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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico, Romántico

Sputnik, mi amor (5 page)

BOOK: Sputnik, mi amor
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Crucé las manos detrás de la cabeza y me quedé mirando cómo Sumire saboreaba con fruición su pastel. Desde unos pequeños altavoces del techo sonaba una vieja canción, una
bossa nova
de Astrud Gilberto. «Llévame a Aruanda», cantaba. Con los ojos cerrados, el entrechocar de tazas y salseras recordaba el rumor del mar. Aruanda, ¿cómo debía de ser aquel lugar?

—¿Todavía tienes sueño?

—Ya no —dije abriendo los ojos.

—¿Estás bien?

—Sí, claro. Como el río Moldau a principios de primavera.

Sumire se quedó unos instantes contemplando el plato del pastel vacío. Después alzó la cabeza y me miró.

—¿No te extraña que vaya vestida de esta forma?

—Pues sí, la verdad.

—No es que esta ropa me la haya comprado yo. Yo no tengo dinero, ya lo sabes. Tiene una explicación.

—¿Puedo tratar de adivinarla?

—Adelante.

—Tú estabas con tu aspecto desastrado a lo Jack Kerouac en algún lavabo, con un cigarrillo entre los labios, lavándote las manos, cuando de repente una mujer muy bien vestida de un metro cincuenta y cinco de estatura entró corriendo y, con el aliento entrecortado, te pidió: «¡Por favor! ¡Cámbiame toda la ropa, de pies a cabeza! No puedo darte más detalles, pero me persiguen unos malhechores y quiero huir disfrazada. Por suerte, somos casi igual de altas». Lo he visto en alguna de esas películas de Hong-Kong.

Sumire rió.

—Esa mujer calzaba un treinta y cinco y tenía la talla treinta y seis. Por casualidad.

—Y allí le cambiaste incluso las bragas de Mickey Mouse.

—Lo de Mickey Mouse no eran las bragas sino los calcetines.

—Tanto da —dije.

—¡Hum! —suspiró Sumire—. De hecho, te estás acercando bastante.

—¿Como cuánto?

Ella se inclinó hacia mí sobre la mesa.

—Es una historia un poco larga, pero ¿quieres escucharla?

—Lo quiera o no, tú has venido hasta aquí para contármela, ¿verdad? No importa lo larga que sea. Cuéntamela. Y si, aparte del argumento, quieres añadir un preludio y la
Danza de las hadas
, hazlo. Por mí no te preocupes.

Y ella empezó a hablar. De la boda de su prima y de la comida con Myû en el restaurante de Aoyama. Efectivamente, era una historia larga.

3

El lunes siguiente al día de la boda llovió. La lluvia empezó a caer pasada la medianoche y no cesó hasta el alba. Era una lluvia dulce y suave que tiñó de negro la tierra primaveral y despertó en silencio todos los seres sin nombre que se esconden bajo su superficie.

Pensando que volvería a ver a Myû, el corazón de Sumire hervía de emoción. Era incapaz de hacer algo a derechas. Se sentía como si estuviera de pie en la cima de una montaña, azotada por el viento. Como de costumbre, tomó asiento frente a la mesa, encendió un cigarrillo y enchufó el procesador de textos, pero, por más que contemplara la pantalla, no se le ocurría una sola línea. Cosa muy rara en ella. Desistió, apagó la máquina, se tumbó en el suelo del pequeño apartamento y, con un cigarrillo apagado entre los labios, se abandonó a pensamientos dispersos.

«Si estoy tan excitada por el simple hecho de volver a hablar a solas con Myû, ayer debería haberme resultado muy duro despedirme de ella sin más. ¿Se tratará de admiración por una mujer mayor que yo, guapa y sofisticada? No, no debe de ser eso», Sumire descartó la idea, «cuando estoy a su lado, deseo tocarla siempre. Eso no es simple admiración».

Sumire suspiró y se quedó unos instantes con la mirada clavada en el techo. Luego encendió un cigarrillo. Pensándolo bien, era extraño. Que a los veintidós años se enamorara por primera vez, y que
casualmente
lo hiciera de una mujer.

El restaurante que eligió Myû estaba a unos diez minutos a pie de la estación de metro de Omotesandô. Era un local difícil de encontrar para quien no lo conociera, uno de aquellos lugares donde te sientes incómodo al entrar. Incluso el nombre era difícil de recordar si lo oías una sola vez. Cuando Sumire dio el nombre de Myû a la entrada, la condujeron a un reservado del primer piso. Myû ya estaba allí sentada, tomándose un agua Perrier con hielo, charlando animadamente con el camarero sobre el menú. Llevaba un polo azul marino, encima de éste un jersey de algodón del mismo color, en el pelo lucía un fino pasador plateado sin adornos. Los pantalones eran unos tejanos estrechos de color blanco. En una esquina de la mesa había unas gafas de sol de un brillante color azul. Sobre una silla, una raqueta de squash y una bolsa de deporte de plástico de Missoni. Quizá volviera de jugar algunas partidas de squash antes del mediodía. En su frente aún quedaba un ligero rubor. Sumire se la imaginó metiéndose en la ducha del gimnasio y lavándose con un jabón de exótica fragancia.

Cuando Sumire entró en el reservado con su chaqueta de
tweed
, sus pantalones caqui y el pelo alborotado como un huérfano, Myû levantó la mirada de la carta y le dedicó una sonrisa deslumbrante.

—No tienes manías con la comida, ¿verdad? Eso me dijiste ayer. Entonces, supongo que no te importará que elija yo el menú.

—Por supuesto que no —respondió Sumire.

Myû pidió lo mismo para las dos. De plato principal, pescado blanco fresco a la brasa acompañado de un poco de salsa verde con setas. La rodaja de pescado mostraba un tostado precioso. Un tostado con un poder de convicción tan bello que casi podía calificarse de artístico. A su lado había algunos
gnocchi
de calabaza y una ensalada de endibias dispuesta de manera extremadamente refinada. De postre,
créme brûlée
, pero sólo Sumire la probó, mientras que Myû ni se dignó mirar la suya. Por último les sirvieron un café exprés. Sumire observó que Myû prestaba mucha atención a lo que comía. Su cuello era delgado como el tallo de una planta y en su cuerpo no se adivinaba un gramo de grasa. No parecía que necesitase hacer dieta. Pero quizá deseara conservar a toda costa la línea. Como unos espartanos parapetados en una fortaleza en lo alto de las montañas.

Mientras comían mantuvieron una charla más bien insustancial. Myû quería saber cosas sobre la vida de Sumire y ésta respondió a sus preguntas con sinceridad. Sobre su padre, sobre su madre, sobre las escuelas a las que había ido (no le había gustado ninguna), sobre los premios recibidos en un concurso de redacción (una bicicleta y una enciclopedia), sobre las circunstancias que provocaron su abandono de la universidad, sobre su vida cotidiana. No puede decirse que fuera una vida especialmente emocionante. Pero Myû escuchaba absorta todo cuanto se refería a Sumire. Como si le hablaran de las interesantes costumbres de un país extranjero que jamás hubiera visitado.

También Sumire quería saber un montón de cosas sobre Myû. Pero a Myû no parecía gustarle hablar de sí misma.

—No hay nada que valga la pena contar —dijo sonriente—. Prefiero seguir escuchándote a ti.

Cuando acabó la comida, Sumire apenas si sabía algo nuevo de Myû. Que su padre había donado mucho dinero que había ganado en Japón al pequeño pueblo, al norte de Corea, donde había nacido; que habían construido allí magníficas instalaciones para sus habitantes y que, por todo ello, en la plaza del pueblo seguía irguiéndose aún una estatua del padre.

—Es un pequeño pueblo entre montañas. Claro que era invierno cuando estuve allí, pero es un lugar que, a primera vista, se advierte que es muy frío. Montañas de rocas de color rojizo, árboles de troncos retorcidos. De pequeña, mi padre me llevó allí una vez. Cuando descubrieron la estatua. En el pueblo teníamos muchos parientes que me tomaron en brazos llorando emocionados. Pero yo no entendía lo que me decían y recuerdo haber sentido miedo. Para mí, aquel pueblo era sólo un lugar extraño que no había visto jamás.

Sumire le preguntó cómo era la estatua. Entre sus conocidos no figuraba nadie a quien le hubieran levantado una.

—Era una estatua de bronce normal. La típica estatua, podríamos decir. De las que se ven en cualquier parte del mundo. Pero es extraño ver una estatua de tu propio padre. Imagínate que levantan una a tu padre en la plaza de delante de la estación de Chigasaki. Te sentirías rara, ¿no? Mi padre era, en realidad, un hombre de baja estatura, pero, en la estatua, parecía un gigante imponente. Entonces lo pensé. Que, en este mundo, lo que ven nuestros ojos no tiene por qué ser verdad. Sólo tenía cinco años.

«Si a mi padre le levantaran una estatua, no me impresionaría tanto», se dijo Sumire. Porque en realidad su padre ya era demasiado guapo para ser una persona de carne y hueso.

—Volviendo a lo que decíamos ayer. —Myû abordó la cuestión después de que les hubieran traído el segundo café exprés—. ¿Qué? ¿Te gustaría trabajar conmigo?

A Sumire le apetecía fumarse un cigarrillo, pero no avistó ningún cenicero. Así que se conformó con tomar un sorbo de agua Perrier fría.

Sumire habló con sinceridad.

—¿Qué tipo de trabajo debería hacer? Me parece que ya te lo dije, pero, aparte de labores físicas sencillas, no he tenido un trabajo propiamente dicho en toda mi vida. Tampoco tengo nada que ponerme para ir a trabajar. Para que te hagas una idea, la ropa que llevaba el día de la boda me la había prestado una conocida.

Myû asintió sin cambiar de expresión. Como si la respuesta de Sumire no se alejara de la que había previsto.

—Hablando contigo, ya me hice una idea aproximada de cómo eres, creo que eres muy capaz de hacer el trabajo que he pensado para ti. Lo demás no tiene importancia. Lo único que importa es si quieres trabajar conmigo o no. Sólo eso. Es una simple cuestión de sí o no.

Sumire respondió eligiendo cuidadosamente las palabras:

—Estoy muy contenta de oírte decir esas cosas, pero lo más importante para mí en estos momentos es
escribir novelas
. Por eso dejé incluso la universidad.

Myû la miró de frente por encima de la mesa. Al sentir aquella mirada serena fija sobre su piel, la cara de Sumire empezó a arder.

—¿Puedo decir con sinceridad lo que pienso? —dijo Myû.

—Por supuesto que sí. Lo que sea.

—Quizá te ponga de malhumor.

Sumire, como signo de que no le importaba, frunció los labios con fuerza y la miró a los ojos.

—Creo que en estos momentos, por más tiempo que inviertas, no lograrás escribir nada que valga la pena —dijo Myû con un tono sereno y determinante a la vez—. Tú tienes talento. Seguro que algún día podrás escribir algo maravilloso. No es un cumplido, te lo digo de corazón. Puedo adivinar ese talento innato dentro de ti. Pero todavía no estás preparada. Aún no has reunido las fuerzas suficientes para abrir la puerta. ¿No te has sentido así alguna vez?

—Tiempo y experiencia —resumió Sumire.

Myû sonrió.

—De momento quédate conmigo. Creo que será lo mejor. Y cuando sientas que ha llegado la hora, puedes dejarlo todo, sin reparos, y escribir cuanto quieras. Tú, en principio, no tienes mucha facilidad para hacer las cosas y tardas más tiempo que la mayoría para conseguir algo. Así que, aunque a los veintiocho años aún no hayas tenido suerte, cuando dejen de pasarte dinero tus padres y tú te quedes
sin blanca
, no será tan grave. Quizá pases un poco de hambre, pero tal vez esa experiencia sea buena para un escritor.

Sumire abrió la boca dispuesta a responder, pero no le salió la voz. Asintió en silencio.

Myû alargó la mano derecha hacia el centro de la mesa.

—Dame la mano.

Cuando Sumire le ofreció su mano derecha, Myû la tomó como si la envolviera. Su palma era cálida y suave.

—No hay de qué preocuparse. Así que no pongas esa cara tan reconcentrada. Tú y yo nos llevaremos bien.

Sumire tragó saliva. Y las facciones de la cara se le relajaron. Cuando Myû la miraba de frente, tenía la sensación de ir empequeñeciéndose más y más. Quizás acabara desapareciendo como el hielo expuesto a la luz del sol.

—A partir del lunes que viene ven tres veces por semana a mi despacho. Lunes, miércoles y viernes. Con que llegues a la oficina a las diez y regreses a casa a las cuatro es suficiente. Así evitarás las horas punta, ¿no? No puedo pagarte mucho, pero el trabajo en sí no es difícil y durante el tiempo libre puedes leer libros. Sólo que tendrás que tomar clases particulares de italiano dos veces por semana. Hablando español no te será muy difícil aprender el italiano, ¿verdad? Además, encuentra un hueco para hacer prácticas de inglés y de conducir, ¿podrás?

—Creo que sí —respondió Sumire. Pero sonó como si una persona desconocida hablara en su lugar desde la habitación de al lado. «En estos momentos, me pidiera lo que me pidiese, me ordenara lo que me ordenase, le diría sin dudar que sí». Sujetándole todavía la mano, Myû la miraba fijamente. Sumire pudo ver, nítida, su imagen reflejada en las negrísimas pupilas de Myû. Como si fuera su propia alma, absorbida hacia el otro lado del espejo. Por esa imagen, Sumire sintió amor y al mismo tiempo pánico.

Cuando Myû sonreía, se le formaban unas arrugas encantadoras en el contorno de los ojos.

—Vamos a casa. Tengo algo que enseñarte.

4

Una vez, tras mi primer curso en la universidad, viajé solo a Hokuriku durante las vacaciones de verano. En el tren conocí a una chica ocho años mayor que yo que también viajaba sola. Pasamos la noche juntos. «Parece el principio de
Sanshirô
»
[4]
pensé entonces.

Ella trabajaba en la sección de divisas en un banco de Tokio. Cuando tenía vacaciones, tomaba algunos libros y, sola, se iba de viaje. «Viajar con gente me cansa», me dijo. Era muy agradable y aún ahora no entiendo cómo pudo interesarse por un estudiante de dieciocho años, callado e inseguro. Mientras charlaba sentada frente a mí, parecía muy relajada. Se reía con frecuencia a carcajadas. También yo le hablé de esto y aquello sintiéndome inusualmente cómodo. Por casualidad, ambos nos apeamos en la estación de Kanazawa.

—¿Tienes alojamiento? —me preguntó.

Le respondí que no. (En aquella época, yo jamás reservaba habitación.)

—Yo tengo una habitación, si quieres podemos compartirla —me dijo—. No te preocupes —añadió—. Cuesta lo mismo seamos uno o dos.

Debido a los nervios nada fue fluido la primera vez que hicimos el amor. Me disculpé.

—¡Pero vamos! No es necesario que andes disculpándote por todo —exclamó ella—. Eres muy educado, ¿no?

Acababa de salir de la ducha, se puso el albornoz, sacó dos cervezas frías de la nevera y me ofreció una.

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