Authors: Natsume Soseki
Por cierto, que contar la cantidad de peces que hay en semejante volumen de agua constituye una tarea imposible. Pero una cosa es cierta: ni uno solo de esos especímenes ha tenido nunca necesidad de acudir al médico. Ahí están todos ellos nadando, y disfrutando de una salud de hierro. Cuando un pez enferma, su cuerpo está indefenso, y si muere los japoneses decimos que «asciende». Conviene recordarlo. Si muere un pájaro, cae. Si se trata de un hombre, pasa a mejor vida. Pero un pez, cuando muere, «asciende». Se trata de una notable diferencia. Habría que preguntarle a alguien que haya cruzado la vastedad del océano índico si ha visto, siquiera una sola vez, un pez muerto. Por supuesto que no. Y no es extraño. Puesto que, por muchas veces que se navegue arriba y abajo por el infinito océano, uno nunca verá un solo pez flotando mecido por las olas y dando su último suspiro, aunque quizás sería más correcto decir tomando su último trago. En la inmensidad del mar, durante siglos y siglos, nunca se ha visto jamás a un pez ascender. Quizás porque los peces son inmortales.
¿Por qué son tan resistentes? De nuevo, la humanidad no tiene respuesta a esta pregunta, pero para un gato la respuesta carece de complicaciones. Es porque se bañan incesantemente en agua salada y la beben sin parar. Tan simple como eso. Como el agua salada reporta tantos beneficios, no es difícil deducir que, si quisiera, la humanidad podría obtener la inmortalidad. En 1750, un tal Richard Russell
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un doctor inglés, aseguró, aunque probablemente exageraba, que cualquiera que se diera un baño en la localidad costera de Brighton se curaría inmediatamente de todas sus enfermedades. Considero risible que les haya llevado tanto tiempo, siglos enteros, llegar a semejante conclusión. Incluso nosotros, los gatos, no tendríamos ningún problema en ir a Kamakura a tomar los baños si fuera necesario. Pero ese momento no ha llegado todavía. Hay una ocasión apropiada para cada cosa. Así como los japoneses anteriores a la restauración Meiji nunca tuvieron oportunidad de darse un baño, los gatos aún no hemos alcanzado las condiciones oportunas para poder hacerlo con seguridad y garantías. A día de hoy ninguno de los gatos arrojados al canal de Tsukiji
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ha vuelto a casa para contarlo, por lo que considero una imprudencia consagrar mi vida a la natación. Hasta que no digan de nosotros que no hemos muerto, sino que hemos ascendido como los peces, yo no osaré acercarme al agua.
Tuve que renunciar por el momento a los baños de mar, pero estaba decidido a practicar deporte. Quien no hace ejercicio en estos días es considerado poco menos que un dejado, y eso no es bueno para la reputación de uno. No se hace deporte por falta de tiempo o de medios para hacerlo, o por ambas cosas a la vez. Antiguamente, sólo hacían alguna actividad física los buhoneros o los sirvientes en las casas de alta alcurnia. Ahora, en cambio, sucede lo contrario y a los que no ejercitan su cuerpo se les tiende a mirar con condescendencia. Parece que la consideración de los méritos individuales muta con el tiempo y las circunstancias, como lo hacen las pupilas de los ojos de todo bicho viviente, pero con la diferencia de que, mientras las pupilas sólo cambian de tamaño, los hombres también modifican su valor. Al fin y al cabo, eso carece de importancia. Todo depende del color del cristal con que se mire. Puede que sea gracias a su sorprendente capacidad de adaptación, pero los seres humanos han encontrado la forma de lograr que dos cosas opuestas terminen por ser la misma cosa. Por ejemplo, si uno se fija en el ideograma que representa el concepto de «idea», se da cuenta de que también puede significar «plan». ¿No es fascinante? Un concepto parecido es el de los japoneses cuando se refieren al puente del cielo y se agachan para mirar al firmamento a través de sus piernas con la cabeza para abajo. Visto así, el cielo parece el mar y es como si los pinos colgaran de él, mientras que los verdaderos pinos parecen reflejos en el agua. Se trata de un efecto sorprendente. Lo mismo sucedería con las obras de Shakespeare si se examinasen de nuevo de una forma menos ortodoxa: se apreciarían bajo una óptica completamente nueva. Propongo que en alguna ocasión alguien se atreva a ver
Hamlet
con la cabeza entre las piernas. Vista desde esa perspectiva, la tragedia seguramente no parecería especialmente buena y, si alguien lo dijera, el mundo literario, sin duda, progresaría.
Considerando todo esto, no es raro que quienes antes se negaban a practicar cualquier tipo de deporte, ahora se hayan convertido en verdaderos entusiastas del ejercicio físico. Cada vez es menos extraño ver mujeres caminando por la calle con una raqueta en la mano. Así que espero que nadie se ría de mí por hacer deporte.
Es de sobra conocido que, dada la naturaleza de nuestras patas, los gatos no podemos manejar nada con las manos. Por tanto, somos incapaces de empuñar pelotas, bates o cosas tan endiabladas como una raqueta. Y, además de no poder empuñarlas, de todos modos tampoco tenemos dinero para comprar esos artefactos. Por esas dos razones elegí un ejercicio que no tuviese coste alguno, ni necesitase de un equipamiento especial. El tipo de deporte al que me veía limitado consistía en deambular por ahí, o en corretear como Kuro, el gato del carretero, con una rodaja de atún robado en mis fauces. Aunque hay que reconocer que el hecho de mover mecánicamente las cuatro patas obedeciendo exclusivamente las leyes de la gravedad es algo muy poco estimulante, y, además, me parecía demasiado simple como para ser clasificado como deporte. Ni que decir tiene que, en presencia de un incentivo, por simple que sea, no siempre descarto realizar ese tipo de ejercicio mecánico. Andar por ahí a la caza de un trozo de atún o de salmón constituye un auténtico placer atlético, pero estas actividades suelen estar relacionadas con un objetivo concreto. Si los objetivos desaparecen, el propio ejercicio pierde su sentido y deriva en una simple pérdida de tiempo y esfuerzo.
En ausencia de un premio que me sirviera como estímulo, mis preferencias se inclinaban hacia esa clase de ejercicios que requieren una habilidad concreta. Una serie de ellos cumplían estos requisitos: saltar desde el alero de la cocina hasta el tejado, mantenerme en pie sobre una teja cumbrera, pasear en equilibrio por el palo del tendedero, tarea casi imposible incluso para una criatura tan sofisticada como yo, pues era de bambú resbaladizo y mis uñas no estaban lo suficientemente afiladas. Quizás uno de mis ejercicios más interesantes fuera el de saltar por sorpresa a la espalda de las niñas, pero debía ser muy cuidadoso respecto a cómo hacerlo y respecto a las veces que lo practicaba, pues las consecuencias solían ser muy graves: tras mis ataques solían meterme la cabeza en una bolsa de papel, y no hace falta que les diga lo desagradable que es que a uno le asfixien. A lo sumo saltaba sobre ellas tres veces al mes. Hay que reconocer que el éxito de este tipo de saltos depende completamente de la disponibilidad de un humano que esté de espaldas, y eso lo hace muy poco conveniente para mis inquietudes deportivas. Otra actividad interesante era la de arañar la cubierta de los libros, pero aquello también tenía un par de consecuencias indeseables. La primera: si era descubierto por el maestro, corría el riesgo de recibir una buena tunda; la segunda: al no implicar más que el movimiento de las uñas, los músculos del resto del cuerpo se me atrofiaban a causa de la falta de movimiento.
Este tipo de ejercicios los clasificaría yo en la categoría de los clásicos. Entre los modernos, hay una serie de ellos que me resultaban especialmente atractivos. Por ejemplo, la caza y captura de mantis religiosas. No resultaba tan estimulante como la caza de ratones pero, al menos, era más seguro, y se podía considerar el mejor pasatiempo desde mediados de verano hasta principios de otoño. Las reglas eran las siguientes: de entrada, salía al jardín y comenzaba la búsqueda del objetivo. Cuando el tiempo era bueno, no resultaba demasiado complicado dar con un buen ejemplar. Tan pronto como descubría la mantis, me lanzaba sobre ella como un rayo. Me preparaba para el combate doblando el cuello en forma de arco. Los insectos se defendían como auténticos valientes y me hacían frente, evidentemente, ignorantes de la descomunal fuerza de su enemigo. Avanzaba en silencio, el cuello erguido y dispuesto al ataque. La mantis reaccionaba al desafío, y eso me estimulaba aún más, produciéndome un ronroneo de placer. De un salto me colocaba frente a ella y acariciaba suavemente sus alas con mi mano escondiendo las uñas. Normalmente las alas estaban pegadas al cuerpo en actitud muy discreta, pero cuando las rozaba con la pata, ellas las abrían de repente y allí desplegaban una trama de color pálido y prácticamente transparente, como el papel cebolla. ¡Qué extraordinario animal! Vestido con esa doble capa incluso en verano, que era, en realidad, su única opción para poder huir del ataque.
La mantis giraba la cabeza tan pronto como sentía el contacto de mis pezuñas. En ocasiones avanzaba en esa postura, pero generalmente se mantenía erguida y firme: esperaba el ataque del enemigo. Era una actitud muy poco conveniente, pues me impedía demostrar mis capacidades atléticas. Yo le daba la opción de tomar la iniciativa y, como mucho, sólo la animaba dándole pequeños golpes con la pata. Si la mantis era inteligente, huía a toda velocidad, pero si era uno de esos especímenes bravucones, solía hacerme frente y me lanzaba un ataque ante el cual yo reaccionaba en una fracción de segundo. Generalmente, les permitía saltar hasta una cierta altura y, cuando el insecto se confundía en la dirección de su huida, me retiraba movido por la compasión y me ponía a dar vueltas alrededor de un árbol como si fuera un pájaro. Aunque lo habitual es que se diera cuenta de mi fuerza, y no tuviera valor para enfrentarse a mí, por lo que intentaba huir a la desesperada. A cada movimiento, yo le cortaba el paso, y así hasta que se rendía. En un último y desesperado intento por salvarse, se dedicaba a agitar ruidosamente las alas. Las alas de la mantis están en armonía con su largo cuello; son extraordinariamente largas y finas aunque, según parece, no sirven de gran cosa, y su único propósito es decorativo; es como el francés, el inglés o el alemán que estudian algunas personas. Por muchos aspavientos que hiciese con sus apéndices alados, yo no tenía nada que temer. Lo único que conseguían era arrastrarse penosamente por el suelo, en un esfuerzo supremo. Aunque quizás calificar su esfuerzo de supremo sea demasiado generoso para describir el lamentable revoloteo del animal por el suelo. Al constatar sus vanos intentos de huida sentía cierta compasión por el bicho, pero no podía dejar así como así la práctica de mi deporte. Saltaba rápidamente delante de ella para que me hiciera frente, tras lo cual yo la remataba lanzándole un directo a la cabeza. Caía rodando medio noqueada con las alas extendidas, y yo sujetaba su cuerpo, alas incluidas, con mis patas delanteras. Aprovechaba este pequeño descanso en el combate para reponer fuerzas y, una vez recuperaba un poco de fuelle, la dejaba libre para volver a darle caza enseguida. Mi estrategia era la misma que la del guerrero Kung Ming, ese prodigioso militar del siglo iii que luchó en la China del reino Shu: dejaba escapar al enemigo siete veces para darle caza otras tantas. Después de treinta minutos de combate, la mantis estaba exhausta y apenas podía moverse, sujeta como estaba entre mis fauces. La sacudía enérgicamente y volvía a lanzarla al suelo. Apenas se movía ya en este punto de la lucha. Para comprobar que no intentaba engañarme haciéndose la muerta, le daba unos golpes con las patas y cuando salía huyendo de nuevo, le daba el golpe de gracia. Llegados a ese punto, el ejercicio tocaba a su fin, y un nuevo insecto iba en dirección a mi estómago. Para quien no ha tenido la oportunidad aún de probar este bocado, decirle que la mantis no es tan sabrosa ni tan proteínica como pudiera parecer.
Otro de mis deportes favoritos consistía en la práctica de la caza de la cigarra. Pero no todos los bichejos de esa especie son comparables. Al igual que sucede entre los hombres, los hay grasientos, engreídos y ruidosos. Las cigarras podían ser escurridizas, escandalosas e impertinentes. Las escurridizas no eran muy divertidas, las impertinentes me molestaban, así que me concentraba en silenciar a las chillonas. Salían de sus guaridas al final del verano para empezar a frotar sus patas ruidosamente en busca de pareja para sus cortejos. Es entonces cuando el viento fresco del otoño comienza a soplar y se cuela por las mangas del
kimono
de los hombres y les hace estornudar. Soy de la opinión de que estos insectos no tienen más misión encomendada en el mundo que la de cantar sin cesar y servir de caza a los gatos. Tal era mi dedicación desde comienzos del otoño.
Para quien no esté muy al tanto de los detalles del mundo animal y, en concreto, de las características de este tipo de cigarras, conviene advertir que no se arrastran por el suelo, donde se convierten en blanco inmediato de las hormigas, sino que avanzan por las ramas más altas de los árboles donde cantan frenética y ruidosamente. En este punto quisiera proponer una pregunta a los expertos en la materia: ¿cuando las cigarras cantan, dicen
oishii tsuku tsuku
, o, por el contrario
tsuku tsuku osh
i?. A mi entender, este asunto es importante, y su solución supondría una valiosa aportación en lo que al estudio de estos insectos se refiere. Una de las razones por las cuales los hombres tienen ventaja sobre los felinos, y por la que se sienten especialmente orgullosos, es, precisamente, por su mayor conocimiento en materia de insectos. Por tanto, es vital que se responda a esta pregunta crucial, a fin de salvaguardar su superioridad en este terreno. En cualquier caso, y en lo que se refiere estrictamente a mis objetivos cinegéticos, el mensaje de su canto me resultaba del todo indiferente.
Mi estrategia a la hora de cazar cigarras era la que sigue: trepaba a un árbol, rastreaba al insecto por su cántico, y lo atrapaba en mitad de su berrea. Así explicada, la táctica parece sencilla, pero la realidad es que exigía un trabajo especializado y extenuante. Dotado como estoy de cuatro patas, me consideraba igual de capacitado que otros animales para trotar por espacios abiertos y despejados. Al menos no me sentía en desigualdad de condiciones con respecto a los seres humanos, pues, según dictan las leyes matemáticas, cuatro patas suman dos más que las dos humanas. Sin embargo, en lo que se refiere a la habilidad para trepar a los árboles, debo reconocer que existen criaturas más hábiles que yo. Sin ir más lejos, el mono: un auténtico profesional en la materia. Precisamente, entre sus descendientes, los hombres, hay muchos que se les podrían comparar en este sentido. No es algo deshonroso no estar bien capacitado en las ascensiones arbóreas. Al fin y al cabo, trepar por un árbol va contra las leyes de la gravedad, pero es cierto que supone un grave inconveniente para la práctica de esta especial forma de caza. Suerte que la naturaleza nos ha dotado a los felinos con esa herramienta fundamental llamada uñas. Con semejante arma secreta uno puede escalar más o menos donde quiera, aunque no siempre sea tarea fácil. No conviene olvidar que las chicharras vuelan. A diferencia de las mantis, desaparecen de un brinco, y, después de haber subido con tanto esfuerzo hasta las alturas, puede suceder que tanto esfuerzo resulte inútil. Otro factor no menos importante a tener en cuenta era la posibilidad de recibir una lluvia de cigarras. Con lluvia no quiero decir que sobre mí se precipitase una nube cargada de ellas, con intenciones aviesas, sino que con frecuencia me veía expuesto a ser atacado por ellas mediante el lanzamiento de una especie de líquido que expelían directo hacia mis ojos, y que no era precisamente agua de rosas. La única solución al escatológico ataque químico era huir como alma que lleva el diablo, y evitar que el aguacero infecto me pillase debajo. No tengo ni idea de la razón exacta, ya sea física o fisiológica, que desencadena semejante lluvia, pero con toda probabilidad es debido al miedo que las embarga cuando un depredador como yo se acerca por sus dominios. Bien puede ser una estrategia para despistar al atacante y ganar así un poco de tiempo para huir. Algo parecido a lo que hacen los calamares y los pulpos en su huida, o a la actitud de los débiles mentales que se tatúan el cuerpo, o al maestro que suelta de golpe una frase en latín para evitar una discusión. Se trata de un fenómeno digno de estudio para los expertos en la materia, y bien merece que se le dedique alguna tesis doctoral. Sin embargo, para mí era una cuestión menor, poco menos que una molestia, así que no ahondaré en el asunto, y pasaré a retomar el tema de la caza propiamente dicho.