Authors: Natsume Soseki
—¿Pero qué pasó con su baño?
—Iba a dárselo, pero justo antes de entrar en las instalaciones se acordó de que se había olvidado la cartera y volvió a recogerla. ¡Qué mala sombra! Como si pensara que le iba a robar la cartera...
—¿Estás seguro de que no lo harías si te la pusieran delante? Parece que te diste mucha prisa con los cigarros.
—Estás de broma. No tiene nada que ver una cosa con l.i otra. En cualquier caso, el hombre demostró ser una persona de buenos sentimientos. Cuando abrió la puerta, la habitación estaba tan llena de humo como si no la hubieran ventilado en dos días. No le costó mucho esfuerzo darse cuenta de lo que estaba pasando.
—¿Te dijo algo?
—Los años le habían enseñado a controlarse. Sin decir nada, envolvió cincuenta o sesenta cigarrillos en un papel y luego, girándose hacia mí, me dijo: «Le ruego me disculpe por su mala calidad, pero si estos cigarrillos pueden ser de utilidad para usted, me honraría que los aceptase». Después, se dio media vuelta y se marchó cerrando la puerta tras él.
—A lo mejor es a eso a lo que se refieren cuando hablan del «estilo de Tokio».
—No sé si se tratará del estilo de Tokio o del de los sastres, pero lo cierto es que después de aquello nos hicimos buenos amigos y pasamos dos semanas muy entretenidas.
—¿Y todo ese tiempo fumando de gorra?
—Ya que me lo preguntas, sí.
Al maestro le resultaba difícil rendirse con elegancia, pero a veces hacía sus intentos. Cerró el libro, que sostenía sobre su estómago y dijo:
—¿Habéis terminado ya con la historia del violín?
—No, todavía no. Estamos llegando a una parte interesante, así que le ruego que escuche. También me gustaría que escuchase esa persona que está dormida encima del tablero de
go
. ¿Cómo se llamaba? Dokusen, ¿no? Bueno, no creo que sea muy bueno dormir de ese modo. Creo que ha llegado el momento de despertarle.
—¡Eh, Dokusen! Despierta. Despierta. Que la historia se pone interesante. ¡Despierta! Por aquí dicen que es malo que duermas tanto. Es normal que tu mujer esté tan preocupada...
—¿Cómo? —Dokusen se incorporó medio tambaleante. Un hilo de saliva, como la baba de un caracol, le resbalaba por su barba de chivo.
—Estaba dormido como un tronco. Como una nube blanca en lo alto de una montaña. Qué siesta más buena...
— Todos hemos comprobado lo bien que duermes. Ahora intenta mantenerte despierto.
—Espero que merezca la pena. ¿Alguien tiene algo interesante que contar?
—Kangetsu nos estaba contando lo de su violín. Estaba a punto de... ¿De qué? No me acuerdo. Ayúdame, Kushami.
—No tengo la menor idea.
—Estaba a punto de empezar a tocarlo —intervino oportunamente Kangetsu.
—Eso. Estaba a punto de empezar a tocarlo. Anda, únete a nosotros y escucha.
—¿Todavía con el violín? ¡Qué aburrimiento!
—No deberías enfadarte. Tú eres uno de esos que tocan el arpa sin cuerdas. Kangetsu, sin embargo, tenía toda la razón al estar preocupado por no molestar con sus ruidos al resto del vecindario.
—¿Ah, sí? ¿Todavía no has aprendido a tocarlo sin que te oigan los demás?
—Pues no. Pero me gustaría mucho aprender, si es que tal cosa se puede hacer.
—No hay nada que aprender. Sólo concéntrate, como recomiendan todos los maestros Zen, en la siguiente frase: «Los bueyes blancos como la nieve habitan en el lugar donde no existen los deseos humanos». Automáticamente el deseo desaparecerá de ti y te alcanzará la iluminación. En ese momento sabrás cómo tocar música sin emitir sonidos.
Las frases de Dokusen resultaban incomprensibles. Dudé di' que estuviera bien despierto. Pero Kangetsu le ignoró delibera damente y continuó su historia sin mayores preámbulos:
—Después de mucho pensar y pensar, se me ocurrió un plan. Al día siguiente era el cumpleaños del emperador y, por tanto, fiesta nacional. Me pasé todo el día de la cama al baúl y del baúl a la cama. Cuando comenzó a atardecer y los grillos empezaron con sus cánticos, reuní el coraje suficiente para coger el violín y el arco.
—¡Al fin! —interrumpió Toito—. Kangetsu va a tocar.
—No corras tanto, Toito —dijo Meitei—. Tocar era todavía peligroso en esas circunstancias...
—En primer lugar —continuó Kangetsu—, cogí el arco y empecé a examinarlo de arriba abajo...
—Debías de parecerte a un vendedor de espadas novato —soltó Meitei.
—Si puedes coger el arco de un violín en tus manos y sentir que es tu propia alma lo que estás sosteniendo, entonces es que has alcanzado la misma condición espiritual que un samurai que desenvaina su
katana
y se pasa la tarde entera blandiéndola a la luz crepuscular. Cogí el arco con mis manos y temblé como una hoja.
—¡Vaya genio estás hecho! —dijo Toito.
—¡Uno epiléptico! —añadió Meitei.
—Por favor, por favor. Dejadle que se ponga a tocar ya de una vez —urgió el maestro.
Dokusen no decía nada, pero ponía una cara de evidente fastidio al darse cuenta de lo inútil que resultaba arrojar cierta luz sobre esas almas tan ignorantes.
—Afortunadamente, el arco demostró estar en perfecto estado. Después cogí el violín y lo examiné detenidamente por delante y por detrás. Todo este proceso me llevó al menos cinco minutos. Por favor, intenten vislumbrar ahora con sus propios ojos la escena: los grillos seguían cantando sin descanso desde lo más profundo de sus escondites...
—Podemos imaginarnos lo que quieras, pero haz el favor de coger el violín y empezar a tocar de una vez.
—No. Todavía no. Una vez comprobé que todo estaba bien y en perfecto estado me puse en pie...
—¿Ibas a alguna parte?
—Callen y escuchen. No puedo seguir con la historia si me interrumpen a cada instante...
—Señores, debemos callarnos. ¡Shhh! —ordenó Meitei.
—Pero si eres tú el que interrumpe constantemente.
—¡Ah! Pido perdón.
—Con el violín bajo el brazo, y calzado con unas sandalias de suela blanda que no hacían ruido, di unos pasos dejando atrás la puerta de cristal de mi residencia cuando...
—¡Lo sabía, lo sabía! —dijo Meitei—. En lo más profundo de mi ser sabía que Kangetsu al final se echaría atrás.
—Al menos —apuntó el maestro, sarcásticamente— esta vez no hay más caquis secos colgando por ninguna parte.
—Es una cosa muy lamentable que dos licenciados como ustedes dos se comporten como simples alborotadores —repuso Kangetsu—. Contaré el resto de mi historia únicamente a Toito, que parece ser el único que muestra verdadero interés. Pues bien, Toito, como te iba diciendo, cuando salí de mi residencia me di cuenta de que me había dejado algo en la habitación. Así que tuve que subir a por una manta roja que había comprado en mi pueblo y por la que había pagado tres yenes y veinte céntimos. Una vez en la calle, me envolví la cabeza con ella. Sin embargo, la oscuridad era tal que no pude encontrar las sandalias que había dejado junto a la entrada.
—¿Pero por qué querías salir? ¿Dónde fuiste?
—Paciencia, paciencia. Ya llegaré a eso. Finalmente, como les digo, empecé a caminar por la calle a tientas, con la manta roja sobre la cabeza y con el violín bajo el kimono. El panorama era como el de la noche anterior: hojas de caqui caídas en el suelo y el cielo despejado, aunque más oscuro que el infierno. Me dirigí a la derecha y llegué a las faldas del monte Kóshin. Kl sonido de la campana del templo Tóreji penetró en mis oídos y me retumbó en la cabeza. ¿Sabes qué hora era, Toito?
—Es tu historia, Kangetsu. No tengo ni idea.
—Eran las nueve de la noche. Caminé completamente solo por un sendero que se internaba cerca de dos kilómetros en la montaña, hasta llegar a un lugar elevado llamado Ódaira. Soy bastante miedoso y aquella era una situación que en otras circunstancias me habría infundido pánico, pero cuando estás concentrado en algo concreto, cuando te mueve una motivación tan grande como la mía aquella noche, los miedos y temores desaparecen y te conviertes en un valiente con un corazón tan intrépido como el de un león. Odaira está en la parte sur del monte Kóshin. En los días claros era un magnífico mirador desde el que se podía recorrer de un solo vistazo el pueblo entero con el castillo a tus pies. El mirador tendría, calculo, como unos trescientos metros cuadrados. En medio se alzaba una roca a modo de plataforma de unos quince metros cuadrados. En la parte norte del monte había una pequeña laguna, a la que llamaban Unomuna, y alrededor de ella, unos enormes alcanforeros. El lugar estaba en medio de las montañas, y la única huella humana era una pequeña cabaña que usaban de vez en cuando los leñadores. Incluso durante el día, el visitante se sentía impresionado por la sensación de soledad y abandono que transmitía el paraje. Pero no era muy difícil de alcanzar, puesto que el cuerpo de ingenieros del ejército había abierto no hacía mucho un sendero para realizar unas maniobras militares. Cuando al fin alcancé la roca que había en mitad de la explanada, extendí la manta y me senté sobre ella. Nunca había subido hasta allí en una noche tan fría. Envuelto en la oscuridad, me recorrió un escalofrío. En un lugar como ése el terror te asalta y se transforma en un temblor agudo y penetrante, pero si se logra desterrar ese sentimiento, lo que queda es una cristalina y extraordinaria claridad mental. Permanecí allí sentado al menos durante veinte minutos, totalmente abstraído en el propio latido de mi corazón. Me sentí como si estuviera solo en un palacio de cristal. Era como si cada molécula de mi cuerpo se hubiera transformado en puro cuarzo, y no podría decir si en ese momento era yo el que estaba dentro de ese palacio o si era el palacio el que estaba dentro de mí.
Meitei no sabía cómo reaccionar al extraño relato de Kangetsu, y en lugar de tomarle el pelo con su habitual estilo, decidió optar por un breve comentario, si cabe aún más dañino:
—Terrible.
Dokusen, por su parte estaba verdaderamente impresionado por el relato de Kangetsu, pues ese estado de conciencia no era ajeno al que experimentan algunos miembros de sectas dedicadas a la meditación:
—Extraordinario. Realmente interesante.
—Si mi estado translúcido hubiera continuado, tendría que haber esperado medio helado en aquella roca hasta que el sol de la mañana me hubiera calentado, y no habría tocado el violín.
—¿Habías escuchado alguna historia —preguntó Toito— sobre si ese lugar estaba encantado, ya sabes, por zorros, tejones o alguna de esas criaturas de aspecto cambiante?
—Como iba diciendo, no podría decir si estaba consciente o no, y apenas podía distinguir si estaba vivo o muerto. De repente escuché un terrible grito que provenía del otro lado de la laguna.
—¡Menos mal! Empieza la acción —dijo Meitei.
—Aquel terrorífico grito, como un salvaje golpe de viento otoñal en la copa de los árboles, se escuchó en toda la montaña. De pronto, volví en mí.
—¡Menos mal! —repitió Meitei.
—Ya lo decía ese gran maestro: «La muerte renueva los cielos y la tierra». ¿No crees, Kangetsu? —Dokusen parecía muy dispuesto a compartir sus experiencias espirituales, pero su observación cayó en saco roto.
—Una vez me recobré —continuó Kangetsu—, miré a mi alrededor. Toda la montaña estaba sumida en un profundo silencio. No se escuchaba ni un ruido. ¿Qué había sido entonces aquel grito? Demasiado penetrante para ser de origen humano, demasiado fuerte para tratarse de un pájaro. ¿Quizás un mono? Pero por allí no había monos... ¿Qué diablos había sido aquello? Trataba de identificar aquel grito y en mi cabeza se acumulaban los temores, las confusiones, las incertidumbres. ¿Se acuerdan de cuando vino el príncipe Arturo de Connaught
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y las multitudes se volvieron locas de emoción, corriendo de acá para allá, en un incontrolable frenesí? Pues, para que se hagan una idea, el interior de mi cabeza era mucho más confuso. Y, de pronto, las cosas se pusieron feas. Sentí cómo todos los poros de mi piel se abrían, y por ellos se escapaban todas las virtudes que hasta entonces me habían acompañado: la serenidad, la templanza, la valentía. Como si fuera alcohol que se evapora al contacto con el aire. Mi corazón empezó a latir con fuerza, agitado como una rana roja saltando de piedra en piedra. Las piernas me empezaron a temblar y perdí completamente la compostura. Volví a ponerme la manta sobre la cabeza, me metí el violín bajo el kimono y salí de allí como alma que lleva el diablo en dirección al pueblo. Cuando alcancé el patio cubierto de hojas de caqui y entré en mi habitación, me metí en la cama y creo que perdí la consciencia casi automáticamente. Te aseguro, Toito, que fue la experiencia más aterradora de toda mi vida.
—¿Y luego qué?
—Eso es todo. Nada más.
—¿Al final no tocaste el dichoso violín?
—¿Cómo iba a tocarlo después de escuchar semejante grito? Me apuesto lo que quieran a que ustedes tampoco lo habrían tocado.
—Tu historia me parece de lo más decepcionante.
—Es posible, pero es cierta. —Kangetsu parecía complacido consigo mismo. Miró a su audiencia y preguntó—: Y bien, ¿qué les parece?
—Excelente, excelente —se rió Meitei. —Por momentos, me parecías la reencarnación oriental masculina de Sandra Belloni
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—Se detuvo para ver si alguien le preguntaba y le daba así la oportunidad de explayarse en la explicación de su oscura referencia sobre la heroína de Meredith, pero la audiencia estaba ya prevenida sobre sus métodos y maneras, así que nadie dijo nada. No le quedó más remedio que lucirse sin que nadie se lo pidiera:
—Sandra Belloni, para vuestra información, solía internarse en un bosque y tocaba el arpa y cantaba arias italianas a la luz de la luna, a fin de convocar a los dioses. Tú, en cambio, subiste al monte Kóshin con tu violín y aunque no tocaste una sola nota, conseguiste llamar la atención del fantasma del tejón del lago. Por supuesto existe una diferencia sustancial entre los dos casos, pero el principio es el mismo. Un principio similar para efectos tan divergentes. En el caso de Sandra Belloni, la consecución de una belleza etérea, y en el tuyo nada más y nada menos que la consecución de una cruda y terrenal farsa. Debió ser muy decepcionante para ti...
—Nada decepcionante, no se crea —contestó Kangetsu, al que parecía que todo aquello que decía Meitei le interesaba más bien poco.
—¡Subir a una montaña de noche a tocar el violín! ¡Vaya ocurrencia! Es normal que te asustaras. —El maestro mostraba una vez más su absoluta falta de empatia.