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Authors: Natsume Soseki

Soy un gato (31 page)

BOOK: Soy un gato
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Me asaltó otro pensamiento. Supuse que también podrían abalanzarse sobre mí desde las alturas. Miré hacia el techo y vi el hollín brillando a la luz de la lámpara, como si el infierno colgase sobre mi cabeza. Dadas mis limitadas fuerzas y capacidades, era perfectamente consciente de mi incapacidad para trepar a las alturas. Entonces caí en la cuenta de que si yo no podía hacerlo, difícilmente los ratones podrían, así que abandoné la idea de cubrir en mi escrutinio semejantes alturas infernales. En cualquier caso, seguía existiendo un peligro real de ser atacado desde tres direcciones diferentes. Si sólo atacaran por un flanco, podría zamparme todo el lote con un ojo tapado. Si atacaran por dos, aun así arrasaría. Pero si venían por tres sitios a la vez, por mucha confianza que tuviera en mi capacidad cazadora innata, la situación se presentaría arriesgada. Sería una afrenta a mi dignidad tener que pedir la ayuda de alguien como Kuro, el gato del carretero. ¿Qué debía hacer entonces? Ante este tipo de preguntas resulta difícil encontrar una respuesta satisfactoria, y lo más fácil es pensar que lo que más tememos no sucederá. De hecho, todos asumimos que alguna vez ocurrirá algo que no soportaremos. No hay más que echar un vistazo a lo que acontece en el mundo. La que hoy es una encantadora prometida, mañana perfectamente puede morir entre estertores, pero ahí vemos a su prometido recitando alegres textos de buenos auspicios, sin que la preocupación nuble su mirada. Y no porque no existan motivos para preocuparse, sino porque de todos modos preocuparse no serviría de nada. De la misma manera, en mi caso no había ninguna razón para pensar que el ataque se lanzaría simultáneamente por tres flancos diferentes, pero al menos debería asegurarme. Todos necesitamos tener certezas. Incluso yo. Consecuentemente, llegué a la firme conclusión de que ese ataque no tendría lugar.

Aun con eso, sentía todavía cierta inquietud. Ponderé la causa de esta preocupación que me embargaba, hasta que, finalmente, pude comprender su origen. Se trataba de la angustia que me provocaba el hecho de no poder encontrar una respuesta simple a un problema simple. En mi caso, decidir cuál de las tres estrategias sería la más ventajosa. Si las ratas salían de la alacena, tenía un plan para afrontar la situación. Si lo hacían por el sumidero del baño, tenía otro perfectamente adaptado, y lo mismo ocurría en caso de que se asomaran por el fregadero. Pero elegir una de las tres opciones y permanecer firme era lo que me parecía extraordinariamente difícil. Según parece, el almirante Togo se había encontrado en una situación parecida cuando tuvo que valorar si la flota rusa del Báltico cruzaría el estrecho de Tsushima, el más accesible de Tsugaru o si, por el contrario, tomaría el camino más largo por el Pacífico para cruzar el estrecho de Souya entre la isla de Hokkaido y Sakhalin. La propia situación por la que yo atravesaba me hizo albergar una gran empatía por lo que el noble almirante debió de sentir en esos momentos cruciales. No sólo me encontraba en las mismas, sino que compartía con él la agonía de la decisión.

Mientras estaba abstraído en hallar una solución a mi problema estratégico, la puerta anteriormente forzada por el ladrón se abrió y ante mi vista apareció la horrible cara de Osan. Cuando digo que apareció su cara no quiero decir con ello que no viniera acompañada de piernas y brazos, sino que en la oscuridad de la estancia lo único que se le veía iluminado era su rostro brillante y sonrojado. Volvía de los baños públicos y sus mejillas, que por lo habitual eran rojas, presentaban en ese momento un color escarlata. Aunque aún era pronto, comenzó a cerrar todo cuidadosamente, quizás como castigo por su negligencia a la hora de impedir el asalto de la noche anterior. El maestro le gritó desde el estudio que pusiera el bastón junto a su almohada. ¿Para qué quería ese bastón? ¿Acaso pretendía convertirse en aquel valiente que tomó la espada y asesinó al primero de los Emperadores Chinos? ¿Era posible pensar que su bastón de paseo fuera como aquella mítica espada enterrada y que, en caso de volver el ladrón, rugiría como un tigre, gruñiría como un dragón y volaría hacia el cielo? Seguro que el maestro era incapaz de albergar tan absurdas ilusiones. La noche anterior habían sido los ñames junto a la cama, luego el bastón. ¿Qué vendría después?

No era muy tarde y las ratas tardarían todavía un buen rato en aparecer. Me merecía el reposo del guerrero antes de entrar en batalla. En la cocina del maestro no había ventanas. En su lugar, sobre el techo había un pequeño dintel que, tanto en verano como en invierno, servía para iluminar y ventilar la habitación. El viento soplaba con fuerza y me despertó una ráfaga de repentino olor a flor de cerezo. La luna iluminaba la escena y proyectaba la sombra de la estufa en el suelo de madera. Me preguntaba si había dormido demasiado y sacudí las orejas dos o tres veces. Reinaba un silencio sepulcral sólo interrumpido por el tic-tac del reloj de pared. Era el momento justo para que apareciesen mis enemigos. Volví a preguntarme por dónde saldrían. En ese preciso momento se escuchó un rumor en la alacena; sonaba como si los ratones estuvieran intentando coger algo de un plato y mordisqueándolo con sus repugnantes dientes. Ante la expectativa de que hubieran salido por el agujero en forma de media luna que había al fondo de la alacena, me deslicé hasta allí para acechar justo al lado de la abertura. No parecían tener demasiada prisa. De pronto el ruido se detuvo, pero al momento se escucharon pisadas sobre una especie de cuenco. Mi nariz expectante atisbaba la escena tras la delgada puerta, separada del alboroto por apenas unos milímetros. Por momentos el rumor de pequeños pasos se aproximaba a donde yo estaba, pero inmediatamente volvía a alejarse sin que un solo ratón hubiera asomado el hocico. Comprendí que justo detrás de la puerta estaba el enemigo arramplando con toda la alacena, pero todo lo que podía hacer era esperar pacientemente junto al agujero. Me armé de paciencia. Las ratas, como los rusos en la bahía de Lushun, parecían estar montando un enorme jaleo. Ojalá esa estúpida de Osan hubiera dejado la puerta de la alacena entreabierta para permitirme entrar, pero qué se podía esperar de esa imbécil.

Tras la estufa escuché el sonido de mi escudilla. ¡Vaya! El enemigo también se acercaba por esa dirección. Me acerqué flotando sobre las silenciosas almohadillas de mis patas, pero todo lo que alcancé a ver fue un trozo de cola que desapareció rápidamente por el fregadero. Poco después escuche un ruido que venía desde el baño. ¡Estaban detrás de mí, venían por la retaguardia! Giré la cabeza y pude ver a un enorme ratón corriendo a toda velocidad con una bolsita de polvos dentífricos entre las fauces para ir a esconderse bajo la tarima del suelo. Decidido a no dejarle escapar, salté tras él pero justo antes de aterrizar, aquel repugnante bicho había conseguido escabullirse. Cazar ratones era más difícil de lo que había previsto. O quizás es que yo era congénitamente incapaz de llevar a cabo esta actividad.

Cuando me dirigía al baño para tomar posiciones, los ratones salían por la alacena. Cuando vigilaba la alacena, lo hacían por el fregadero, y cuando me plantaba en medio de la cocina se dispersaban a un tiempo por los tres frentes. Jamás había visto tanta desvergüenza y bravuconería combinada con tanta cobardía. Sus continuas huidas para evitar un enfrentamiento justo los hacía indignos adversarios de un caballero como yo. Di por lo menos quince o dieciséis vueltas tratando de entablar un combate justo pero nada. Lo único que conseguí fue extenuarme física y mentalmente. Estaba avergonzado de mi fracaso, pero ante semejante tropa ni el almirante T
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con todos sus recursos hubiera sido capaz de llevar a buen puerto su ataque. Me había lanzado a esta aventura con espíritu marcial y un gran coraje, con la firme intención de aplastar al enemigo, pero ahora todo me parecía necio e irritante. Dejé de acechar y me planté en medio de la cocina. A pesar de estar allí completamente inmóvil, si mantenía la mirada atenta alrededor de mí, estaba seguro de que esa miserable y malvada tropa ratonil no intentaría nada serio contra mí. Cuando el enemigo adopta tácticas mezquinas y rastreras, como era el caso, la guerra deja de ser una actividad honorable, y al guerrero le embarga un sentimiento de odio sordo. Cuando esa animosidad se mitiga finalmente, uno se desanima e incluso se hunde en la indiferencia y, una vez el alboroto general se aplaca, aparecen el cansancio y el sueño. Hasta tal punto es así, que dan ganas de echarse a dormir y dejar hacer a la horda lo que le dé la real gana. ¿Qué cosa realmente importante serían capaces de hacer esos hijos de la degradación más absoluta? Tras atravesar por todos y cada uno de los estadios psicológicos de que he hablado, caí en un profundo sueño. Todo bicho viviente tiene derecho a descansar, incluso estando cercado por sus propios enemigos.

Me desperté asustado por una súbita ráfaga de viento. De nuevo pude oler el aroma de los pétalos de los cerezos en flor, e incluso vi alguno caer lentamente frente a mis narices. Justo en ese momento algo salió disparado de la alacena como un misil, saltó por el aire y, raudo como un rayo, me clavó un diente en la oreja izquierda. Apenas tuve tiempo de reaccionar ante lo que estaba pasando, cuando noté, tras de mí que algo se movía, y luego sentí cómo unas garras se clavaban en mi cola. Todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos. Sin pensarlo dos veces pegué un brinco por puro instinto. Me sacudí con todas mis fuerzas para tratar de quitarme de encima a esas criaturas que me acosaban. El diablo que colgaba de mi oreja perdió el equilibrio y cayó a plomo junto a mi cara. Su cola, tierna y resbaladiza como un tubo de goma, se introdujo inesperadamente en mi boca. Entonces vi que era la mía. Cerré con todas mis fuerzas la mandíbula y comencé a agitar la cabeza con rabia de un lado a otro. Pero el apéndice se rompió y la infame criatura fue a estamparse contra una pared empapelada con periódicos viejos, y a continuación se desplomó sobre el suelo. Cuando la miserable rata estaba tratando de recuperar el equilibrio, salté sobre ella para que no se me escapara, pero, como si fuera una pelota de goma, rebotó delante de mis fauces y aterrizó en una balda situada más arriba. El roedor me miraba desde arriba, yo le observaba desde abajo. La distancia entre nosotros era como de medio metro. En ese espacio la luna proyectaba su halo como si fuera un velo blanco flotando en el aire.

Concentré todas mis fuerzas en mis patas y brinqué hasta la balda. Mis patas delanteras se hincaron en el borde de la balda, pero lastrado como estaba por otro ratón enganchado a mi cola, no logré que las patas traseras alcanzaran su objetivo y se quedaron suspendidas en el aire. Estaba en peligro. Intentaba mover las manos para lograr una posición más estable, pero cada movimiento, por culpa del peso de mi cola, sólo tenía como resultado debilitar aún más mi frágil equilibrio. Si me resbalaba sólo medio centímetro estaba perdido. Realmente estaba en peligro. Mis uñas arañaban ruidosamente la tabla de madera. En un último intento, traté de avanzar con mi pata izquierda un poco más, pero fallé al clavar las uñas en la superficie lisa de la madera y acabé suspendido de una única uña de la pata derecha. Mi cuerpo, arrastrado por su propio peso y por el del demonio que tenía agarrado a mi cola, empezó a moverse y a rotar como una peonza. El monstruo, mientras, refugiado e inmóvil como estaba en la balda de la estantería, fijó su mirada en mí, y se lanzó sobre mi frente. La uña, mi último punto de agarre, falló.

Mezclados en una informe masa negra, los tres cuerpos nos desplomamos horadando la claridad de la luna. Todos los objetos de la balda inferior, el mortero, un jarro, los botes vacíos, cayeron al suelo estrepitosamente y chocaron con la badila de la estufa. Algunos se hundieron en la tinaja de agua, y los demás se desintegraron al chocar contra el suelo de la cocina. En la profunda calma de la noche el ruido sonó como un estallido. Un terror escalofriante se apoderó incluso de mi espíritu, por lo general calmado.

—¡Ladrones! —vociferaba el maestro mientras salía despavorido por la puerta del dormitorio. Llevaba una lámpara en una mano y en la otra blandía su bastón. De sus ojos adormecidos salían rayos de furia. Me acurruqué en silencio junto a mi escudilla y los dos innombrables que me habían atacado se esfumaron por el agujero de la alacena.

—¿Qué está pasando aquí? ¿Quién diablos hace ese ruido?

El maestro lanzó estas preguntas al aire con su tono más amenazador, pero no había nadie allí para responderlas.

La luna había caído hacia el oeste y el velo blanco de su luz se hacía cada vez más estrecho sobre la pared de la cocina, hasta que, finalmente, desapareció.

Capítulo 6

El calor era insoportable, especialmente para un gato. Un clérigo inglés, un cierto Sydney Smith
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dijo en una ocasión que el único método efectivo para combatir el calor es arrancarse la piel y la carne y quedarse únicamente con los huesos. A mí su sistema me parecía algo exagerado, pero de buena gana me habría quitado por las noches este manto de pelo gris pálido que me cubre y lo habría mandado a lavar o a la casa de empeños durante una temporada. Desde el punto de vista de los humanos, la vida de los gatos puede parecer extremadamente simple y económica: siempre tenemos la misma cara y vestimos todas las estaciones del año el mismo traje, viejo y usado. Pero los gatos, eso os lo puedo asegurar, también sentimos el calor y el frío. Había veces en las que incluso consideraba seriamente la posibilidad de darme un buen baño, pero secarme me habría llevado horas, así que decidí que no pasaba nada si andaba por ahí oliendo a sudor. También pensé en utilizar un abanico o un ventilador, pero al no poder sujetarlo con las patas, rechacé pronto la idea.

Comparado con nuestro sencillo estilo de vida, el de los humanos es, cuando menos, extravagante. Hay cosas que pueden comerse crudas o vivas, pero a los humanos les gusta complicarse en exceso y pierden gran cantidad de tiempo y energía en cocerlas, asarlas, sumergirlas en vinagre para encurtirlas, o bien en untarlas en soja. Enloquecen de placer ante los productos resultantes de todos estos procesos. Una cosa igual de absurda les sucede con la vestimenta. Han nacido cargados de imperfecciones, así que sería demasiado pedirles que vistieran todo el año con la misma ropa, como hacemos los gatos. En cualquier caso, seguro que no les pasaría nada por renunciar a adornarse con tal cantidad de ropajes diferentes. Les trae sin cuidado su brutal dependencia de las ovejas, de los pobres gusanos de seda, e incluso de la caridad de los campos de algodón. Hay que admitir que su extravagancia deriva directamente de su incompetencia.

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