Authors: Natsume Soseki
—¿De verdad tienes dinero para permitirte esos lujos? Realmente debes de estar bien metido en el ajo.
—No, la verdad es que no. Pero fumar estos cigarrillos causa muy buena imagen y te confiere un considerable prestigio.
—Desde luego es mejor forma de alcanzar prestigio que puliendo bolas de cristal —dijo mirando de reojo a Kangetsu—. Un verdadero atajo hacia la fama, y mucho menos problemático que sus ocupaciones, ¿no te parece, Kangetsu?
Meitei se quedó callado sin decir nada y antes de que Kangetsu pudiera pronunciar una sola sílaba, Tatara volvió a tomar la palabra:
—Así que usted es el famoso Kangetsu. El que ha dejado a medias el doctorado. Eso me despeja el camino.
—¿Está estudiando un doctorado?
—No. Me refiero al matrimonio con la señorita Kaneda. A decir verdad, siento un poco de lástima por usted por haber perdido la oportunidad de casarse con ella. Sin embargo, me gustaría que a usted no le pareciera mal, señor Kangetsu. ¿Puede entender usted mis sentimientos, señor Kushami?
—Si eso es lo que quieres, supongo que harás bien en casarte con ella —murmuró el maestro.
—¡Espléndido! —saltó Meitei—. Lo que bien empieza bien acaba. Eso demuestra que no merece la pena preocuparse por la posibilidad de que las hijas de uno se queden solteras. ¿No estaba yo diciendo justamente que tan pronto como apareciese alguien apropiado, la señorita Kaneda no dudaría en convertirlo en su prometido? Piensa en ello, Kangetsu, y alégrate. Es un tema perfecto para uno de tus poemas modernistas. No pierdas tiempo y ponte a ello.
—Y supongo que usted será el señor Toito, el famoso poeta —preguntó Tatara ceremoniosamente—. Me sentiría profundamente honrado si compusiera usted algo para nuestra boda. Lo mandaría imprimir inmediatamente y lo distribuiría entre todos los invitados. Asimismo me preocuparía de que lo publicasen en la prensa.
—Lo haré encantado. ¿Para cuándo lo quiere usted?
—Para cuando a usted le venga bien. E incluso me conformaría con cualquier obra que tuviese ya escrita. Para agradecerle su amabilidad, será un honor invitarle a la recepción que ofreceremos con motivo de la boda. Tomaremos champagne, ¿lo ha probado alguna vez? Es delicioso. Estoy pensando, señor Kushami, en contratar una orquesta para la ocasión, una pequeña. Quizás puedan adaptar el poema del señor Toito y tocarlo mientras los invitados comen. ¿Qué le parece?
—Haz lo que quieras. Por mí es perfecto.
—Y quizás podría usted escribir la adaptación musical, señor Kushami.
—No digas tonterías.
—¿Alguno de ustedes podría hacerlo?
—Sepa usted que el señor Kangetsu, fracasado candidato y pulidor frustrado de bolas de cristal, es un virtuoso del violín. Pregúntele, ande. Pero dudo mucho que se contente de todas sus decepciones con un simple sorbo de
champagne
.
—Pero hay botellas y más botellas, y de la mejor calidad. No se preocupe. No estoy ofreciendo un simple refresco. ¿Qué me dice?
—Por supuesto. Compondré la música con mucho gusto. Lo haría aunque su
champagne
no fuera más que sidra de la mala. Hasta gratis lo haría.
—Nunca se me ocurriría pedirle semejante cosa sin ofrecerle una retribución adecuada. Si el
champagne
no le gusta, qué le parecería esto. —Tatara se metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó ocho fotografías de mujeres que colocó sobre el
tatami
. Las había de medio cuerpo y de cuerpo entero. En una de ellas la muchacha estaba de pie y en otra sentada. En una se le veía un faldón, en otras las mujeres aparecían vestidas con
kimonos
ceremoniales de mangas largas y colgantes. Había una con un peinado estilo Shimada. Todas eran fotografías de chicas jóvenes—. Señor Kushami, todas estas son las candidatas que tenía en reserva, pero naturalmente ya no estoy interesado en ellas. Si alguno de ustedes dos, Kangetsu o Toito, están interesados en ellas, no tendré ningún inconveniente en presentárselas como muestra de mi agradecimiento por los servicios que me van a prestar. ¿Qué me dice de ésta de aquí? —preguntó poniendo la fotografía justo delante de las narices de Kangetsu.
—Es guapa, muy guapa. Esta me gusta mucho.
—¿Y qué me dice de esta otra?
—Muy guapa también. Parece encantadora. Sí, también me gusta.
—¿Pero cuál de las dos quiere?
—Me da igual, una u otra.
—Parece usted un poco
apático
. Esta de aquí, por ejemplo, es la sobrina de un doctor —dijo mostrándosela al maestro.
—Ya veo.
—Y ésta tiene muy buena dote. Es muy joven, sólo tiene diecisiete años... Ésta otra, por su parte, tiene buen carácter y ésta es la hija de un gobernador.
—¿Cree usted que podría casarme con todas?
—¿Con todas? ¡Vaya un apetito que tiene usted, caramba! ¿Es que quiere convertirse en una especie de polígamo o algo por el estilo?
—No, en polígamo no. En
carnívoro
.
—Todo eso da igual. Quita de aquí todas esas fotos, Tatara. ¿No ves que te está tomando el pelo? —dijo el maestro enfadado.
—Bueno, así que no quieren que se las presente —dijo Tatara mientras se guardaba las fotos en el bolsillo, no sin antes ofrecer una última oportunidad a Kangetsu y Toito de echarlas un vistazo.
No hubo respuesta.
—¿Para quién son esas botellas?
—Son un regalo. Las he comprado en la tienda de la esquina para brindar por mi inminente matrimonio. Vamos allá.
El maestro dio unas palmadas para que viniera la criada y abriese las botellas. Los cinco hombres allí presentes, el maestro, Meitei, Dokusen, Kangetsu y Toito, levantaron sus vasos para brindar a la salud de Tatara y por la felicidad en su matrimonio. Evidentemente complacido, Tatara respondió:
—Les invitaré a todos a la ceremonia. ¿Podrán venir? Espero que sí.
—No. Yo no podré —respondió el maestro rápidamente.
—¿Por qué no? Será el día más importante de mi vida ¿y usted no va a venir? Me parece un poco descortés por su parte.
—Yo no soy descortés, pero no voy a ir.
—¡Ah! Es porque no tiene nada que ponerse, ¿no es así? No se preocupe, puedo conseguirle un traje adecuado para la ocasión. Realmente, debería salir más y conocer gente. Le presentaré a personas muy importantes.
—Es lo último que me apetecería hacer.
—Podría ayudarle a mejorar sus problemas de estómago.
—Me da igual si no mejoran.
—Bueno, si se empeña, qué le vamos a hacer. ¿Y qué me dicen ustedes? ¿Vendrán?
—¿Yo? Me encantaría —dijo Meitei—. Estaría encantado de participar en la ceremonia del intercambio de copas de
sake
. Mire, hasta se me ocurre un poema:
Atardecer de primavera.
El rito del matrimonio.
La unión nupcial acerca las copas.
—Suzuki se encargará de la ceremonia del intercambio.
—Debería haberlo imaginado. Es una lástima. Supongo que no puede haber dos oficiantes. En fin, iré como uno más.
—¿Y usted? ¿Vendrá usted con sus amigos?
—¿Yo? —preguntó sorprendido Dokusen, y añadió—:
Con esta caña de pescar como amiga
vivo en la naturaleza y soy libre
de cualquier rastro de preocupación que el mundo me envíe
como una promesa que me enmarañe y me atrape.
—¿Qué es eso? ¿Una especie de guía espiritual sacada de un poema chino? —preguntó Meitei.
—La verdad es que no me acuerdo de dónde lo saqué.
—¿No se acuerda? Pues qué lástima. Bueno, venga usted si su caña de pescar se lo permite. Y usted, Kangetsu. Espero que podamos contar con su presencia también. Después de todo, usted tiene mucho que ver en todo esto.
—Desde luego. Allí estaré. Sería una lástima perder la ocasión de escuchar mi música interpretada por una orquesta.
—Bien. ¿Y usted, señor Toito?
—Iré. Me encantará leer mi poema modernista frente a la pareja contrayente.
—Es maravilloso. Señor Kushami, le aseguro que nunca en mi vida me he sentido tan complacido. Para celebrarlo, les propongo otro brindis. —Volvió a llenar los vasos y todos alzaron sus copas para brindar. La cara de Tatara cada vez estaba más roja.
El sol se ponía aquella tarde otoñal. El fuego del carbón en el brasero se había apagado hacía rato y sus cenizas se mezclaban con las colillas del tabaco. Incluso el feliz grupo de hombres afortunados parecía haber tenido suficiente celebración. Fue Dokusen el primero que se levantó y dijo:
—Se está haciendo tarde. Es momento de volver a casa.
Los demás le siguieron y se despidieron educadamente para desvanecerse en la noche. La habitación se quedó vacía y desolada, como el escenario de un teatro de variedades cuando el espectáculo ha terminado.
El maestro tomó su cena y se encerró en el estudio. La señora Kushami parecía sentir el frescor otoñal y se puso algo más de ropa para protegerse del frío. Estaba sentada sobre el tatami con su caja de costura y cosía uno de sus kimonos de calle. Las niñas se habían dormido y la criada se había marchado a los baños públicos.
Si se golpeaba en el fondo del corazón de aquellos hombres aparentemente tan optimistas, lo que se escuchaba era una triste música. Dokusen, tan iluminado, parecía ya a las puertas del nirvana, pero en el fondo seguía con los pies bien anclados a la tierra. Meitei, a pesar de vivir en un mundo fácil y superficial, estaba muy lejos de esos paisajes idílicos que a él le gustaba describir. Kangetsu, por su parte, había dejado de pulir bolas de cristal y había contraído matrimonio con una chica de su pueblo. Era algo normal e incluso agradable, pero el hecho triste es que esa normalidad terminaría por convertirse, con el tiempo, en algo muy aburrido. Por lo que se refería a Toito, también se daría cuenta un buen día de que dedicar tanto afán a la poesía modernista resultaba inútil. En cuanto a Tatara, me resultaba difícil decir si acabaría triunfando en la vida o revolcándose en el lodo, pero al menos parecía orgulloso y feliz de poder celebrar su estatus recién adquirido con litros y litros de
champagne
. Y Suzuki, el pobre Suzuki seguiría siendo el mismo rastrero de siempre, husmeando a ver de dónde podía sacar beneficio.
En cuanto a mí, soy un simple gato, todavía sin nombre, nacido hace dos años y que ha vivido entre los hombres y contado sus historias. Siempre he pensado que era único en mi especie por mi profundo conocimiento de la raza humana, pero recientemente me ha sorprendido conocer a otro gato de origen alemán, llamado Murr,
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que solía hablar de sí mismo de una forma muy petulante. Me informé para saber de quién se trataba y me enteré de que, efectivamente, ese visitante, Kater Murr, era el fantasma de un gato que, después de haber muerto y estado en el infierno, hace unos cien años, había vuelto atraído por mi reputación y fama, y se había materializado con el único objetivo de molestarme. Me enteré de que era un descastado. En una ocasión fue a ver a su madre con un pescado en la boca como presente. Sin embargo, fue incapaz de controlar sus apetitos y terminó por darse el gran banquete a costa de su hambrienta progenitora. Esa combinación suya de talento y codicia le hacían casi humano. Según parece, incluso en una ocasión sorprendió a su amo escribiendo un poema. Si semejante portento había logrado demostrar, hace ya casi un siglo, la superioridad de su dotes felinas, quizás un espécimen como yo, no especialmente brillante en nada, lleve demasiado tiempo penando entre los hombres, y puede que no convenga retrasar más el momento de diluirme en la nada.
El maestro morirá antes o después, cómo no, de dispepsia. El señor Kaneda ya se estaba muriendo lentamente, pero de avaricia. Las hojas de otoño habían caído. Todo lo que está vivo ha de morir. La existencia no tiene sentido, y quizás los más sabios sean los que mueren más jóvenes. Si uno hacía caso a lo que se había dicho en aquella habitación esa tarde, probablemente la humanidad ya había sido sentenciada a desaparecer por suicidio. Si los gatos no nos andábamos con cuidado, acabaríamos desarrollando nuestras individualidades hasta el extremo en que lo hacen esos absurdos bípedos humanos, y terminaríamos por cumplir las mismas expectativas que ellos. La perspectiva era aterradora y la depresión me acechaba. Quizás un trago de la cerveza que trajo Tatara me animara un poco.
Fui a la cocina dando un rodeo. La puerta de atrás estaba medio abierta y por ella se colaba el viento otoñal. La lámpara de aceite se había apagado y la habitación estaba totalmente a oscuras, pero aun así se adivinaban las sombras temblorosas de las hojas del jardín. Supongo que serían debidas al reflejo de la luna. Sobre una bandeja estaban los vasos, dos de ellos medio llenos de un líquido marrón. El líquido permanecía muy quieto, justo delante de los restos de ceniza. En una noche tan fría, esa imagen no invitaba especialmente a echar un trago. Sin embargo, la experiencia merecía la pena. Si Tatara se había entonado y puesto rojo, y había empezado respirar como si hubiera corrido una carrera de fondo, quizás ese líquido podría tener efecto parecido en un gato. Algún día moriría, así que debía probar de todo antes de volatilizarme en el éter. Una vez muerto, sería demasiado tarde para quejarme por no haber probado la cerveza. Así que un poco de coraje y a beber.
Metí la lengua en el líquido y tan pronto como empecé a chupar me llevé una desagradable sorpresa. La lengua me picaba y me dolía, como si me hubieran clavado miles de agujas. ¿Qué placer pueden encontrar los hombres al beber algo tan amargo? He oído gruñir muchas veces al maestro, y decir que una comida que no es de su gusto no vale ni para los perros. Pues bien, yo diría que este líquido no valía ni para los gatos. Debía de existir algún tipo de incompatibilidad esencial entre los gatos y la cerveza. Pero entonces me acordé de algo. Los hombres solían decir que cuanto más amarga es una medicina, antes te curará. De hecho, cada vez que enfermaban, el médico les recetaba unas pócimas y ungüentos tan desagradables, que al tomarlos se ponían a hacer muecas y gestos ridículos. Supongo que las medicinas extraen su efecto precisamente de su repugnante sabor. Era mi oportunidad de descubrirlo por mí mismo. Si beber cerveza envenenaba mis intestinos, pues peor para mí, pero si por casualidad aquello tenía el mismo efecto que en Tatara, me pondría tan contento que la experiencia habría merecido la pena. Incluso me dedicaría a pregonar por el barrio entre los demás gatos las virtudes y alegrías de echarse un traguito de vez en cuando. Tenía que seguir intentándolo. Metí la lengua de nuevo en el vaso con precaución y el líquido me siguió pareciendo igual de difícil de tragar. Cerré los ojos y empecé a lamer, intentando no pensar en nada.