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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán y el león de oro (23 page)

BOOK: Tarzán y el león de oro
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Tarzán explicó con detalle a los gomangani el plan que tenía en mente. Después, se volvió al anciano y ordenó:

—¡Ahora!

Corrieron el cerrojo, abrieron las puertas y el grupo entero echó a correr al mismo tiempo hacia la puerta oriental.

Los bolgani, que aún estaban en la sala del trono, no se dieron cuenta de que sus víctimas les habían esquivado hasta que Tarzán, cubriendo la retaguardia con Jad-bal-ja, franqueó la puerta oriental. Inmediatamente los bolgani lanzaron un fuerte grito que movilizó a varios centenares de ellos a una enloquecida persecución.

—Ahí vienen —gritó Tarzán a los demás—. ¡Corred! ¡Id directos al valle hacia Opar!

—¿Y tú? —preguntó La.

—Me quedaré un poco con los gomangani, e intentaré castigar a estos tipos.

La se detuvo en seco.

—No daré un paso sin ti, Tarzán de los Monos dijo. —Ya son demasiados los riesgos que has corrido por mí. No, no me iré sin ti.

El hombre-mono se encogió de hombros.

—Como quieras dijo. —Ahí están.

Con gran dificultad reunió a una parte de los gomangani que, una vez franqueada la puerta, parecían imbuidos de un solo propósito: poner tanta distancia como les fuera posible entre el Palacio de Diamantes y ellos. Se reunieron unos cincuenta guerreros a la llamada de Tarzán y con ellos permaneció en la entrada, hacia la cual se precipitaban varios centenares de bolgani.

El anciano se acercó a Tarzán y le cogió el brazo.

—Será mejor que vueles —dijo—. Los gomangani se dispersarán y echarán a correr al primer asalto.

—No ganaremos nada si huimos —dijo Tarzán—, pues sólo perderemos lo que hemos ganado con los gomangani y después tendríamos todo el valle rodeándonos como un enjambre de avispones.

Apenas había terminado de hablar cuando uno de los gomangani gritó:

—¡Mirad! ¡Mirad! ¡Vienen! —y señaló hacia la selva.

—Y oportunamente —observó Tarzán, al ver a los primeros gomangani que salían de la selva en tropel y se dirigían hacia la puerta oriental—. ¡Vamos! —gritó a los negros que avanzaban—. ¡Los bolgani nos atacan; adelante, vengad vuestras afrentas!

Entonces se volvió, llamó a los negros que lo rodeaban y avanzó para encontrarse con los hombres gorila que les atacaban. Detrás de ellos, los gomangani cruzaban la puerta oriental del Palacio de Diamantes como una ola, llevándoselo todo por delante, y rompieron al fin el vacilante muro bolgani que lanzaron implacablemente contra las paredes del palacio.

Los gritos y las peleas y la sangre provocaron en Jad-bal-ja un frenesí tal, que a Tarzán le costaba sujetarlo para que no atacara indiscriminadamente sobre amigos y enemigos, de tal modo que el hombre-mono precisó tanto tiempo para reprimir a su feroz aliado que apenas pudo participar en la batalla, aunque vio que iban ganando ellos y que, salvo si se producía algún incidente inesperado, la derrota completa de los bolgani estaba asegurada.

Sus deducciones no eran erróneas. Tan frenéticos estaban los gomangani con la sed de venganza y tan seducidos por los primeros frutos de la victoria, que enloquecieron como el propio Jad-bal-ja. No daban ni pedían cuartel, y la pelea no terminó hasta que no encontraron más bolgani que matar.

Terminada la pelea, Tarzán, junto con La y el anciano, regresó a la sala del trono, en la que ya no quedaban restos de las bombas de humo. Allí convocó al cabecilla de cada aldea, y cuando estuvieron reunidos ante el estrado, sobre el que se erguían los tres blancos y el gran león de negra melena
Jad-bal-ja
, Tarzán se dirigió a ellos.

—Gomangani del Valle del Palacio de Diamantes —dijo—, esta noche os habéis liberado de los tiranos que os han oprimido desde tiempo inmemorial. Durante siglos os han oprimido tanto que nunca ha surgido de entre vosotros un líder capaz de gobernaros con sabiduría y justicia. Por lo tanto, debéis elegir a alguien que no sea de vuestra raza.

—¡Tú! ¡Tú! —clamaron diferentes voces para que Tarzán de los Monos fuera su rey.

—No —respondió el hombre-mono, levantando la mano para pedir silencio—, pero aquí hay alguien que ha vivido mucho tiempo entre vosotros y que conoce vuestros hábitos y costumbres, vuestras esperanzas y necesidades mejor que nadie. Si él quiere quedarse con vosotros y gobernaros, será, estoy seguro, un buen rey —y Tarzán señaló al anciano.

Éste miró a Tarzán con perplejidad.

—Pero yo quiero irme de aquí —dijo—; quiero volver al mundo civilizado, del que he estado apartado todos estos años.

—No sabes lo que dices —respondió el hombre-mono—. Has estado mucho tiempo lejos de allí. No encontrarás a ningún amigo en el lugar de donde viniste. Encontrarás engaño, hipocresía y codicia, avaricia y crueldad. Nadie se interesará por ti y tú no te interesarás por nadie. Yo, Tarzán de los Monos, he abandonado mi jungla para ir a las ciudades construidas por hombres, pero siempre me ha desagradado y me ha alegrado regresar a mi jungla, a las nobles bestias que son sinceras en su amor y en su odio, a la libertad y a la autenticidad de la naturaleza.

»Si regresas, te sentirás decepcionado y te darás cuenta de que has perdido la oportunidad de realizar un trabajo que merece la pena. Estas pobres criaturas te necesitan. Yo no puedo quedarme para guiarlas y sacarlas de la oscuridad, pero tú sí, y tú puedes moldearlas de modo que sean un pueblo industrioso, virtuoso y bondadoso, que no desconozca, sin embargo, las artes de la guerra, pues cuando tenemos lo que es bueno, siempre hay quienes nos envidian y nos arrebatan por la fuerza lo que tenemos. Por lo tanto, debes enseñar a tu gente a proteger su país y sus derechos, y para protegerse deben tener habilidad y conocimientos para pelear con éxito y armas con las que luchar.

—Lo que dices es cierto, Tarzán de los Monos —respondió el anciano—. No hay nada para mí en ese otro mundo, y si los gomangani desean que sea su jefe, aquí me quedaré.

Los cabecillas, al ser interrogados, aseguraron a Tarzán que si él no podía ser su jefe se alegrarían de que lo fuera el anciano, a quien todos conocían, o de vista o de oídas, como alguien que jamás había perpetrado ninguna crueldad en los gomangani.

Se buscó a los pocos bolgani supervivientes que se habían refugiado en diferentes partes de palacio y los llevaron a la sala del trono, donde les dieron la opción de quedarse en el valle como esclavos o abandonar el país. Los gomangani habrían caído sobre ellos y les habrían matado, pero su nuevo rey se lo impidió.

—Pero ¿adónde iremos si nos vamos del Valle del Palacio de Diamantes? —preguntó un bolgani—. No sabemos qué es lo que existe más allá de la ciudad de Opar, y en Opar tal vez sólo encontremos enemigos.

Tarzán lo miró con perplejidad y en silencio. Durante largo rato no habló, mientras varios cabecillas gomangani y otros bolgani ofrecían sugerencias sobre el futuro de los hombres gorila. Por fin, el hombre-mono se levantó e hizo una seña a los bolgani.

—Sois casi un centenar —lijo—. Sois criaturas fuertes y deberíais ser luchadores feroces. A mi lado se sienta La, la suma sacerdotisa y reina de Opar. Un sacerdote perverso le usurpó el poder y le arrebató el trono, pero mañana marcharemos sobre Opar con los valientes gomangani del Valle del Palacio de Diamantes, y allí castigaremos a Cadj, el sumo sacerdote, que ha demostrado ser un traidor a su reina; y La, una vez más, reinará en Opar. Pero cuando las semillas de la traición se han propagado, la planta puede brotar en cualquier momento y en el lugar menos esperado. Pasará mucho tiempo, por tanto, hasta que La de Opar pueda confiar plenamente en la lealtad de su pueblo, lo cual os ofrece una oportunidad y un país. Acompañadnos, pues, a Opar, y pelead con nosotros para que La recupere su trono, y después, cuando la lucha haya terminado, quedaos allí como guardia personal de La para protegerla, no sólo de los enemigos externos, sino también de los internos.

Los bolgani discutieron el asunto durante varios minutos y luego uno de ellos se acercó a Tarzán.

—Haremos lo que sugieres —dijo.

—¿Y seréis leales a La? —preguntó el hombre-mono—. Un bolgani nunca es traidor —contestó el hombre gorila.

¡Bien! —exclamó Tarzán—. Y tú, La, ¿estás satisfecha con este acuerdo?

—Los acepto a mi servicio —respondió ella.

A primera hora de la mañana siguiente, Tarzán y La partieron con tres mil gomangani y un centenar de bolgani para castigar al traidor Cadj. No hubo ningún intento, o casi ninguno, de estrategia o engaño. Simplemente marcharon por el Valle del Palacio de Diamantes, descendieron el rocoso barranco hasta el valle de Opar y se encaminaron directamente a la parte posterior del palacio de La.

Un monto gris, sentado entre las parras y enredaderas de los muros del templo, les vio venir. Ladeó la cabeza, primero hacia un lado y después hacia el otro, y lo que vio le interesó y excitó tanto que, por un momento, se olvidó de rascarse el vientre, ocupación a la que se dedicaba asiduamente durante un buen rato. Cuanto más se acercaba la columna, más excitado estaba Manu, el mono, y cuando comprendió vagamente el gran número de gomangani que formaba el grupo, casi se murió de miedo, pero lo que de veras le hizo huir corriendo como un loco hacia el palacio de Opar fue ver a los bolgani, los ogros de su pequeño mundo.

Cadj estaba en el patio del templo interior, donde a la salida del sol había realizado un sacrificio al Dios Llameante. Se encontraban con él varios sacerdotes inferiores y Oah y sus sacerdotisas. Que había disensión entre ellos era evidente por los rostros ceñudos y por las palabras que Oah dirigía a Cadj.

—Otra vez te has excedido, Cadj —gritó con amargura—. Sólo la suma sacerdotisa del Dios Llameante puede realizar el sacrificio. Sin embargo, tú sigues insistiendo en blandir el sagrado cuchillo con tu mano indigna.

—Cállate, mujer —gruñó el sumo sacerdote—. Soy Cadj, rey de Opar, sumo sacerdote del Dios Llameante. Tú eres lo que eres sólo gracias al favor de Cadj. No pruebes mi paciencia o conocerás de verdad lo que es el cuchillo sagrado.

La siniestra amenaza que vertieron sus palabras era inconfundible. Varios de los que estaban alrededor apenas pudieron ocultar su sorpresa por la actitud sacrílega hacia su suma sacerdotisa. Por muy poco que la estimaran, el caso era que ocupaba una alta jerarquía entre ellos, y quienes creían que La había muerto, como Cadj se había esforzado en hacerles creer, ofrecían a Oah el respeto al que su alto cargo le daba derecho.

—Ten cuidado, Cadj —advirtió uno de los sacerdotes mayores—. Existe un límite que ni siquiera tú puedes traspasar.

—¿Te atreves a amenazarme? —gritó Cadj, con el brillo de la furia maníaca de los fanáticos en los ojos—. ¿Te atreves a amenazarme a mí, Cadj, el sumo sacerdote del Dios Llameante?

Y al pronunciar esas palabras se abalanzó hacia el sacerdote, con el cuchillo del sacrificio levantado amenazadoramente y, justo en aquel momento, entró un monto gris parloteando y lanzando grititos por una aspillera del muro que daba al patio del templo.

—¡Los bolgani! ¡Los bolgani! —aulló—. ¡Que vienen! ¡Que vienen!

Cadj se detuvo y se volvió hacia Manu, bajando la mano que sostenía el cuchillo.

—¿Los has visto, Manu? —preguntó—. ¿Dices la verdad? Si es otro de tus trucos, no vivirás para gastarle otra broma a Cadj.

—Digo la verdad —parloteó el monto—. Los he visto con mis propios ojos.

—¿Cuántos son? —preguntó Cadj—. ¿Y a qué distancia de Opar se encuentran?

—Hay tantos como hojas en los árboles —respondió Manu— y ya están cerca de los muros del templo; los bolgani y los gomangani vienen como las hierbas que crecen en los barrancos frescos y húmedos.

Cadj se volvió y alzó el rostro hacia el sol, echó la cabeza hacia atrás y lanzó un grito que acabó en un penetrante alarido. Tres veces lanzó aquel horrible grito; después, dio a los presentes la orden de seguirle y echó a andar con brío hacia el palacio propiamente dicho. Mientras Cadj dirigía sus pasos hacia la antigua avenida, a la que daba la fachada del palacio de Opar, salieron de todos los corredores y puertas grupos de peludos hombres de Opar, armados con sus pesadas porras y cuchillos. En los árboles una veintena o más de monitos grises lanzaban grititos y parloteaban.

—Aquí no, aquí no —gritaban y señalaban hacia el lado sur de la ciudad.

Cual turba indisciplinada, la horda de sacerdotes y guerreros volvieron a entrar en palacio pisándole los talones a Cadj. Allí se encaramaron a lo alto de la elevada pared que protege el palacio, justo cuando las fuerzas de Tarzán se detenían fuera.

—¡Rocas! ¡Rocas! —gritó Cadj y, como respuesta a sus órdenes, las mujeres que estaban en el patio empezaron a recoger los fragmentos sueltos de piedra que se habían desprendido de la muralla y del palacio y se las arrojaron a los guerreros que estaban arriba.

—¡Fuera! —gritó Cadj al ejército que estaba a las puertas de la ciudad—. ¡Fuera! Soy Cadj, sumo sacerdote del Dios Llameante, y éste es su templo. No profanéis el templo del Dios Llameante o conoceréis su ira.

Tarzán se adelantó a los otros y alzó una mano para pedir silencio.

—La, vuestra suma sacerdotisa y reina, está aquí —gritó a los oparianos que estaban encaramados a la muralla—. Cadj es un traidor y un impostor. Abrid las puertas y recibid a vuestra reina. Entregad los traidores a la justicia y no sufriréis ningún daño; de lo contrario, tomaremos por la fuerza y con derramamiento de sangre lo que por derecho pertenece a La.

Cuando cesó de hablar, La se puso a su lado para que todo su pueblo pudiera verla, e inmediatamente se oyeron gritos aislados en favor de La y algunas voces se alzaron contra Cadj. Comprendiendo que todo estaba a punto de ponérsele en contra, Cadj ordenó a sus hombres el ataque, al tiempo que lanzaba una piedra a Tarzán. Sólo la gran agilidad que poseía salvó al hombre-mono; el proyectil pasó de largo y fue a darle a un gomangani en el corazón y le hizo caer. Al instante una lluvia de proyectiles cayó sobre ellos y entonces Tarzán llamó a sus seguidores a la carga. Con fuertes rugidos y gruñidos los bolgani y los gomangani se lanzaron al ataque. Treparon como felinos los muros frente a las amenazadoras porras que les esperaban. Tarzán, quien eligió a Cadj como objetivo, se hallaba entre los primeros en llegar. Un guerrero peludo y encorvado le pegó con una porra y, colgándose de la cima del muro con una mano, Tarzán cogió el arma con la otra y se la arrebató a su atacante. Al mismo tiempo, vio cómo Cadj desaparecía en el patio. Entonces Tarzán se impulsó hasta arriba, donde fue atacado de inmediato por otros dos guerreros de Opar. Con el arma que había arrebatado a su compañero les golpeó a derecha e izquierda, tan gran ventaja le daban su gran altura y fuerza sobre ellos y, recordando que no debía dejar escapar a Cadj, que era el cabecilla de la revuelta contra La, Tarzán saltó al suelo justo cuando el sumo sacerdote desaparecía bajo un arco situado en el otro extremo del patio.

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