Authors: Natsume Soseki
—O sea, que los ingleses comen las patatas con las manos... —murmuró Kangetsu, que se había perdido la mitad del razonamiento, y que se había quedado con la anécdota solamente. Sin hacer el más mínimo caso a su apreciación, el maestro dijo:
—Y he escuchado otra historia sobre los ingleses. Hubo en una ocasión en un cuartel de Inglaterra un grupo de oficiales que decidió ofrecer una cena en honor a un oficial en la reserva. Al final de la cena, a cada uno le pusieron delante un cuenco con agua y limón para lavarse las manos. Entonces el oficial en la reserva, un hombre poco acostumbrado a los banquetes, levantó el cuenco y se tragó su contenido sin dejar ni una gota. Viendo la escena, el coronel del regimiento levantó el cuenco, brindó a la salud de su camarada y se lo bebió también. Los demás oficiales allí presentes hicieron lo propio.
—A ver si has oído esta —se apresuró a anunciar Meitei, que no dejaba pasar una sin darse importancia por sus conocimientos—. Cuando Thomas Carlyle visitó por primera vez a la reina de Inglaterra, parece ser que no estaba muy al día en lo que se refería a los modales de la corte. Se sentó en una silla a esperar, así que todas las damas y pajes empezaron a reírse de él. Como no sabía qué era lo que estaba haciendo mal, él mismo también estuvo a punto de echarse a reír, pero entonces entró la reina y, dándose cuenta de la situación, fue a sentarse a su lado. La amabilidad de la reina salvó al escritor del apuro. Una cortesía bastante elaborada, ¿no os parece?
—No creo que un hombre como Carlyle se hubiera preocupado en exceso por ser el único que permanecía sentado, aun cuando la reina estuviera de pie —dijo Kangetsu.
—Tener confianza en uno mismo puede llevar a los demás a mostrarnos su lado más amable, eso es cierto. Pero también lo es que cuesta mucho ser amable cuando se tiene excesiva confianza en uno mismo. Según algunos, a medida que la civilización progresa, así disminuye la violencia y mejoran las relaciones entre las personas; pero yo creo que eso es una falacia. Si aumenta la seguridad en uno mismo, ¿cómo van a ser cordiales entonces las relaciones con los demás? Es cierto que el trato moderno esconde la realidad de las cosas, y hace que todo parezca demasiado cordial, demasiado civilizado, incluso diría que demasiado pacífico; pero eso es sólo la superficie de las cosas. Mantener las formas conlleva horribles sufrimientos. Ocurre como con los luchadores de
sumo
. Vistos desde lejos, parece que esperan a la pelea casi inmóviles, pero en realidad están acumulando una enorme tensión mientras aguardan el momento de enfrentarse a sus adversarios.
—En la antigüedad, las disputas —dijo Meitei, que había esperado impacientemente su turno—, solían resolverse por la fuerza bruta, aunque en el fondo fueran disputas inocentes. En cambio hoy se resuelven mediante el. Como dijo Sir Francis Bacon en su obra
Novum Organum
, es fácil vencer a la naturaleza usando las fuerzas que nos ofrece la propia naturaleza. No es extraño que las disputas modernas sigan tan fielmente el modelo descrito por él. Hacemos lo mismo que los luchadores de.
judo
que se aprovechan de la fuerza del contrario para vencerle.
—Fijaos, por ejemplo, en la generación de energía hidroeléctrica. Al oponer resistencia al paso del agua, se aprovecha su energía para producir electricidad. —Kangetsu parecía haber empezado con un argumento interesante, pero pronto Dokusen le interrumpió:
—Por lo tanto, cuando uno es pobre, está atado a su pobreza; cuando uno es rico, nada en la abundancia; cuando se está preocupado, la ansiedad te abate y cuando se está feliz, uno se marea con su propia felicidad. Un hombre con talento cae en su propia trampa, un hombre sabio se anula con su sabiduría, y un hombre mesurado y equilibrado como Kushami pierde los estribos con facilidad ante sus enemigos.
—Exacto, exacto —confirmó Meitei con evidente satisfacción, y aplaudiendo la ocurrencia de su amigo el místico.
—Bueno, no os creáis que es tan fácil sacarme de mis casillas —dijo el maestro provocando la carcajada general.
—Por cierto, me pregunto qué es lo que sacará de quicio a un tipo como Kaneda.
—Su mujer, evidentemente. El peso de su propia nariz y la dureza de su corazón arrastrarían sin problemas a la tumba al usurero de su marido.
—¿Y la hija?
—La verdad es que no lo tengo muy claro, pues nunca le he puesto los ojos encima. Según parece, acabará aplastada por tanta ropa, reventará de tanto comer y beber. No puedo imaginarme que vaya a morir de amor o de miseria en la cuneta de una carretera, como la bella Ono no Komachi.
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—Eso no ha sido muy amable por tu parte —dijo Toito muy afectado. Al fin y al cabo, había compuesto un poema especialmente para la señorita Kaneda.
—«El verdadero rico es aquél que no ama las riquezas» —dijo Dokusen como si él fuera el único depositario de toda iluminación—. A menos que se reflexione sobre estas cuestiones, uno deberá enfrentarse a grandes sufrimientos.
—No sermonees tanto, Dokusen. Tú también puedes ser derrotado por la brillante espada que corta el viento primaveral —le recriminó Meitei.
—Una cosa es cierta —dijo el maestro—. Si la civilización continúa por estos derroteros, yo no quiero estar presente para verlo.
—Eso depende de ti. Ya lo dijo Séneca: «Incierto es el lugar donde te espera la muerte. Espérala, pues, en cualquier parte». ¿Por qué no te decides de una vez? —le ofreció Meitei.
—Me preocupo menos por morir de lo que lo hago por vivir.
—Nadie presta mucha atención al momento en que nace, pero sí al momento en que muere —dijo Kangetsu aportando su propio comentario al respecto.
—Sucede lo mismo con el dinero. Cuando te lo prestan, estás encantado, pero cuando se trata de devolverlo, es cuando empiezan las preocupaciones —añadió Meitei.
—Feliz el que no se preocupa por las devoluciones de dinero, como feliz es el que no se preocupa por la muerte —soltó Dokusen con voz engolada.
—Supongo que para ti los más valientes ante la muerte son los más iluminados.
—Por supuesto. Seguro que te suena el adagio Zen que dice: «El buey con cara de acero tiene corazón de acero; el buey con corazón de acero tiene cara de acero».
—¿Qué quieres? ¿Tener cara y corazón de acero?
—No estoy diciendo eso. El hecho es que antes, cuando la gente no se preocupaba por la muerte, no existía la neurastenia.
—Esta claro que tú fuiste concebido antes de que apareciese esa afección nerviosa.
El extraño intercambio entre Meitei y Dokusen no despertaba el interés de Kangetsu y Toito, por lo que el maestro no encontró demasiadas dificultades para captar la atención de éstos y empezar a despotricar contra la civilización moderna:
—La clave del asunto —dijo— es encontrar la forma de no devolver el dinero prestado.
—Pero eso es imposible. Si te lo prestan tienes que devolverlo.
—Bueno, bueno. No te pongas así. Esto es una discusión entre personas inteligentes, así que escucha y no interrumpas. Cuando hablaba de no tener que devolver lo que nos prestan, en realidad quería referirme a los intentos de evitar nuestra propia muerte. Se trata de un problema de difícil solución. Los antiguos recurrieron a la alquimia, pero pronto se demostró que no había nada que hacer y que todos teníamos que morir. Era algo inevitable.
—Evidentemente, los propios alquimistas, cuando murieron, dieron buena prueba de ello.
—Bueno, pero no se trata exactamente de eso, así que escucha. Una vez quedó claro que nadie podría escapar a su propia muerte, quedaba una cuestión más por dilucidar.
—¿En serio?
—Ya que no quedaba más remedio que morir, la cuestión residía en dilucidar cuál era la mejor forma de hacerlo. Sólo cuando se formuló esta pregunta es cuando se fundó el club de los suicidas.
—Ya veo.
—Morir es complicado, pero más complicado es no hacerlo cuando no se desea vivir. A las víctimas de neurastenia les resulta mucho más duro vivir que morir, y a pesar de ello continúan obsesionados con la muerte, aunque no por la muerte en sí, sino por la mejor forma de pasar el trance. Y como tienen el entendimiento ofuscado por su enfermedad, no encuentran solución al problema y dejan en manos de la naturaleza o de la sociedad una decisión que ellos mismos tendrían que tomar. Pero también hay muchos otros que no se dejan arrastrar por la perspectiva de una lenta desaparición y buscan activamente formas de acabar con sus vidas miserables. Sin duda una característica esencial de los tiempos por venir será el incremento de suicidios.
—Será un gran problema.
—Sin duda. Henry Arthur Jones
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ya escribió una obra en la que el protagonista era un filósofo que abogaba por el suicidio.
—¿Y finalmente el personaje acaba con su vida?
—Por desgracia, no. Pero estoy convencido de que dentro de mil años todo el mundo se suicidará. Es más, me apuesto lo que sea a que nadie morirá de muerte natural.
—Pero eso es terrible...
—Terrible y doloroso. En ese momento el estudio sobre el suicidio habrá llegado a un nivel de desarrollo basado en la experiencia de muchos años de estudio. Esta disciplina, hasta hoy en pañales, se convertirá sin ningún género de dudas en una ciencia debidamente institucionalizada. En las escuelas secundarias como esa de la Nube Caída, se sustituirá la ética por el estudio del suicidio. Será asignatura obligatoria.
—Una perspectiva de lo más inquietante. Daría lo que fuera por acudir a una de esas clases sobre suicidio. ¿Se harán prácticas? Oiga, Meitei. ¿Ha escuchado lo que piensa Kushami sobre el destino del ser humano?
—Sí, lo he oído. Mientras Kushami te echaba su discurso, el profesor de ética de la Escuela de la Nube Caída habrá estado exponiendo a sus alumnos nuestro modelo de moral pública para su reprobación y escarnio. Habrá estado instruyendo a sus jóvenes pupilos sobre cómo abandonar las bárbaras costumbres de sus antepasados y habrá reconocido el suicidio como el primer deber de cualquier persona decente. Es más, les habrá explicado que, como es absolutamente correcto desear para los demás lo que es bueno para uno mismo, antes o después se verán obligados a matar a sus seres queridos. «Considerad el caso de ese extraño profesor Kushami, que vive ahí al lado», les habrá dicho. «Es obvio que la vida le disgusta, pero su absoluta falta de valor le impide tomar la decisión última. ¿No es, por tanto, un deber moral ayudarle a poner fin a su agonía? Pero tened en cuenta, queridos alumnos, que vivimos en una época marcada por el progreso, así que ninguno de los antiguos, crueles y cobardes métodos usados por nuestros ancestros son válidos hoy en día. Nada de lanzas, espadas o incluso armas de fuego. Deberéis acabar con su vida sirviéndoos de las más refinadas técnicas del asesinato verbal, lo cual no será sólo un acto de caridad hacia esa desafortunada alma sufriente, sino un acto que os dignificará ante vosotros mismos y ante vuestra escuela».
—¡Qué interesante! Estoy verdaderamente conmovido por la gran conciencia de quienes nos sucederán.
—Sí, pero todavía hay más motivos para alabar a nuestros sucesores. En nuestros decadentes días la policía tiene por costumbre proteger la vida y las propiedades de los ciudadanos, pero en ese futuro feliz que auguro, la policía llevará porras y perseguirá a la gente como si fueran perros callejeros.
—¿Por qué?
—Por la sencilla razón de que ahora apreciamos nuestras vidas y, por tanto, la policía nos protege. Cuando en el futuro el solo hecho de vivir se considere una sofisticada forma de agonía, la policía se verá obligada a ayudar a la gente a conseguir una muerte digna. Por supuesto, cualquiera que esté en sus cabales pondrá fin a su vida antes de llegar a ese extremo, por lo que los únicos que morirán a manos de los agentes serán los inválidos, los cobardes o los idiotas. Los que no quieran seguir viviendo pero no sepan cómo poner fin a su vida, pondrán un cartel a la puerta de su casa en el que se explique que desean morir. El policía de turno entrará a la hora más conveniente y cumplirá los deseos de ese individuo. ¿Y qué harán con tanto cadáver? Eso es lo de menos; un oficial pasará con un carro cada noche, e irá recogiendo todos los cuerpos que los agentes hayan ido «preparando». ¿Y los policías? Habrá que reclutarlos de entre los asesinos y los criminales más feroces. Y eso no será todo, si consideramos la parte más interesante...
—¿Es que todavía no ha terminado? —exclamó Toito. Antes de que nadie pudiera responder, Dokusen comenzó a discursear lenta y parsimoniosamente mientras se atusaba con sumo cuidado su ridicula barba:
—Puedes pensar que se trata de una broma, Toito, pero harías mejor si lo considerases una predicción. Para aquellos cuyas mentes no están absolutamente concentradas en la consecución de la Verdad Suprema, es fácil perderse en las meras apariencias, aunque falsas, del mundo de los fenómenos. Todo el mundo tiende a aceptar que lo que ve y lo que siente no son sino simples ilusiones vacías, manifestaciones concretas de una realidad eterna. Por consiguiente, si alguien dice algo, por vago que sea, que se sale de lo corriente, el común de los hombres, meros prisioneros de sus sentidos, sólo podrán interpretarlo como si fuera una broma.
—¿Se refiere— preguntó Kangetsu profundamente impresionado— a algo similar a lo que expresa aquel antiguo poema chino que dice que los pájaros pequeños son incapaces de comprender a los pájaros más grandes? Decía así creo:
La golondrina y el gorrión no ven la utilidad
en cosas que al ganso y al águila
les son de gran ayuda. Puede ser incluso
que desde su pequenez los pequeños
no puedan apreciar la inmensidad.
Kangetsu sonrió con evidente satisfacción. Dokusen, con una inclinación de su cabeza continuó:
—Algo así. Hace muchos años, había una ciudad en España llamada Córdoba...
—¿Pero todavía existe, no?
—Puede ser. La cuestión sobre el tiempo pasado o presente en que se desarrolla esta historia es intrascendente. En cualquier caso, parece ser que en Córdoba, después de que todas las campanas de la ciudad llamaran a la última misa de la tarde, las mujeres tenían por costumbre ir al río a bañarse...
—¿También en invierno?
—No lo sé, pero el caso es que todas las mujeres, jóvenes o mayores, iban al río, donde los hombres no podían acompañarlas. Tenían que conformarse con mirar desde la distancia los rizos formados en el agua por el baño de las mujeres bajo el sol del atardecer, y eso les impedía ver con claridad sus cuerpos.