Read Sueños del desierto Online
Authors: Laura Kinsale
—Me temo que su salud estaba notablemente deteriorada, pero confiemos en que el famoso doctor Lott esté a la altura de su reputación.
—Oh, rezaré para que así sea —dijo Zenia—, rezaré para que así sea.
—Pero en estos momentos es de usted de quien debemos ocuparnos, querida. Creo que esta propuesta de responsabilizarse del bienestar de usted y de miss Elizabeth es muy generosa y honorable. Una ceremonia privada de matrimonio, con su licencia correspondiente, y un acuerdo y custodia bien redactado, reconociendo su paternidad… Ciertamente, de haber estado ocupándome yo del asunto, no podría haber aspirado a pedir más.
Zenia miró la carta, mordiéndose el labio.
—Lamento que la casa esté cerrada —dijo el hombre—. Estoy seguro de que deseará descansar uno o dos días antes de volver a viajar, pero han despedido a los criados que no se han llevado consigo. Hoy mismo yo tenía que venir y echar la aldaba. Pero, si no le importan las molestias, estoy seguro de que la doncella y el señor Barret podrían quedarse otro día.
—He mandado el carruaje de vuelta a Swanmere —musitó ella. Sintió que el hombre la escrutaba con perplejidad.
—Entonces, ¿no piensa regresar?
Zenia cruzó las manos sobre el regazo y fijó la vista en ellas.
—¿No es posible que me quede aquí?
Por un momento el señor Jocelyn guardó silencio. Zenia contemplaba el reflejo de las gotas en la oscura hilera de volúmenes de leyes de su padre, los desvaídos diseños que la luz dibujaba sobre el cuero, los títulos en letras doradas.
El abogado dejó escapar un suspiro contenido.
—Entonces, querida, debo entender que hay alguna razón imperiosa por la que ha dejado a lord Winter. ¿La ha tratado mal?
—No —contestó ella con voz queda—. A mí no.
—¿A miss Elizabeth? —preguntó el hombre con tono de sorpresa.
—Es imperdonablemente descuidado con ella.
—¿Descuidado?
—¡Está loco! —exclamó ella con vehemencia—. ¡Pensé que la había ahogado!
—¡Dios mío!
—No quiero que la vea ni que tenga derecho a verla. Y, por encima de todo, no quiero que tenga el derecho de arrebatármela.
El señor Jocelyn se pasó el dedo por el labio inferior y frunció el ceño.
—Desde luego, si existe algún peligro para la niña, eso lo cambia todo. Lo cambia radicalmente.
—No deseo volver a Swanmere.
—No, la entiendo. —El hombre asintió, aún con expresión ceñuda—. En tal caso, debemos reabrir la casa. Por supuesto, necesitará usted una cocinera. ¿Se arreglará con la doncella? Yo… —Se interrumpió—. Bueno, yo me ocuparé de todo eso. El padre de usted me ha dado autoridad para ocuparme de sus asuntos domésticos. ¿Tiene niñera?
Zenia asintió.
El señor Jocelyn se puso de pie y dobló la carta.
—Debo pensar qué proceder es el más adecuado —dijo, algo abstraído—. Tengo que viajar a Edimburgo… No, sin duda puedo posponerlo hasta después de Reyes. Querida, si le escribe a su padre, de momento quizá sea mejor que exponga la situación de la mejor manera posible, no sé si me entiende. Hasta que sepamos con mayor seguridad qué tenemos. Cuando se fue, lo hizo pensando que la dejaba a usted bien situada.
—Entiendo —repuso Zenia, levantándose. Le ofreció la mano—. Gracias, señor Jocelyn. ¡Muchas gracias por su amabilidad!
El hombre se sonrojó y le estrechó la mano brevemente y sin hacer apenas presión.
—Ha sido un placer. Lo conseguiremos, señora. Lo conseguiremos.
En su sala privada de recibir, en el Clarendon, Arden miró furioso al elegante abogado que llegó en respuesta a la nota que había enviado a Zenia. Esperaba como mínimo al padre, pero por lo visto ya habían llegado a aquello: abogados, montones de abogados que lo tergiversaran y lo confundieran todo entre ellos.
—Por desgracia el señor Bruce se ha ido a Suiza, donde un eminente médico atenderá a su esposa —dijo el señor Jocelyn en un tono bastante cordial—. En su ausencia yo me encargo de los asuntos relacionados con su hija. Acudió a mí con su petición para una entrevista.
Abrió el maletín que tenía sobre las rodillas y sacó varios papeles. Entre ellos Arden reconoció su nota, una nota racional y moderada que había tardado una hora en redactar.
—No creo que hablar con mi esposa se pueda considerar un asunto legal —dijo con frialdad.
—Quizá no me he explicado —dijo el señor Jocelyn señalando la tarjeta de visita, que Arden había arrojado a una mesita auxiliar—. Es cierto que soy abogado, pero estoy aquí en calidad de amigo del señor Bruce y su hija. Aunque no digo que, de ser necesario, en el futuro no pueda adoptar una postura más profesional. Pero le seré sincero, puesto que la hija del señor Bruce ha sido muy sincera conmigo en lo relativo a su relación con ella. —Le lanzó una mirada significativa—. También he leído esto —pasó un dedo por las esquinas de un fajo de papeles con una escritura muy apretada—, y debo decir que su propuesta está totalmente en orden. Dadas las circunstancias, usted y lord Belmaine se han comportado de forma admirable.
La espalda de Arden se relajó un tanto.
—Entonces, ¿por qué está aquí, señor Jocelyn? —preguntó sin ambages.
—Para ser francos, lord Winter, ella me ha dado motivos para preocuparme por el trato que le dispensa usted a miss Elizabeth. Es un asunto lo bastante grave para que me vea obligado a aconsejarle que rechace su generosa oferta, por muy rudo que pueda parecer.
—¡Demonios! —exclamó Arden—. ¿Qué dice que le hice a Elizabeth? —Se levantó de la silla hecho una furia—. ¡Que intenté ahogarla, seguro!
El señor Jocelyn arqueó sus cejas finas.
—Quizá desee contarme su versión de los hechos.
Durante un largo momento, Arden se quedó en pie, muy tenso, tratando de controlar el disgusto por la afrenta de aquel desconocido. Pero, antes de reunirse con el señor Jocelyn, había tenido una sesión extensa e instructiva con el señor King en Swanmere. Si se veía forzada, Zenia podía hacer ciertas cosas; podía poner a ambas fuera de su alcance y dejarlo empantanado en una maraña de tribunales para el resto de su vida.
Así que se obligó a relajar las manos y se sentó. En el tono más ecuánime que pudo componer, explicó el celo con que Zenia tenía confinada a Beth y le habló de la sencilla jornada de libertad que habían compartido.
—Sé que no tendría que haber hecho caso omiso de las llamadas —dijo, algo abochornado por tener que admitirlo—, pero, por el amor de Dios, no estuvo en peligro en ningún momento. En ninguno.
—Entiendo —repuso el señor Jocelyn—. Entiendo.
—Deseo hablar con mi esposa —dijo Arden, obligándose a conservar la calma—. Insisto.
No es que el abogado sonriera exactamente, pero bajó la vista y revolvió algunos papeles sin ningún fin aparente.
—Lord Winter, debo pedirle disculpas. Sin querer quizá me he entrometido en ciertas desavenencias que no me incumben entre usted y lady Winter. Discúlpeme por haber ocupado su tiempo, pero mi deber para con el señor Bruce… —Guardó los papeles y se puso en pie al tiempo que le ofrecía la mano—. Espero que disculpará mi benevolente intromisión si digo que solo deseo lo mejor para su esposa y para su hija. Le diré a lady Winter que lo más conveniente es que se reúna con usted, tal como le solicitaba en su atenta nota, para que puedan hablar razonablemente sobre la situación.
Arden acompañó al señor Jocelyn a la puerta. Unos instantes más tarde, él salió también del hotel con el cuello del abrigo levantado para resguardarse del frío y la humedad. Estaba inmunizado contra el frío de Londres, pero el viento parecía calarle el abrigo y lo hacía temblar. Bajó la cabeza y se dirigió hacia una librería en el Strand.
Allí era bien conocido. Y tenía esperando un montón de libros de geografía y ciencia. Pero el librero se quedó algo perplejo cuando Arden le pidió un libro de conversación.
—¿Se refiere a algo sobre filosofía griega, señor?
—No, inglés. —Arden se puso a hojear un atlas, sin levantar el rostro—. Ejemplos. De cómo hablar… con diferentes personas.
—¡Ah! Creo que se refiere usted a un libro de oratoria, milord. Cómo expresarse con elegancia. ¿Propuestas de matrimonio, felicitaciones por un ascenso, es eso lo que busca, señor?
Arden miró con el ceño fruncido el cabo de Sainte Marie en la isla de Madagascar.
—Sí, eso.
Zenia había escogido uno de sus nuevos vestidos, uno muy discreto de seda con rayas rojizas y pardas. No tenía doncella, así que tuvo que pedir a la señora Sutton que la ayudara con el corsé y los botones.
—Me llamo Lamb, señora —dijo la niñera tirando de los cordones—. Ahora que no estamos en la casa grande… Su excelencia me preguntó hace un tiempo si de verdad me llamaba Sutton y yo le dije que no, y desde entonces me ha estado llamando por mi verdadero nombre.
Lejos de Swanmere, Zenia había descubierto que la señora Sutton, o Lamb, como fuera, tenía un carácter bastante combativo. No ocultaba el hecho de que desaprobaba el viaje de Zenia a la ciudad y hasta se había aventurado a hacer un par de comentarios sobre el respeto que le merecía lord Winter como padre y como caballero que a Zenia no le gustaron. Pero por el momento no tenía elección. Ella sola no podía ocuparse de Elizabeth, no mientras estuviera sola en Londres, así que se limitó a decir:
—Si lo prefiere la llamaré mistress Lamb. Tendría que haberlo dicho antes.
—¿Se pondrá el sombrero con el bonito fular naranja, señora? —preguntó mistress Lamb, y entonces sacó a Elizabeth del vestidor, le limpió la nariz y cogió el sombrero en cuestión con la mano libre.
—Solo voy a ver a lord Winter —dijo Zenia—. Mi sombrero negro de todos los días servirá. Temo que Elizabeth se esté resfriando.
—Si se me permite decirlo, la señora tiene un aspecto espantoso vestida de negro —señaló la niñera—. Cuando venga hacia aquí, su excelencia pasará por Oxford Street, y seguro que verá montones de damas que saben mucho de moda.
Zenia era plenamente consciente de los insidiosos motivos del comentario, pero a pesar de ello le hizo mella.
—Quiero que permanezca con miss Elizabeth en el cuarto de juegos del ático —dijo. Le tocó la frente a la niña—. Parece que está algo caliente. No quiero que baje con ella por ningún motivo. ¿Lo ha entendido?
—Señora.
La niñera hizo una reverencia, cogió a Elizabeth y se la llevó, musitando que cualquier niña a la que hubieran obligado a levantarse en mitad de la noche y a recorrer la mitad del país lo menos que podía tener era fiebre.
Zenia volvió la cabeza hacia la puerta y, cuando oyó que llegaban al segundo descansillo, dejó el sombrero negro y cogió el del pañuelo de color; «capucine» había dicho la modista, el color del intenso naranja de las capuchinas que crecían en el jardín de su madre. Había un chal que iba a juego, tan fino que Zenia veía a través de él, y un par de guantes de gamuza con diminutas florecillas a juego en el dorso.
Se miró en el espejo y pensó en todas las damas a la moda que lord Winter vería por el camino. Los cabellos le caían en bucles contra las mejillas, sujetos por el gorro, perfectamente limpios y relucientes. El vestido quedaba ceñido por la cintura y se abría como una flor sobre diferentes capas de enaguas. Estaba hecho a la última moda, todo inglés, y aun así Zenia temía que él la mirara y siguiera viendo a un harapiento beduino.
Oyó que llamaban a la puerta cuando bajaba la escalera. Llegaba temprano. La doncella salió a toda prisa del comedor, guardándose el trapo para el polvo en el delantal, y abrió. Zenia se detuvo en el último escalón.
Él estaba en la puerta, una silueta oscura contra la calle gris y mojada. Entró al tiempo que se quitaba el sombrero y alzó los ojos azules hacia ella.
Si más allá del vestido inglés veía su pasado miserable y descalzo, no lo demostró. Hizo una reverencia con expresión grave y entregó su abrigo y los guantes a la doncella.
—Lady Winter —dijo con rigidez—, buenas tardes.
—Sube, por favor —contestó y se dio la vuelta—. Clare…
La doncella hizo una reverencia y se dirigió enseguida a la escalera posterior para coger la bandeja del té.
Zenia lo acompañó a la salita. Ella y la doncella habían trabajado todo el día anterior para colgar las cortinas y retirar las cubiertas del mobiliario y los espejos, pero la salita seguía pareciendo desolada, porque faltaban los pequeños detalles que dan vida a una casa. En aquella tarde sombría, las lámparas de aceite emitían un resplandor amarillento.
—Estás muy guapa —dijo Arden brusquedad, e inmediatamente se volvió, como si algo hubiera llamado su atención en la calle. Luego volvió a mirarla con aire frío y escrutador.
La expresión radiante que iluminó el rostro de Zenia desapareció cuando vio aquel aire impersonal.
—Gracias —dijo—. Tú también tienes buen aspecto.
Tenía el mismo aspecto de siempre: atractivo, muy masculino, moreno y azul cobalto. Su presencia física llevaba consigo un sutil aire de dominación, de solidez. Zenia lo había sentido en el desierto, y por eso lo había seguido. Por eso había dormido a su lado. Por ese único rasgo habría podido señalarlo entre un centenar de hombres en la calle.
—Por favor, toma asiento —dijo, indicando un sillón cerca de la pantalla del fuego.
—¿Dónde está Beth?
—Arriba. Acaba de dormirse. Tiene algo de fiebre, y no deseo que se la moleste.
Él la miró por un momento como si pensara llevarle la contraria, pero en vez de eso hizo una inclinación de cabeza, esperó a que tomara asiento en el sofá y colocó el sillón frente a ella antes de sentarse. Clare llegó con el té y una bandeja de rebanadas muy finas de pan con mantequilla. Dejó la bandeja en la mesita y salió, cerrando la puerta a su espalda.
—Lamento que no tengamos pastel para ofrecerte —dijo Zenia sirviéndole el té—. ¿Quieres azúcar?
—¿Es posible —dijo él— que por una vez prescindamos de formalismos y hablemos sin más?
Ella dejó la tetera sin haberse servido y cruzó las manos sobre el regazo.
—Si es lo que quieres.
—Zenia, no se me da muy bien esto: el té, las pastas… No tengo paciencia.
Ella lo miró a los ojos.
—Supongo que preferirías comer en el suelo con los dedos.
Aquel comentario tan seco lo dejó perplejo. La miró frunciendo levemente el ceño.
—¿Quieres que espolvoree un poquito de arena sobre la mantequilla, para que estés más a gusto? —añadió Zenia.