Authors: Natsume Soseki
—Pero si la chica no hubiera estado calva y Meitei la hubiera traído a Tokio, ahora sería aún más alegre y vivaz de lo que ya es. Lo que me parece una verdadera lástima es que la chica fuera calva. Pero, dígame Meitei: ¿cómo es que una chica tan joven había perdido todo el pelo? —preguntó Kangetsu.
—Bueno, posteriormente he pensado bastante en el asunto, y ahora estoy seguro de que la alopecia debió de ser resultado de comer en exceso arroz de serpiente. El guiso se sube a la cabeza, ya sabes. La sangre sube a la cabeza y daña los folículos pilosos del cuero cabelludo.
—Me alegro de que no le ocurriera a usted nada parecido... —apuntó la señora Kushami con un deje de sarcasmo en la voz.
—Es cierto que me preocupó la posibilidad de quedarme calvo, pero, como puede ver, desde aquel día soy miope. —Y entonces se quitó sus gafas doradas y las limpió cuidadosamente con su pañuelo.
Hubo un breve silencio. Ser miope era algo que sonaba tan grave que nadie se atrevió a pedir más explicaciones. Pero el maestro, hecho de un material muy duro, y, probablemente porque sabía que la miopía era más bien debida al paso de los años y no a las consecuencias de una cena aislada, no se contentó:
—Me parece recordar —dijo— que mencionaste un misterio que hubiera interesado incluso a Lafcadio Hearn. ¿Qué misterio es ése?
—¿Compró ella la peluca o la robó? Y, en el caso de que la robara, ¿de dónde? Ahí reside el verdadero misterio. A día de hoy todavía no sé con qué respuesta quedarme —dijo Meitei mientras se ponía de nuevo las gafas.
—Escucharle a usted es como oír a un comediante —dijo la señora.
Como la historia de Meitei había tocado a su fin, pensé que quizás se callaría. Pero no. Parecía incapaz de cerrar el pico a menos que le amordazasen. De nuevo volvía al ataque:
—Mi decepción en el amor fue, desde luego, una experiencia lamentable, pero si me hubiera casado con esa chica ignorando su calvicie, el asunto habría constituido un motivo de fricción entre nosotros durante toda la vida. Uno debe ser cuidadoso. Cuando se trata del matrimonio, uno tiende a ser el último en descubrir defectos ocultos en los lugares más inesperados. Por eso te aconsejo, Kangetsu, querido amigo, que no desperdicies tu juventud en anhelos fútiles o en amores desesperados, sino que sigas puliendo tus bolas de vidrio con tu mente y tu corazón entregados totalmente a la tarea.
—Nada me haría más feliz. Pero el hecho es que la hija de los Kaneda sigue encaprichada conmigo a pesar de lo mucho que eso me fastidia —replicó Kangetsu exagerando su disgusto.
—Cierto, en tu caso es la familia la que molesta. Pero hay muchos casos cómicos de gente que cree en sí misma por encima de todo, y eso sí que es molesto de verdad. Por ejemplo ese R
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bai que usa las instalaciones de la universidad para miccionar. Era un tipo extremadamente raro...
—¿A qué te refieres?¡—preguntó el maestro retomando de nuevo la conversación.
—Déjame que te lo cuente. Hace mucho, mucho tiempo, se alojó en el hotel Tozai-Kan de Shizuoka. Sólo pasó allí una noche, pero fue suficiente para que acabara pidiendo en matrimonio a una de las sirvientas que trabajaban allí. Yo soy también bastante impulsivo, pero nunca llegaría a tal extremo. El hecho es que en ese hotel trabajaba una chica de belleza extraordinaria a la que llamaban Onatsu. Aquel día le tocó limpiar su habitación.
—¡Qué casualidad! Es lo mismo que te pasó a ti en esa montaña de no sé dónde... —observó el maestro.
—Sí, en efecto. Los dos casos guardan una cierta semejanza. De hecho, hay ciertas similitudes entre R
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bai y yo. En cualquier caso, le propuso matrimonio a la chica, pero antes de que esta pudiera responder, sintió una tremenda necesidad de comerse una raja de sandía.
—¿Eh? —se sorprendió el maestro. No fue el único. Su mujer y Kangetsu se miraron e intentaron encontrar el hilo de la historia. Meitei, sin preocuparse lo más mínimo por su audiencia, siguió adelante como si tal cosa.
—Llamó a la chica y le preguntó si era posible comprar sandía en Shizuoka. Ella le contestó que, aunque en Shizuoka no estaban tan a la última como en Tokio, se podía encontrar sandía en cualquier sitio de manera casi inmediata. Acto seguido apareció de nuevo con una cesta repleta de rodajas de sandía, se la dejó y, mientras esperaba la respuesta de la chica, R
o
bai la engulló sin más contemplaciones. Poco después se puso a gritar como un loco, y llamó de nuevo a la chica. En esta ocasión para preguntarle si había algún médico disponible. La chica le contestó que, aunque en Shizuoka no estaban tan a la última como en Tokio, en materia de médicos estaban bien servidos, y a los pocos minutos volvió con un doctor. El doctor, por cierto, tenía un nombre bastante raro, algo así como Tenchi Genko, Cielo y Tierra, algo, sin duda, sacado de alguno de esos clásicos chinos a los que tan aficionada es la gente. A la mañana siguiente, cuando R
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bai se despertó, comprobó que su dolor de barriga había desaparecido por completo. Debía dejar el hotel en quince minutos, así que llamó de nuevo a Onatsu, la camarera, para que le diera su respuesta a una oferta de matrimonio. La chica respondió con una carcajada. Le dijo que en Shizuoka era fácil encontrar un doctor e incluso una sandía, pero muy pocos eran los que encontraban una prometida en una sola noche. Se dio media vuelta y salió de la habitación dando un portazo. Ésa fue la última vez que él puso los ojos encima a una mujer. Desde entonces, R
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bai, al igual que yo, es un hombre profundamente marcado por las flechas del amor trágico. Un solitario. Alguien que sólo va a una biblioteca cuando su vejiga se lo pide de rodillas. Todo lo cual demuestra la crueldad del género femenino.
El maestro salió en apoyo de Meitei, para variar:
—¡Qué razón tienes! Precisamente el otro día estaba leyendo una de las obras de Musset, en la que uno de los personajes cita las palabras de Ovidio: «Más ligero que una pluma es el polvo; más que el polvo, el viento; más que el viento, la mujer, pero más que la mujer, nada». Una observación muy aguda, ¿no te parece? Las mujeres son, en efecto, el fin más temible que se puede esperar.
El maestro lanzó su sentencia alardeando de estar muy versado en el asunto, pero su mujer parecía no estar muy de acuerdo con sus apreciaciones, y no dejo pasar la ocasión de zaherirlo con uno de sus afilados comentarios:
—Te quejas de lo ligeras que somos las mujeres, pero yo no veo qué ventaja tiene ser como vosotros, unos pesados.
—¿Qué quieres decir...?
—Pues eso, que eres bastante pesado.
—¿Por qué dices que soy pesado?
—Porque lo eres. Muy pesado.
Se enzarzaron entonces en una de sus habituales y absurdas peleas. Meitei permaneció en silencio durante un rato sin abrir la boca. Escuchaba entre interesado y divertido el intercambio de la pareja, hasta que se decidió a intervenir:
—La forma en que os tratáis, golpeándoos hasta que el contrario queda malherido, es, quizás, la demostración más fehaciente del hecho de que sois marido y mujer. Me inclino a pensar que el matrimonio antiguamente era algo menos trascendente de lo que es hoy en día.
Ninguno de los dos afectados por el comentario podría haber dicho si les estaba alabando o reprochando algo, pero, al menos, su comentario tuvo el efecto balsámico de acabar con la pelea. Meitei añadió:
—Por lo que he escuchado, antiguamente una mujer no podía ni soñar con replicar a su marido. Para el hombre, su mujer era poco menos que una sordomuda. A mí me habría desagradado una relación así. Yo prefiero a las mujeres como usted, señora Kushami; alguien dotada de un espíritu combativo, capaz de revolverse y decirle a su marido que es un pesado sin que le duelan prendas. Si no queda más remedio y uno tiene que casarse, a fe que sería insoportablemente aburrido no tener nunca la oportunidad de entablar una pequeña e inofensiva pelea. Mi madre, por ejemplo, se pasó toda su vida dándole a mi padre la razón a pesar de que él era un déspota iracundo. Así vivió durante veinte años: asintiendo a todo, y sin poner un pie fuera de casa excepto para ir al templo. Era algo realmente lamentable, si bien también tenía sus ventajas. Por ejemplo, la enorme satisfacción de saberse de corrido la lista completa de nombres póstumos de todos los antepasados de la familia. En cualquier caso, esa clase tan odiosa de relación no es algo exclusivamente circunscrito al ámbito matrimonial, sino que es algo que se extiende hasta cubrir en su totalidad todo el rango de relaciones entre los sexos opuestos. Cuando yo era un chaval, incluso algo tan inocente como tocar música con una chica era impensable. No existían cosas tales como los encuentros amorosos, ni siquiera, como le pasó a nuestro amigo Kangetsu aquí presente, los intensos intercambios espirituales.
—Debía de ser horrible —señaló Kangetsu con una risilla nerviosa.
—Lo era. Verdaderamente lo siento por quienes lo sufrieron. Sin embargo, eso no quiere decir que las mujeres de antes se portasen mejor que las de ahora. ¿Sabe, señora Kushami?, la gente tiene la costumbre de echar pestes sobre el comportamiento de las estudiantes de hoy en día, pero era mucho peor lo que sucedía en los llamados tiempos dorados.
—¿En serio? —La señora Kushami tomó el comentario por muy cierto.
—Por supuesto. Y no lo digo por decir. Puedo demostrarlo. Seguramente te acordarás, querido Kushami, de cuando teníamos cinco o seis años y por la calle había unos hombres que llevaban una especie de cestas colgadas de los extremos de un palo apoyado sobre los hombros. En cada una de las cestas solían llevar niñas que ellos vendían como si fueran calabazas. ¿Te acuerdas?
—En absoluto.
—En fin, no sé si en tu ciudad natal ocurriría, pero te aseguro que en Shizuoka sí.
—No me diga... —murmuró la mujer del maestro.
—¿Es eso cierto? —preguntó Kangetsu en un tono que delataba la escasa credibilidad que le otorgaba al asunto.
—Como lo oyes. En una ocasión, mi padre llegó incluso a regatear el precio de una. Yo debía de tener unos seis años. Mi padre y yo salimos a la calle, y al llegar a un cruce vimos a un hombre que se acercaba y gritaba: «Niñas en venta, niñas en venta. ¿Quién quiere una niña?». Cuando llegamos a la esquina de la segunda manzana, nos lo volvimos a encontrar justo enfrente de una mercería llamada Isegen. Es la más grande de Shizuoka. Daos una vuelta por allí la próxima vez que vayáis a la ciudad. Está en un edificio muy bonito. No ha cambiado nada desde entonces. El encargado se llama Jimbei, y está todo el día sentado en la caja con cara de haber enterrado a su madre el día anterior. Justo a su lado se sienta un hombre joven, de unos veinticuatro o veinticinco años, llamado Hatsu. Es un tipo muy pálido, parece unos de esos novicios que, para demostrar su devoción al decimotercer sumo sacerdote de la secta Shingon, se tira veintiún días ayunando y sólo se alimenta de tazones de ese agua caliente que se usa para hacer sopa de tallarines. A su lado está un tipo cariacontecido, Chodon, sentado frente al ábaco con la cara de alguien que acaba de perder su casa en un incendio. Al lado de Chodon...
—Para ya —cortó abruptamente el maestro—. Que nos estás desgranando la genealogía completa de los empleados de la mercería. Y, además, ¿qué tiene que ver con la historia del tráfico de niñas en Shizuoka?
—¡Ah, sí! Es verdad, la historia de las niñas. Aunque he de deciros que esta historia de la mercería vale realmente la pena, es bastante rara. Pero bueno, seguiré con lo de las niñas.
—Aunque podías dejar ésa también —sugirió el maestro.
—No, no. No puedo dejar la historia a medias. Ofrece una perspectiva magnífica para comparar el carácter de las mujeres de antes con el de las de ahora. Como iba diciendo, mi padre y yo llegamos justo enfrente de la mercería Isegen. Entonces el vendedor de niñas se acercó y le dijo: «¡Eh! ¿Por qué no se lleva unas de éstas que me sobran. Si se la lleva le haré un precio especial». Dejó su carga en el suelo y se limpió el sudor de la frente. En cada una de las cestas había una niña de unos dos o tres años de edad. Mi padre preguntó: «¿No le queda más que esto?». El hombre contestó respetuosamente: «No señor. Me temo que es todo lo que tengo. Ya he vendido todo el género, pero échelas un vistazo». Cogió a una de las niñas como si fuera una calabaza, la puso al lado de mi padre, que le dio unos golpecitos en la cabeza como si estuviera catando un melón, y proclamó: «Sí que suena bien». Entonces empezaron a regatear, y tras una larga discusión mi padre concluyó: «Todo eso está muy bien. Pero, ¿puede garantizarme la calidad del género?». El vendedor respondió: «Sí. A ésa la llevo todo el día delante de mí, y parece buena; pero a la otra, a la de atrás, no la veo. No tengo ojos en la nuca. No puedo responder por ella. Pero mire, le hago un precio especial por la de atrás». Aunque no era más que un crío, todavía hoy recuerdo perfectamente cada palabra de aquella conversación, y ya entonces me di cuenta de cómo debía de ser la vida para algunas de esas niñas. Afortunadamente, en este trigésimo octavo año de la era Meiji, ya no queda ningún energúmeno que vaya por ahí vociferando y vendiendo niñas, ni queda nadie que diga que si no puedes tenerla a la vista todo el día es posible que no valga nada. En mi opinión este cambio para las mujeres es consecuencia del influjo positivo de la civilización occidental. Y bien. ¿Qué piensa usted, Kangetsu?
Kangetsu se aclaró la voz y expresó su opinión en un tono mesurado:
—Las mujeres de hoy en día, en su quehacer diario, en las escuelas, en un concierto o en una fiesta, tienden a venderse a sí mismas. Viendo cómo se comportan, es como si estuvieran diciendo: «¡Eh!, ¿por qué no me compras?» O: «¡Vaya! No pareces muy interesado.» Por tanto, ya no tienen necesidad de depender, como antiguamente, de tratantes o de personajes con oficios arcaicos, que además van a comisión. Me temo que los gritos que se escuchan en nuestras modernas ciudades anunciando la mercancía son los mismos que se escuchaban antaño. Parece que estos cambios son el resultado inevitable de la introducción de ciertas ideas modernas como la independencia. Los más viejos se quejan porque ven cómo su mundo está en proceso de extinción, pero ésa es la tendencia de la civilización moderna, y uno no puede por menos que darle la bienvenida. Por ejemplo, en los tiempos que corren ya no hay necesidad de que alguien te golpee en la cabeza como si fueras un melón para comprobar si mereces la pena ser comprado, y eso es algo de lo que nos debemos congratular. En cualquier caso, no iríamos a ninguna parte en este mundo tan complicado si fuéramos más exigentes de lo que debiéramos. De todos modos, con estas nuevas realidades no es de extrañar que uno pueda acabar perfectamente con cincuenta o sesenta años y hecho un solterón.