Saqué el pasaporte del cajón y comprobé si todavía era válido. Reuní todo el dinero que tenía en casa y lo embutí dentro de mi cartera. No era una gran suma, pero bastaba con sacar por la mañana dinero del banco con la tarjeta. En mi cuenta tenía ahorros y, además, mi paga de verano casi estaba íntegra. También tenía tarjeta de crédito y un billete de ida y vuelta a Grecia sí que podía comprarlo. Embutí varias mudas de ropa dentro de la bolsa de deporte de plástico que usaba para ir al gimnasio y metí dentro los artículos de aseo. Añadí dos novelas de Joseph Conrad que tenía pensado leer en cuanto pudiera. Dudé acerca del traje de baño, pero al final lo metí. Era posible que a mi llegada el problema ya estuviera completamente resuelto, que todo el mundo estuviera sano y feliz, que el sol brillara de forma apacible en el cielo y que yo pudiera tomarme un baño tranquilo antes de regresar… No hace falta decir que éste hubiera sido el desenlace más satisfactorio para todos.
Una vez preparado todo, volví a la cama. Apagué la luz, hundí la cabeza en la almohada. Eran poco más de las tres y aún podía dormir un poco hasta la mañana. Pero no conseguí conciliar el sueño. El recuerdo de aquella violenta conmoción bullía en mis venas. En el fondo de mis oídos, aquella voz masculina pronunciaba mi nombre. Encendí la luz, volví a salir de la cama, fui a la cocina, me hice un té con hielo, me lo bebí. Reproduje dentro de mi cabeza, desde el principio hasta el final, palabra por palabra, la conversación que había sostenido con Myû. Aquellas frases, vagas e inconcretas, estaban llenas de enigmas de doble sentido. Hechos, sólo había enunciado dos. Los escribí en un bloc de notas.
1) A Sumire le ha ocurrido algo. Qué le ha ocurrido, ni siquiera Myû lo sabe.
2) Yo tengo que ir allí lo antes posible. Sumire así lo quiere (piensa Myû).
Contemplé fijamente el bloc. Luego subrayé con bolígrafo las palabras «ni siquiera Myû lo sabe» y «piensa Myû».
1) A Sumire le ha ocurrido algo. Qué le ha ocurrido, ni
siquiera Myû lo sabe
.
2) Yo tengo que ir allí lo antes posible. Sumire así lo quiere (
piensa Myû
).
No podía imaginar qué habría podido sucederle a Sumire en aquella pequeña isla griega. Pero estaba claro que era algo desagradable: la cuestión era cuánto. Sin embargo, hasta la mañana no podía hacer nada. Me senté en una silla, puse los pies encima de la mesa y esperé a que llegara el amanecer leyendo un libro. La noche se me hizo eterna.
Al amanecer, fui hasta Shinjuku en la línea Chûô, hice trasbordo al Narita Express y llegué al aeropuerto. A las nueve empecé a recorrer las ventanillas de diferentes compañías aéreas. Allí me informaron de que de Narita no salían vuelos directos para Atenas. Tras varios intentos fallidos, conseguí un billete de la KLM en
business class
para Ámsterdam. Desde allí podía enlazar con un vuelo para Atenas. En Atenas tomaría un avión de vuelos nacionales de la Olympic que me llevaría a Rodas. Las reservas me las harían desde Narita. Si no ocurría ningún percance, tendría tiempo suficiente para hacer los enlaces con tranquilidad. Éste era, al menos, el camino más rápido. El billete era abierto y podría volver el día que quisiera dentro del plazo de tres meses. Pagué con tarjeta de crédito.
—¿Cuántas maletas quiere facturar?
—Ninguna —respondí.
Aún quedaba tiempo para embarcar. Desayuné en el restaurante del aeropuerto. Saqué dinero con la tarjeta de crédito, adquirí dólares en cheques de viaje. En la librería del aeropuerto compré una guía de Grecia. Era demasiado pequeña para que figurara la isla que había mencionado Myû, pero daba información básica sobre la moneda, el país y el clima, y me sería útil. Exceptuando la historia y el teatro de la época clásica, yo no sabía gran cosa sobre Grecia. De la misma manera que apenas tenía conocimiento sobre la orografía de Júpiter o sobre el sistema de refrigeración de un Ferrari. Jamás había contemplado la posibilidad de ir a Grecia. Al menos hasta las dos de la madrugada de aquel día.
Por la mañana llamé a una compañera de trabajo. Le conté que un pariente había tenido un accidente, que debía ausentarme de Tokio alrededor de una semana, le pregunté si, mientras tanto, podía encargarse por mí de unos asuntos de la escuela. Asintió. Ya habíamos hecho antes este trato muchas veces y no me resultó difícil convencerla.
—¿Y adónde vas? —me preguntó.
—A Shikoku —le respondí. No podía decirle que iba a Grecia.
—¡Caramba! ¡Pobre! Bueno, recuerda que debes estar aquí para principio de curso. Y tráeme un
souvenir
, ¿eh? —dijo ella.
—Claro —repuse. Eso ya lo solucionaría después.
Fui a la sala de espera vip, me apoltroné en un sofá y eché una cabezada. Un sueño intranquilo. El mundo había perdido todo sentido de la realidad. Los colores eran artificiales, los detalles rígidos. El fondo era de cartón piedra y las estrellas de papel de estaño. Eran visibles el celo y las cabezas de los alfileres que las sostenían. Se oyó una voz por megafonía: «Se ruega a los pasajeros del vuelo 275 de Air France con destino a París que se dirijan a la puerta de embarque…». Dentro de aquel sueño incoherente —o, tal vez, en medio de aquella vigilia incierta— pensé en Sumire. Por mi cabeza discurrieron entrecortadamente, como en un documental antiguo, momentos y lugares que habíamos compartido. Sin embargo, inmerso en el bullicio del aeropuerto, con aquella multitud de pasajeros yendo y viniendo, el mundo que nos pertenecía a Sumire y a mí se veía miserable, impotente, falto de precisión. Nosotros no teníamos, ni ella ni yo, la inteligencia precisa, ni siquiera el talento que pudiera compensar esa carencia. No había ningún pilar que nos sustentara. Éramos casi dos ceros sin límites. Dos existencias insignificantes que iban de un estadio de la nada a otro estadio de la nada.
Me desperté empapado en un sudor desagradable. La camisa húmeda se adhería a mi pecho. Sentía el cuerpo pesado, las piernas abotargadas. Como si me hubiese tragado un cielo nublado. Debía de estar pálido. La azafata de sala se me acercó y me preguntó con aire preocupado:
—¿Se encuentra usted bien?
—Sí —le dije—, es sólo el calor.
—¿Le apetece algún refresco? —me preguntó.
Y, tras pensármelo unos segundos, le pedí una cerveza. Me trajo una toallita facial húmeda, una Heineken, una bolsita de cacahuetes. Tras enjugarme el sudor y tomarme media cerveza, me sentí reconfortado. Y pude volver a echar otra cabezada.
El vuelo con destino a Ámsterdam salió de Narita a la hora prevista, cruzó el Polo Norte y llegó a Ámsterdam. Mientras tanto, para poder dormir, me había tomado dos whiskys y, al despertarme, había cenado un poco. Apenas tenía apetito y no quise desayunar. Como evitaba, mientras estuviera despierto, pensar más de la cuenta, me había concentrado en la lectura de Conrad.
Hice el trasbordo, me apeé en el aeropuerto de Atenas, me trasladé a la terminal vecina y, casi de inmediato, tomé un 727 para la isla de Rodas. El avión estaba lleno de animosos jóvenes procedentes de todos los rincones del mundo. Todos muy bronceados, vestían camisetas,
tops
y tejanos. Casi todos los hombres llevaban barba (o iban, tal vez, sin afeitar) y el pelo largo y despeinado recogido en una coleta. Con mis pantalones beige, el polo blanco de manga corta y la chaqueta azul marino de algodón, yo ofrecía una imagen demasiado formal, fuera de lugar. Me había olvidado incluso las gafas de sol. ¿Pero quién podía reprochármelo? Hasta pocas horas antes estaba en mi casa preocupado por qué hacer con la basura.
En el mostrador de información del aeropuerto de Rodas pregunté por el embarcadero del ferry que iba a la isla. No estaba lejos del aeropuerto. Si me apresuraba, podría coger el barco de la tarde. «¿Cabe la posibilidad de que esté completo?», quise asegurarme. «Aunque lo estuviera, ¡por una persona más!», me respondió con una mueca una mujer de nariz afilada y edad indefinida agitando las manos. «No es un ascensor».
Paré un taxi, me dirigí al puerto. Le dije que fuera lo más rápido posible, pero no pareció entenderme. En el coche no había aire acondicionado; por la ventanilla abierta de par en par entraba un aire tórrido cargado de polvo blanco. Durante el viaje, el conductor me ofreció, en un violento y sudoroso inglés, una larga y melancólica disertación sobre el euro. Me limité a asentir cortésmente sin preguntarle nada. Con los ojos entrecerrados, veía desfilar las cegadoras calles de Rodas. En el cielo no había una sola nube, ningún pronóstico de lluvia. El sol calcinaba los muros de piedra de las casas. Había hileras de árboles nudosos cubiertos por una capa de polvo y, a su sombra, o sentada bajo los toldos, la gente contemplaba el mundo casi sin decir palabra. Conforme iba resiguiendo esta escena con la mirada, mayores eran mis dudas de haber llegado al lugar correcto. Pero los llamativos anuncios de tabaco y
ouzo
escritos en griego que se sucedían de forma nada mítica a lo largo del camino desde el aeropuerto a la ciudad me indicaron que, sin posibilidad de error, me encontraba en Grecia.
El ferry de la tarde aún no había zarpado. Era mucho más grande de lo que suponía. En la parte posterior de cubierta había espacio para el transporte de automóviles; dos camiones de mediano tamaño cargados de alimentos y otras mercancías y un viejo Peugeot Sedan esperaban allí a que el barco abandonara el puerto. Compré el billete, embarqué; casi en el mismo instante en que me hundía en un asiento de cubierta, el barco soltó las amarras que lo sujetaban al muelle y sus motores arrancaron con un rumor profundo. Suspiré, alcé la vista hacia el cielo. Ahora sólo me quedaba esperar a que el barco me condujera a mi destino.
Me quité la chaqueta sucia de polvo y sudor, la doblé, la metí en la bolsa. Eran las cinco de la tarde, pero el sol todavía estaba alto en el cielo y su luz era abrumadora. Bajo el toldo, abandonándome a la brisa que flotaba desde proa, me fui relajando y sintiendo mejor. Los deprimentes pensamientos que se habían apoderado de mí en el aeropuerto de Narita ya se habían desvanecido. Me habían dejado sólo un ligero y amargo regusto en la boca.
La isla a la que me dirigía no era, al parecer, un lugar turístico muy concurrido, pues había muy pocos visitantes sentados en cubierta. La mayor parte de los pasajeros eran lugareños que regresaban de despachar algún asunto en Rodas, casi todos ancianos. A sus pies, depositados con extremo cuidado, como si se tratase de animales delicados, llevaban los artículos que acababan de adquirir. Sus rostros, casi inexpresivos, estaban surcados de profundas arrugas. Parecía que el sol abrasador y el duro trabajo físico les hubiera robado la expresión de la cara.
Viajaban además algunos soldados jóvenes. Aún tenían la mirada transparente de los niños y el sudor teñía de negro las espaldas de sus camisas militares de color caqui. Había dos viajeros de aspecto hippy sentados por el suelo con pesadas mochilas a la espalda. Ambos delgados, las piernas largas, la mirada severa.
También había una adolescente griega que vestía una falda larga. Era una muchacha de pupilas negras y profundas, de belleza providencial. Charlaba animadamente con una amiga que estaba a su lado mientras dejaba ondear su melena al viento. En sus labios se dibujaba una sonrisa dulce, como si insinuara un preciado secreto. Sus grandes pendientes de oro brillaban bajo el sol. Los jóvenes soldados, recostados en la barandilla de cubierta, le dirigían de vez en cuando miradas furtivas mientras fumaban con aire displicente.
Yo contemplaba el profundo mar azul y la miríada de pequeñas islas mientras me tomaba una limonada que había comprado en el quiosco. La mayor parte, más que islas propiamente dichas, eran islotes rocosos donde no vivía nadie. Sin agua, sin vegetación, simples peñascos donde sólo se posaban las blancas aves marinas para otear los peces. Los pájaros, a su paso, ni siquiera le dedicaban al barco una mirada. Las olas rompían en la base de las rocas levantando una espuma tan blanca que cegaba. De vez en cuando aparecía alguna isla habitada. Con unos pocos árboles de aspecto sufrido aquí y allá, algunos muros blancos diseminados por la ladera. En las pequeñas calas se mecían barcos pintados de colores brillantes, los altos mástiles trazaban arcos en el aire al vaivén de las olas.
Un anciano con el rostro surcado de arrugas sentado a mi lado me ofreció un cigarrillo. Le indiqué, sonriendo, con un movimiento de la mano, que se lo agradecía, pero que no fumaba. A cambio, me ofreció un chicle de menta. Lo acepté complacido y lo masqué mirando el mar.
El ferry llegó a la isla pasadas las siete de la tarde. Los rayos de sol ya habían perdido su fuerza, pero el cielo todavía estaba claro y la luz del verano aumentaba aún más su claridad. En la blanca pared de un edificio del puerto figuraba, en enormes letras negras, el nombre de la isla. El barco se aproximó al muelle y los pasajeros, equipaje en mano, empezaron a cruzar la pasarela. Frente al puerto había un café con terraza donde esperaban quienes habían ido a recibir a los pasajeros.
Después de desembarcar busqué a Myû con la mirada. No vi a nadie que pudiera serlo. Sólo se me acercaron los propietarios de algunas pensiones preguntándome si buscaba alojamiento. Negué, cada una de las veces, con un movimiento de cabeza. Pero ellos deslizaron sus tarjetas en mi mano.
Los pasajeros que habían desembarcado se perdieron en distintas direcciones. Quienes habían ido de compras se fueron a sus casas; los viajeros, a algún hotel o pensión. Las personas que habían venido a recibir a alguien, tras localizarlo e intercambiar un rápido abrazo o apretón de manos, desaparecieron junto con el recién llegado en alguna parte. Los dos camiones y el Peugeot Sedan también fueron descargados del barco y se alejaron dejando un estrépito de motores. Incluso desaparecieron los perros y los gatos que se habían acercado movidos por la curiosidad. Los únicos que quedamos atrás fuimos un grupo de ancianos tostados por el sol a quienes les sobraba el tiempo y yo, con mi bolsa de plástico de gimnasio, tan fuera de lugar, colgando de la mano.
Me senté a una mesa de la cafetería y pedí un té con hielo. Me pregunté qué debía hacer. La respuesta era «nada». La noche se acercaba y yo no sabía nada de la isla ni de su geografía. No había nada que yo pudiera hacer. Esperaría un poco más y, de no aparecer nadie, lo único que se me ocurría era buscar alojamiento y volver por la mañana a la hora de llegada del ferry. Era impensable que Myû faltara a la cita por despiste. Al menos, según afirmaba Sumire, Myû era una persona muy cuidadosa y metódica. Si no se había presentado, tenía que ser por alguna razón. Quizá no hubiera previsto que yo llegara tan pronto.