Authors: Natsume Soseki
El muchacho en cuestión era un estudiante, como Yukie, y andaría por los dieciséis o diecisiete años. Tenía el pelo muy corto, y un cráneo de tamaño considerable. Tenía una nariz chata en medio de la enorme cara. Cuando llegamos a la habitación, ya había tomado asiento, aunque su aspecto dejaba adivinar que se trataba de alguien muy tímido, en cierto modo cobarde. Aparte de su enorme cráneo, no había nada más a destacar en su fisonomía. Si llevando la cabeza tan rapada llamaba la atención, con más motivo le mirarían si se dejase el pelo tan largo como el maestro. Una de las teorías de Kushami era, precisamente, que las cabezas grandes suelen venir acompañadas de inteligencias estrechas. Puede que tuviera razón, pero es justo reconocer que a nadie dejaba indiferente la visión de semejantes cabezones napoleónicos. El visitante vestía un
kimono
de tipo estudiantil, pero no sabría decir si el corte era de Satsuma, Kurume o incluso de Iyo
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Desde luego, no era un
kimono
normal y corriente. Tenía las mangas muy cortas y no se le veía debajo ni camisa ni camiseta. Quizás es que se había puesto de moda no usar ropa interior debajo del
kimono
, pero en aquel caso creo que se trataba más bien de una muestra de desaliño. Como no llevaba calcetines tampoco, había dejado tres huellas en el
tatami
, como el ladrón, y se había sentado sobre la cuarta huella, quizás para ocultarla. Parecía tímido y mostraba una actitud sumisa. Nada extraño, en cualquier caso. Así debía ser el comportamiento de un desconocido que se planta en casa ajena, aunque fuese propietario, como aquél, de una cabeza descomunal. Lo incongruente habría sido que esa actitud la mostrase uno de esos degenerados que se pavonean ante todo el mundo de no tomarse la molestia de hacer una reverencia a sus profesores cuando se cruzan con ellos por la calle, o, por supuesto, de no preocuparse por sentarse adecuadamente, como haría cualquiera. Es más, como ese espécimen en particular estaba tratando de comportarse como si fuera un caballero de cuna, un hombre de modestia y virtud naturales, los sufrimientos que le debía de estar causando su pobre actuación debían de ser terribles. Un estudiante hacía lo que le daba la gana en clase y en cualquier sitio, y aquél en concreto estaba representando una comedia, una triste comedia, haciendo creer que estaba dotado de un autocontrol que, evidentemente, no tenía. Era lamentable y, al tiempo, divertido. Por muy estúpido que fuese el maestro, en situaciones como ésa era bien consciente de su superioridad. De hecho, el maestro parecía muy a gusto consigo mismo.
Se dice que incluso una mota de polvo, si se la deja el tiempo suficiente, puede llegar a convertirse en una montaña. Un grupo compuesto por una serie de alumnos como aquél que tenía sentado en su salón sería perfectamente capaz, si se organizase, de forzar la expulsión de un profesor, o incluso de organizar una huelga. Cuando un cobarde se apoya y se refugia en el grupo, cabe el peligro de que se transforme en un bravucón. Lo mismo le sucede a un alumno amparado por el escudo de sus compañeros. Pero, en aquel caso, ese individuo en concreto estaba solo, y separado de su pelotón. No podía mostrarse ni omnipotente ni desafiante con su profesor. Tenía que mostrar respeto pues, al fin y al cabo, estaba en una casa ajena.
El maestro entró en la sala y le ofreció el cojín para sentarse. El visitante le dio las gracias con voz débil, pero no se movió, a pesar de que el maestro se había tomado la molestia de ofrecerle un cojín para que se sentara. Ese cojín no se había comprado por motivos decorativos, sino específicamente para complacer a los invitados. Si el alumno se negaba a usarlo, la función del cojín quedaba anulada y, por tanto, la situación de quién lo ofrecía podía resultar embarazosa. El alumno no hacía más que mirar al cojín sin levantar la vista, pero no acababa de sentarse en él. Creo que no es que no le gustase, es que, simplemente, no estaría acostumbrado a tales formalidades. La última vez que habría utilizado semejante cosa habría sido probablemente durante los funerales de su abuelo. Así que permanecía totalmente quieto, sin moverse. Su presencia se estaba haciendo odiosa. Habría sido mejor que se guardara aquella actitud tan recatada para las horas de clase, en lugar de sacarla a relucir en ese momento: temblaba de miedo cuando no había razón, y se mostraba altivo cuando tocaba mostrar respeto o alborotaba cuando debía guardar silencio. El suyo era un comportamiento absurdo. Se abrió la puerta corredera y apareció Yukie, que le ofreció ceremoniosamente una taza de té al huésped. En otras circunstancias, aquél habría sido el motivo perfecto para empezar con la broma del té salvaje, pero en aquella ocasión, delante del maestro y de aquella muchacha que le ofrecía té según el rito de la Escuela Ogasawara,
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se sentía profundamente cohibido. Yukie sonrió mientras cerraba la puerta. Las chicas, generalmente, son más atrevidas que los chicos. Al menos, Yukie lo era. Especialmente si se la comparaba con aquel tipo tan taciturno. Su risa destacaba especialmente ahora, por contraste con su anterior llanto.
En cuanto Yukie salió, cayó un silencio sepulcral sobre la sala. El maestro se dio cuenta de que, si no hacía nada, aquella visita podía acabar convirtiéndose en una especie de ejercicio espiritual, así que se decidió a tomar la iniciativa:
—¿Cuál dijiste que era tu nombre?
—Furui.
—Furui es un apellido. ¿Cómo te llamas?
—Buemon. Me llamo Buemon Furui.
—Vaya. Qué nombre tan clásico. Desde luego no suena nada moderno. Estás en cuarto curso, ¿no es así?
—No.
—¿En tercero?
—Estoy en segundo.
—¿En la clase A?
—En la clase B.
—¿En la clase B, dices? Hum... Entonces, yo soy tu profesor. Ya veo, oh, sí, sí, claro, lo recuerdo...
El maestro, aunque no lo demostrase, parecía impresionado. A pesar de que se estaba haciendo el desentendido, había reparado en esa cabeza monstruosa desde el día en que comenzó el curso y, de hecho, había reconocido inmediatamente a su portador. Le impresionaba tanto el inmenso cráneo, que a menudo soñaba con él. Sin embargo, nunca había sido capaz de relacionar ese nombre tan clásico con el propietario de ese cráneo gigantesco y, por tanto, tampoco fue capaz de relacionar ambas cosas con su clase. Por eso, cuando reparó en que la cabeza que invadía sus sueños era la de un alumno que estaba realmente en su clase, sintió una genuina extrañeza. En realidad lo que sintió lúe mucho más que extrañeza, porque no podía imaginarse ni por asomo el motivo de aquella visita. El maestro era muy impopular entre sus alumnos, y difícilmente recibiría la visita de cortesía de uno de ellos. De hecho, la visita de ese Buemon Furui era la primera que recibía, de ahí que se sintiera un tanto perdido. Era inconcebible pensar que le visitaba por mera cortesía social, y aún más inconcebible que lo hiciera por algún motivo personal. Era más lógico suponer que el alumno se había presentado allí para darle algún consejo al maestro, que dejara la profesión, quizás, pero, en ese caso, habría mostrado una actitud más desafiante y menos sumisa. El alumno, por su parte, estaba tan azorado que parecía haber olvidado el motivo por el que estaba allí. Al final el maestro fue capaz de plantear la pregunta esencial:
—¿Has venido para charlar?
—No.
—¿Tienes algo que decirme? —Sí.
—; Sobre la escuela?
—Sí. Me gustaría decirle algo sobre...
—¿De qué se trata, dímelo?
—Bueno.
Buemon Furui bajó los ojos y se quedó callado. Aunque, para ser un alumno de segundo año, bastante hablaba. A pesar de que, al parecer, su cerebro estaba más bien poco desarrollado en relación al tamaño de su cráneo, se expresaba mejor que la mayoría de sus compañeros de la clase B. De hecho, fue él mismo quien poco tiempo antes había puesto al maestro en una situación delicada al preguntarle cómo se decía «Colón» en japonés. Un orador como él, que ahora tartamudeaba como una tímida princesita de los cuentos, debía de estar realmente preocupado para aparecer en su casa de ese modo. Su resistencia a hablar, pues, no podía obedecer simplemente a una cuestión de modestia. Incluso el maestro pensaba que aquello era tremendamente raro.
—Si tienes algo que decir, dilo. ¿Por qué te quedas callado?
—Es que es un poco difícil de explicar...
—¿Difícil? —preguntó el maestro mientras escrutaba la cara de su alumno. Éste seguía mirando al suelo con una expresión de la que era imposible extraer ninguna lectura. El maestro cambió su tono de voz y dijo con suavidad:
—No te preocupes. Puedes decirme lo que quieras. No hay nadie más escuchando y yo no se lo contaré a nadie.
—¿De verdad puedo contárselo? —Buemon Furui seguía dudando.
—¿Por qué no ibas a poder?
—Está bien. Se lo diré. —Levantó abruptamente su cabeza rapada y miró directamente al maestro. Sus ojos tenían forma triangular. El maestro tenía los carrillos llenos de humo del tabaco que acababa de aspirar. Lentamente lo fue soltando por sus grandes aletas nasales, mientras examinaba la cara del alumno.
—Bueno, las cosas últimamente se han puesto algo difíciles. ..
—¿Qué cosas?
—La verdad es que todo resulta terriblemente difícil, y por eso he venido...
—Bien, pero ¿qué es lo que te parece tan difícil? —Yo, en realidad no quería hacerlo, pero Hamada me pidió que se lo prestara...
—¿Cuando dices Hamada, te refieres a Heisuke Hamada? —Sí.
—¿Quieres decir que le prestaste dinero para la pensión, o algo por el estilo?
—¡No, no! No fue eso lo que le presté. —¿Entonces qué? —Le presté mi nombre. —¿Y para qué quería él tu nombre? —Envió una carta de amor. —¿Que envió qué?
—Dije que le llevaría la carta a la oficina de correos en lugar de prestarle mi nombre.
—No entiendo lo que dices. ¿Quién hizo qué? —Envió una carta de amor. —¿A quién?
—Como ya le he dicho, me resulta complicado decírselo.
—Bien, recapitulemos. Quieres decir que enviaste una carta de amor a una mujer, ¿no es eso?
—No fui yo.
—La envió Hamada.
—No, tampoco la envió él.
—¿Quién lo hizo, entonces?
—No lo sé.
—Todo esto que dices no tiene sentido... ¿Entonces nadie la envió?
—Lo único que yo puse fue el nombre.
—¿Sólo pusiste el nombre? No entiendo nada. Tienes que explicarme lo que pasó con claridad y lógica. En primer lugar, ¿quién recibió la carta de amor?
—Una chica que se llama Tomiko Kaneda, que vive justo ahí, en la esquina.
—¿Kaneda, la del hombre de negocios?
—Sí, su hija.
—¿Y qué quieres decir con lo de que prestaste tu nombre?
—Como esa señorita es una engreída y una presuntuosa, decidimos enviarle una carta de amor. Hamada dijo que debía ir firmada y yo le dije que lo hiciera él mismo, pero él me contestó que su nombre no daba la talla y que el mío era mucho más impresionante. Por eso se lo presté.
—¿Conoces a la chica? ¿Sois amigos?
—¿Amigos? Por supuesto que no. En mi vida la he visto.
—¡Qué imprudente! Mandar una carta de amor a una chica a la que nunca has visto. ¿Por qué lo hiciste?
—Todo el muño dice que es una engreída pomposa, así que nos queríamos reír de ella.
—¡Aún peor! Y encima mandaste la carta firmada con tu nombre.
—Sí. La carta la escribió Hamada. Yo presté mi nombre, y Endo se acercó por la noche hasta la casa para echarla al buzón.
—¿Así que los tres sois responsables?
—Sí, pero cuando después pensé que quizás me expulsarían del colegio, me preocupé tanto que llevo dos o tres noches sin dormir. No puedo comportarme como hago normalmente.
—Lo que hicisteis es una cosa increíblemente estúpida. Dime, además de firmar la carta, ¿pusisteis la dirección de la escuela?
—No, no hicimos ninguna mención a la escuela.
—Algo es algo. Si lo hubierais hecho, el buen nombre de la escuela se habría visto involucrado.
—¿Cree que me expulsarán?
—No soy yo el que tiene que decidirlo.
—Es que mi padre es muy estricto y mi madrastra es una bruja. Si me expulsan, estaré en un buen lío. ¿Usted cree que lo harán?
—Debes entender que hicisteis mal.
—Yo no quería hacerlo, pero me dejé arrastrar. ¿Usted podría ayudarme?
Las lágrimas le corrían por la cara. El pobre Furui imploraba la ayuda del maestro.
La señora y su sobrina, mientras tanto, escuchaban tras la puerta corredera, y apenas podían contener la risa. El maestro, dándose importancia, no dejaba de repetir: «Bueno, no lo sé». Todo aquello era fascinante.
Es muy posible, e incluso muy razonable, que alguien se pregunte qué encontraba yo de fascinante en todo aquello. Para cualquier criatura viviente de este mundo, ya sea humano o animal, lo más importante es conocerse a uno mismo. Aunque seamos iguales en muchas cosas, un hombre que se conoce a sí mismo es más digno de respeto que un gato, por muy iluminado que esté el felino. El mismo día en que los seres humanos con los que suelo tratar diariamente alcancen ese grado de conocimiento de sí mismos, juro que abandonaré inmediatamente este relato de acontecimientos, por injustificado e innecesario. Sin embargo, lo cierto es que sólo unos cuantos conocen la verdadera longitud de su nariz, y menos aún conocen realmente de qué pasta están hechos. Así que no tiene sentido preguntarle entonces a un simple gato como yo, carente siquiera de nombre, la razón de su fascinación por la escena que se estaba desarrollando en la salita. Los seres humanos suelen ser muy presuntuosos, y tienen sobrados motivos para ello. Se creen los reyes de la creación, y pregonan constantemente su supuesta superioridad, a pesar de que padecen graves carencias en lo que respecta a la percepción de sí mismos. Lo peor de todo es que están convencidos de la importancia de su papel en el mundo, lo cual, permítanme, es verdaderamente risible. Pregonan por doquier la nobleza de su sangre, pero a mí me cuesta mucho comprender la razón de tanto orgullo. Ni su lógica ni su sentido común les llevarán nunca a renunciar a ese papel que se atribuyen de reyes de la creación. La raza humana, en su necedad, será capaz de extinguirse antes de renunciar voluntariamente a la fantasía sobre su propia trascendencia como especie. Cualquier criatura que se comporte con semejante inconsistencia de juicio, y que se niegue a reconocer lo contradictorio de tales ínfulas, resultará, como poco, digna de chanza. Y, como el ser humano es, de hecho digno de chanza, de ello se deduce que también es un animal profundamente estúpido.