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Authors: Natsume Soseki

Soy un gato (29 page)

BOOK: Soy un gato
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—Sí, pero... —Miró a su alrededor por la habitación y le preguntó a su anfitriona—: ¿No están las niñas?

No había terminado de decirlo cuando las dos, Tonko y Sunko, irrumpieron en la habitación.

—Hola señor Tatara. ¿Ha traído
sushi
? — Tonko, la hermana mayor, no perdía el tiempo, y era rápida en recordar las promesas.

Tatara se rascó la cabeza.

—¡Caramba, qué memoria! Lo siento, me he olvidado completamente, pero la próxima vez os prometo que os lo traeré.

—¡Qué pena! —dijo Tonko. Su hermana pequeña repitió inmediatamente a modo de coro:

—¡Qué pena!

La señora Kushami sonrió ligeramente.

—Confieso que me he olvidado del
sushi
, pero en cambio os he traído unos ñames. ¿Los habéis probado ya?

—¿Qué es un ñame? —preguntó Tonko, y su hermana, sin tiempo para dejarla terminar su pregunta, la siguió:

—¿Qué es un ñame?

—Así que no los habéis probado. Pedidle a vuestra madre que os cocine alguno. Los ñames de Karatsu son especialmente buenos. Nada que ver con los que venden en Tokio.

Mientras el señor Tatara hacía honor a su tierra, la señora Kushami recordó que debía darle las gracias de algún modo por su cortesía.

—Fue muy amable por tu parte traernos el otro día tal cantidad de ñames. Fuiste muy generoso.

—¿Ya se los han comido? Hice la caja yo mismo para que no se estropearan. Espero que estuvieran todos a su gusto.

—Estaban todos en perfecto estado, pero siento decir que la pasada noche entró un ladrón en casa y nos los robó.

—¿Que han entrado a robarles los ñames? Vaya crimen tan peculiar. Nunca pensé que la pasión por los ñames, aunque sean ñames de Karatsu, pudiera llevarse hasta ese extremo. —Tatara parecía muy impresionado.

—Mama —dijo Tonko—. ¿Ha venido un ladrón por la noche?—

—Sí —respondió la señora con suavidad.

—¿Un ladrón? ¿Aquí? ¿Un ladrón de verdad? —preguntó Sunko maravillada—. ¿Y qué cara tenía?

La señora Kushami no sabía qué responder.

—Tenía una cara que daba miedo —dijo mientras miraba a Tatara con aire cómplice.

—¿Quieres decir que tenía una cara como la del señor Tatara? —preguntó Tonko sin tacto alguno.

—Realmente, Tonko, ese comentario es de muy mala educación por tu parte.

—¡Madre mía! Así que mi cara da miedo... —dijo Tatara riendo a carcajadas. Se rascó una vez más la cabeza. Encima de la nuca tenía una calva de aproximadamente un centímetro de diámetro. Le había aparecido hacía casi un mes y, aunque se había tomado el asunto bastante en serio, la cosa no tenía pinta de mejorar. Tonko se fijó en la calva y dijo:

—¡Anda, mira! La cabeza de Tatara brilla como la de mamá.

—¡Tonko, compórtate! Te he dicho que te calles.

—¿El ladrón también tenía la cabeza brillante? —preguntó Sunko inocentemente. A pesar de lo incómodo de los comentarios, los adultos rompieron a reír. Como las ocurrencias de las niñas interrumpían la conversación constantemente la señora Kushami decidió mandarlas fuera:

—Id a jugar un rato al jardín. Portaos bien y luego os daré unas chucherías.

Cuando las niñas se marcharon, la señora Kushami se volvió hacia Tatara y, con toda la gravedad de alguien que comparte un mismo problema, le preguntó:

—¿Qué te ha pasado en la cabeza?

—Creo que algo así como una infección de la piel. No es sarna, pero por lo visto es una especie de gusano que tarda mucho en desaparecer. ¿Tiene usted el mismo problema?

—¡Puaj, no! Y no me hables de gusanos. En mi caso se trata del problema habitual en las mujeres. Como nos peinamos siempre con moño, el pelo se nos debilita.

—Según me han dicho, todas las calvicies están provocadas por una bacteria.

—Pues la mía no.

—Vamos, señora Kushami. No sea obstinada. Uno no puede dar la espalda a los hechos científicos.

—Lo que tú digas. Aunque lo mío no es una bacteria. Pero, dime: ¿Cómo se dice en inglés «calva»?

—Si no me equivoco, se dice
bald
.

—No, no. Es una palabra mucho más larga.

—¿Por qué no le pregunta a su marido? Él mejor que nadie puede sacarle de dudas.

—Si te pregunto a ti precisamente es porque él no quiere ayudarme.

—Hasta donde yo sé, se dice
bald
,
baldness
. Pero si dice usted que es una palabra mucho más larga... No sé. ¿Podría darme alguna pista de cómo suena?

—Creo que es algo así como Otanchin Paleologus. Por lo que tengo entendido, «Otanchin» significa cabeza, y «Paleologus» calva.

—Es posible. Dentro de un rato, cuando vaya al estudio del maestro, lo buscaré en el
Diccionario Webster
y saldremos de dudas. Por cierto, es raro que el maestro se quede en casa en un día tan magnífico como éste. Sin duda, sus problemas de estómago no mejoran. ¿Por qué no le convence para que vaya a ver las flores en el parque Ueno?
[49]

—Vete tú mismo si no te importa. Nunca hace caso a lo que le decimos las mujeres.

—¿Sigue comiendo tanta mermelada?

—Igual que siempre.

—El otro día se quejaba de que no hacía más que reprochárselo, pero me aseguró que se equivocaba. Dice que no come tanta, y según él, también usted y las niñas comen de lo lindo.

—¿Cómo te pudo decir algo así?

—Pero, señora Kushami, si usted tiene cara de que le encanta la mermelada.

—¿Cómo puedes decir algo así de alguien sólo con mirarle a la cara?

—No puedo, por supuesto. Pero dígame señora. ¿De verdad no le gusta?

—Bueno, claro que me gusta, y a veces tomo un poco. ¿Por qué no iba a hacerlo? Al fin y al cabo, es nuestra mermelada.

El señor Tatara se rió y dijo:

—Justo lo que yo pensaba. Pero ahora en serio: qué mala suerte el asunto ese del ladrón. ¿Se llevó algo más aparte de los ñames?

—Si sólo hubieran sido los ñames no nos habría molestado. Pero además se ha llevado toda nuestra ropa.

—Entonces sí que tienen un problema. ¿Otra vez tendrán que pedir dinero prestado? Si al menos esa cosa de ahí hubiera sido un perro en lugar de un gato... Menuda diferencia. En serio. Deberían tener perro. Un perro grande y fiero. Los gatos no sirven prácticamente para nada. Todo lo que hacen es comer y dormir. Éste, por ejemplo, ¿ha cazado alguna vez un ratón?

—Ni uno. Es un gato vago e insolente.

—Eso es terrible. Debe deshacerse de él inmediatamente. ¿Quiere que me lo lleve y lo tire por ahí? Además, guisados están bastante buenos.

—¿Estás diciendo que te gusta comer gatos guisados?

—Sí, desde siempre. Tienen un sabor delicioso.

—Debes de tener un estómago de hierro.

Ya había escuchado yo en alguna ocasión que entre esos estudiantes que las familias acogen a cambio de que les hagan los recados existía la degenerada costumbre de comer gatos. Pero nunca, ni en mis peores sueños, habría imaginado que Tatara, de quien recibía tantas atenciones, fuera uno de esos salvajes. Por supuesto, ya no era ni estudiante ni ejercía de chico de los recados. Ni mucho menos. Ahora, una vez acabados sus estudios universitarios, era un distinguido licenciado en Derecho, y al tiempo un próspero hombre de negocios que trabaja para la prestigiosa compañía Mutsui Products. Por eso fue precisamente por lo que me sorprendieron tantos sus gustos culinarios. Como dice el proverbio: «Al hombre desconocido tenlo por ladrón». Refrán muy bien traído para ilustrar la aventura de la noche anterior con nuestro caco particular. Pero ahora, gracias a Tatara, el adagio podría enunciarse de otro modo: «Al hombre desconocido tenlo por zampagatos». Cuanto más tiempo vive uno en este extraño mundo, más aprende. Siempre es bueno aprender, pero cuanto más conocimiento se acumula sobre lo raro que es el mundo, más cauto se vuelve uno y más preparado se está para lo peor. Astuto, sin conmiseración, y siempre alerta y a la defensiva. Así es como se vuelve uno en cuanto se le ocurre atisbar al mundo exterior. Llegar a esa horrible constatación es el precio a pagar por la edad. Lo cual explica lo difícil que es encontrar a alguien decente entre las personas de cierta edad. Los viejos saben demasiado como para ver las cosas de frente, como para sentir de manera limpia, como para actuar sin que les anime una intención oculta.

Estaba pensando que quizás sería mejor dejar este mundo mientras aún fuera joven, y me acurruqué en un rincón de la habitación para intentar hacerme invisible y no convertirme en el ingrediente principal del siguiente guiso de Tatara. Atraído por la voz de su antiguo pupilo, el maestro irrumpió en la habitación.

—Me han dicho, señor, que les han robado —dijo Tatara iniciando la conversación—. Qué cosa más horrible.

—Ese ladrón de ñames era realmente un estúpido —dijo el maestro sin dudar ni un instante de su propia inteligencia.

—En efecto el ladrón era un estúpido, pero el que se deja robar tampoco parece muy inteligente —replicó Tatara.

—Quizás los que no tienen nada que merezca la pena ser robado, como es el caso del señor Tatara, sean los más inteligentes. —La señora Kushami se puso por sorpresa del lado de su marido.

—Bueno, en cualquier caso una cosa está clara. Ese gato es un inútil. ¿Para qué lo tenéis aquí? No caza ratas ni ratones. Un ladrón entra en la casa y él, mientras, se queda ahí, tranquilamente sentado. ¿Por qué no dejáis que me lo lleve?

—Bueno, quizás te deje. ¿Qué harías con él? —respondió el maestro.

—Un rico estofado.

Al escuchar la feroz proposición, el maestro soltó una dispéptica carcajada pero no dijo ni sí ni no. Para mi sorpresa y alivio, eso aplacó a Tatara, que no volvió a insistir en su repugnante proposición.

—El gato me da igual, pero lo peor es que se han llevado nuestra ropa, y llevo todo el día con un frío horrible.

Es cierto, el maestro estaba tiritando. Hasta el día anterior al robo llevaba siempre encima dos
kimonos
acolchados, pero tras lo ocurrido la noche anterior, sólo le quedó uno bastante fino y una camisa de manga corta. Además, se había pasado el día sentado sin hacer ningún ejercicio. Y como su sangre parecía haberse concentrado en mantener en funcionamiento su debilitado estómago, era normal que tuviese helados los brazos y las piernas.

—Ser maestro es una birria —apuntó Tatara—. Entran a robarte en casa y tu mundo entero se te derrumba ante los ojos. Pero todavía no es tarde para un cambio. ¿Por qué no se mete usted en el mundo de los negocios?

—Mi letrado esposo no tiene el más mínimo interés por el mundo de los negocios. Así que, incluso sugerírselo, constituye una pérdida de tiempo —dijo la señora Kushami. Estoy convencido de que ella misma estaría encantada de ver prosperar a su marido.

—¿Cuántos años han pasado desde que se graduó? —preguntó Tatara.

—Nueve —respondió la señora mirando fijamente a su marido. Éste ni confirmó ni desmintió el dato.

—Nueve años y sigue teniendo el mismo sueldo que cuando comenzó. Por mucho que estudie, nadie apreciará sus esfuerzos. «Lo mismo que un joven solitario» —dijo Tatara recordando el verso de un poema chino que había aprendido en la escuela. La señora no entendió la cita y no supo qué contestar.

—Por supuesto que enseñar no es el trabajo de mi vida, pero menos aún me gustan los negocios —dijo el maestro como si realmente no tuviera muy claro qué es lo que realmente le gustaba.

—No le hagas caso, no le gusta nada —dijo la señora.

—Bueno, pero estoy seguro de que su mujer sí le gusta —bromeó Tatara.

—Ella es lo que menos me gusta de todo —soltó el maestro en un tono increíblemente seco.

La señora giró la cara con evidente disgusto, pero al instante se encaró con su marido y le dijo:

—Supongo que lo próximo que dirás es que estás cansado de vivir.

—Cierto. Estoy muy cansado —dijo el maestro como sin darle mucha importancia.

—Tendría que salir a dar un paseo todas las mañanas —intervino Tatara—. Estar todo el día encerrado no puede ser bueno para su salud mental, ni para su cuerpo. Es más, debería pasarse a los negocios. Hacer dinero es tan simple como comer tarta.

—¡Mira quién habla! Porque no parece que tú te estés forrando precisamente.

—Bueno, sólo llevo en la empresa un año. Pero en este tiempo ya he ahorrado más que usted en todos sus años de maestro.

—¿De cuánto hablamos? —preguntó la señora Kushami con verdadero interés.

—Cincuenta yenes.

—¿Y cuál es tu sueldo?

—Treinta yenes al mes. La empresa me retiene cinco y los ahorra por mí. En caso de necesidad, uno siempre puede acudir al capital acumulado. En serio, ¿por qué no compran acciones del tranvía con lo que tienen ahorrado? Su valor se duplicará en tres o cuatro meses. De hecho, cualquiera con un pequeño capital puede doblarlo o incluso triplicarlo en ese período fácilmente.

—Si tuviéramos ahorros —contestó amargamente la señora Kushami— no estaríamos ahora en tantos apuros por culpa de un vulgar ladronzuelo.

—Precisamente por eso es por lo que le insisto a su marido para que se meta en el mundo de los negocios. Por ejemplo, si hubiera estudiado leyes y hubiera entrado en una empresa o en un banco, ahora estaría ganando trescientos o cuatrocientos yenes al mes. Es una lástima que no lo hiciera. Por cierto, señor. ¿Conoce usted a un tal Suzuki Tojuro, que se licenció hace unos años en Ingeniería?

—Sí. Ayer estuvo aquí, precisamente.

—Entonces le ha visto... Coincidimos hace unos días en una fiesta y su nombre salió a relucir. Le conté que yo fui pupilo en su casa durante un tiempo, y él me dijo que habían compartido habitación en su época de estudiantes en una residencia de Koishikawa. Me dijo: «La próxima vez que le vea déle recuerdos de mi parte y dígale que pronto pasaré a visitarle».

—Por lo visto le han trasladado a Tokio.

—Sí. Hasta hace poco estaba destinado en unas minas en Kyushu, pero le han trasladado a la oficina central aquí. Es un tipo listo. Pues bien, ¿cuánto cree que gana?

—Ni idea.

—Su paga mensual es de doscientos cincuenta yenes, pero le dan primas dos veces al año, con lo que el salario medio se le pone en cuatrocientos o quinientos yenes. Un tipo como ése ganando esa cantidad de dinero mientras que usted, todo un profesor de inglés, apenas llega a final de mes. ¿No cree que es un disparate?

—Disparate es la palabra, sí. —Incluso un hombre altivo con tantos aires de superioridad como el maestro se convertía en una criatura de lo más terrenal cuando se trataba de dinero. El hecho de estar pelado todo el año le predisponía sin duda ante la posibilidad de pillar un buen pellizco. Pero Tatara estaba cansado de repetir eslóganes sobre las bondades de la vida dedicada a los negocios. Cambió súbitamente de tema:

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