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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico, Romántico

Sputnik, mi amor (3 page)

BOOK: Sputnik, mi amor
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—Tengo la cabeza atiborrada de cosas que quiero escribir. Como un granero atestado de cualquier manera —me dijo Sumire—. Imágenes, escenas, retazos de palabras, figuras humanas… Están llenos de vida dentro de mi cabeza, lanzando destellos cegadores. Y oigo cómo gritan: «¡Escribe!». Pienso que de ahí tendría que surgir una gran historia. Tengo la impresión de que van a conducirme a algún lugar nuevo. Pero, llegado el momento, cuando me siento frente a la mesa e intento traducirlos en palabras, me doy cuenta de que se pierde algo vital. El cuarzo no cristaliza, todo queda en pedruscos. Y yo no llego a ninguna parte.

Sumire hizo una mueca, recogió la piedrecilla número doscientos cincuenta y la arrojó al estanque.

—Quizá, de base, me falte algo. Algo imprescindible que debe de tener todo escritor.

Cayó en un profundo silencio. Al parecer, me estaba pidiendo una de las vulgares opiniones que solía darle.

—En China, antiguamente, las ciudades estaban rodeadas de altas murallas donde se abrían grandes y magníficas puertas —expliqué tras reflexionar unos instantes—. Esas puertas tenían un gran significado. No sólo servían para entrar y salir, sino que se creía que era allí donde moraban los espíritus de la ciudad. O el lugar donde debían morar. Exactamente igual que en la Europa medieval, donde la gente consideraba la iglesia y la plaza como el corazón de la ciudad. Por eso, aún hoy, quedan en China muchas puertas maravillosas. ¿Sabes cómo construían las puertas los chinos de la antigüedad?

—Ni idea —dijo Sumire.

—La gente se dirigía a los antiguos campos de batalla tirando de carretas, y allí recogía todos los huesos desparramados o enterrados que podía encontrar. Al ser un país de tan larga historia, no faltaban campos de batalla. Luego construían una enorme puerta a la entrada de la ciudad incrustando todos esos huesos. Esperaban que, honrando de ese modo sus almas, los guerreros muertos protegieran la ciudad. Pero ¿sabes?, no bastaba con eso. Cuando la puerta estaba terminada, llevaban hasta allá unos cuantos perros vivos y, con una daga, los degollaban. Después regaban la puerta con la sangre aún caliente de los perros. De esa forma, los huesos resecos se empapaban de sangre fresca y las viejas almas adquirían un poder mágico. Al menos eso es lo que creían. —Sumire aguardaba en silencio a que prosiguiera—. Escribir una novela es algo parecido. Por más huesos que reúnas, por magnífica que sea la puerta que construyas, sólo con eso no tendrás una novela viva. Una historia, en algún sentido, no es algo de este mundo. Una verdadera historia requiere un bautismo mágico que conecte este mundo con el otro.

—O sea que tengo que agenciarme unos cuantos perros, ¿no? —Asentí—. Y hacer correr la sangre caliente.

—Tal vez.

Sumire reflexionó unos instantes mordiéndose los labios. Volvió a arrojar al estanque unas cuantas desafortunadas piedrecillas más.

—Preferiría no matar ningún animal.

—Evidentemente, sólo era una metáfora —dije—. No se trata de matar ningún perro.

Estábamos sentados, como de costumbre, uno junto al otro en un banco del parque de Inogashira. Era el banco preferido de Sumire. Ante nuestros ojos se extendía el estanque. Era un día sin viento. Las hojas caídas de los árboles parecían adheridas a la superficie del agua. Un poco más allá, alguien había encendido una hoguera. El aire traía olores de finales de otoño y se oían con nitidez los ruidos lejanos.

—Quizá lo que tú necesites sea tiempo y experiencia. Eso es lo que me parece a mí.

—Tiempo y experiencia —repitió Sumire y alzó la vista hacia el cielo—. El tiempo pasa deprisa. Pero ¿y la experiencia? Ni me la menciones. No es que me enorgullezca de ello, pero no siento ningún deseo sexual. Y un escritor sin deseo sexual, ¿qué experiencias puede tener? ¡Si es como un cocinero sin apetito!

—Yo no sé adónde habrá ido a parar tu deseo sexual —le dije—. Quizás esté escondido en algún rincón. Quizás haya emprendido un largo viaje y se haya olvidado de regresar. Pero enamorarse, al fin y al cabo, no tiene ninguna lógica. A lo mejor, de repente, el deseo aparece de la nada y te atrapa. Mañana mismo.

Sumire apartó la mirada del cielo y la clavó en mi rostro.

—¿Como un tornado a través de la llanura?

—Si quieres llamarlo así.

Por unos instantes, ella imaginó un tornado a través de la llanura.

—Por cierto, ¿has visto alguna vez un auténtico tornado a través de la llanura?

—Nunca —contesté—. En Musashino no suelen verse tornados en vivo (y debería añadir que es de agradecer).

Aproximadamente medio año después, mis predicciones se cumplieron y Sumire se enamoró de forma fulminante, sin lógica alguna y con la furia de un tornado a través de la llanura. Se enamoró de una mujer casada diecisiete años mayor. De «Sputnik, mi amor».

Cuando Myû y Sumire se encontraron sentadas, una al lado de la otra, en la mesa del banquete nupcial, primero, tal como suele hacerse en esos casos, se presentaron. Sumire odiaba llamarse «Violeta» y prefería no decirle a nadie su nombre. Pero, si se lo preguntaban, tampoco era cuestión de no responder.

Según su padre, quien lo había elegido era su madre muerta. A ella le encantaba la canción
Violeta
, de Mozart, y hacía tiempo que había decidido que, si tenía una hija, la llamaría así. En la estantería de la sala de estar donde guardaban los discos había una recopilación de canciones de Mozart (sin duda la que había escuchado su madre) y, de pequeña, Sumire tomaba con cuidado el pesado LP, lo ponía en el plato del tocadiscos y escuchaba el tema
Violeta
una vez tras otra. La solista era Elisabeth Schwarzkopf y la acompañaba al piano Walter Gieseking. Sumire no entendía la letra. Pero su grácil melodía le hacía suponer que cantaba la belleza de las violetas que florecían en el prado. Sumire evocaba esa imagen y la amaba con pasión.

Sin embargo, mientras cursaba secundaria, tuvo una desagradable sorpresa al encontrar en la biblioteca un libro con letras de canciones traducidas al japonés. La canción narraba cómo una humilde violeta que florecía en el prado era trágicamente pisoteada por una zafia pastora. Y, encima, ésta ni siquiera se percataba de la existencia de la flor aplastada bajo sus pies. Era una poesía de Goethe, pero en ella no halló ni consuelo ni moraleja.

—¿Por qué debió de ponerme mi madre el nombre de una canción tan terrible? —preguntó Sumire haciendo una mueca.

Myû se colocó bien la servilleta sobre las rodillas, esbozó una sonrisa imparcial y clavó la mirada en el rostro de Sumire. Tenía las pupilas muy oscuras. En ellas se mezclaban diversos colores, pero eran nítidas y transparentes.

—Y la melodía, ¿te parece bonita?

—La melodía sí lo es.

—Entonces yo me conformaría con que la música sea hermosa. En este mundo, no todo puede ser correcto o bonito. A tu madre debía de gustarle tanto la melodía que ni siquiera se fijó en la letra. Además, si sigues poniendo esa cara, te saldrán arrugas y no se te irán.

Sumire borró la mueca de su rostro.

—Quizá tengas razón, pero yo me sentí decepcionada, ¿comprendes? Este nombre es la única cosa concreta que me dejó mi madre. Exceptuándome
a mí misma
, claro.

—De todos modos, Sumire es un nombre precioso. A mí me gusta —dijo Myû y, haciendo ademán de mirar las cosas desde un ángulo distinto, inclinó la cabeza—. Por cierto, ¿ha asistido tu padre a la ceremonia?

Sumire echó una mirada a su alrededor y descubrió la figura de su padre. El salón era grande, pero dada su elevada estatura no era difícil descubrirlo. Estaba sentado dos mesas más allá, de perfil, hablando con un anciano bajito de expresión honesta vestido de chaqué. En sus labios se dibujaba una sonrisa tan afable y confiada que habría derretido un iceberg recién formado. Bañada por la luz de la araña, su correcta nariz sobresalía ligeramente como una silueta en papel recortado, e incluso la misma Sumire, acostumbrada a verlo, sintió admiración ante tanta hermosura. Su padre tenía las facciones idóneas para una ceremonia de aquel tipo. Su mera presencia confería
glamour
al ambiente. Como un enorme jarrón de flores recién cortadas o una limusina negra.

Cuando vio al padre de Sumire, Myû se quedó sin habla durante unos instantes. Sumire pudo oír cómo aspiraba una bocanada de aire. Sonó como unas cortinas de terciopelo descorridas con suavidad para que la luz natural del sol de una mañana serena despierte a un ser bienamado. «Debería de haber traído un par de anteojos de ópera», pensó Sumire. Pero ella ya estaba acostumbrada a la teatral reacción de la gente —especialmente a la de las mujeres de mediana edad— ante el físico de su padre. «¿En qué consiste la belleza? ¿Qué valor debe de tener?», solía preguntarse Sumire con extrañeza. Pero nadie contestaba. Sólo se producía aquel indiscutible efecto.

—¿Qué se siente al tener un padre tan guapo? —preguntó Myû—. Por simple curiosidad.

Tras un suspiro —¿cuántas veces le habrían hecho esa misma pregunta?— respondió:

—Pues no es muy divertido que digamos. En su fuero interno, todos piensan: «¡Qué hombre tan guapo! ¡Pero qué maravilla! Claro que, en comparación, la hija no es gran cosa. Eso debe de ser lo que llaman atavismo».

Myû se volvió hacia Sumire, le tiró con suavidad de la barbilla y la miró. Igual que si estuviera en un museo, plantada ante un cuadro que le gustara, contemplándolo.

—Oye, si realmente piensas eso, te equivocas. Tú eres preciosa. Tanto como tu padre —dijo Myû. Después alargó la mano y, con un gesto lleno de naturalidad, tocó, sobre la mesa, la mano de Sumire suavemente—. Ni tú misma sabes lo encantadora que eres.

La cara de Sumire empezó a arder. Dentro de su pecho, el corazón repicaba con el ruido de los cascos de un caballo desbocado cruzando un puente de madera.

Luego, Sumire se enfrascó en su conversación con Myû. No veía siquiera lo que había a su alrededor. Fue un banquete muy animado. Varias personas se levantaron a pronunciar discursos (el padre mismo de Sumire, sin ir más lejos) y la comida que sirvieron no estuvo nada mal. Pero nada de eso quedó grabado en su memoria. ¿Comió carne o pescado? ¿Utilizó propiamente los cubiertos o comió con los dedos, lamiendo el plato a continuación? No recordaba nada, en absoluto.

Ellas hablaron de música. Sumire era una apasionada de la música clásica y, desde pequeña, solía escuchar la colección de discos de su padre. Los gustos de ambas coincidían plenamente. A las dos les gustaba el piano y ambas señalaban las treinta y dos sonatas de Beethoven como las indiscutibles obras cumbre de la historia de la música. Ambas creían que la grabación de Wilhelm Backhaus para Decca era maravillosa, una interpretación sin parangón, de referencia. ¡Qué alegre era, además! ¡Y cuánto gozo de vivir transmitía!

¡Y el Chopin de Vladimir Horowitz de la época de las grabaciones en monoaural, en especial el
scherzo
: impecable, estremecedor! Y los preludios de Debussy ejecutados por Friedrich Gulda, hermosos y llenos de gracia; y el Grieg de Gieseking, adorable, lo miraras como lo mirases. La interpretación de Sviatoslav Richter de Prokofiev, con su reflexiva contención y su prodigiosa recreación de la profundidad plástica de cada instante, exigía ser escuchada conteniendo el aliento. Y las sonatas de Mozart ejecutadas por Wanda Landowska, ¿por qué estaría hasta tal punto infravalorado un trabajo tan impecable y detallista, tan lleno de ternura como aquél?

—¿A qué te dedicas? —preguntó Myû cuando la conversación sobre música llegó a su fin.

—He dejado la universidad y estoy escribiendo una novela. También hago trabajillos de vez en cuando —explicó Sumire.

—¿Qué tipo de novela estás escribiendo? —quiso saber Myû.

—Es difícil de explicar en una palabra —contestó Sumire.

—¿Qué tipo de novelas te gustan entonces? —preguntó Myû.

—¡Uff! La lista es muy larga y no acabaría nunca, pero ahora estoy leyendo a Jack Kerouac —respondió Sumire. Y así fue cómo surgió el tema de «Sputnik».

Myû, exceptuando algunas novelas muy ligeras que leía como pasatiempo, apenas tocaba los libros.

—No puedo alejar de mi pensamiento la idea de que todo es pura ficción, no logro identificarme con los personajes —dijo. Siempre le había sucedido lo mismo. De modo que sólo leía obras que recogieran, tal cual, hechos reales. En su mayor parte, libros que pudieran serle útiles en su trabajo.

—¿Qué tipo de trabajo haces? —le preguntó Sumire.

—Básicamente está relacionado con el extranjero —explicó Myû—. Hará unos trece años heredé la empresa de importación y exportación de mi padre. Yo era la primogénita. Estudiaba para pianista, pero mi padre murió de cáncer y, como mi madre, aparte de estar delicada, no dominaba el japonés y mi hermano aún estaba en secundaria, tuve que asumir yo la responsabilidad y encargarme de la empresa. De ella dependía la subsistencia de varios familiares y no era cuestión de cerrar. —En este punto, Myû suspiró brevemente como si pusiera una coma—. La empresa de mi padre se dedicaba principalmente a importar de Corea alimentos deshidratados y hierbas medicinales, pero ahora comerciamos con otras muchas mercancías. Incluso con piezas de ordenador. La empresa sigue estando a mi nombre, pero en realidad la llevan mi marido y mi hermano menor y yo no tengo que aparecer demasiado por allí. Así que puedo dedicarme a mis propios negocios.

—¿Como cuáles?

—Principalmente a la importación de vino. Y, de vez en cuando, algún asunto relacionado con el mundo de la música. Viajo muy a menudo a Europa; este tipo de negocios se basa mucho en los contactos personales. Así que, al trabajar sola, puedo codearme con empresas comerciales de primera categoría. Sólo que, para establecer toda esta red de relaciones y mantenerlas, hay que invertir tiempo y energía. Eso es evidente, pero… —Levantó la cabeza como si se le hubiese ocurrido una idea—. Por cierto, ¿hablas inglés?

—Hablarlo, no demasiado bien. De aquella manera. Pero me gusta leerlo.

—¿Sabes utilizar el ordenador?

—No entiendo mucho de informática, pero estoy acostumbrada a usar el procesador de textos, así que, a poco que estudiara, supongo que aprendería pronto.

—¿Sabes conducir?

Sumire hizo un gesto negativo con la cabeza. Desde el año de su ingreso en la universidad, que fue cuando chocó con la puerta de atrás contra una columna al intentar meter en el garaje el Volvo-Wagon de su padre, no había vuelto a tocar el volante.

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