Soy un gato (30 page)

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Authors: Natsume Soseki

BOOK: Soy un gato
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—Y dígame, ¿viene alguna vez a verle un tipo llamado Kangetsu?

—Sí, a menudo.

—¿Qué clase de persona es?

—Me han dicho que es un estudiante brillante.

—¿Diría usted que es guapo?

La señora Kushami se permitió un inesperado piropo:

—Yo diría que como poco es tan guapo como usted.

—¿Ah, sí? Pues si es tan guapo como yo...

—¿Por qué me ha preguntado usted por Kangetsu? —preguntó el maestro.

—El otro día alguien me pidió información sobre él. ¿Realmente es alguien por quien merezca la pena andar preguntando? —Tatara mostraba con su tono condescendiente que no valoraba mucho a Kangetsu.

—Diría que, como persona, es bastante más relevante que tú —contraatacó el maestro.

—¿Más relevante que yo?

Con su estilo característico, Tatara ni sonrió ni se sintió ofendido. ¿Era un hombre astuto, con un control total sobre sí mismo? ¿O más bien un tontaina insensible? ¿Merecía la pena siquiera hacerse la pregunta? Era un hombre que comía gatos, ¿no lo dice eso todo?

—Pero dígame. Ese Kangetsu va a doctorarse uno de estos días, ¿no es así?

—Por lo que sé, ha emprendido la redacción de su tesis.

—O sea que es un idiota después de todo. ¡Obtener un doctorado! Esperaba que fuera más brillante que eso.

—No te des tanta importancia —dijo la señora con una sonrisa—. Siempre te lo has tenido muy creído. Te consideras el centro del mundo. ¿Qué hay de malo en tener educación?

—Alguien me dijo que una vez obtenga el doctorado se casará con la hija de no sé quién. Por supuesto, yo le dije que un hombre que trabaja tanto para obtener un doctorado debe de estar loco, y no merece casarse con la hija de nadie. Y que mejor haría esa chica en casarse conmigo, en lugar de con alguien como Kangetsu.

—¿A quién le dijiste todas esas cosas? —preguntó el maestro con interés.

—Al hombre que me pidió que preguntara por ahí sobre Kangetsu.

—¿A Suzuki?

—¡No, por Dios! Nunca hablaría de cosas así con alguien como él. Al menos de momento... No me atrevo...

—O sea, que eres un gallito en casa, pero fuera no eres más que un cobarde —dijo la señora—. Te das muchos aires cuando estás con nosotros, pero si se trata de Suzuki te quedas calladito.

—Por supuesto que sí. Estaría loco si no lo hiciera. Una palabra en falso y me buscaría un problema.

El maestro irrumpió de golpe en la conversación:

—Tatara, vamos fuera a dar un paseo.

Ahí sentado, con su escasa ropa, debía de estar congelándose, y la idea de que un paseo le calentaría un poco los huesos pareció seducirle. No podía haber otra explicación para tan extraña proposición. Tatara, ese impertinente, esa especie de alga marina que baila al son de las mareas, ese veleta cuya opinión cambia con la dirección del viento, no rechazó la propuesta.

—Sí, vamos. ¿Qué le parece si nos acercamos al parque Ueno? Vayamos a probar esos famosos pasteles de Imozaka. ¿Los ha probado? Usted también debería probarlos señora Kushami, aunque sólo fuera por una vez. Son deliciosos y además muy baratos. Y también sirven sake. —Mientras Tatara se explayaba con su habitual verborrea, el maestro estaba ya en la puerta esperándolo con el sombrero calado hasta las cejas.

La verdad es que yo también necesitaba un descanso. ¿Qué necesidad tenía yo de enterarme de lo que el maestro y Tatara hacían o dejaban de hacer en el parque de Ueno, de cuántos pasteles se comían o de cualquier cosa sin sentido que se les pasara por la cabeza? En cualquier caso, carecía de la energía necesaria para ir tras ellos. Lo único que quería hacer era relajarme y no seguir dando cuenta de más acontecimientos. Todas las criaturas tienen el derecho casi divino a tomarse algo de tiempo para sí mismos. Todos hemos nacido con la obligación de avanzar mientras podamos, pero para poder hacerlo necesitamos parar de vez en cuando. Si Dios me dijera que he nacido para trabajar, no para descansar y vaguear, le diría que tiene razón, pero que es imposible trabajar si no se descansa a veces. A mí este argumento me parece incontestable. Incluso el maestro, ese pequeño pero quejumbroso eslabón de la gran cadena del sistema educativo nacional, suele cogerse en ocasiones, aunque ello le cueste dinero, un día libre. Yo no soy como ellos, un mero engranaje humano. Soy un gato, un ser extremadamente sensible a los más sutiles cambios en la mente o el alma del mundo. Y, naturalmente, necesito dormir más que el resto. Pero reconozco que esa visión que dio Tatara de mí como un animal prácticamente inútil, así como su errónea interpretación de mi necesidad de dormir, me preocuparon terriblemente. Los filisteos como él, criaturas pendientes exclusivamente de los fenómenos materiales, suelen ser incapaces de apreciar nada que esté más allá de las apariencias superficiales ofrecidas por sus cinco sentidos. A no ser que estuvieras con los pantalones arremangados por las rodillas y sudando del esfuerzo, consideran que uno no estaba trabajando. Se cuenta que un monje Zen llamado Bodhidharma
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estuvo sentado en actitud contemplativa tanto tiempo, que al final se le pudrieron las piernas. La hiedra que trepaba por la pared que tenía detrás le cubrió el cuerpo, los ojos y la boca hasta dejarle inmóvil. Eso no quiere decir que estuviera durmiendo o muerto. Al contrario, su mente estaba muy viva. Sin piernas y perdido en la espesura de la vegetación, llegó a la iluminación y a verdades tales como la de la identificación de lo santo y lo vulgar. Es más, según he oído, los seguidores de Confucio tienen por costumbre practicar la meditación y suelen recluirse en una celda en total soledad, y no precisamente para flagelarse o dedicarse a vaguear. Todas estas personas concentran tales poderes en su mente, que quienes no practican la meditación difícilmente pueden llegar a imaginárselos. Como la apariencia exterior de estos gigantes espirituales es tan solemne, plácida e inalterablemente serena, esos miopes incapaces de ver más allá de sus narices les miran y no aprecian sino su físico yacente, como si estuvieran en estado de coma o catatónicos. Estos mediocres les tachan de zánganos y gandules. Pero el error está, precisamente, en la mediocridad de sus miradas, en su incapacidad para ver más allá de las apariencias y no penetrar en las profundidades de su espíritu.

Sampei Tatara era el paradigma de este tipo de personas, la consagración de todo lo superficial. No me extraña que al verme me despreciase, pero lo que me llegó al corazón fue que el maestro guardara silencio sobre el asunto. Al fin y al cabo, era una persona versada en la materia, y era perfectamente capaz de ver más allá de la superficie de las cosas. Por eso me dolió que se rindiera tan fácilmente a las bobadas de Tatara y no pusiera objeciones a su propuesta de preparar conmigo estofado de gato. Sin embargo, cuando lo miro con perspectiva puedo entender que no es tan irracional como parece que el maestro y Tatara me despreciaran de esa manera. A modo de explicación, se me ocurren dos antiguos refranes chinos. Uno es el que dice: «La música angelical no penetra los oídos vulgares», y el otro reza: «Muchos cantan canciones populares, pero pocos alcanzan lo sublime al interpretar piezas como Primavera Radiante o Nieve Blanca». O dicho de manera más vulgar, que no está hecha la miel para la boca del asno. Es una pérdida de tiempo pedirle a un hombre tan corto de miras como Tatara que comprenda la vastedad de su propio espíritu. Es como pedirle a un monje Zen que se haga trenzas, como pedirle a un atún que imparta una conferencia, o como exigir a un tranvía que abandone los raíles. Como aconsejar al maestro que deje su trabajo, o como pedirle a Tatara que se olvide del dinero. En resumen, es absurdo pedirle a los hombres que no sean como son. Ahora el gato es un animal social, y, por muy sabias y superiores que sean sus palabras, como tal animal social tiene que intentar al menos estar en armonía con el resto de la sociedad. Es realmente lamentable que personas de la ralea de Osan o Tatara, e incluso del maestro y su mujer, no me traten con el debido respeto, pero no se puede hacer nada al respecto. Así son las cosas y sería mucho peor, de hecho fatal, que llegaran tan lejos en su ignorancia como para liquidarme y servirme estofado en la mesa de Tatara, y vender después mi piel vacía a un guarnicionero cualquiera. Como soy un gato poco común nacido con una misión puramente mental, soy responsable de salvaguardar el inestimable valor de mi propia peculiaridad. Como dice el refrán: «El hijo del rico nunca está sentado al borde del precipicio». Yo soy demasiado especial como para que se me exponga al peligro del modo en que se está haciendo. No es, por tanto, lo que se dice prudente andar alardeando antes los demás del poder de uno. Sin embargo, hasta el más fiero de los tigres encerrado en un zoológico se sienta con resignación junto a un cerdo bien cebado, y un gran pavo real metido en un gallinero bien puede acabar, el día menos pensado, bajo el cuchillo de algún carnicero. Por lo tanto, como me muevo entre hombres bastante corrientes, debo comportarme yo también como un gato corriente. Los gatos corrientes cazan ratones. Y fue así cómo, tras esta larga deducción lógica, descubrí lo que tenía que hacer si quería salvarme: debía cazar un ratón.

Desde hacía algún tiempo Japón estaba en guerra con Rusia. Siendo, como era, un gato japonés, evidentemente mis simpatías estaban del lado nipón. Acaricié la idea de reclutar una brigada de gatos cuya misión consistiría en ir a clavar las uñas allí donde más les dolía a las hordas rusas. Siendo un gato tan militante y patriota, ¿por qué iba yo a vacilar ante la visión de uno o dos miserables ratones? El deseo de cazar bullía en mi interior, y habría sido capaz de atrapar a cualquier roedor sin pensármelo dos veces. En la Antigüedad, alguien le preguntó a un monje cómo debía esperar la iluminación. Éste le respondió: «Debes proceder como un gato que acecha a los ratones». En efecto, concentrarse en un objetivo suele ser garantía de éxito. Por supuesto, existe otro proverbio, negativo del primero, que alerta sobre el exceso de confianza: «Incluso la mujer ladina puede tener problemas para vender su vaca». Pero, la verdad, yo nunca he oído decir que un gato haya fallado al cazar un ratón. Por tanto, un gato con mis cualidades no debería tener el más mínimo problema para cazar cualquier bicho que se le pusiera a tiro. No me imagino cómo podría fallar si de verdad me lo propusiera. El hecho de no haber cazado hasta ahora, simplemente sirve para demostrar mi escaso interés en la materia, y punto.

Al igual que el día anterior, el sol se puso entre nubes multicolores y el viento de la tarde levantó los pétalos de los cerezos en flor y los arrastró hasta una rendija de la puerta de la cocina. Volaron hasta caer flotando sobre el agua de un cubo, y su brillo se despertó bajo la tenue luz de la lámpara del techo. Ahora que había decidido sorprender a todos con mis capacidades cinegéticas, me di cuenta de que antes que nada sería imprescindible reconocer el campo de batalla a fin de estar completamente seguro de la topografía de mi terreno de persecución.

El campo de maniobras no era especialmente grande. Quizás de unos seis metros cuadrados en total. De toda el área, una octava parte estaba ocupada por el fregadero y luego estaba la zona en la que los mozos depositaban los encargos del día. Desde la estufa, ideal para la cocina de un hombre pobre, me llegaban los reflejos irisados de una resplandeciente tetera de cobre. Tras la estufa, en una franja de madera de unos veinte centímetros cuadrados, estaba la escudilla en forma de concha donde me servían la comida. Cerca del cuarto de estar estaba la alacena de unos dos metros de largo donde se guardaban platos y cuencos. El mueble reducía notablemente mi capacidad de movimiento. También se veía un barreño de madera inclinado hacia fuera y dentro de él un jarro boca abajo. Junto al rallador de nabos estaba el pequeño mazo del almirez, y a su lado pendía la badila de la estufa que se utilizaba para apagar el fuego. De una cornisa ennegrecida por el humo surgía un gancho del que colgaba una gran cesta. El movimiento del aire en la cocina hacía que la cesta se balancease con cierta solemnidad. Cuando llegué a la casa recuerdo que me pregunté para qué tenían esa cesta allí colgada, pero después comprendí que la habían puesto precisamente en ese lugar para evitar que los gatos pudiéramos alcanzar la comida que los humanos guardaban en su interior, una prueba más de la mala sangre de esa especie. Una vez finalizado el reconocimiento, lo siguiente era planear una campaña adecuada. Pero una batalla con ratones sólo puede tener lugar cuando previamente hay ratones que cazar. Por muy brillantemente que uno posicione sus fuerzas sobre el terreno, de nada sirve si no tiene contendiente. Debía, por tanto, realizar una inspección detallada de los lugares donde más probablemente vivirían los roedores. Plantado en el medio de la cocina, me tiré un buen rato mirando a mi alrededor y preguntándome cuál sería su ubicación más probable. Me sentía como el almirante T
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cuando derrotó a la flota rusa.

La horrible señora Osan se había marchado hacía ya un buen rato a los baños públicos y no había vuelto todavía. Ya hacía mucho tiempo que las niñas se habían ido a dormir. El maestro se había pasado la tarde comiendo pasteles en Imozaka, había vuelto a casa y había desaparecido en su estudio. Ni idea de lo que estaba haciendo su mujer, pero a buen seguro andaba por ahí dando cabezadas y soñando con su cesta de ñames. Se escuchó el sonido de una calesa pasando por delante de la casa. A cada movimiento le seguía un silencio, y eso provocaba que la noche pareciese más profunda, más solitaria. Mi decisión de entrar en acción, mi enorme resolución, el campo de batalla de la cocina, la espera, el sentimiento general de soledad: todo se conjuraba para crear la atmósfera perfecta en la que tienen lugar los acontecimientos inmortales. De eso no había ninguna duda. Yo era el almirante T
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de los gatos. Cualquiera que se haya encontrado alguna en una situación parecida a la mía, sin duda habrá experimentado el mismo sentimiento de euforia, pero confieso que bajo ese placentero sentimiento había un poso de intranquilidad bastante desasosegante. Había decidido plantar batalla a los ratones, así que no me preocupaba por el número de sus efectivos. Pero lo que sí me parecía preocupante era no saber en qué dirección exacta aparecerían en desbandada. Tras recoger y analizar los resultados de mi reciente reconocimiento, había llegado a la conclusión de que había tres lugares por los que esa chusma podría avanzar hacia el campo de batalla. Si eran ratones de arroyo seguramente saldrían del desagüe de la tubería, y desde allí avanzarían hasta las proximidades de la estufa. En ese caso, la táctica más correcta sería la de esconderme tras la badila y desde esa posición cortarles la retirada. Otra alternativa era que esos villanos salieran por el sumidero del baño: si elegían esa ruta de entrada podían deslizarse hacia el interior y desde allí saltar a la cocina, en cuyo caso mi mejor posición sería sobre la tapa de la olla arrocera desde cuya atalaya podría vigilar su entrada y caer sobre las hordas ratoniles como rayo desde el cielo. En último lugar, mi reconocimiento del terreno me llevó a la esquina derecha de la alacena, bajo la cual había una abertura en forma de media luna que parecía muy conveniente para los roedores. Planté la nariz y olfateé el terreno. Olía a ratón. Si los roedores escogían salir por allí para presentar batalla, utilizaría la columna como escudo y me abalanzaría sobre ellos al pasar.

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