—¿Cómo pudiste dejar el piano así por las buenas? —le preguntó con un titubeo Sumire—. Si no te apetece hablar de ello, no lo hagas. Es que me parece, no sé cómo decirlo, algo extraño. Hasta entonces habías sacrificado muchas cosas para ser pianista, ¿no es eso?
Myû dijo en voz baja:
—No es que hubiera sacrificado
muchas cosas
por el piano. Lo había sacrificado
todo
. Todas y cada una de las cosas consustanciales al crecimiento. El piano me había exigido que le ofreciera cada gota de mi sangre, cada pedazo de mi carne, y yo jamás le había dicho que no. Ni una sola vez.
—¿No te pareció una lástima, entonces, dejar el piano? Sólo te faltaba un paso para conseguirlo.
Myû, en vez de responder, clavó la mirada en los ojos de Sumire. Como si buscara en ellos la respuesta. Fue una mirada directa y profunda. En el fondo de sus pupilas, diversas corrientes mudas se desafiaban entre sí como el poso que deja el torrente. Y lo que levantaron esas corrientes tardó cierto tiempo en asentarse.
—Siento haberte hecho más preguntas de la cuenta —se disculpó Sumire.
—No importa. Es que no sé cómo explicártelo. Sólo eso.
No volvieron a tocar el tema jamás.
Myû prohibía el tabaco en la oficina y detestaba que fumaran delante de ella. Por eso, poco después de empezar a trabajar, Sumire decidió dejarlo, aunque, fumando dos cajetillas de Marlboro al día, no le resultó nada fácil. Un mes después, como un animal al que le hubieran cortado su largo y espléndido rabo, perdió la estabilidad emocional (debería decir que ésa era una de las características inherentes de Sumire). Y, como era de esperar, empezó a llamarme a medianoche.
—No paro de pensar en el tabaco. No logro conciliar el sueño y, cuando consigo dormirme, tengo unas pesadillas horribles. Voy estreñida. Ni puedo leer ni soy capaz de escribir una sola línea.
—Eso le sucede a todo el mundo al dejar de fumar. Es temporal. Pasa antes o después —dije.
—Es muy fácil hablar cuando se trata de los demás —replicó Sumire—. ¿Verdad que tú no has fumado en toda tu vida?
—Si no se pudiera hablar respecto a lo que atañe a los demás, el mundo sería un lugar deprimente y peligroso. Piensa en lo que hizo Josif Stalin.
En el otro extremo de la línea, Sumire se sumió en un largo silencio. Un silencio pesado como el de las almas de los muertos en el frente del Este.
—¿Estás ahí? —la llamé.
Al fin, Sumire despegó los labios.
—Claro que, a decir verdad, que no pueda escribir tal vez no sea culpa del tabaco. Me da la impresión de que el tabaco no es más que una excusa: «No puedo escribir por culpa del tabaco. ¡Qué le vamos a hacer!».
—¿Por eso estás tan enfadada?
—Pues sí —reconoció Sumire con una docilidad inusual—. Además, no sólo soy incapaz de escribir, ¿sabes? Lo más duro es que no estoy tan convencida como antes sobre el hecho de escribir en sí. Cuando leo lo que he escrito hace poco, no le encuentro el interés por ningún lado, ni siquiera puedo imaginar qué trataba de decir. Me parece seco, vacío, como si estuviera mirando desde lejos unos calcetines sucios tirados por el suelo. Y, al pensar en el tiempo y las energías que he empleado en escribirlo, se me quitan las ganas de vivir.
—En casos así, basta con llamar por teléfono pasadas las tres de la madrugada y despertar simbólicamente a alguien que esté sumido en un sueño apacible y semiótico.
Sumire respondió:
—¿Has tenido dudas alguna vez sobre si lo que estás haciendo es correcto o no?
—Más bien son pocas las veces en que no las tengo —dije.
—¿De verdad?
—De verdad.
Sumire repiqueteó con las uñas sobre sus dientes. Era uno de sus vicios cuando estaba pensando.
—Si te soy sincera, hasta ahora jamás había tenido este género de dudas. Sobre si tenía vocación o talento. Yo, ¿sabes?, no soy estúpida. Sé muy bien que soy una caprichosa que suele dejar las cosas a medias. Pero no dudaba. Creía que, pese a cometer algunas equivocaciones, en líneas generales avanzaba en la dirección correcta.
—Hasta ahora has tenido suerte —dije—. Justo, justo, como una larga lluvia en la época en que se planta el arroz.
—Quizás haya sido así.
—¿Pero
últimamente
no es así?
—Exacto. Últimamente no. A veces me horrorizo pensando que hasta ahora no he hecho más que cometer una equivocación tras otra. ¿Sabes cuando tienes una pesadilla atroz y te despiertas de repente a medianoche? Durante unos instantes no sabes qué es lo real. Pues eso es justamente lo que te estoy diciendo. ¿Entiendes?
—Creo que sí —dije.
—Quizá no pueda volver a escribir novelas. No hace mucho tiempo que pienso en ello con frecuencia. Que yo no soy más que una estúpida, una niña ingenua de las muchas que van por ahí mirándose el ombligo y persiguiendo sueños irrealizables. A lo mejor tendría que ir cerrando la tapa del piano y bajar del escenario. Antes de que sea demasiado tarde.
—¿Cerrar la tapa del piano?
—Es una metáfora.
Me pasé el auricular de la mano izquierda a la derecha.
—Yo sí estoy seguro. Si tú no lo estás,
yo sí
. Algún día tú escribirás una novela magnífica. Me doy cuenta al leer lo que escribes.
—¿Lo piensas de veras?
—Desde el fondo de mi corazón. No te miento —contesté—. En eso no te mentiría. Entre lo que has escrito hasta ahora hay trozos maravillosos, impresionantes. Por ejemplo, cuando describes la playa en mayo, puedes oír el rumor del viento, oler el agua salada. Puedes sentir en ambos brazos el tibio calor del sol. Y cuando escribes sobre una pequeña habitación llena de humo de tabaco, al leerlo realmente te cuesta respirar. Los ojos empiezan a escocerte. Unas frases tan llenas de vida como ésas no puede escribirlas cualquiera. En tus textos hay una fuerza, una corriente natural que hace que respiren y se muevan por sí mismos. Sólo que todavía no has logrado ensamblarlos unos con otros. No se trata de cerrar la tapa del piano.
Sumire permaneció diez o quince segundos callada.
—¿No estarás consolándome, alentándome, o algo por el estilo?
—No te estoy consolando ni alentando. Es una realidad que habla por sí misma.
—¿Como el río Moldau?
—Como el río Moldau.
—Gracias —dijo Sumire.
—De nada —repuse yo.
—A veces puedes ser realmente dulce, ¿sabes? Como las navidades, las vacaciones de verano y un perrito recién nacido juntos.
Musité lo primero que se me pasó por la cabeza, como hago siempre que me alaban.
—Pero hay algo que me preocupa, ¿sabes? —prosiguió Sumire—. Si tú, un día de éstos, te casas con una chica normal, a mí me olvidarás del todo. Y entonces ya no podré llamarte a medianoche cuando me apetezca, ¿verdad?
—Bastará con hablar antes del anochecer.
—Durante el día no puede ser. Tú no entiendes
nada de nada
.
—Eres tú quien no entiende
nada de nada
. En este mundo, la mayoría de las personas trabaja a la luz del sol y por la noche apaga la luz y duerme —protesté yo. Pero sonó como si alguien estuviera recitando para sí mismo un poema bucólico en medio de un campo de calabazas.
—Hace poco salió en el periódico —dijo Sumire ignorando mis observaciones— que las lesbianas lo son de nacimiento, que un hueso que tienen dentro del oído es claramente diferente al de las mujeres normales. Un hueso pequeño que tiene un nombre imposible. O sea, que el lesbianismo no es una tendencia adquirida sino una característica genética. Lo ha descubierto un médico norteamericano. Qué estaría investigando y con qué propósito, no me lo puedo ni imaginar, pero, de todas formas, desde entonces no puedo dejar de pensar en ese huesecillo estúpido que está en el fondo del oído de todo el mundo. ¿Qué forma debe de tener el mío?
Como no sabía qué decir, permanecí callado. Durante unos instantes reinó un silencio que recordaba el aceite limpio extendiéndose por una gran sartén.
—¿Estás segura de que lo que sientes por Myû es deseo sexual? —pregunté.
—Segura un ciento por ciento —dijo Sumire—. Cuando estoy ante ella, ese hueso del oído empieza a matraquear. Como un
fûrin
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de finas conchas. Y deseo que me abrace fuerte. Abandonarme por completo. Si eso no es deseo sexual, lo que corre por mis venas es zumo de tomate.
—¡Humm! —dije. ¿Qué más podía responder?
—Si tenemos eso en cuenta, todo adquiere sentido. ¿Por qué no me apetecía tener relaciones sexuales con chicos? ¿Por qué no sentía nada? ¿Por qué siempre he sabido que era diferente a los demás?
—¿Puedo dar mi opinión? —dije yo.
—Claro.
—Una razón o una lógica que lo explique todo de manera demasiado simple siempre será una trampa. Lo sé por experiencia. Tal como dijo alguien alguna vez, lo que puede explicarse en un solo libro, mejor no explicarlo. En resumen, lo que quiero decir es que lo mejor es no sacar conclusiones precipitadas.
—Lo tendré en cuenta —dijo Sumire. Y cortó la comunicación de manera más bien brusca.
Me la imaginé colgando el auricular y saliendo de la cabina. Las agujas del reloj marcaban las tres y media de la madrugada. Fui a la cocina, me bebí un vaso de agua, volví a deslizarme entre las sábanas y cerré los ojos. Pero el sueño no acudió tan fácilmente. Al descorrer las cortinas apareció la luna, flotando blanca y taciturna en el cielo como un huérfano inteligente. Comprendí que no podría volver a dormirme. Hice café, llevé una silla junto a la ventana, me senté y me comí unas cuantas galletas con queso. Y, leyendo, esperé a que llegara el amanecer.
Voy a hablar un poco de mí.
Ya sé que ésta es la historia de Sumire, no la mía.
Pero es a través de mis ojos como se presenta a un ser humano, a Sumire, y es a través de ellos como se desgrana su historia, así que me parece hasta cierto punto necesario explicar quién soy.
Sin embargo, cada vez que debo hablar de mí mismo me siento, en cierto modo, confuso. Me veo atrapado por la clásica paradoja que conlleva la proposición: «¿Quién soy?». Si se tratara de una simple cantidad de información, no habría nadie en este mundo que pudiera aportar más datos que yo. No obstante, al hablar sobre mí, ese yo de quien estoy hablando queda automáticamente limitado, condicionado y empobrecido en manos de otro que soy yo mismo en tanto que narrador —víctima de mi sistema de valores, de mi sensibilidad, de mi capacidad de observación y de otros muchos condicionamientos reales—. En consecuencia, ¿hasta qué punto se ajusta a la verdad el «yo» que retrato? Es algo que me inquieta terriblemente. Es más, me ha preocupado siempre.
Sin embargo, la mayoría de las personas de este mundo no parece sentir ese temor, esa incertidumbre. En cuanto tienen oportunidad hablan de sí mismos con una sinceridad pasmosa. Suelen decir frases del tipo: «Yo parezco tonto de tan franco y sincero como soy», o «Soy muy sensible y me manejo muy mal en este mundo», o «Yo le leo el pensamiento a la gente». Pero he visto innumerables veces cómo personas «sensibles» herían sin más los sentimientos ajenos. He visto a personas «francas y sinceras» esgrimir sin darse cuenta las excusas que más les convenían. He visto cómo personas que «le leían el pensamiento a la gente» eran engañadas por los halagos más burdos. Todo ello me lleva a pensar: «¿Qué sabemos, en realidad, de nosotros mismos?».
Cuanto más pienso en ello, más reacio soy a hablar de mí mismo (si es que realmente hay necesidad de hacerlo). Antes prefiero conocer, en mayor o menor medida, hechos objetivos sobre existencias ajenas. Y, basándome en la posición que ocupan tales hechos y personajes individuales en mi interior, o a través del modo en que restablezco mi sentido del equilibrio incluyéndolos, trato de conocerme de la manera más objetiva posible.
Ésta ha sido la postura o, dicho de una manera más solemne, la visión del mundo que he mantenido desde la pubertad. Tal como el albañil apila un ladrillo sobre otro siguiendo el hilo tenso de la plomada, yo he ido conformando en mi interior esta manera de pensar. De una forma más empírica que lógica. Más práctica que intelectual. Pero un punto de vista como éste es difícil de explicar a los demás. Yo lo he aprendido sufriéndolo en mi propia piel.
Quizá se deba a eso, pero desde la adolescencia me he habituado a trazar una frontera invisible entre mí mismo y los demás. Empecé a tomar una distancia perpetua ante el otro, fuera quien fuese, y a mantenerla mientras estudiaba su actitud. Aprendí a no creerme todo lo que la gente dice. Mis únicas pasiones sin reservas han sido los libros y la música. Y, tal vez como lógica consecuencia de todo ello, me fui convirtiendo en una persona solitaria.
Crecí en el seno de una familia normal y corriente. Tanto que casi no sé por dónde empezar el relato. Mi padre, licenciado en ciencias por una universidad pública provincial, trabajaba en el laboratorio de una gran empresa alimentaria. Su hobby era el golf. Iba a jugar todos los domingos. Mi madre era una apasionada del
tanka
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y solía acudir a encuentros de aficionados. Cuando aparecía su nombre en la sección de
tanka
de los periódicos, estaba de buen humor durante una temporada. Le gustaba limpiar y detestaba la cocina. Mi hermana, cinco años menor que yo, odiaba tanto limpiar como cocinar y creía que de eso debían encargarse los demás. Total, desde que tuve edad para entrar en la cocina, me hice yo mismo mi propia comida. Me compré algunos libros y así aprendí a preparar la mayoría de los platos. He debido de ser el único niño que ha hecho algo parecido.
Nací en Suginami, pero era aún pequeño cuando nos mudamos a Tsudanuma, en la prefectura de Chiba, y fue allí donde crecí. En los alrededores sólo vivían empleados de empresa como nosotros. Mi hermana sacaba unas notas extraordinarias en la escuela y era el tipo de persona que no está satisfecha si no es la primera; total, que no solía hacer algo en balde. Ni siquiera sacar a pasear a su propio perro. Se licenció en derecho por la Universidad de Tokio y, al año siguiente, obtuvo el título de abogado. Se casó con un asesor financiero sin escrúpulos. Se compraron, cerca del parque de Yoyogi, en un elegante edificio, un piso de cuatro habitaciones que siempre está sucio como una pocilga.
Al contrario de mi hermana, yo nunca mostré el menor interés por los estudios ni por sacar buenas notas. Como no quería que mis padres me riñeran, asistía regularmente a las clases y estudiaba lo mínimo posible. Después jugaba al fútbol y, al volver a casa, me tumbaba en la cama y devoraba una novela tras otra. Ni iba a una academia ni tenía profesor particular. A pesar de ello, mis notas no eran malas. Al contrario. De modo que supuse que sería capaz de entrar en alguna universidad decente aunque no me preparara para el examen de ingreso. Y así fue.