nail se sacó un pañuelo rojo del bolsillo y lo alzó como una manga de viento.
—Creo que vamos en la dirección correcta. Solo tenemos que seguir el viento.
—¿Y luego qué? Estamos bien jodidos.
La linterna de Nail empezó a parpadear.
—Tenemos que seguir andando. Tenemos que encontrar refugio.
El
Hyperion
había sido invadido. Nail y Gus habían logrado escapar del ataque, deslizándose con cuerdas de nudos mientras el barco ardía. Se habían descolgado rápidamente por el liso y blanco casco del barco, hasta llegar al hielo. No llevaban abrigos, solo una camiseta y un forro polar. Resistirían quizá quince minutos, antes de sucumbir al frío.
Gus se dobló como si fuera a sentarse.
—Sigue andando —ordenó Nail, con la voz amortiguada por la densa niebla—. No puede estar lejos.
Nail empezaba a temblar.
Iban dando trompicones entre la nieve y las rocas. Oyeron una serie de estruendos sordos, detrás de ellos. Explosiones en el
Hyperion
.
Entre la nieve asomó el hormigón del gran arco de la entrada del búnker.
—Ahí está —dijo Nail—. Lo conseguimos.
Llegaron a la puerta del búnker. Un tripulante infectado hacía guardia en la entrada. Parecía que llevaba un tiempo allí. Estaba enterrado hasta las rodillas, tenía la cabeza y los hombros cubiertos de nieve, y el uniforme blanco de escarcha. No se movía, miraba fijo a la niebla. Poco a poco fue cobrando vida, como un robot oxidado. La ropa helada crujía al moverse. Dio un traspié y estiró los brazos hacia Nail y Gus. Tenía la cara congelada, sus ojos no podían girar en las órbitas.
Nail derribó al tripulante de una patada y lo empujó con el pie por los peldaños del búnker. El cuerpo bajó rodando y desapareció entre la niebla.
Gus se desvaneció. Se desplomó contra la puerta y resbaló hasta el suelo. Nail trató de reanimarlo con unas palmadas en la cara, pero no obtuvo respuesta. Comprobó el pulso de Gus. Aún vivía.
Nail miró a su alrededor. Entrevió figuras, siluetas grotescas que merodeaban entre la niebla.
—¡Gus! Levanta, tío. Tenemos compañía. Nos han olido.
Sin respuesta.
Inspeccionó las puertas del búnker. El candado y la cadena no estaban. Trató de abrir las puertas. Se abrieron unos pocos centímetros, pero nada más. Estaban sujetas con cuerda por dentro.
Registró los bolsillos de Gus. Encontró una navaja y desplegó la hoja. Entonces arrojó su linterna entre la niebla, para despistar a las figuras que rondaban alrededor.
Metió la mano por el resquicio de la entrada y empezó a segar la cuerda a tientas.
—¿Gus? ¿Sigues ahí?
No hubo respuesta.
—Vamos, tío. No me dejes tirado ahora.
Cortó la cuerda y abrió la puerta de un empujón. Con la llama de su mechero al máximo arrastró a Gus al interior del búnker, la boca de un túnel oscuro.
Nail exploró unos estantes. Revolviendo entre un revoltijo de cosas encontró una lámpara y la encendió. Tenía forma de quinqué, pero funcionaba con una bombilla led y un par de pilas alcalinas.
Volvió a cerrar las puertas haciendo nudos con pedazos de cuerda.
Luego trató de reanimar a Gus.
—¿Me oyes, Gus? ¿Oyes lo que te digo? Haz un esfuerzo, Gus, escúchame. Tienes hipotermia, pero no te rindas ahora.
Gus abrió los ojos, pero estaba completamente desorientado, deliraba.
Nail miró a su alrededor. Tenía que encender un fuego o morirían los dos.
En un muro del túnel había unos estantes llenos de componentes de las motos de nieve, y unas cajas vacías y latas de combustible apiladas junto a la pared. Las motos de nieve estaban cubiertas con lonas.
Nail vació los estantes, los hizo caer al suelo y los rompió a patadas. Con un poco de petróleo que vertió de un bidón, les prendió fuego. Luego, sentado con las piernas cruzadas delante del fuego, estrechó a Gus en sus brazos. Le dio friegas y palmadas a su compañero hasta que la sangre volvió a circular.
—¡Dios! —murmuró Gus.
Se incorporó como pudo, escupió en el fuego y miró cómo la saliva burbujeaba.
—¿Cómo estás? —preguntó Nail.
—Me duele a ratos.
Gus tenía la mitad de la cara chamuscada, había piel abrasada, grietas y escamas. Se había quedado sin pelo, y las quemaduras le habían dejado el hombro al aire, con restos de poliéster del forro polar pegados a la piel calcinada.
—¿Viste a Yakov? —preguntó Gus—. ¿Viste cómo murió?
—Fue horrible, joder. Lo peor que he visto en la vida.
—No me imaginaba que alguien pudiera chillar así. No lo olvidaré nunca.
A medianoche, los pasajeros infectados se habían abierto paso entre las barricadas. De alguna manera habían burlado las puertas atrancadas, los pasillos bloqueados y las patrullas. Había hordas de ellos, algunos con disfraz, agolpados en los pasillos. Nail estaba en la cubierta superior, fumándose un porro con Gus. Contemplaban cómo la niebla cubría la luna y hablaban de novias y de penas. Si hubieran estado durmiendo en sus camarotes, los pasajeros los habrían acorralado y despedazado.
—Tenemos que volver —había dicho Gus, mientras Nail se lo llevaba por la cubierta del
Hyperion
.
La tripulación de Rampart tenía preparadas sogas de nudos por si había que escapar rápido del barco.
—Tenemos que volver y rescatar a los otros.
Un pasajero en llamas salió dando traspiés de un camarote y estrechó a Gus con ambos brazos. Gus chilló y su ropa empezó a arder. Nail le dio una patada al pasajero y lo hizo caer por encima de una barandilla, luego apagó a manotazos el fuego del forro polar de Gus.
Vieron a Yakov al final de una escalerilla, gesticulando y pidiendo ayuda a gritos, mientras trataba de escapar de varios engendros vestidos para un baile de disfraces. Chillaba como un cerdo degollado cuando un payaso Pierrot se le echó encima.
—Olvídalo —había dicho Nail—. No podemos hacer nada por él. Hay que abrirse de aquí ya.
Abandonaron el barco. Las granadas empezaron a detonar en medio de un fragor e incendiaron el barco. Nail y Gus corrían por el hielo cuando los depósitos de combustible estallaron. El calor de la detonación los envolvió. Trozos de metal humeante salpicaron la nieve.
—¿Crees que somos los únicos supervivientes? —preguntó Gus—. ¿Alguien más habrá conseguido salir del barco? Yo no vi a nadie. Jane y Ghost estaban en su habitación. Punch y Sian también. Quizá solo quedemos nosotros, tú y yo.
—La verdad es que no tengo ni idea.
—Pero si es así, si solo quedamos nosotros, ¿qué hacemos?
—Pues nos apañaremos.
—Y aunque hayan conseguido llegar a la plataforma, nadie sabe que estamos aquí. ¿Cómo vamos a pedir ayuda?
—Échate y descansa. En serio.
—¿Cuánto crees que durará esta lámpara?
—Son pilas estándar. Cuatro o cinco horas como mucho. Voy a dejarte aquí un rato, ¿de acuerdo? Voy a dar una vuelta, a explorar los túneles. Necesitamos más leña.
Nail se adentró en el túnel con un trozo de tablón ardiendo en la mano.
Sus pisadas reverberaban, la madera encendida crepitaba. La llama de la antorcha titilaba y los túneles susurraban. Tiene que haber conductos de ventilación en la profundidad de ese complejo, pensó Nail. ¿Hasta dónde llegaba la red de túneles? ¿Cubría la isla entera?
Siguió bajando por la galería, por pasadizos abovedados con formas siniestras. Quería explorar más, pero temía que si se desviaba del pasillo central no tardaría en perderse. Si la antorcha se extinguía, si una ráfaga de viento apagaba la llama, tendría que volver a ciegas a la superficie.
Eran cámaras gigantescas, con techos tan altos que la luz de la antorcha no llegaba a iluminarlos. El complejo de túneles parecía hecho para algo más que un almacén de residuos nucleares. Demasiado grande, demasiado sofisticado para guardar solo barras de combustible.
Se detuvo un momento para recobrar el aliento. De repente le entró claustrofobia. Tuvo el presentimiento de que aquella catacumba de hormigón armado iba a ser su tumba. Estaba mirando las paredes enmohecidas y relucientes de su propio ataúd.
Recorrió cavernas y estancias. Había galerías sin terminar y cimientos sin pulir, inacabados. A medida que bajaba iba cruzando estratos, a través de capas fósiles, de la veta carbonífera de una selva tropical. Remotos milenios se habían comprimido en una esquirla de cristal de carbón. La sílice y los caparazones triturados relucían en los muros.
Una vez oyó que un grupo de disidentes soviéticos, condenados a trabajar en una mina de Siberia, descubrió un mamut preservado en el hielo. Lo cortaron en lonchas y se lo comieron como si fuera cecina, y les salvó la vida.
Largos pasillos. Dormitorios y oficinas. Escritorios y máquinas de escribir cubiertas de polvo. Un puesto de emergencia militar, anclado en el tiempo. Mapas soviéticos de la Guerra Fría. Retratos de Lenin. Aparatos de télex oxidados. Pesados teléfonos de disco.
Mobiliario de metal. Nada que ardiera.
¿Cuánto más debía explorar? La mitad del listón se había consumido. Tenía que regresar.
Se puso en cuclillas y examinó el suelo del túnel. En el polvo había pisadas recientes. Era el dibujo de la suela de sus pesadas botas de nieve, pero había otra serie de pisadas que se adentraba en los túneles.
Comparó su bota con la otra huella. Quienquiera que hubiera bajado recientemente por aquel pasadizo calzaba botas pequeñas con suela de dibujo en uve.
Una cámara de baldosas blancas deslumbraba tras kilómetros de monótono hormigón.
Nail sabía que tenía que dar la vuelta y regresar a la superficie, pero la curiosidad lo superaba. Aquella vasta necrópolis subterránea ocultaba secretos. Gus y él estaban maltrechos y aislados, en una situación desesperada. Tal vez si Nail persistía y se adentraba más en el complejo de túneles, descubriría algún medio de salvación.
Armarios, rosetas de aspersión, una escotilla en el suelo.
Armarios llenos de trajes de guerra bacteriológica. Y de máscaras de goma con mirilla de cristal.
Era una sala de descontaminación. Ahí los soldados podían eliminar los residuos radiactivos, quitarse el traje, bajar por un hueco y encerrarse en el entorno hermético del Nivel Cero.
Nail se acercó a la escotilla del suelo. Era una tapa con bisagra, como la compuerta de una torreta de tanque. Tiró de la puertecilla y la abrió. Un soplo de aire fétido ascendió desde la profundidad. La antorcha titiló y se apagó.
Oscuridad total. Nail se palpó los bolsillos hasta que encontró su mechero. Al tercer intento, la chispa encendió la llama finalmente, y el listón de madera volvió a arder.
Nail miró por el hueco junto a él. La llama parpadeante iluminaba las paredes. Por un momento le pareció ver, en lo más hondo del hueco, una figura que lo miraba.
Nail volvió a la entrada del búnker una hora después, con una silla de madera cargada en el hombro. Partió la silla en pedazos y echó los trozos al fuego.
Gus se mecía de un lado a otro junto a las llamas. El tipo lo estaba pasando muy mal, sudaba de dolor todo el rato.
Nail arrancó hielo de la pared con una llave inglesa.
—Frótatelo en las quemaduras. Te aliviará.
—Encontraste algo de madera, por lo menos.
—Ahí abajo hay unas cuantas camas. Y mesas y sillas. En los dormitorios del personal que construyó este lugar. Hay suficiente madera para que tengamos tiempo de pensar qué hacemos.
—No había nada para comer, me imagino.
—Miraré en los maleteros de las motos de nieve, pero dame un minuto. Tengo que descansar un poco. Estoy agotado.
Mientras se secaban las botas sobre el fuego oyeron un golpe en la puerta del búnker. Luego otro. Eran puñetazos y arañazos.
—De verdad que no lo entiendo —dijo Gus—. ¿Acaso nos huelen? ¿Es eso? ¿Cómo saben que estamos aquí? ¿Tienen algún tipo de percepción extrasensorial?
—Seguro que a ti te pueden oler. Atufas a beicon ahumado.
Pasaron una hora junto al fuego, escuchando los puñetazos contra la puerta. Una leve corriente se llevaba túnel abajo el humo de la madera quemada, como humo de cigarrillo aspirado por los pulmones de un fumador.
Gus contemplaba el humo.
—¿Hay respiraderos allí abajo? ¿O alguna otra salida?
—Y yo qué sé, joder. Hay kilómetros de túneles. Es una ciudad secreta, una especie de instalación naval enorme.