Soy un gato (34 page)

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Authors: Natsume Soseki

BOOK: Soy un gato
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—¿Y dónde realizas ese trabajo de pulimentación?

—En el laboratorio de la universidad, por supuesto. Comienzo a pulir a primera hora de la mañana, paro un rato para el almuerzo, y no lo dejo hasta que se pone el sol. Es un trabajo realmente agotador.

—¿Quieres decir que vas a la universidad todos los días, incluyendo el domingo, a pulir simples bolas de vidrio? ¿Es eso lo que te mantiene tan terriblemente ocupado?

—Exactamente. En este momento de mi investigación, para que ésta prospere, no tengo más remedio que pulir bolas de vidrio día y noche.

—Eso me recuerda —dijo Meitei llevando el asunto a su terreno, pues en el de Kangetsu estaba un poco perdido—, a una obra de teatro
kabuki
en la que uno de los personajes logra sus objetivos disfrazándose de jardinero. —Adoptó la actitud oportuna y comenzó a declamar—: «Como he sido llevado por fortuna entre civiles, nadie conoce mi cara. Así que me he hecho pasar por cultivador de crisantemos». Tú, Kangetsu, parece que te fueras a ganar la vida puliendo bolas de cristal. Estoy seguro de que cuando se entere del ardor que le dedicas al asunto y de tu dedicación egoísta al pulido de vidrio, la madre de todas las narices no se sentirá muy reconfortada contigo. Precisamente el otro día tenía que hacer un trabajo en la biblioteca de la universidad y, cuando ya me marchaba, me crucé con un antiguo colega llamado R
o
bai. Me pareció curioso que después de tantos años siguiera usando la biblioteca y le dije: «R
o
bai, me dejas perplejo. Perplejo por verte aquí, todavía en la biblioteca, después de tanto tiempo.» Me miró de una manera extraña y me dijo que él no había ido allí a consultar libros. Pasaba cerca y había aprovechado para ir a orinar. Un uso curioso para un templo del conocimiento como aquél. Sin embargo, esa anécdota me sugirió que R
o
bai y tú sois dos ejemplos perfectos, aunque dispares, de cómo se puede infrautilizar la universidad. Seguro que conoces esas piezas narrativas chinas sobre hombres famosos, que se construyen a base de anécdotas paralelas, una antigua y una moderna. Bien, pues últimamente estoy ejercitándome y escribiendo algunas, y con tu permiso me gustaría incluir en ese compendio la de las bolas de vidrio y los urinarios.

El maestro, al menos, parecía tomarse el tema más en serio:

—Está muy bien que pases todo el día frotando bolas. Pero, ¿cuándo terminarás y obtendrás de una vez tu doctorado?

—Teniendo en cuenta mi actual progresión, calculo que en unos diez años.

—¿Diez años? Creo que deberías dejar tu labor de pulimentación de bolas bastante antes.

—Aunque diez años es una estimación optimista. Igual podría llevarme veinte.

—¡Eso es terrible! No puedes dedicarle tanto tiempo a obtener el doctorado.

—No. Por supuesto que no. Me encantaría acabar lo antes posible, más que nada para que la señorita se quede tranquila, pero ni siquiera podré empezar con mi primer experimento si previamente no pulo bien la bola. —Kangetsu guardó silencio durante un momento, como si su mente estuviera absorta en los misterios de la pulimentación del vidrio, pero tras la pausa continuó—: No hay motivo para preocuparse. Los Kaneda están al tanto de mi trabajo. De hecho, les di una completa explicación hace unos días cuando estuve en su casa de visita. —Sonrió bastante complacido.

La señora Kushami, que parecía haberse perdido en la conversación, puntualizó:

—Pues, según parece, la familia Kaneda al completo se fue a la playa en Oiso a principios de mes.

El comentario desconcertó a Kangetsu, que se limitó a mantener un aire de inocencia:

—Qué raro —dijo—. No lo entiendo. Hay momentos en los que Meitei desempeña un papel social verdaderamente útil. Cuando la conversación decae, cuando uno se siente avergonzado de continuar por alguna razón, cuando a uno le entra el sueño o está en dificultades, aparece inmediatamente con algo divertido que decir:

—Vaya. Encontrarse en Tokio hace sólo unos pocos días con gente que se marchó a Oiso hace un mes es algo encantadoramente misterioso. Es un magnífico ejemplo de intercambio de espíritus, o bien de telepatía, como prefiráis. Un fenómeno como ése ocurre en raras ocasiones, por ejemplo, cuando se siente un gran amor por alguien. Cuando se escuchan estas historias parecen como un sueño, pero incluso aunque sean sueños, éstos son más ciertos que la propia realidad. Para alguien como usted, señora Kushami, que se casó con el maestro sin amarle al igual que hizo él con usted, la vida nunca les ha dado la oportunidad de comprender la extraordinaria naturaleza del amor. Por eso les parecerá tan extraño que existan estas aparentes disparidades que usted menciona.

—No sé por qué tiene que decirme siempre cosas tan horribles. ¿Se puede saber por qué me trata usted así? —respondió la señora con gesto arisco.

—Porque tú mismo tampoco eres, precisamente, un hombre muy versado en cuestiones amorosas —atacó frontalmente el maestro en apoyo inesperado de su mujer.

—Bueno, como mis amoríos han sido todos pasajeros, es lógico que no guarde especial memoria de ellos. Precisamente debido a mis continuos fracasos es por lo que he acabado como lo que soy, un licenciado solitario —dijo Meitei mirando uno por uno a sus interlocutores.

La señora estalló en una carcajada:

—¡Vaya, vaya! Qué interesante.

—Cállate —replicó el maestro, y miró hacia el jardín.

Kangetsu añadió en tono educado y con una leve sonrisa:

—A mí lo que me gustaría es escuchar el relato de sus antiguas historias, aunque sólo sea para mi beneficio en el futuro.

—Mi historia, amigo mío, contiene también lances cargados de misterio. Si no fuera porque está muerto, habría despertado el interés del mismísimo Lafcadio Hearn.
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Debo decir que me resisto a contar esta historia, pero ya que insistes. Confiaré en mi audiencia con la única condición de que me escuche atentamente hasta el final.

Todos asintieron, y él continuó:

—Si no recuerdo mal, fue hace... Mmmmh, veamos. ¿Cuántos años? Bueno, no importa. Digamos que sucedió hace quince o dieciséis años.

—Eso es imposible —soltó el maestro.

—Meitei, tiene usted la memoria muy corta —añadió la señora con sorna.

Kangetsu fue el único de los tres que mantuvo su promesa y no dijo nada. Su expresión era la de un hombre que esperaba con ansia la continuación del relato.

—En cualquier caso, fue en invierno, hace unos cuantos años. Viajaba a través del valle de Takenoko en Kambara, en la provincia de Echigo, y me disponía a cruzar el paso de Takotsubo para entrar en el territorio de los Aizu.

—Vaya ristra de palabrejas —interrumpió de nuevo el maestro.

—Cállate y escucha. Esto se pone interesante —cortó la señora a su marido.

—Por desgracia, se estaba haciendo de noche. Me perdí. Tenía hambre. Al final me vi obligado a llamar a la puerta de una casa que había en mitad del desfiladero, pensando que allí me darían alojamiento por una noche. Cuando se abrió la puerta, apareció una chica sujetando una vela. Me hizo pasar. Cuando pude verla a la luz de la habitación, mi cuerpo entero se puso a temblar. Desde aquel instante fui consciente de la fuerza ciega de eso que llamamos amor.

—¡Qué fantasía tiene! Me pregunto si en esas montañas dejadas de la mano de Dios abundan las chicas hermosas —puntualizo la señora.

—No tiene importancia que la encontrase en las montañas. Podía haberme sucedido lo mismo al borde del mar. Pero señora Kushami, debería usted haberla visto, aunque sólo fuera por un instante. Llevaba el pelo recogido en lo alto de la cabeza, a la manera de las jóvenes casaderas...

La señora se rindió sin palabras ante la maravillosa escena que Meitei le estaba describiendo, y exhaló un profundo suspiro.

—Cuando mis ojos se acostumbraron a la luz, vi que estaba en una sala con una gran chimenea en el centro. La chica vivía con sus dos abuelos. Pronto estuvimos los cuatro sentados confortablemente alrededor del fuego. Debieron de suponer que traía mucho hambre, como en efecto ocurría. Pedí que me sirvieran cualquier cosa sencilla para comer, pero el anciano dijo que, como rara vez tenían visita, prepararían arroz de serpiente en mi honor, así que debía tener paciencia. Escuchen bien, porque en este punto es donde comienza a fraguarse mi decepción amorosa.

—Por supuesto que escuchamos con atención, pero me parece muy improbable que incluso en lo más salvaje de Echigo haya serpientes en pleno invierno —intervino Kangetsu.

—Bueno, tu observación es muy justa. Pero en una historia romántica como ésta, uno no puede ser demasiado escrupuloso con la lógica de los detalles. ¿Por qué si no se pueden encontrar cangrejos andando por la nieve en las novelas de Ky
o
ka?
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—Ah, bueno —dijo Kangetsu, adoptando de nuevo su actitud de oyente devoto.

—En aquellos tiempos yo era capaz de comer cualquier cosa, era un campeón zampándose lo más raro que uno pueda imaginarse. Como ya estaba cansado de langostas, babosas, ranas rojas y cosas por el estilo, pensé que el arroz de serpiente supondría un cambio agradable en mi dieta. Le dije al hombre que estaría encantado de probarlo. Colocó una olla encima del arroz y echó varios puñados de arroz. Aquello empezó a cocer lentamente. Lo único que me llamó la atención fue que había unos diez agujeros de distintos tamaños en la tapa de la olla. Pronto el vapor empezó a salir por esos agujeros. Estaba fascinado por el efecto y pensé en lo ingeniosa que podía llegar a ser aquella gente tan rústica que vivía en el campo. En ese preciso instante, el hombre se levantó y salió de la casa. Volvió poco después con una cesta de mimbre bajo el brazo. Cuando la puso en el suelo eché un vistazo dentro. Ahí estaban: varias serpientes de diferentes clases, todas muy largas y que el frío invernal había adormecido, como muy bien podrá confirmar Kangetsu.

—Por favor, le ruego que deje ya de hablar de cosas tan asquerosas. Está usted logrando que se me revuelva el estómago —dijo la señora Kushami.

—No, ahora no puedo dejar mi relato porque detrás de estos detalles, todos necesarios, está la causa última de mi fracaso amoroso. Bien. De cuando en cuando el hombre levantaba la tapa de la cazuela con su mano izquierda, mientras con la derecha cogía un puñado de serpientes de la cesta. Las metía en la olla y volvía a cerrar la tapadera. Debo reconocer que aunque no soy muy amante de las serpientes aquello me ponía los pelos de punta.

—Ya, ¡pare! No puedo soportar más esa historia horripilante —gritó la señora Kushami verdaderamente afectada.

—Acabo pronto, acabo pronto. Ahora entenderán la causa de mi decepción. Un poco de paciencia, por favor. No había pasado ni un minuto cuando de pronto la cabeza de una de las serpientes salió por uno de los agujeros de la tapa. Todavía estaba admirado por el descubrimiento, cuando de pronto salió otra más por el agujero de al lado, y luego otra y otra y una más, hasta que todos los agujeros estuvieron ocupados por cabezas de serpientes que se achicharraban.

—¿Y por qué se asomaban? —preguntó el maestro.

—Porque en su agonía trataban de escapar del calor a través de la única salida posible. Tras un rato, el hombre dijo algo difícil de entender en su dialecto local, y la mujer y la chica obedecieron. Cada una agarró una de las cabezas y tiró con fuerza de ellas hasta arrancar la piel y los huesos para dejar sólo la carne en la cazuela.

—¿Y cómo le llamarías a eso? ¿Serpiente deshuesada? —dijo Kangetsu entre risas.

—En efecto, deshuesadas o, mejor dicho, sin espinas. Pero, ¿no es algo realmente audaz? Levantaron la tapa, mezclaron bien la carne con el arroz y me invitaron con gran ceremonia a probar el guiso.

—¿Y te lo comiste? —preguntó el maestro con una voz inquieta.

Su mujer torcía el gesto con cara de asco:

—¡Quiero que deje de una vez esa historia! Me estoy poniendo mala del estómago, y creo que no voy a poder probar bocado en varios días.

—Dice eso porque nunca ha tenido la suerte de probar arroz de serpiente. Si lo hubiera probado jamás olvidaría su exquisito sabor.

—¡Nunca! ¡Nada en el mundo me haría probar semejante plato!

—En cualquier caso, cené bien y se me pasó el frío. Miraba la cara de la chica y me quedé obnubilado con el corazón latiendo a toda prisa. Podía haberme quedado así para siempre, pero pronto el anciano me sugirió que me fuera a dormir, y recordé que a la mañana siguiente debía seguir mi camino. Seguí su consejo, me acosté y casi al instante caí rendido.

—¿Y qué pasó entonces? —En esta ocasión era la señora Kushami quien le urgía para que continuase.

—Cuando me desperté a la mañana siguiente noté que me dolía el corazón.

—¿Le pasó algo? —siguió inquiriendo la mujer del maestro, con cara de estar mareada.

—No, no pasó nada especial. Me desperté, encendí un cigarrillo y, mientras fumaba distraído, se me ocurrió mirar por la ventana de atrás, donde había alguien lavándose la cara. Era alguien calvo como una tetera.

—Sería el anciano —dijo el maestro—, o quizás su mujer.

—Al principio no lo tuve muy claro. Me quedé ahí un rato sentado, y cuando la tetera se giró hacia mí me llevé la sorpresa de mi vida. Era la chica por la que había perdido el corazón.

—Pero si hace un momento dijiste que era una chica que llevaba uno de esos peinados típicos de las jóvenes casaderas —objetó el maestro rápidamente.

—La noche antes, una belleza incontestable. La mañana después, una tetera fulgurante.

—¡De verdad! A ver con qué bobada va a salir ahora... —dijo el maestro mirando al techo, como era habitual en él cuando se enfadaba.

—Como es natural, me quedé profundamente sorprendido, incluso me entró un poco de miedo. Traté de hacerme invisible para seguir mirando. Al fin la tetera terminó de lavarse la cara, cogió una peluca que estaba encima de una piedra, se la colocó en la cabeza, y entró de nuevo en la casa. En ese momento caí en la cuenta, pero para entonces ya era un hombre incurablemente desgraciado, un hombre con el corazón roto.

—El corazón roto más estúpido que haya existido nunca. Fíjate bien, mi querido Kangetsu, en lo alegre y vivaz que sigue estando para inventarse cosas así a pesar de su corazón lastimado —dijo el maestro dirigiéndose a Kangetsu para expresar su pésima opinión sobre la desastrosa historia de amor de Meitei.

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