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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico, Romántico

Sputnik, mi amor (2 page)

BOOK: Sputnik, mi amor
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A partir de aquel momento, y en su fuero interno, Sumire empezó a llamar a Myû «Sputnik, mi amor». Sumire amaba la resonancia de esa palabra. Le traía a la memoria la perra
Laika
. El satélite artificial atravesando en silencio la oscuridad del espacio. Las dos negras y brillantes pupilas de la perra atisbando por el pequeño ojo de buey. ¿Qué debía de mirar en aquella soledad infinita del cosmos?

La historia del
Sputnik
surgió en el banquete de bodas de una prima de Sumire que se celebró en un hotel de primera categoría de Akasaka. No era una prima a quien estuviera muy unida (más bien la detestaba); además, para Sumire, asistir a un banquete, fuera de quien fuese, representaba una tortura, pero en aquella ocasión no pudo librarse con ningún pretexto. A ella y a Myû les asignaron un asiento contiguo en la misma mesa. Myû no dio demasiados detalles, pero, al parecer, le había dado clases a su prima, de piano o algo así, cuando se había presentado al examen de ingreso del conservatorio. Su relación no era especialmente larga ni estrecha, pero, por lo visto, la prima se sentía en deuda con ella.

En el preciso instante en que le acariciaba el pelo, de una manera tan rápida que casi cabría calificarla de acto reflejo, Sumire se enamoró. Fue de improviso, como si un rayo la hubiese fulminado mientras cruzaba una vasta llanura. Debió de ser algo parecido a la inspiración artística. De modo que el hecho de que casualmente fuera una mujer a Sumire no le pareció, en aquel instante, ningún inconveniente.

Que yo sepa, Sumire jamás había tenido algo parecido a un novio. En sus años de instituto había tenido algunos amigos. Chicos con quienes iba al cine, a nadar. Pero me imagino que ninguna de esas relaciones fue demasiado profunda. Lo que ocupaba gran parte de su cerebro era, exclusivamente, el ferviente deseo de ser novelista, y además no parecía que se hubiera sentido atraída por nadie hasta tal punto. Aun suponiendo que en sus años de instituto hubiese tenido relaciones sexuales (o algo parecido), no habría sido por amor o deseo, sino impelida, tal vez, por la curiosidad literaria.

—La verdad, ¿sabes?, es que no entiendo muy bien eso del deseo sexual —me había confesado Sumire en una ocasión poniendo una cara terriblemente reconcentrada. (Creo que fue poco antes de que abandonara la escuela. Se había bebido cinco daikiris de plátano y estaba muy borracha)—. ¿En qué consiste? ¿Tú qué piensas?

—El deseo sexual no es algo que pueda entenderse. —Como de costumbre, le di una opinión sensata—. Es algo que simplemente existe.

Cuando le dije eso, Sumire se me quedó mirando unos instantes de hito en hito, como si observara una máquina que funcionase con algún extraño motor. Luego alzó la vista hacia el techo como si hubiera perdido el interés en el tema. Ahí acabó la conversación. Quizá pensó que no valía la pena hablar conmigo de esas cosas.

Sumire había nacido en Chigasaki. Su casa estaba a orillas del mar y, de vez en cuando, ráfagas de viento arenoso azotaban con un seco rumor el cristal de las ventanas. Su padre era dentista en la ciudad de Yokohama. Era un hombre excepcionalmente guapo y su nariz, en especial, te traía a la mente la de Gregory Peck en
Recuerda
. Por desgracia —lo decía ella misma—, Sumire no había heredado esa nariz. Tampoco su hermano. ¿Adónde habrían ido a parar los genes que habían conformado una nariz tan hermosa?, se preguntaba Sumire con extrañeza. Si habían quedado sepultados en el fondo del río de la corriente genética, tal vez pudiera hablarse, incluso, de pérdida cultural. Tan magnífica era aquella nariz.

Como es natural, su muy bien parecido padre tenía una popularidad legendaria entre las mujeres con afecciones dentales que vivían en los alrededores de Yokohama. En la clínica se encasquetaba un gorro hasta las cejas y se cubría el rostro con una gran mascarilla. Lo único que veían sus pacientes era un par de ojos y un par de orejas. Sin embargo, no podía ocultar que era un hombre guapo. Su hermosa nariz alzaba la máscara de una forma gallarda, sexual; al verla, casi todas las pacientes se ruborizaban y —a pesar de que eso no lo cubría el seguro médico— se enamoraban al instante de él.

La madre de Sumire había muerto joven, a los treinta y un años. Tenía un defecto congénito en el corazón. Cuando murió, Sumire aún no había cumplido los tres años. Lo único que recordaba de ella era el tenue olor de su piel. Fotografías de la madre, apenas las había. El retrato del día de su boda, unas instantáneas tomadas justo después de nacer Sumire. Había sacado el viejo álbum y contemplado esas fotografías innumerables veces. Si nos basamos sólo en la apariencia, la madre de Sumire era, dicho con moderación, una persona de las que dejan «poca huella». De baja estatura, peinado vulgar, vestida sin gusto, una sonrisa incómoda en los labios. Parecía a punto de retroceder y fundirse con la pared a sus espaldas. Sumire se esforzó en grabar los rasgos de la madre en su cabeza. Tal vez así lograra encontrarse con ella en sueños. Quizá pudiera asir su mano, hablarle. Pero no resultó. Sus rasgos, por más que los memorizase, se borraban enseguida. Y no sólo en sueños; incluso en pleno día, de haberse cruzado con ella en la acera misma, puede que ni siquiera la hubiera reconocido.

Su padre apenas hablaba de la madre muerta. En realidad, casi no hablaba en general, y por añadidura, tendía a evitar (como si fuera una infección bucal) muestras de emoción en cualquier aspecto de la vida cotidiana. Tampoco Sumire recuerda haberle hecho preguntas sobre la madre muerta. Sólo una vez, cuando era muy niña, le preguntó: «¿Cómo era mi madre?». Sumire recordaba vivamente aquella conversación.

Su padre desvió la mirada y reflexionó unos instantes. Luego dijo:

—Tenía muy buena memoria y muy buena letra.

Era una extraña manera de describir a una persona. A mí me parece que él, en aquella ocasión, debería haber dicho algo que quedase profundamente grabado en el corazón de su pequeña hija. Unas palabras cargadas de sentido que representaran una fuente de calor que la confortara. Palabras susceptibles de convertirse en la columna y el eje que sostuvieran, mal que bien, aquella existencia de inestables fundamentos en el tercer planeta del sistema solar. Sumire, con un inmaculado cuaderno abierto por la primera página, las esperaba expectante. Por desgracia (no se puede calificar de otro modo), el guapo padre de Sumire no era capaz de pronunciarlas.

Cuando Sumire tenía seis años, su padre volvió a casarse y, dos años después, nació su hermano pequeño. Su nueva madre tampoco era bonita. Ni siquiera tenía muy buena memoria. Tampoco puede decirse que escribiera con buena letra. Sin embargo, era una persona cariñosa y justa. Para la pequeña Sumire, que se convertiría en su hijastra, aquél fue un acontecimiento afortunado. No, «afortunado» no es la palabra exacta. Porque, al fin y al cabo, quien la había elegido era su padre. Y él, como padre, tal vez dejara algo que desear, pero en cuanto a la elección de su compañera, mostraba siempre inteligencia y realismo.

El amor de la madrastra por Sumire no flaqueó durante los largos y difíciles años de su adolescencia, y, cuando Sumire manifestó su deseo de abandonar la universidad para escribir novelas, la madrastra —pese a no callarse su opinión— respetó básicamente su voluntad. También había sido la madrastra quien había celebrado la pasión que, desde pequeña, Sumire había manifestado por la lectura, y quien la había alentado en sus propósitos literarios.

La madrastra se aplicó en convencer al padre y, al final, decidieron pasarle una pequeña cantidad de dinero para su manutención hasta que cumpliera los veintiocho años. Si para entonces no había podido labrarse un porvenir que le permitiera salir adelante con la escritura, tendría que espabilarse sola. Sin la mediación de su madrastra, Sumire tal vez hubiera sido arrojada, sin blanca y sin las dosis necesarias de sentido común y equilibrio para desenvolverse en el mundo, a este erial desprovisto de humor —por supuesto, la tierra no se desploma girando alrededor del sol para divertir a los seres humanos— que llamamos realidad. Pero, a lo mejor, eso habría sido positivo para Sumire.

Sumire conoció a «Sputnik, mi amor» a los dos años y poco más de abandonar los estudios.

Había alquilado un apartamento tipo
loft
en Kichijôji, donde vivía con el mínimo número de muebles y el máximo de libros. Se levantaba poco antes del mediodía y, por la tarde, paseaba por el parque de Inogashira con el fervor de un peregrino. Si hacía buen tiempo, se sentaba en un banco del parque, mordisqueaba un poco de pan y leía fumando un cigarrillo tras otro. Los días de lluvia o frío se metía en una vieja cafetería donde ponían música clásica a todo volumen, se hundía en un desvencijado sofá y leía con expresión reconcentrada escuchando sinfonías de Schubert o cantatas de Bach. Al anochecer, tomaba una única cerveza y cenaba la comida preparada que había comprado en el supermercado.

A las diez de la noche toma asiento frente a la mesa. Delante de ella hay un termo lleno de café hirviendo, un tazón (se lo regalé yo por su cumpleaños; lleva un cuadro de Snafkin dibujado), una cajetilla de Marlboro y un cenicero de cristal. Y un procesador de textos, por supuesto. Cada tecla de la máquina muestra su propio signo.

En la estancia reina un profundo silencio. Su mente está clara como el cielo de una noche de invierno. La Osa Mayor y la Estrella Polar emiten la luz debida en el lugar asignado. Y Sumire tiene mucho que escribir. Muchas historias que contar. Una vez encuentre la boca de salida correcta, ardientes pensamientos e ideas brotarán como la lava, se traducirán en conceptos y conformarán un corpus de obras originales. La gente se quedará boquiabierta ante la repentina irrupción de una «genial escritora novel de excepcional talento». En la sección de cultura de los periódicos saldrá la fotografía de Sumire esbozando una serena sonrisa y los redactores se disputarán el privilegio de visitar su apartamento.

Pero eso, por desgracia, no ocurriría. En realidad, Sumire no logró completar una sola obra que comprendiera principio y final.

A decir verdad, ella podía escribir indefinidamente, tanto como quisiera. Jamás había experimentado angustia ante el papel en blanco. Era capaz de traducir en un torrente de palabras todo lo que le viniera a la cabeza. Su problema era, más bien, que escribía demasiado. Siendo así, parece obvio que hubiese bastado con eliminar la parte superflua, pero no era tan simple. De lo que había escrito, Sumire era incapaz de discernir entre lo necesario y lo que no lo era. Al día siguiente, al releerlas una vez impresas, todas las frases le parecían imprescindibles y, según cómo, todas le parecían superfluas. A veces, en un arranque de desesperación, rasgaba todas las hojas que tenía delante. Si hubiera sido una noche de invierno y en la estancia hubiera habido chimenea, le habría dado —igual que en
La Bohème
de Puccini— bastante calor, pero en el apartamento de Sumire, como era de esperar, no había chimenea. Ni calefacción ni teléfono. Ni siquiera un espejo que le devolviera fielmente su imagen.

Al llegar el fin de semana, Sumire tomaba entre los brazos todos sus escritos y venía a mi apartamento. No hace falta decir que eran sólo los textos que habían escapado a la masacre, pero, con todo, conformaban una cantidad considerable. Y la única persona de todo este ancho mundo a quien Sumire podía enseñárselos era yo.

En la universidad, yo iba dos cursos por delante y, además, nuestras especialidades eran distintas, así que apenas teníamos algo en común. Intimamos por casualidad. Un lunes de mayo, tras un largo puente, estaba yo en la parada del autobús cerca de la entrada principal de la universidad leyendo una novela de Paul Nizan, que había descubierto en una librería de viejo, cuando una chica bajita que se encontraba a mi lado alargó el cuello, echó una ojeada a mi libro y me preguntó que cómo era que aún leía a Paul Nizan. Su manera de interpelarme fue bastante agresiva. Como si hubiera querido meterse con alguien y, a falta de un objetivo más apropiado, me hubiese elegido a mí. Al menos ésa fue la impresión que me dio.

Sumire y yo nos parecíamos mucho. Ambos devorábamos libros con la misma naturalidad que respirábamos. Cuando teníamos un momento libre, nos sentábamos en un lugar tranquilo y volvíamos interminablemente una página tras otra. Novelas japonesas, novelas extranjeras, obras nuevas, clásicos, libros de vanguardia,
best sellers
, leíamos cualquier cosa que nos provocara excitación intelectual. Éramos asiduos de las bibliotecas y podíamos pasarnos todo el día entretenidos husmeando por las librerías de viejo de Kanda. No había conocido a nadie, aparte de mí mismo, que leyera con tanta pasión, con tanta profundidad y diversidad, y creo que a Sumire le ocurría lo mismo.

Me gradué por la misma época en que Sumire decidió dejar la universidad, pero, incluso entonces, ella siguió visitándome dos o tres veces al mes. A veces la visitaba yo, pero su apartamento era, a ojos vista, demasiado pequeño para los dos, y lo más frecuente era que viniese ella. Cuando nos veíamos, como es lógico, hablábamos de novelas e intercambiábamos libros. También solía prepararle la cena. No se me daba mal cocinar y, por su parte, Sumire era del tipo de personas que prefieren no comer antes que meterse en la cocina. Como muestra de agradecimiento solía traerme algo de los lugares donde hacía trabajos de media jornada. Una vez que estuvo en el almacén de una empresa farmacéutica me regaló seis docenas de preservativos. Todavía deben de quedar algunos en el fondo del cajón.

La novela (o los fragmentos de novela) que por aquel entonces escribía Sumire no era tan horrible como ella creía. No dominaba aún las técnicas narrativas y, a veces, su estilo parecía un
patchwork
elaborado, sin mediar palabra, por un grupo de amas de casa obcecadas, cada una con sus propios gustos y manías. Esta tendencia, dado el temperamento neurótico de Sumire, hacía que las cosas se le descontrolaran. Encima, por desgracia, a ella sólo le interesaba escribir una obra decimonónica de gran envergadura, una «novela total», donde pudiera embutir cualquier fenómeno que apuntara a su alma y a su destino.

Sin embargo, pese a adolecer de numerosos defectos, sus escritos tenían una frescura especial y en ellos se traslucía la voluntad honesta de querer relatar con sinceridad algo importante que había en el interior de su autora. Como mínimo, su estilo no era una imitación del de nadie. Tampoco eran simples artificios construidos con habilidad. A mí esto me gustaba. No hubiera estado bien reducir aquella fuerza natural e incrustarla en un trabajo preciosista. Aún le sobraba tiempo para dar rodeos. No era cuestión de precipitarse. Tal como dice el proverbio: «Quien crece despacio crece bien».

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