—Sus historias me entristecen, querido Joshua —dijo Julian—. Criado entre el ganado, piensa usted ahora como ellos. No es culpa suya, por supuesto. Con el tiempo, aprenderá, se alegrará de su verdadera naturaleza. Esos pequeños animales le han corrompido debido al tiempo que ha vivido entre ellos. Le han llenado la cabeza con su pequeña moral, su débil religión y sus tediosos sueños.
¿Qué está usted diciendo? —le interrumpió Joshua con tono irritado.
Julian no le respondió directamente. En lugar de ello, se volvió hacia Marsh.
—Capitán Marsh —le preguntó—, ese asado a que tanto honor ha hecho fue alguna vez parte de un ser vivo. ¿Supone usted que, si ese animal hubiera podido hablar, habría estado de acuerdo en que se lo comieran?
Sus ojos, aquellos ojos negros tan fieros, estaban fijos en Marsh, exigiéndole una contestación.
—Yo... Diablos, no, pero...
—Pero usted se lo come, ¿no es cierto? —prosiguió Julian con una alegre sonrisa—. Es natural, capitán, no se avergüence de ello.
—No me avergüenzo —dijo Marsh con firmeza—. Sólo era una vaca.
—Naturalmente —exclamó Julian—. Y el ganado es solo ganado.
Julian volvió a fijar la mirada en Joshua y prosiguió:
—Por supuesto, el ganado puede tener otro punto de vista. Pero eso no debe preocupar al capitán. Él pertenece a un orden superior a la vaca. Es propio de su naturaleza matar y comer, y es propio de la naturaleza de la vaca ser muerta y ser comida. Ya ve, Joshua, la vida es en realidad bien simple.
»Sus errores provienen de haberse educado entre las vacas, que le han enseñado a no consumirlas. El mal, decía usted hace un momento. ¿Dónde ha aprendido este concepto? Lo ha sacado de ellas, naturalmente. Del ganado. Bien y mal son palabras típicas del ganado, palabras vacías, que sólo pretenden conservar sus vidas sin valor. El ganado vive y muere sintiendo un miedo terrible de nosotros, de sus superiores naturales. Nosotros turbamos sus sueños cuando ellos pretenden descansar, y se inventan dioses a los que atribuyen poderes sobre nosotros, queriendo creer que unas cruces y un poco de agua bendita pueden dominarnos.
»Debe comprender, querido Joshua, que no existen el bien y el mal, sino la fuerza y la debilidad, los amos y los esclavos. Le ha atacado a usted la fiebre de la moralidad, del sentimiento de culpa y de vergüenza. ¡Qué sarta de tonterías! Todas esas palabras son de ellos, no nuestras. Predica un nuevo principio pero, ¿qué pretende? ¿Que seamos como el ganado? ¿Quemarnos bajo su sol, trabajar en lugar de tomar, reverenciar a los dioses del ganado? No. Ellos son animales, son inferiores por naturaleza, son nuestro grande y hermoso ganado. Así son realmente las cosas.
—No —replicó Joshua York. Echó atrás la silla y se levantó quedando frente a la mesa como un Goliath pálido y delgado—. El pueblo de día piensa, sueña y ha construido un mundo, Julian. Se equivoca usted. Nosotros y ellos somos primos, somos dos caras de la misma moneda. No son ganado. ¿Ha visto todo lo que han creado? Ellos traen belleza al mundo. En cambio nosotros, ¿qué hemos creado? Nada. La sed roja ha sido nuestra maldición.
—Ah, pobre Joshua —suspiró Damon Julian, al tiempo que servía más coñac—. Que ellos creen la vida, la belleza, lo que quieran. Nosotros tomaremos posesión de sus creaciones, las usaremos y las destruiremos cuando nos venga en gana. Así son las cosas. Nosotros somos los amos, y los amos no trabajan. Que ellos hagan las cosas, y nosotros nos las pondremos. Que ellos construyan los barcos, nosotros los llevaremos. Que sueñen con la vida eterna. Nosotros la disfrutamos, bebemos sus vidas y saboreamos la sangre. Somos amos de esta tierra, y tal es nuestra herencia. Nuestro destino, si lo prefiere, Joshua. Alégrese de su naturaleza, y no pretenda cambiarla. Aquellos del ganado que nos conocen de verdad nos envidian. Y cualquiera de ellos querría ser como nosotros si tuvieran la posibilidad —sonrió Julian maliciosamente—. El ganado arde de ansia por ser como nosotros, igual que los negros sueñan con ser blancos. Ya ve a qué extremo llegan: Juegan a ser amos, y esclavizan incluso a los de su propia raza.
—Igual que usted —contestó Joshua con voz cargada de amenazas—. ¿De qué otro modo llamaría usted al dominio que ejerce sobre su propio pueblo? Usted, Julian, hace esclavos de su torcida voluntad hasta a aquellos a quienes hace un momento llamaba amos.
—Incluso entre nosotros los hay fuertes y los hay débiles, querido Joshua —dijo Damon Julian—. Y está bien que los fuertes dominen.
Julian dejó su copa sobre la mesa y miró hacia el otro extremo.
—Kurt —dijo entonces—. Llama a Billy.
—Sí, Damon —dijo el hombretón al tiempo que se levantaba.
—¿Dónde va? —preguntó Joshua mientras Kurt cruzaba el salón, reflejando su caminar resuelto en una docena de espejos.
—Ya ha jugado usted lo suficiente a ser ganado, Joshua —dijo Julian—. Voy a enseñarle lo que significa ser un amo.
Abner Marsh se sintió helado y temeroso. Todos los ojos del salón estaban brillantes, transfigurados, pendientes del drama que se representaba en la cabecera de la mesa. Joshua York, de pie, parecía elevarse sobre el sentado Julian, pero por alguna razón no daba impresión de dominio. Los ojos grises de Joshua miraban con toda la fuerza y pasión que puede demostrar un hombre pero, pensó Marsh, Damon Julian no era en absoluto humano.
Kurt regresó en un instante. Sour Billy debía estar junto a la puerta, como un esclavo a la espera de una palabra de su amo. Kurt se sentó de nuevo en su lugar. Sour Billy Tipton se encaminó directamente a la cabecera de la mesa llevando algo entre las manos y con una extraña mirada de excitación.
Damon Julian apartó los platos con un brazo y dejó un espacio libre sobre la mesa. Sour Billy depositó allí su carga y, al abrirla, apareció sobre el mantel, delante mismo de Joshua, un negrito recién nacido.
—¿Qué diablos...? —rugió Marsh. Se echó hacia atrás, echando fuego por los ojos y empezó a levantarse.
—Sentadito y muy quieto, muchacho —dijo Sour Billy con voz hueca y tranquila. Marsh empezó a volverse hacia él pero notó algo frío y muy afilado que le apretaba el cuello por uno de los lados—. Si abres la boca voy a tener que hacerte sangre —prosiguió Sour Billy—. ¿Y te imaginas qué harán todos ellos cuando vean manar toda esa hermosa sangre caliente?
Temblando, presa de la rabia y el terror, Abner Marsh volvió a sentarse, muy quieto. La punta del cuchillo de Billy le apretó un poco más y Marsh notó algo caliente y húmedo que le corría cuello abajo.
—Bien —susurró Billy—. Muy bien.
Joshua York observó un instante a Abner Marsh y volvió su atención a Julian otra vez.
—Esto me parece una obscenidad —dijo en tono frío—. Julian, no sé por qué ha hecho traer a ese niño, pero no me gusta. Este juego se terminará ahora mismo. Dígale a su hombre que aparte la navaja del cuello del capitán.
—¡Ah! —contestó Julian—. ¿Y si me negara a hacerlo?
—No se negará —dijo Joshua—. Yo soy el maestro de sangre.
—¿De verdad? —preguntó burlonamente Julian.
—Sí. No me gusta utilizar sus métodos para obligar a la gente, Julian, pero si tengo que hacerlo, lo haré.
—Vaya, vaya —replicó Julian con una sonrisa. Se levantó, se estiró indolente, como un enorme gato negro despertándose de una siesta, y extendió la mano al otro lado de la mesa, en dirección a Sour Billy.
—Billy, dame tu cuchillo —le dijo.
—Pero... ¿Y él? —contestó Sour Billy.
—El capitán Marsh sabrá comportarse —dijo Julian—. El cuchillo.
Billy se lo tendió, presentándole el mango.
—Bien —dijo Joshua.
No pudo continuar. En aquel mismo instante, Damon Julian hizo la cosa más horrible que Abner Marsh había visto en toda su vida. Con gran rapidez y maestría, se inclinó sobre la mesa, bajó la navaja de Billy y, con un único y diestro movimiento de la afilada hoja, le cortó al pequeño la mano derecha separándosela del brazo.
El niño se puso a gritar. La sangre salpicó la mesa, manchando los pies de las copas, la cubertería de plata y el mantel de fino lino blanco. Entonces, Julian se situó frente a Joshua York.
—Bebe —le ordenó, ausente de su voz todo tono de alegría.
York apartó el cuchillo de un golpe, y el arma saltó de la mano de Julian, yendo a caer sobre la alfombra, a unos metros de ambos. Joshua parecía un difunto. Extendió el brazo, puso dos fuertes dedos a cada lado de la herida del pequeño y apretó. La hemorragia se detuvo.
—Dadme una cuerda —ordenó.
Nadie se movió. El niño seguía gritando.
—Hay otro modo más sencillo de hacerle callar —dijo Julian. Alzó la palma de la mano y tapó con ella la boca delbebé. Su manaza cubría por completo la negra cabecita y amortiguaba sus lloros. Julian empezó a apretar.
—¡Suéltale! —gritó York.
—¡Mírame! —contestó Julian—. ¡Mírame, maestro de sangre!
Y sus miradas se encontraron, ambos de pie junto a la mesa, cada uno con una mano sobre el pequeño retazo de humanidad que tenían delante.
Abner Marsh se quedó sentado allí, aturdido, asqueado y furioso, dispuesto a hacer algo, pero incapaz de moverse. Como todos los demás, observaba a Julian y Joshua, aquella extraña y silenciosa lucha de voluntades.
Joshua York estaba temblando. Tenía la boca apretada en gesto de furia, los músculos del cuello tensos y ]os ojos grises fríos y llenos de odio. Parecía un hombre poseído, un dios pálido y colérico vestido de blanco, azul y plata. Era imposible que algo pudiera resistirse a aquella manifestación de fuerza de voluntad, pensó Marsh. Imposible.
Después miró a Damon Julian.
Sus ojos le dominaban el rostro, fríos, negros, malévolos e implacables. Abner Marsh dejó la mirada un instante en aquellos ojos y de repente se sintió mareado. Escuchó los gritos de unos hombres a lo lejos, distantes, y su boca se llenó de sabor a sangre. Vio todas aquellas máscaras llamadas Damon Julian y Giles Lamont y Gilbert d'Aquin y Philip Caine y Sergei Alexov y otros mil más y vio como cada una de ellas caía y daba paso a otra, más antigua y terrible que la anterior, máscara tras máscara, cada una más animalesca y bestial que la precedente. En el fondo de todos aquellos rostros el ser no tenía encanto, ni sonrisa, ni bellas palabras, ni ricas ropas y joyas. Aquel ser no tenía nada que ver son la humanidad, no era humano, y sólo mostraba la sed, la fiebre, la sed roja, roja, antigua e insaciable. Era primitivo y muy fuerte. Vivía y respiraba y bebía del miedo, y era viejo, muy viejo, más que el hombre y todas sus obras, más que los bosques y los ríos, más que los sueños.
Abner Marsh parpadeó y allí al otro lado de la mesa frente a él, vio a un animal, un animal alto y hermoso vestido con ropas de color borgoña, sin el menor rasgo de humanidad. Las facciones de su rostro eran las facciones del terror y sus ojos... Sus ojos eran rojos. No negros, sino rojos, con una luz que parecía surgir de dentro, y rojos, de un rojo ardiente, sediento.
Joshua soltó el brazo del bebé. Un chorro de sangre salpicó débilmente la mesa. Instantes después, un sonido parecido a un crunch húmedo y terrible llenó el salón.
Abner Marsh, aún medio mareado, sacó de la bota el largo cuchillo de cocina y saltó de su silla con un grito, furioso y enloquecido. Sour Billy intentó detenerle por detrás, pero Marsh era demasiado fuerte y estaba demasiado furioso. Apartó a Billy de un golpe y se lanzó por encima de la mesa del comedor hacia Damon Julian. Este apartó la mirada de los ojos de Joshua justo a tiempo y se echó ligeramente hacia atrás. El cuchillo falló su objetivo de cegarle por una fracción de centímetro y abrió una gran herida en el pómulo de su rostro. De la herida manó sangre y Julian emitió un gruñido desde lo más hondo de la garganta.
Entonces, alguien asió a Marsh por detrás, lo arrastró lejos de la mesa y lo envió volando al otro extremo del salón. El desconocido le alzó en el aire y le lanzó a distancia, pese a sus ciento treinta kilos, como si fuera un niño pequeño. El aterrizaje le produjo un buen golpe, pero Marsh se las arregló para rodar sobre sí mismo y ponerse de nuevo en pie.
Vio que había sido Joshua quien le había lanzado, y que era Joshua quien estaba ahora más próximo a él. Vio que a su socio le temblaban las manos y tenía los ojos grises llenos de temor.
—Corra, Abner —le dijo—. Salga del barco, corra.
Detrás de él, los demás se habían levantado de la mesa. Vio sus rostros blancos intensos y fijos en él, sus manos pálidas, fuertes y poderosas. Katherine sonreía, le sonreía con la misma expresión que Abner había visto en ella el día en que le sorprendió saliendo del camarote de Joshua. El viejo Simon estaba temblando. Incluso Smith y Brown se acercaban amenazadores hacia él, lentamente, acorralándole. Vio que sus miradas no eran amistosas y que sus labios estaban húmedos. Todos ellos avanzaban ahora hacia él y Damon Julian también salió de detrás de la mesa, casi sin hacer ruido, con la sangre secándosele en el pómulo y la herida cerrándose casi a la vista de Abner. Abner Marsh se miró las manos y vio que había perdido el cuchillo. Retrocedió de espaldas, paso a paso, hasta tropezar con la puerta cubierta de espejos de uno de los camarotes.
—Corra, Abner —repitió Joshua.
Marsh abrió la puerta del camarote y retrocedió a su interior. Entonces vio que Joshua le volvía la espalda y permanecía entre él y los demás, Julian y Katherine y todos los demás, el pueblo de la noche, los vampiros. Y aquello fue lo último que vio antes de dar media vuelta y echar a correr.
Cuando, a la mañana siguiente, el sol se alzó sobre Nueva Orleans como un abultado ojo amarillo que volvía carmesí la niebla del río y que prometía un día abrasador, Abner Marsh aguardaba ya junto al embarcadero.
La noche anterior había corrido sin parar, por entre las calles iluminadas con farolas a gas del Vieux Carré, como un loco, tropezando con los transeúntes, tambaleándose y resbalando, corriendo como no lo había hecho en su vida, hasta que al fin advirtió que nadie le perseguía. Entonces, Marsh entró en la primera taberna que vio y se tragó tres whiskys seguidos para detener el temblor de sus manos. Por último, ya próximo el amanecer, empezó a bajar otra vez hacia el
Sueño del Fevre
. Nunca en toda su vida había sentido tanta furia ni tanta vergüenza. Le habían hecho salir corriendo de su propio barco, le habían puesto una navaja en el cuello y habían asesinado a un niño justo frente a sus narices y en su propia mesa. Nadie podía tratarle así impunemente, pensó. Ni hombres blancos, ni negros, ni pieles rojas, ni tampoco ningún maldito vampiro. Se juró a sí mismo que aquel Damon Julian iba a lamentarlo mucho. Había llegado el día, y los cazadores se convertían en presas.