Authors: Natsume Soseki
El dormitorio estaba iluminado por un rayo de luz, y la sombra del ladrón lo dividía en dos. La oscuridad caía sobre la canasta de mimbre y subía hasta la mitad de la pared. Giré la cabeza y vi cómo la sombra del ladrón se proyectaba hasta casi alcanzar el techo. A pesar de que el tipo era atractivo, su sombra era extraña y deforme como la de una patata contrahecha. Durante un instante permaneció allí quieto, observando la cara de la señora Kushami y, de pronto, por alguna razón desconocida, sonrió. Me sorprendió, pues incluso la sonrisa era un calco de la de Kangetsu. Junto a la almohada de la señora había una caja oblonga de unos ocho centímetros de largo por unos cuatro de ancho, con la tapa bien cerrada. El hecho mismo de que estuviera ahí, hacía pensar que guardaba algo precioso en su interior. Era la caja de ñames que el señor Tatara Sampei había regalado a los Kushami hacía unos días a la vuelta de sus vacaciones en Karatsu.
[46]
Hay que admitir que es bastante inusual llevarse a la cama una caja de ñames y colocársela al lado, como si fuera un adorno. De hecho, la señora Kushami se caracterizaba por ser bastante poco hábil escogiendo los emplazamientos para las cosas. Solía guardar el azúcar en su caja de costura, así que no me extraña que tuviera una caja de ñames junto a la almohada. Sin embargo, el ladrón no era en absoluto omnisciente, y no tenía ni idea de las peculiaridades de la señora. Lógicamente pensó que una caja guardada en el dormitorio con tanta precaución debía merecer la pena. Cogió la caja, comprobó que el peso satisfacía sus expectativas y asintió con satisfacción. No pude contenerme y a punto estuve de soltar una carcajada. Me pareció bastante gracioso que el caco estuviese a punto de desperdiciar sus habilidades cometiendo ese hurto vegetal. Me contuve. Si me hacía notar me pondría en una situación peligrosa. El ladrón enrolló cuidadosamente la caja en la manta y miró alrededor para ver si encontraba algo con que atar el fardo. Se fijó en el cinturón de seda que el maestro había dejado en el suelo al desvestirse. Anudó firmemente el botín y se lo ató cuidadosamente a la espalda. Dudo mucho que, de haber podido presenciar la escena, ninguna mujer se hubiera sentido atraída por él, habida cuenta de su aspecto. A continuación cogió los chalecos de las niñas y los introdujo en los calzoncillos largos del maestro. La prenda, hecha de lana, parecía una serpiente que se hubiera tragado una rana, o más exactamente una serpiente preñada. En cualquier caso, tenía una pinta bastante desagradable. El ladrón ató los calzoncillos y se los puso al cuello para dejar libres sus manos y continuar con la rapiña. Me preguntaba cuál sería su próximo paso, así que le observé atentamente. Acto seguido colocó el
kimono
de seda del maestro en el suelo y comenzó a amontonar encima diversos objetos que fue encontrando por la habitación. Me quedé maravillado por su diligencia y por su innata capacidad de empaquetamiento. Unió una faja con el ceñidor del
kimono
y tras atar todo, hizo un fardo de ropa que levantó con una mano. Echó un último vistazo para ver si se dejaba algo, y entonces se fijó en el paquete de tabaco que estaba junto a la cabeza del maestro. Metió el tabaco en el fardo, pero un instante después lo sacó y cogió un único cigarrillo. Lo encendió inhalando profundamente, como un hombre satisfecho con el trabajo bien hecho. Antes de que el humo se disipara en la atmósfera de la noche, los pasos del ladrón se habían perdido en la distancia. Marido y mujer seguían roncando como benditos. Al contrario de la imagen que tienen de sí mismos, los seres humanos no suelen caracterizarse precisamente por mantenerse alerta. Los acontecimientos de esa noche me habían dejado exhausto, y necesitaba un descanso. Me dormí casi al instante.
Cuando desperté, un sol radiante y primaveral lucía en lo alto del cielo. En la entrada de la cocina el maestro y su mujer hablaban con un policía:
—Ya veo. ¿Creen que entró por esta ventana y luego se dirigió hacia el interior de la casa? ¿Y ustedes no escucharon nada?
—Eso es —reconoció el maestro un poco avergonzado.
—¿Sobre qué hora tuvo lugar el robo?
El policía no se dio cuenta de que su pregunta era absurda. Si el maestro hubiera sido capaz de saber a qué hora entró el ladrón, probablemente el robo no habría tenido lugar. El maestro y su mujer, sin embargo, no parecían compartir mi punto de vista, y se tomaron este asunto con evidente preocupación.
—Me pregunto a qué hora sería...
—Espera, déjame pensar —dijo la señora Kushami. Parecía pensar que elucubrando sobre los hechos uno podía fijar la hora exacta de cuándo acontecieron:
—¿Tú a qué hora te fuiste a la cama? —preguntó a su marido.
—Me fui después que tú.
—Es cierto. Yo me fui antes.
—¿Y a qué hora nos despertamos?
—Creo que sobre las siete y media.
—Entonces, ¿qué hora sería cuando entró el ladrón?
—Supongo que en algún momento en mitad de la noche.
—Eso ya lo sabíamos. Ya sabíamos que entró en algún momento en mitad de la noche. Lo que te estoy preguntando es por el momento concreto.
—Pues, si uno lo piensa, es difícil decirlo exactamente —dijo la señora Kushami, y se quedó pensativa.
El policía sólo había hecho la pregunta como pura formalidad, y la realidad era que la hora exacta le era totalmente indiferente. Lo único que pretendía era que el maestro y su mujer ofrecieran algún tipo de respuesta. La que fuera. No importaba si era cierta o no. Pero las dos víctimas del robo se enzarzaron de tal manera en esa cuestión trivial, que el policía empezó a perder la paciencia. En un momento dado les cortó de malas maneras:
—Muy bien. Así que no conocen la hora exacta a la que el ladrón entró. ¿Correcto?
—Supongo que podemos afirmar que no... —contestó el maestro con su habitual tono pedagógico.
El policía no parecía estar pasándoselo bien. Procedía de acuerdo con la rutina policial.
—En ese caso deberán redactar una denuncia en la que manifiesten que con fecha de tal día, en el año treinta y ocho de la era Meiji,
[47]
una vez cerrada su casa por la noche, se retiraron a su habitación a dormir y, seguidamente, entró un ladrón que forzó tal ventana y anduvo por tal y tal habitación, sustrajo tal y tal cosa de su propiedad. Recuerden que esa denuncia no ha de consistir en una simple lista de objetos perdidos, sino que constituye un documento formal que podrá ser utilizado más tarde como acusación. No deben dirigirla a nadie en particular.
—¿Debemos explicar cada una de las cosas que nos han robado?
—Sí. Pónganlo todo en una lista detallada. Por ejemplo, consignen cuántos abrigos les han robado y el valor de cada uno de ellos.
Antes de que el maestro pudiera siquiera sugerir lo que le estaba rondando por la cabeza, el policía le cortó:
—No, no creo que sirva de nada que me pida que entre en la casa. El robo ya ha tenido lugar. —Y con este comentario tan poco amable se despidió.
El maestro se sentó en mitad del dormitorio con su pincel de escribir en la mano y una cuartilla. Llamó a su mujer para que fuera a sentarse a su lado. Su tono era beligerante:
—Voy a escribir una denuncia con todas las de la ley. Dime, artículo por artículo, todo lo que nos han robado. Procede, por favor.
—¡Menuda cara tienes! ¿Quién te crees que eres para decirme que proceda? Si me hablas de esa manera tan autoritaria no te diré absolutamente nada.
La señora, aún a medio arreglar, se sentó ruidosamente a su lado.
—Mira el aspecto que tienes. Pareces una fulana barata de un barrio cualquiera. ¿Por qué no llevas puesto el
obi
[48]
—Si no te gusta como voy vestida, ¿por qué no me compras ropa decente? ¡Una fulana de barrio! ¿Cómo voy a vestirme adecuadamente si me han robado la mitad del guardarropa?
—¿Así que te robó el
obi
. Será despreciable... De acuerdo. Empecemos por ahí. ¿Qué clase de
obi
era ése?
—¿Qué quieres decir? ¿Cómo que qué clase de
obi
¿Cuántos te crees que tengo? Era el de crespón y raso negro.
—Un
obi
de crespón y raso negro... ¿Cuánto dirías que cuesta?
—Alrededor de seis yenes, calculo.
—¡Seis yenes! Eso es demasiado. Sabes que no nos podemos permitir gastar dinero en naderías. Cuando te compres uno nuevo, no te gastes más de cinco yenes.
—¿Y dónde pretendes que encuentre uno por esa miseria? Como siempre te digo, eres un desagradecido. No te importa nada cómo se viste tu mujer mientras tú vas por ahí de punta en blanco.
—Bien. Pasemos a otra cosa. ¿Echas algo más en falta?
—Un
haori
de seda bordado regalo de mi tía Kono. Algo de esa calidad es imposible de encontrar hoy en día.
—No te he preguntado nada sobre lo difícil que sería encontrar la prenda hoy día sino sobre su valor. ¿Cuánto costaría?
—No menos de quince yenes.
—¿Quieres decir que has andado por ahí vestida con una prenda de quince yenes? ¡Eso sí que es una extravagancia! Me da la impresión de que vistes por encima de nuestras posibilidades.
—¿Y eso qué importa? Tú no lo compraste.
—Bueno. ¿Qué más te falta?
—Un par de calcetines negros.
—¿Tuyos?
—No digas tonterías. ¿Cuándo has visto a una mujer vistiendo calcetines negros? Eran tuyos. Y costaban unos veintisiete céntimos.
—¿Qué más?
—Una caja de ñames.
—¿También se ha llevado los ñames? Me pregunto cómo se los habrá comido, si cocidos o en sopa.
—¿Cómo quieres que lo sepa? Ve y pregúntaselo a él.
—¿Cuánto costaban?
—No tengo ni idea del precio de los ñames.
—En ese caso, digamos doce yenes y cincuenta céntimos.
—¡Eso es ridículo! Incluso en el caso de que los hubieran cultivado en Kyushu y los hubieran transportado hasta aquí sobre la chepa, ¿cómo iban a costar semejante dineral?
—Dijiste que no sabías lo que costaban.
—Lo dije y lo mantengo, pero doce yenes con cincuenta es una cantidad absurda.
—¿Cómo puedes mantener a un tiempo que no sabes lo que cuestan y que doce yenes con cincuenta es una cantidad absurda? No tiene ningún sentido. A no ser que seas Otanchin Paleologus.
—¿Que sea quién?
—Otanchin Paleologus.
—¿Quién es ése?
Difícilmente se podría culpar a la señora por su ignorancia. A pesar de la larga experiencia que he ido adquiriendo, de la rara habilidad que he ido desarrollando a la hora de descodificar los pensamientos del maestro expresados en viles juegos de palabras, en retorcidas referencias en japonés dialectal, y en mustios panfletos de erudición occidental, debo decir que esa demostración particular de su capacidad resultaba aún más oscura y absurda de lo normal. No estoy seguro del todo de lo que quería decir con la alusión a ese extraño personaje, pero sospecho que lo único que pretendía era demostrarle a su mujer que era un poco bruta. ¿Por qué complicarlo todo tanto y no dejarlo simplemente en Otanchin, sin añadir nada más? Porque a pesar de los temerarios ataques contra su mujer, el maestro no estaba completamente convencido de que ella hubiera escuchado «Otanchin», una palabra que se utiliza coloquialmente para referirse a alguien medio tonto. ¿Qué hizo entonces? Buscó un camino intermedio entre «Otanchin» y «Konstantin», el nombre que recibía el último emperador de Bizancio, de la familia de los Paleólogos y, a través de una serie de conexiones cerebrales abstrusas, vedadas a la comprensión del resto de la humanidad, acabó en semejante expresión para no decirle abiertamente a su mujer que era muy bruta y tener que asumir las consecuencias del insulto. Sin duda, la señora estaba confundida y exigía una explicación.
—No te preocupes por eso. ¿Qué más ponemos en la lista? Todavía no has mencionado mi
kimono
.
—No te preocupes por el
kimono
. Sólo dime qué quiere decir eso de Otanchin Paleologus.
—Nada. Es una cosa sin sentido que me he inventado.
—Eres tan inteligente que estoy segura de que podrás explicarlo. ¿Por qué clase de tonta me tomas? Te aprovechas de mí porque no sé hablar inglés
—Deja de decir tonterías y sigamos con la lista. Si no nos damos prisa con esto, jamás recuperaremos nuestras propiedades.
—Oh, ya es demasiado tarde para lo de la denuncia. Y ahora dime a qué te referías con lo de Otanchin Paleologus.
—Mira que te estás poniendo pesada... Ya te dicho que no quiere decir nada, no tiene ningún sentido. Y no tengo nada más que decir.
—Bueno, si sigues con esa actitud, por mi parte se acabó la lista.
—¡Qué tozudez! Hazla tú entonces. No pienso seguir escribiéndola para ti.
—Pues haz lo que quieras. Pero luego no vengas a molestarme con que si falta esto o lo otro. Me da exactamente igual si escribes la denuncia o no.
—Entonces olvidémoslo —sentenció el maestro. Con sus habituales formas bruscas se puso en pie y se metió en su estudio. La señora Kushami se retiró al cuarto de estar y se sentó frente a su caja de costura. Durante al menos diez minutos ambos permanecieron en silencio mirando hacia la puerta corredera que les separaba.
Así estaban las cosas cuando apareció el señor Tatara Sampei, el donante de ñames. Abrió la puerta principal, y entró enérgicamente en el salón. Hay que decir que este Tatara fue durante cierto tiempo el chico de los recados de los Kushami, pero una vez se licenció en Derecho, encontró un trabajo en el departamento de minas de una gran compañía. Como Suzuki, aunque más joven, se había convertido en un digno representante de esa especie protegida que es el hombre de negocios. Sin embargo, con motivo de su antigua relación, todavía visitaba de tanto en tanto la humilde morada de su benefactor. De hecho, como hacía un tiempo casi había formado parte de la familia, había ocasiones en las que pasaba con los Kushami el domingo entero.
—Qué tiempo tan maravilloso, señora Kushami. —Se sentó frente a ella con sus pantalones recogidos por encima de las rodillas y la saludó en el dialecto de Karatsu.
—¡Vaya! Hola Tatara.
—¿Ha salido el maestro?
—No, está en su estudio.
—No creo que sea muy bueno para su salud estudiar de esa manera. Hoy es domingo y hay que disfrutar un poco, ¿no cree? Si no la semana se hace demasiado larga, ¿no le parece?
—No tiene sentido que me lo digas a mí. Ve y díselo a él.