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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástica

Sueño del Fevre (31 page)

BOOK: Sueño del Fevre
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—¿Y bien, Billy? —dijo Julian con voz tranquila.

—No vendrán, señor Julian —dijo Sour Billy, con excesivo apresuramiento y un ligero jadeo. La poca luz le ocultó la reacción de Julian—. Dice que usted deberá ir a él.

—Dice... —repitió Julian—. ¿Quién, Billy?

—Él —insistió Sour Billy—. El otro... maestro de sangre. Se hace llamar Joshua York. Es el tipo sobre quien nos escribió Raymond. El otro capitán, Marsh, el gordo de las verrugas y las patillas, tampoco vendrá. Es un tipo duro. Sin embargo, me quedé en el barco hasta el anochecer, y aguardé a que se levantara el otro maestro de sangre. Finalmente, me llevaron ante él.

Sour Billy aún sentía frío al recordar cómo le habían penetrado los ojos grises, muy grises de Joshua York, y cómo no había podido resistir la mirada. Había en los ojos de York un disgusto tan acusado que Billy había tenido que desviar la vista al instante.

—Cuéntanos, Billy —dijo Damon Julian—. ¿Cómo es ese otro? Ese Joshua York, el maestro de sangre...

—Pues... —empezó Billy, buscando las palabras adecuadas—. Es blanco; quiero decir que su piel y todo él son verdaderamente pálidos y que su cabello no tiene color. Incluso viste un traje blanco y plata, lleva mucha plata. Y su manera de moverse, señor Julian, recuerda a la de esos malditos criollos, estirada y señorial. Es... es como usted, señor Julian. Sus ojos...

—Pálido y fuerte —murmuró Cynthia desde el extremo opuesto de la sala—. Y tiene un vino que vence la sed roja. ¿Es él, Damon? Tiene que serlo. Ha de ser cierto. Valerie siempre creía en esas historias y yo me reía de ella, pero debía tener razón. Volverá a reunirnos, nos guiará a la ciudad perdida, a nuestra ciudad oscura, a nuestro reino. Es cierto, ¿no?

Volvió la vista hacia Damon Julian en espera de una respuesta. Julian tomó un sorbo a su copa y le dedicó una sonrisa irónica y felina.

—Un rey —murmuró—. ¿Y qué te dijo ese rey, Billy? Cuéntanos.

—Dijo que fueran al vapor, todos ustedes. Mañana, después de anochecer. A cenar. El y Marsh no vendrán aquí, al menos solos como usted quería. Marsh dijo que si venían, lo harían con más gente.

—Ese rey resulta bastante asustadizo —comentó Julian.

—¡Mátele! —exclamó de pronto Sour Billy—. Vaya a ese maldito barco y mátele, mátelos a todos. No me gusta ese tipo, señor Julian. Esos ojos, parecen los de un criollo, y la forma en que me mira... Como si yo fuera un insecto, un cero a la izquierda. Y eso que iba de su parte, señor. Él se cree mejor que usted y los demás, ese capitán y el resto de la tripulación, tienen todos aire de señoritos. Déjeme acabar con el viejo de las verrugas, déjeme desangrarle las venas sobre esos vestidos tan hermosos que lleva. ¡Máteles, señor! ¡Tiene que hacerlo!

La sala quedó en silencio tras el estallido de Sour Billy. Julian siguió observando la noche por la ventana. Los cristales estaban abiertos y las cortinas se movían perezosas al aire de la noche, arrastrando consigo los ruidos de la calle. Julian tenía los ojos semicerrados, sombríos, fijos en las luces distantes.

Cuando volvió al fin la cabeza, sus pupilas reflejaron de nuevo el resplandor de la única vela encendida y la conservaron en lo más hondo roja y parpadeante. Su rostro adoptó una expresión adusta y feroz.

—Lo de la bebida, Billy —instó a éste.

—Se la hace tomar a todos —contestó Sour Billy. Se apoyó de espaldas a la puerta y sacó el cuchillo. Se sentía mejor con él en la mano. Empezó a limpiarse las uñas mientras iba hablando.

—No es sólo sangre, me dijo Cara. Tiene algo más. Apaga la sed, afirmaron todos. Recorrí el barco, hablé con Raymond, Jean y Jorge y un par más. Todos me hablaron de ella. A Jean parece que le encanta, me contó el alivio que representa. Eso fue lo que dijo.

—Jean —dijo Julian con desdén.

—Entonces, es cierto —dijo Cynthia—. Él es más grande que la sed.

—Hay más —añadió Sour Billy—. Raymond dice que Valerie está con él.

La aparente tranquilidad de la sala estaba cargada de tensión. Kurt tenía un aspecto huraño. Michelle apartaba los ojos. Cynthia bebía de su copa. Todos sabían que Valerie, la hermosa Valerie, había sido la preferida de Julian, y todos se quedaron mirando atentamente a éste. Julian parecía pensativo.

—¿Valerie? —dijo—. Comprendo.

Sus dedos largos y pálidos juguetearon sobre el brazo del sillón.

Sour Billy se llevó la punta de la navaja a los dientes, complacido. Había previsto que la información sobre Valerie surtiría efecto. Damon Julian tenía sus planes para Valerie, y no le gustaba que nadie trastornara sus proyectos. Se los había contado a Billy, con aire maliciosamente divertido, cuando éste le preguntó en cierta ocasión por qué enviaba lejos a la muchacha.

—Raymond es joven y fuerte y la puede dominar —le había dicho Julian—. Estarán solos, ellos dos sin nadie más, salvo la sed. Qué visión tan romántica, ¿no crees? Dentro de un año, de dos o de cinco, Valerie quedará embarazada. Casi apostaría por ello, Billy.

Tras esto, se había echado a reír con aquella carcajada suya profunda y musical. Sin embargo, ahora no se reía.

—¿Qué haremos, Damon? —preguntó Kurt—. ¿Vamos a ir?

—Naturalmente —contestó Julian—. No podemos rechazar una invitación tan amable, y menos procedente de un rey. ¿Queréis probar ese vino suyo? —los miró a todos, uno por uno, y nadie se atrevió a hablar—. ¡Ah!, ¿dónde está vuestro entusiasmo? Jean nos recomienda esa cosecha, y Valerie también, sin duda. Un vino más dulce que la sangre, y lleno de la esencia de la vida. Pensad en la paz que os proporcionará —sonrió. Nadie dijo nada. Aguardó. Cuando el silencio se hubo prolongado un largo rato, Julian se encogió de hombros y dijo—: Bien, en tal caso, espero que el rey no nos menosprecie si preferimos otras bebidas.

—Ese tipo obliga a beber a todos los demás —dijo Sour Billy—. Tanto si quieren como si no.

—Damon —dijo Cynthia—, tú... ¿te negarás? No puedes. Tenemos que ir a él. Tenemos que hacer lo que nos ordena. Tenemos que hacerlo.

Julian volvió lentamente la cabeza para mirarla.

—¿De verdad lo crees? —le preguntó con una leve sonrisa.

—Sí —susurró Cynthia—. Debemos. Es el maestro de sangre —añadió bajando la mirada.

—Cynthia —dijo Damon Julian—. Mírame.

Lentamente, con infinito recelo, ella alzó de nuevo los ojos hasta que se encontraron con los de Julian.

—No —lloriqueó la mujer—. Por favor, por favor...

Damon Julian no dijo nada. Cynthia mantuvo la mirada. Resbaló de su asiento y cayó arrodillada sobre la alfombra, temblando. Una pulsera de oro y amatistas brilló en su muñeca. Se la quitó y sus labios se abrieron un poco como si quisiera hablar. Después, se llevó la mano al rostro y colocó la muñeca a la altura de los dientes. La sangre empezó a brotar.

Julian aguardó hasta que ella se arrastró sobre la alfombra con el brazo tendido en señal de ofrecimiento. Con gesto grave y elegante, Julian tomó la mano de la mujer entre las suyas y bebió larga y profundamente. Cuando hubo terminado, Cynthia se puso en pie tambaleándose, hizo una genuflexión y volvió a levantarse temblando.

—Maestro de sangre —dijo con la cabeza inclinada en actitud reverente—. Maestro de sangre...

Damon Julian tenía los labios rojos y húmedos, y un pequeño reguero en la comisura de los labios. Sacó un pañuelo del bolsillo, se secó con cuidado la leve línea roja de la barbilla y la sorbió.

—¿Es un barco grande, Billy? —preguntó.

Sour Billy enfundó el cuchillo y se lo llevó a la espalda con gesto natural, sonriendo. La herida de la muñeca de Cynthia y la sangre corriéndole a Julian por la barbilla le ponían nervioso, excitado. Ya les enseñaría Julian a aquellos malditos del barco, pensó.

—Como el mayor que haya visto en mi vida —contestó—, y además muy lujoso. Plata, espejos y mármol y gran cantidad de alfombras y cristaleras de colores. Le gustará, señor Julian.

—Un barco —murmuró Damon Julian—. ¿Cómo es que nunca se me había ocurrido pensar en el río? Las ventajas son evidentes.

—Entonces, ¿vamos a ir? —preguntó Kurt.

—Sí —contestó Julian—. Claro que sí. El maestro de sangre nos ha convocado. El rey —dijo con una carcajada, echando hacia atrás la cabeza, casi rugiendo—. ¡El rey! —volvió a gritar entre accesos de risa—. ¡El rey!

Uno a uno, los demás empezaron a reír con él.

Julian se levantó de repente, como una navaja con resorte. Su rostro recuperó el aire serio y solemne y las risas se apagaron con la misma rapidez con que habían surgido. Julian contempló la oscuridad al otro lado de la ventana.

—Debemos llevar un regalo —dijo—. No se puede acudir ante la realeza sin un presente. —Se volvió a Sour Billy y continuó—: Mañana bajarás a la calle Moreau, Billy. Deseo que me traigas una cosa. Un regalito para nuestro rey pálido.

CAPÍTULO DIECISIETE
A bordo del vapor
SUEÑO DEL FEVRE
, Nueva Orleans, agosto de 1857

Parecía que la mitad de los vapores de Nueva Orleans hubieran decidido zarpar aquella tarde, pensaba Abner Marsh mientras los veía partir desde la cubierta superior del
Sueño del Fevre.

La costumbre establecía que los barcos en dirección al norte hicieran su salida del embarcadero hacia las cinco en punto. A las tres, los maquinistas encendían los hornos y empezaban a comprimir vapor. Se introducía en las hambrientas fauces de las calderas resina y pino de tea en pedazos, junto con leña y carbón, y de un barco tras otro empezaba a ascender un humo negro, saliendo de las elevadas y floridas chimeneas en grandes y cálidas columnas, como oscuros penachos de despedida. Seis kilómetros de vapores uno junto a otro a lo largo del ribero podían generar muchísimo humo. Las columnas cargadas de hollín se fundían en una enorme nube negra a unos setenta metros de altura sobre el río, una nube espesa llena de cenizas, de pequeñas brasas aún encendidas que el viento dispersaba. La nube se hinchaba, cada vez más, mientras otros barcos encendían sus motores y aumentaban el humo desprendido, hasta que la nube oscurecía el sol y empezaba a arrastrarse por entre las calles de la ciudad.

Desde el punto aventajado de observación de Abner Marsh en la cubierta superior, parecía que la ciudad entera de Nueva Orleans estuviera en llamas y que todos los barcos se dispusieran a huir. Abner se sentía incómodo como si los demás capitanes supieran algo que él ignoraba, como si también el
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debiera dar presión al vapor y prepararse para regresar rio arriba. Marsh estaba ansioso por zarpar. Pese a la riqueza y esplendor del comercio de Nueva Orleans, añoraba los ríos que conocía: el alto Mississippi con sus peñascos y sus espesos bosques, el salvaje y fangoso Missouri que se zampaba los vapores sin esfuerzo, el estrecho Illinois y el rápido y peligroso Fevre. El viaje inaugural del
Sueño del Fevre
, Ohio abajo, le parecía ahora casi un idílico recuerdo de días mejores y menos complicados. No habían transcurrido aún dos meses y parecía una eternidad. Desde el momento que zarparon de San Luis río abajo, las cosas se habían ido complicando y cuanto más al sur llegaban, peores se ponían.

—Joshua tiene razón —murmuró Marsh para sí mientras contemplaba Nueva Orleans—. Aquí hay algo podrido.

Hacía demasiado calor y demasiada humedad, había demasiados insectos capaces de hacer pensar a un hombre que el lugar era victima de una maldición. Y quizá así fuera a causa de la esclavitud, aunque Marsh no estaba muy seguro. Lo único que sabia con certeza era que deseaba decirle a Whitey que pusiera en marcha las calderas, y arrastrar a Framm o a Albright a la cabina del piloto para apartar el
Sueño del Fevre
del muelle y empezar a remontar la corriente. Y quería hacerlo de inmediato, antes del anochecer, antes de que llegaran ellos.

Abner Marsh deseó tanto gritar aquellas órdenes que casi se materializaron aunque permanecieron mudas en su lengua, produciendo un gusto amargo. Sentía una especie de presentimiento supersticioso acerca de la noche que se aproximaba, aunque se repetía una y otra vez que no era un hombre supersticioso. Sin embargo, tampoco estaba ciego: El cielo era cálido y sofocante y al oeste se estaba formando una tormenta, una de las grandes, quizá la misma que Dan Albright había olfateado un par de días atrás. Los barcos zarpaban, uno tras otro, por docenas. Marsh los observó alejarse río arriba y desvanecerse en las oleadas de aire cálido y se sintió cada vez más solo, como si cada barco que desaparecía en la distancia se llevara consigo una parte de su ser, un retazo de valor, un trozo de certidumbre, un sueño o una pequeña y confortadora esperanza. Cada día zarpaban muchos barcos de Nueva Orleans, se dijo, y aquel día no era distinto, sólo un día más en el río en el mes de agosto: cálido, lleno de humos y lentitud, con todo el mundo moviéndose despacio, a la espera quizá de un soplo de aire frío, o de una lluvia fresca y limpia que quitara del cielo, la humareda.

Sin embargo, otra parte de su ser, una parte más antigua y profunda, sabía que lo que estaban aguardando no era frío ni limpio, y no incluiría alivio alguno contra el calor, la humedad, los insectos y el miedo.

Abajo, Hairy Mike rugía a sus estibadores y hacía gestos amenazantes con su barra negra de hierro, pero los ruidos del muelle y las campanas y sirenas de los demás vapores ahogaban sus palabras. En el embarcadero aguardaba una montaña de carga, casi mil toneladas, que era la capacidad máxima del
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. Apenas se había amontonado en la cubierta principal una cuarta parte de aquel volumen de mercancías. Llevaría horas subir el resto a bordo. Aun en el caso de estar dispuesto a hacerlo, Marsh no hubiera podido marcharse, con toda aquella carga aguardando en los muelles, Hairy Mike, Jeffers y los demás creerían que se había vuelto loco.

Deseó haber podido hablar con ellos, tal como había intentado, para concertar algún plan. Sin embargo, le había faltado tiempo. Todas las cosas empezaron a precipitarse y, aquella noche, al ponerse el sol, el tal Damon Julian subiría a bordo para cenar. No hubo tiempo para hablar con Hairy Mike o con Jonathon Jeffers, ya no había tiempo para explicar, convencer o resolver las dudas y preguntas que indudablemente surgirían. Así pues, aquella noche Abner Marsh estaría solo, o casi solo, él y Joshua en una sala llena de ellos, del pueblo de la noche. Marsh no contaba a Joshua con los demás. Era diferente, de algún modo. Y Joshua había dicho que todo saldría bien. Tenía su bebida y estaba lleno de maravillosas palabras y sueños. Sin embargo, pese a todo, Abner Marsh tenía malos presentimientos.

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