Soy un gato (72 page)

Read Soy un gato Online

Authors: Natsume Soseki

BOOK: Soy un gato
3.09Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Qué lírico! Podría ser perfectamente el tema de un poema modernista. ¿Cómo ha dicho que se llamaba ese sitio? —preguntó Kangetsu que siempre mostraba un interés desmedido cuando se trataba de la desnudez femenina.

—Córdoba. Los hombres jóvenes pensaron que era una lástima no poder bañarse con las mujeres ni poder apreciar mejor sus formas bajo una luz más propicia, así que urdieron un plan...

—¿En serio? Cuenta, cuenta. Esto se pone interesante —dijo Meitei. La sola mención de la existencia de un plan tenía sobre él el mismo efecto vigorizante que había tenido antes en Kangetsu la mera mención de la desnudez.

—Tocaron todas las campanas de la ciudad una hora antes de lo previsto y las mujeres, inconscientes por naturaleza, fueron en tropel a la orilla del río para su baño y se desnudaron como tenían por costumbre. Cuando saltaron al agua se dieron cuenta, ya demasiado tarde, de que todavía era de día.

—Sería uno de esos días de otoño en que el sol no termina de ponerse.

—La moraleja de la historia es muy sencilla. Uno debe estar siempre alerta para no dejarse cegar por la fuerza de la costumbre y por las realidades más obvias.

—No está mal tu sermón. Es una historia que merece la pena recordar. Pero déjame que te cuente algo que leí en una revista hace poco, y que se refiere también a alguien cegado por la fuerza de la costumbre. Contaba el artículo que había una tienda de antigüedades con multitud de objetos de arte, pinturas de artistas famosos, utensilios utilizados por personas ilustres, etc. Todos los artículos eran auténticos y de primera calidad, de ahí que su precio fuera altísimo. Un día entró un aficionado a las antigüedades y preguntó el precio de un
kakeyiku
.
[117]
Era debido a Motonobu, hijo de Masanobu el fundador de la escuela Kanó, a principios del siglo xvi, y costaba una barbaridad, digamos que seis mil yenes. El interesado dijo que le gustaba mucho pero que no llevaba ese dinero encima y, por tanto, tendría que dejarlo para otra ocasión.

—¿Cómo es posible que sepas con esa exactitud lo que dijo el cliente? —preguntó el maestro.

—No te preocupes, sólo es una historia y puedo hacer que el cliente diga lo que a mí me parezca. En fin, los propietarios de la tienda le dijeron que no se preocupara, ya que para los amantes de Motonobu, el pago de una de sus obras no era una cuestión crucial. Añadieron que si le gustaba tanto podía llevársela, pero el cliente no se atrevía a aceptar. Entonces le propusieron que pagara en cómodos plazos mensuales de cien yenes. Al final, el cliente aceptó el trato.

—Parece como si le estuviera vendiendo la
Enciclopedia Británica
a plazos.

—Sí, pero lo que estoy contando es completamente distinto. Si escuchas atentamente te darás cuenta. Supongamos que compras el cuadro y tienes que pagar cien yenes mensuales. ¿Cuántos meses tendrías que pagar hasta saldar tu deuda?

—Si no me equivoco, tardaría cinco años, ¿no es así?

—Exacto, cinco años. Ahora, Dokusen, ¿cinco años es un periodo largo o corto? —Dokusen adoptó la pose de un sabio Zen y entonó:

 

Un simple minuto puede convertirse

en una eternidad sempiterna,

a la vez que diez milenios pueden transcurrir

en un abrir y cerrar de ojos.

 

—Otra vez con lo mismo —repuso el maestro—. ¿Hay algún sentido oculto detrás de tu reflexión, algo que trascienda el sentido común? En cualquier caso, un pago mensual de cien yenes a cinco años implica sesenta letras, y ahí es donde reside precisamente el peligro del hábito. Si uno paga cien yenes un mes, y luego otro mes, y así hasta cincuenta y dos meses, acabará acostumbrándose al pago, y, vencido el plazo, no podrá parar, ni aunque quiera. Continuará pagando religiosamente sus cien yenes mensuales sólo por la fuerza de la costumbre. Se supone que los hombres somos muy inteligentes, pero todos tenemos la misma debilidad: seguimos nuestras costumbres sin cuestionarnos nada. Mi planteamiento es sencillo: de ser yo el dueño de la tienda, aprovecharía para que el cliente siguiese pagando cien yenes mensuales hasta el día de su muerte.

—No me parece mala idea —dijo Kangetsu—, pero dudo mucho que encuentre fácilmente clientes tan olvidadizos.

Al maestro, sin embargo, la historia no debió de parecerle especialmente divertida. Con una voz muy seria dijo:

—Por desgracia esas cosas suceden. Yo solía pagar religiosámente las letras del crédito que me concedió la universidad para realizar mis estudios. Llegó un momento en que perdí la cuenta y sólo dejé de pagar cuando me llamaron para decir que no siguiera haciéndolo.

—¿Veis? —aulló Meitei—. Tenemos frente a nosotros al vivo ejemplo del cliente estafado. Resulta que el que se mofaba antes de mi descripción del futuro del mundo, admite en este momento que es justo pagar en infinitas letras lo que con sesenta habría quedado saldado. Vosotros, que sois jóvenes e inexpertos —dijo dirigiéndose a Kangetsu y Toito—, deberíais prestar más atención a lo que decimos los mayores e intentar estar atentos para que nadie os engañe.

—Escucho y tomo nota —respondió Kangetsu—. Nunca en mi vida aceptaré pagar más de sesenta letras.

—Quizás te parezca una broma, Kangetsu, pero te aseguro que es una historia de lo más instructiva —dijo Dokusen—. Supongamos por ejemplo que alguien tan sabio y experimentado como Meitei y Kushami, te dicen que has actuado indebidamente al casarte sin dar explicaciones a nadie. Imagina que te dicen que deberías ir a casa de los Kaneda a presentar tus disculpas. ¿Qué harías? ¿Te plantarías allí?

—Si alguien como ustedes me lo pidiera, no tendría inconveniente en ir a presentar mis excusas. Pero desde luego, yo no pienso ir por propia iniciativa.

—¿Y si te lo ordenase un policía?

—Entonces sí que me negaría rotundamente.

—¿Y si te lo pidiera un ministro del gobierno?

—Pues entonces me negaría aún con más motivo.

—¿Veis cómo han cambiado las cosas? No hace mucho tiempo el poder de las autoridades era ilimitado. Luego, llegó un tiempo en el que ya se le imponían ciertas restricciones, y hoy en día, ni los ministros pueden con nosotros. Para dejar las cosas claras, diré que somos testigos de un tiempo en el que cuanto mayor es el poder de la autoridad, más crece la resistencia a ese poder. Nuestros padres se quedarían perplejos si comprobaran cómo las cosas que ordenan nuestros gobernantes se quedan sin cumplir la mayoría de las veces. En esta época, sin duda, hay muchas cosas que los más ancianos siquiera se habrían atrevido a imaginar. Es increíble la rapidez con la que cambian y evolucionan las personas. Por mucho que os riáis de la visión que Meitei tiene del futuro, haríais bien en no dormiros en los laureles, no sea que un buen día os encontréis con la verdad de frente.

—Honrado me siento de tener unos amigos que me aprecian tanto, así que, si me permitís, seguiré con mi descripción sobre lo que nos deparará el futuro. En primer lugar, me gustaría señalar, como muy bien ha hecho Dokusen, que cualquiera que en nuestros días se sienta orgulloso de su poder en virtud de una autoridad delegada, o que pretenda mantenerla yendo por ahí con una tropa armada con lanzas de bambú, resultará tan patético y anticuado como aquel vejestorio que aseguraba que su palanquín iba mucho más rápido que el tren. Creo que el mejor ejemplo de todo esto es el usurero de Kaneda, a quien yo personalmente considero el más grotesco de todos los hombres, aunque quizás deberíamos relajarnos y dejar que sea el rodillo del tiempo el pase sobre él y lo aplaste. En cualquier caso, mi previsión sobre el futuro tiene poco que ver con cuestiones tan insignificantes, y mucho sin embargo con fenómenos sociales que determinarán a la postre el destino de la especie humana. Amigos míos, si analizáis las tendencias actuales y las observáis a largo plazo, no tendréis más remedio que aceptar conmigo que el matrimonio como tal desaparecerá. ¿Sorprendidos de que la sagrada institución esté llamada a desvanecerse? Las bases de mi previsión ya se han establecido y, creo yo, ya han sido aceptadas. Cuando la familia estaba representada por el padre, el distrito por el magistrado y la provincia por el señor feudal, los que no ostentaban esos cargos carecían de personalidad alguna. Suponiendo que, excepcionalmente, la tuvieran, era algo tan inapropiado para su posición social que nunca se les reconocía. De pronto, las tornas cambiaron y todos descubrimos que estábamos dotados de personalidad y que cada uno podía optar a una recién descubierta individualidad. Cada vez que dos personas se encuentran, sus actitudes muestran una disposición al enfrentamiento, una determinación soterrada a mostrar que «yo soy yo, y tú eres tú», es decir, a evidenciar que ningún ser humano es más que otro. Evidentemente, todo individuo ganará en fortaleza en virtud de su nueva individualidad, recién hallada. Pero, precisamente, como cada cual se ha hecho más fuerte, nuestra debilidad también crece en la misma medida. Ciertamente, como ahora es más difícil que nos opriman, nuestra fortaleza aumenta. Pero paradójicamente, puesto que ahora es más difícil mediar en los asuntos de los demás, a la vez esta fortaleza individual nos debilita. Naturalmente, a todos nos gusta ser fuertes, del mismo modo que nos disgusta ser débiles. En consecuencia defendemos con uñas y dientes nuestra posición en la sociedad y saltamos como fieras a la mínima oportunidad sobre nuestro prójimo. Al mismo tiempo, nos esforzamos por buscar los puntos débiles del otro para atacarle donde más le duele: en su individualidad. Por esta razón, las relaciones entre la gente se han enfriado, y nos hemos complicado la vida de tal manera que la presión social ha aumentado hasta límites insospechados. Vivimos en una tensión constante y pretendemos aparentar ser fuertes, pero en realidad nos sumergimos en un infierno de penas y amarguras. Para desterrar este infierno, inventamos distintas estrategias a fin de levantar barreras entre nosotros. Esas barreras, ante todo, nos separan de nuestros padres, y así los primogénitos se independizan cada vez más pronto de sus progenitores para no vivir más bajo el yugo familiar. En los lugares más apartados e inaccesibles de Japón, en lo más profundo de las regiones montañosas, todavía hay familias enteras viviendo juntas bajo un mismo techo en perfecta armonía. Esa armonía es posible porque no hay nadie, excepto el cabeza de familia, que tenga una personalidad propia. Y, si se da el caso de que aparezca un rival, el afectado se cuidará muy mucho de guardarse su individualidad para sí. En la sociedad moderna, sin embargo, cada miembro de una familia lucha con fiereza contra el otro, igual que sucede entre desconocidos. Con ello, cada uno consigue mantener su posición en el grupo, y de paso debilita a sus congéneres.

»En Europa, donde la modernización de la sociedad ha llegado a un punto todavía desconocido en Japón, esta desintegración de las familias de varias generaciones es ya un hecho desde hace décadas. Si se da la circunstancia de que los hijos viven en la misma casa de los padres, con frecuencia pagarán su alojamiento, como harían en cualquier otro lugar. De igual manera, si un hijo le pide prestado dinero a su padre, se lo devolverá con intereses, como si se lo estuviera pidiendo a un banco. Este tipo de arreglos sólo son posibles cuando los padres muestran el debido respeto a sus hijos. Creo que, antes o después, estas costumbres llegarán a nuestro amado Japón. Hace ya muchos años que los tíos, las tías, los primos y las primas abandonaron la morada familiar para iniciar su vida de forma independiente; pues bien, ahora le ha llegado el turno a los padres y a los hijos. Nunca estaremos en paz a menos que nos establezcamos en otra parte y dejemos espacio para los que vengan después de nosotros. Y una vez que padres e hijos, hermanos y hermanas se hayan separado ¿qué más se puede esperar? Únicamente quedará que sean los maridos y las mujeres los que se separen. Hay mucha gente que aun hoy insiste en la idea de que un hombre y una mujer son matrimonio sólo por el hecho de vivir juntos. Pero la cuestión es que sólo pueden llegar a hacerlo si sus respectivas individualidades se armonizan adecuadamente.

Eso era algo que antiguamente jamás sucedía, pues en aquellos tiempos imperaba el adagio confuciano: «Dos cuerpos, un solo espíritu». Marido y mujer eran una sola persona. Aun después de la muerte continuaban estando juntos, e incluso se les solía enterrar en la misma tumba. Pero hoy todo eso ha cambiado. Ahora un marido es simplemente un hombre que se ha casado, mientras que una esposa es alguien que estudió en una excelente escuela donde la enseñaron a reforzar su individualidad y a peinarse a la occidental para convertirse en la novia de alguien. Evidentemente, el hombre con el que se casó es incapaz de lograr que ella haga lo que él quiere. Si se da el caso y la mujer le obedece, la gente dejará de considerarla una mujer, y andará murmurando y cuchicheando que se ha convertido en una muñeca, o en una mera figura decorativa. Cuanto más se esfuerce la mujer por convertirse en una compañera inteligente, más espacio demandará su individualidad y menos podrá controlarla su marido. Y ahí, inevitablemente, empezarán las peleas. Y ocurrirá que cuanto más inteligente sea la mujer, más intensas y cruentas serán las peleas. En un matrimonio de esas características se establece una frontera como la que existe entre el agua y el aceite. Las cosas no estarían mal si al menos mantuvieran una cierta calma, pero esa línea de fricción marital subirá y bajará constantemente, y tenderá a situar toda la convivencia doméstica al borde de un precipicio. Es por todo eso por lo que la especie humana pronto llegará a la conclusión de que no merece la pena de que los matrimonios vivan juntos.

—¿Y entonces qué habría que hacer? Si todo el mundo se divorciase, vaya perspectiva que nos pinta —observó Kangetsu.

—Pues yo creo que se trata de la única salida. ¿Qué otra cosa se podría hacer si no? Para mí está claro que, según pintan las cosas hoy en día, antes o después todos los matrimo nios acabarán por romperse. No tardando mucho, a todos los que vivan juntos se les considerará bichos raros.

—Así que supongo que alguien como yo puede ser considerado también uno de esos bichos raros... —Kangetsu no perdía oportunidad de recordarle a todo el mundo su reciente matrimonio.

—Tú tienes suerte de haber nacido en la era Meiji —apuntó Meitei—. En estos tiempos todavía se respetan las costumbres y las tradiciones. Siendo, como soy, un profeta especialmente dotado para ver las cosas que sucederán en el futuro, estoy dos o tres pasos por delante del resto de los mortales. Sé bien que hay mucha gente que anda por ahí diciendo que todavía estoy soltero por causa de un desengaño amoroso sufrido mucho tiempo atrás, pero lo que les pasa a los que dicen eso es que tienen una mente tan estrecha que son incapaces de ver más allá de sus propias narices. —Aquí Meitei hizo una pequeña pausa—: Pero volviendo a mis predicciones de futuro... Un buen día aparecerá un filósofo como caído del cielo que se dedicará a predicar una verdad todavía no revelada: que todos los miembros de la humanidad, hombres y mujeres, son, antes que otra cosa, individuos. El emparejamiento de esos individuos sólo podrá conducir a la total destrucción de la raza humana, y como el propósito de la vida humana es mantener y desarrollar esa individualidad, ningún sacrificio será demasiado grande para que se alcance ese fin. Este filósofo afirmará que es contrario a las necesidades de la humanidad continuar con esa antigua y bárbara costumbre de emparejarse en matrimonio. Esos ritos primitivos quizás fueran comprensibles antes del descubrimiento de la sacrosanta individualidad, pero permitir que tales horrendas costumbres tengan lugar en una era en la que el hombre por fin podrá pensar por sí mismo, será impensable. ¡El deplorable hábito del matrimonio deberá desaparecer! En esa cultura tan desarrollada no habrá ninguna razón por la cual dos individuos deban unirse según las normas tradicionales del matrimonio. Una vez ese filósofo caído del cielo haya explicado claramente sus revelaciones, dejarse llevar por emociones básicas y volátiles que pueden concluir en una ceremonia de matrimonio se verá como un acto extremadamente inmoral, propio de jóvenes sin educación. Incluso hoy, en las actuales circunstancias, deberíamos hacer lo que pudiéramos para eliminar esas costumbres tan salvajes.

Other books

Wicked by Sara Shepard
Lonestar Secrets by Colleen Coble
Books Burn Badly by Manuel Rivas
Tropical Depression by Laurence Shames
Ravishing in Red by Madeline Hunter