Me entró un hambre canina. Sentía un vacío tan terrible en el estómago que me daba la sensación de que mi cuerpo transparentaba. Tal vez la brisa marina le había recordado a mi organismo que no había ingerido alimento alguno desde la mañana. Pese a todo, y porque no quería que Myû y yo nos cruzáramos, decidí aguantarme y esperar un rato más en la cafetería. De vez en cuando, los lugareños me lanzaban al pasar miradas curiosas.
En el quiosco junto a la cafetería compré una pequeña guía en inglés donde figuraban la historia y la geografía de la isla. La estuve hojeando mientras me tomaba un té con hielo extrañamente insípido. La población de la isla oscilaba, según la estación, entre las tres y las seis mil personas. Aumentaba en verano, con la llegada de los turistas; decrecía en invierno, cuando muchos de sus habitantes iban a buscar trabajo fuera. En la isla no había nada que pudiera llamarse industria; la agricultura se limitaba al cultivo del olivo y de algunos árboles frutales. Aparte, contaban con la pesca y la recogida de esponjas. A principios del siglo XX, muchos habitantes de la isla habían emigrado a América. La mayoría vivía en Florida, ya que allí podían explotar su experiencia en la pesca y la recogida de esponjas. Al parecer había en Florida una pequeña ciudad que se llamaba igual que la isla.
En la parte alta hay unas instalaciones militares de radar. Cerca del puerto civil se encuentra otro puerto pequeño de donde entran y salen las lanchas de la patrulla costera. La frontera con Turquía está cerca y vigilan la entrada ilegal de inmigrantes y el contrabando. Ésa es la razón de que se vean soldados en la ciudad. Si se produjera algún conflicto con Turquía (de hecho abundan las escaramuzas), la entrada y salida de barcos se intensificaría.
Antes de Cristo, en la época de esplendor de la civilización griega, la isla era un próspero enclave comercial. Se encontraba en la ruta del comercio con Asia. En aquellos días, los árboles verdes cubrían las montañas de la isla y permitían el florecimiento de la construcción naval. Sin embargo, con la decadencia de la civilización griega, se talaron los bosques (posteriormente, la isla jamás recuperaría su frondoso verdor) y la gloria de la isla también llegó a su ocaso. Después arribaron los turcos. Su dominio fue férreo, total. Cuando algo les desagradaba —eso decía la guía—, cortaban narices y orejas como quien poda los árboles. A finales del siglo XIX, tras una serie de sangrientas batallas contra el ejército turco, la isla alcanzó finalmente la independencia y la bandera nacional griega, azul y blanca, volvió a ser izada en el puerto. Luego llegó el ejército de Hitler. Fueron ellos quienes instalaron el radar en la cumbre de la montaña para vigilar el mar. Porque desde allí se alcanzaba la mejor panorámica de los alrededores. Los bombarderos ingleses llegaban desde Malta, sobrevolaban la zona con la intención de destruir el radar. Dejaron caer sus bombas. No sólo bombardearon la base, en la cumbre de la montaña, también bombardearon el puerto y hundieron inofensivos barcos pesqueros, con lo que murieron algunos pescadores. A consecuencia de los bombardeos murieron más griegos que alemanes. Entre los lugareños aún se les guarda rencor por ello.
Como sucede con la mayoría de islas griegas, la extensión de terreno llano es escasa y la práctica totalidad de la superficie de la isla la ocupan escarpadas y abruptas montañas. El único pueblo se encuentra en la costa sur, cerca del puerto. En la isla hay bellas y apacibles playas, aunque para llegar a ellas hay que descender por ásperos barrancos. Las playas de fácil acceso no tienen el menor encanto y ésta es, al parecer, la principal razón de que no aumente el número de turistas. Entre las montañas hay diseminados varios monasterios ortodoxos, pero los monjes viven recogidos siguiendo unos preceptos muy estrictos y las visitas de los curiosos no están permitidas.
Al menos por lo que pude leer en la guía, aquélla era una isla pequeña más, sin ninguna particularidad. Sin embargo, por una razón u otra, los ingleses le encontraban un atractivo especial (los ingleses son algo excéntricos) y, con no poco entusiasmo, habían fundado una colonia de villas de verano en una meseta cercana al puerto. Por lo visto, en la segunda mitad de los sesenta, algunos escritores ingleses habían residido allí y habían escrito novelas contemplando el mar azul, las nubes blancas. Algunas de estas obras habían sido aclamadas por la crítica y, gracias a ello, la isla había cobrado entre los círculos literarios ingleses cierta aureola de romanticismo. Con respecto a esta brillante faceta cultural de su propia isla, los griegos que la habitaban no mostraban, sin embargo, un gran interés.
Leí todo esto para distraer el hambre. Cerré el libro y eché otra ojeada a los alrededores. Los viejos sentados en el café contemplaban el mar sin cansarse, como si estuvieran sometiéndose a unas largas pruebas de la vista. Ya casi eran las ocho y, en mi estómago, el vacío se había convertido en dolor. De algún lugar me llegaba un olor a carne asada, a pescado a la parrilla, que me retorcía las entrañas como si de un jovial torturador se tratase. Sin poder resistirlo más me levanté de la silla. Y, cuando ya me disponía a agarrar mi bolsa con la intención de salir en busca de un restaurante, una mujer apareció en silencio ante mí.
El sol, que finalmente se ponía, daba de frente a una mujer que descendía a paso rápido las escaleras de piedra haciendo ondear ligeramente una falda blanca que le llegaba hasta las rodillas. Piernas juveniles que acababan en unas pequeñas zapatillas de tenis. Blusa verde pálido sin mangas, sombrero de ala estrecha, un pequeño bolso de tela al hombro. Su manera de andar era tan natural, tan cotidiana, tan integrada en el paisaje circundante que, al principio, pensé que era una lugareña. Pero la mujer encaminó sus pasos directamente hacia mí y, al acercarse, vi que sus rasgos eran orientales. Me senté casi en un acto reflejo y me levanté de nuevo. La mujer se quitó las gafas de sol y dijo mi nombre.
—Siento mucho llegar tan tarde —se disculpó—. Es que he ido a la policía y el papeleo no acababa nunca. Además, ni se me había pasado por la cabeza que llegaras hoy mismo. Como muy pronto te esperaba mañana al mediodía.
—He tenido suerte con los enlaces —repuse—. ¿La policía?
Myû me dirigió una mirada directa y esbozó una sonrisa.
—Si te parece bien, podemos hablar mientras comemos algo por aquí. No he tomado nada desde el desayuno. ¿Y tú? ¿Tienes hambre?
—Mucha —le dije.
Me condujo hasta una taberna que había detrás del puerto. Junto a la entrada había una enorme parrilla donde se veían pescado y marisco frescos asándose en las brasas. Me preguntó si me gustaba el pescado. Le respondí que sí. Myû hizo el pedido al camarero chapurreando en griego. Primero nos trajeron una jarra de vino blanco, pan y aceitunas. Uno y otro nos servimos vino blanco en las copas y nos lo bebimos sin formalidades ni brindis. Para calmar la agonía del hambre me embutí en la boca un pedazo del tosco pan del lugar y unas aceitunas.
Myû era hermosa. La primera impresión que recibí fue este hecho simple y manifiesto. No, en realidad, quizá no fuera ni tan simple ni tan manifiesto. Quizás estuviera cometiendo un estúpido error. Quizás yo, por algunas circunstancias, había sido absorbido dentro de un sueño ajeno que no admitía cambio alguno. Si lo pienso ahora, creo que no puedo descartar por completo esa posibilidad. Lo único que sí puedo asegurar es que, en aquel momento, me pareció hermosa.
Myû llevaba varios anillos en sus finos dedos. Uno de ellos era una sencilla alianza de oro. Mientras registraba velozmente en mi cabeza la primera impresión que me había causado, Myû me miraba de frente con los ojos serenos llevándose de vez en cuando la copa de vino a los labios.
—Es como si ya te conociera —dijo Myû—. Tal vez porque he oído hablar tanto de ti.
—Sumire también me ha hablado mucho de ti —comenté.
Myû esbozó una sonrisa. Cuando sonreía, sólo entonces, unas seductoras arrugas se le formaban junto al rabillo del ojo.
—Entonces no es necesario que nos presentemos.
Asentí.
Lo que más me gustó de Myû fue que no intentaba ocultar su edad. Según Sumire, tenía treinta y ocho o treinta y nueve años. Y, en realidad, aparentaba los años que tenía. Su piel era preciosa, su figura esbelta, las carnes prietas. Con el maquillaje adecuado, aparentaría estar en la segunda mitad de la veintena. Pero ella no hacía el esfuerzo. Myû dejaba que su edad aflorara con naturalidad y parecía aceptarlo muy bien.
Se llevó una aceituna a los labios, tomó el hueso y, como un poeta poniendo un signo de puntuación, lo tiró con gran elegancia dentro del cenicero.
—Siento mucho haberte llamado de ese modo, a esas horas de la madrugada —dijo Myû—. Hubiera querido explicártelo mejor, pero estaba muy conmocionada, no sabía por dónde empezar. Todavía no me he repuesto, pero como mínimo estoy más tranquila.
—¿Pero qué diablos ha sucedido? —pregunté.
Sobre la mesa, Myû cruzó los dedos de ambas manos, los descruzó, volvió a cruzarlos.
—Sumire ha desaparecido.
—
¿Desaparecido?
—Como el humo —dijo Myû. Y tomó un pequeño sorbo de vino. Prosiguió—. Es una larga historia. Será mejor que te la cuente por orden, desde el principio. Si no, se te escaparán los matices. La historia en sí es muy delicada. Pero comamos antes. No es cuestión de minutos y, con el estómago vacío, el cerebro no funciona. Además aquí hay demasiado bullicio para hablar.
El restaurante estaba lleno de lugareños que gesticulaban y hablaban a gritos. Para poder oírnos, sin tener que chillar, Myû y yo tuvimos que inclinarnos por encima de la mesa y juntar las cabezas. Nos sirvieron una gran fuente de ensalada griega y una buena cantidad de pescado blanco a la parrilla. Ella sazonó el pescado, exprimió el zumo de medio limón por encima y lo regó con aceite de oliva. Yo la imité. Nos concentramos en la comida. Tal como había sugerido, lo que teníamos que hacer de momento era calmar el hambre.
—¿Cuánto tiempo puedes quedarte? —me preguntó.
—Dentro de una semana empieza el curso. Tengo que estar de vuelta para entonces —respondí—. Si no, puedo tener problemas.
Myû hizo un gesto maquinal de asentimiento. Apretó los labios. Parecía estar calculando algo. No dijo: «No te preocupes. Podrás volver a tiempo», y tampoco: «No sé si todo se solucionará tan rápido». Se formó un juicio, sacó sus propias conclusiones, se las reservó para sí misma y siguió comiendo en silencio.
Tras la cena, mientras tomábamos el café, Myû abordó el tema del importe del billete de avión. Me preguntó si podía devolvérmelo en cheques de viaje, en dólares. O si prefería que hiciera una transferencia en yenes a mi cuenta bancaria en cuanto regresara a Tokio. Qué me parecía mejor. Le respondí que no iba mal de dinero y que el billete podía pagármelo yo. Myû insistió. Era ella quien me había pedido que viniera.
Negué con un movimiento de cabeza.
—No es por guardar las formas. Sólo quiero decir que posiblemente, más adelante, hubiese venido por iniciativa propia. A esto me refiero.
Tras reflexionar unos instantes, Myû asintió.
—Te estoy muy agradecida de que hayas venido. No puedo decirte cuánto.
Salimos del restaurante. Caía sobre los alrededores un crepúsculo tan brillante como si lo hubiesen pintado. Un azul que parecía que, si respirabas hondo, los pulmones fueran a quedarse teñidos del mismo color. En el cielo empezaban a vislumbrarse, pequeñas y brillantes, las estrellas. Después de la cena, los lugareños irrumpían fuera de sus casas como si aguardaran impacientes la tardía puesta de sol, salían a pasear por las cercanías del puerto. Había familias, parejas, pandillas de amigos. El dulce olor a mar del ocaso inundaba las calles. Myû y yo cruzamos la ciudad a pie. A la derecha, en el paseo, había tiendas, un pequeño hotel, un restaurante con terraza. Detrás de una pequeña ventana con persianas de madera brillaba acogedora una luz amarilla, sonaba música griega por la radio. A la izquierda del paseo se extendía el mar, las olas negras de la noche rompían con placidez contra el muelle.
—Ahora tendremos que subir una cuesta —dijo Myû—. Podemos ir por escaleras empinadas o por una cuesta suave. Por las escaleras llegaremos antes. ¿Te importa?
—No —respondí.
Subimos unas estrechas escaleras de piedra que reseguían la pendiente de la colina. Eran largas y empinadas, pero los pies de Myû, enfundados en zapatillas de tenis, seguían el ritmo sin dar muestras de cansancio. Ante mis ojos, los bajos de su falda se mecían dulcemente de izquierda a derecha, sus pantorrillas bien torneadas, bronceadas por el sol, brillaban a la luz de una luna casi llena. Fui el primero en perder el aliento. De vez en cuando tenía que detenerme y respirar hondo. A medida que ascendíamos, las luces del puerto se veían más pequeñas, lejanas. Las actividades de toda la gente que me rodeaba hasta hacía un instante habían estado succionadas por esta sucesión de luces anónimas. Era una vista impresionante, digna de ser recortada con tijeras y clavarla con alfileres en la pared de los recuerdos.
La casa donde vivían Sumire y Myû era una pequeña villa con una terraza que daba al mar. De paredes blancas, tejas rojas y puerta pintada de color verde oliva. En el muro bajo que la rodeaba florecía una profusión de buganvillas rojas. Abrió la puerta, que no tenía echada la llave, y me invitó a pasar. Dentro de la casa reinaba un agradable frescor. Había una sala de estar, un comedor no muy grande y una cocina. En las blancas paredes estucadas colgaban, aquí y allá, pinturas abstractas. En la sala de estar había un tresillo, una librería, un aparato estéreo de música para reproducir discos compactos. Había dos dormitorios y un pulcro, aunque no muy amplio, cuarto de baño de paredes recubiertas de azulejos. Los muebles eran poco aparentes, pero tenían una calidez natural.
Myû se quitó el sombrero, se descolgó el bolso del hombro, lo dejó en el mármol de la cocina. Me preguntó si quería tomar algo o si prefería ducharme primero. Opté por la ducha. Me lavé el pelo, me afeité con cuchilla. Me sequé el pelo con secador, me puse una camiseta y unos pantalones cortos limpios. Entonces me sentí algo mejor. En la repisa del espejo del cuarto de baño había dos cepillos de dientes. Uno con el mango azul, el otro rojo. ¿Cuál de los dos pertenecía a Sumire?
Volví a la sala de estar. Myû estaba sentada en una butaca con una copa de brandy en la mano. Me ofreció una, pero me apetecía una cerveza fría. Yo mismo me dirigí a la nevera, saqué una Amstel, me la serví en un vaso largo. Hundida en la butaca, Myû guardaba un largo silencio. Más que buscando las palabras adecuadas, parecía estar sumergida en sus propios recuerdos, sin principio ni fin.