—Si treinta de los gomangani han podido salir de palacio tan fácilmente, ¿por qué no podríamos hacerlo nosotros también? —preguntó.
—Hay dos razones —respondió Tarzán—. Una es que si hubiéramos salido al mismo tiempo, los bolgani, que nos superan en buen número, nos habrían hostigado y retrasado el tiempo suficiente para permitir que sus mensajeros llegaran a las aldeas antes que nosotros, y en poco tiempo nos habrían rodeado miles de guerreros hostiles. La segunda razón es que deseo castigar a esas criaturas, para que en el futuro cualquier extranjero pueda estar a salvo en el valle del Palacio de Diamantes. —Se interrumpió—. Y ahora os daré una tercera razón por la que quizá no podamos intentar escapar en estos momentos. —Señaló hacia las ventanas que daban a la terraza—. Mirad —dijo—, la terraza y los jardines están llenos de bolgani. Cualquiera que sea su plan, creo que su éxito depende de que nosotros intentemos escapar de esta habitación por las ventanas, porque, a menos que me confunda, los bolgani que están en la terraza y en los jardines tratan de ocultarse de nosotros.
El anciano fue a situarse en una parte de la habitación desde la que divisaba una parte mayor de la terraza y jardines donde daban las ventanas de la sala del trono.
—Tienes razón —dijo cuando volvió junto al hombre-mono—; los bolgani están reunidos tras estas ventanas, salvo quienes protegen la entrada, y es posible que haya más en otras puertas. Esto, sin embargo, debemos comprobarlo.
Se encaminó apresurado al otro lado de la cámara y apartó las colgaduras de una de las aberturas, con lo que quedó al descubierto un pequeño grupo bolgani. Permanecieron inmóviles, sin hacer ningún esfuerzo por capturarlo o hacerle daño. Fue a otra salida y después a otra, y detrás de cada una descubrió a los ocupantes de la sala la presencia de silenciosos guardianes gorilas. Recorrió la habitación en círculo, pasando ante el estrado de detrás de los tres tronos, y regresó junto a Tarzán y La.
—Lo que sospechaba —dijo—, estamos rodeados. A menos que pronto nos llegue ayuda, estamos perdidos.
—Pero su fuerza está dividida —le recordó Tarzán.
—Aun así, es suficiente para acabar con nosotros —replicó el anciano.
—Tal vez tengas razón —dijo Tarzán—, pero al menos pelearemos.
—¡Qué es aquello! —exclamó La, y al mismo tiempo, atraídos por un ruido, los ocupantes de la sala del trono dirigieron los ojos al techo, sobre ellos, donde vieron que se habían abierto unas trampillas en una docena de aberturas, por las que asomaban los rostros de varias veintenas de gorilas.
—¡Qué van a hacer ahora! —exclamó Tarzán, y por toda respuesta los bolgani empezaron a lanzar a la sala del trono bolas de trapos empapados en aceite ardiendo, atadas con pieles de cabra, que, inmediatamente, llenaron la estancia de un humo denso y asfixiante, acompañado del fuerte olor de pelo y pellejo abrasados.
Jad-bal-ja se arrojó directamente a la garganta.
EL MAPA DE SANGRE
D
ESPUÉS de enterrar el oro, Esteban y Owaza regresaron al lugar donde habían dejado a sus cinco muchachos; se encaminaron con ellos hacia el río y allí acamparon durante la noche. Discutieron sus planes y decidieron abandonar al resto del grupo y que llegaran a la costa como pudieran, mientras ellos volverían a otro punto de la costa donde contratar a suficientes porteadores para transportar el oro.
—En lugar de volver a la costa a por porteadores, ¿por qué no los contratamos en la aldea más próxima? —preguntó Esteban.
—Estos hombres no irían con nosotros hasta la costa —respondió Owaza—. No son porteadores. Como mucho, llevarían nuestro oro hasta la siguiente aldea.
—¿Por qué no lo hacemos, pues? —preguntó el español—. En cada aldea podríamos emplear porteadores para ir hasta la siguiente, y así sucesivamente, hasta que pudiéramos emplear a otros hombres para proseguir con nosotros.
Owaza hizo gestos de negación con la cabeza.
—Es un buen plan,
bwana
, pero no podemos hacerlo, porque no tenemos nada con que pagar a los porteadores.
Esteban se rascó la cabeza.
—Tienes razón, pero nos ahorraríamos ese maldito viaje de ida y vuelta hasta la costa. —Permanecieron sentados unos momentos en silencio, pensativos—. ¡Ya lo tengo! —exclamó al fin el español—. Aunque tuviéramos porteadores, no podríamos ir directamente a la costa por miedo a encontrarnos al grupo de Flora Hawkes; tenemos que dejarles abandonar África antes de llevar el oro a la costa. Dos meses no será una espera demasiado larga, pues les costará mucho llegar a la costa con aquel hato de porteadores rebeldes. Así que, mientras esperamos, llevaremos uno de los lingotes de oro al punto más próximo en el que podamos cambiarlo por otros artículos. Después podemos volver y contratar porteadores para que lo lleven de aldea en aldea.
—El
bwana
dice palabras sabias —declaró Owaza—. No estamos tan lejos del puesto comercial más próximo como de la costa, y así podremos ahorrarnos no sólo tiempo, sino también largas y duras marchas.
—Entonces, mañana por la mañana volveremos y desenterraremos uno de los lingotes, pero debemos asegurarnos de que ninguno de tus hombres nos acompaña, pues nadie debe saber, hasta que sea absolutamente necesario, dónde está enterrado el oro. Cuando volvamos a por él, claro, los otros tendrán que saberlo también, pero entretanto nosotros estaremos constantemente con él, por lo que no correremos peligro de que nos lo quiten.
Y así, a la mañana siguiente, el español y Owaza fueron donde se encontraba el tesoro enterrado, y desenterraron un único lingote.
Antes de abandonar el lugar, el español dibujó en la cara interior de la piel de leopardo que llevaba cruzada al hombro un mapa exacto de la localización del tesoro, utilizando un palo afilado manchado con sangre de un pequeño roedor que había matado con tal fin. Owaza le proporcionó los nombres nativos del río y de todos los hitos visibles desde el lugar en el que estaba enterrado el tesoro, junto con explicaciones detalladas de cómo acceder al lugar desde la costa. Esta información la escribió debajo del mapa, y cuando terminó se sintió muy aliviado de la preocupación de que le ocurriera algo a Owaza, él jamás sería capaz de localizar el oro.
Cuando Jane Clayton llegó a la costa para tomar el pasaje hacia Londres, le esperaba un telegrama en el que le comunicaban que su padre se hallaba completamente fuera de peligro y no era necesario que acudiera junto a él. Por lo tanto, después de unos días de descanso, dirigió sus pasos de nuevo hacia el hogar e inició el largo, caluroso y pesado viaje de retorno. Cuando, por fin, llegó al bungaló se enteró, para su consternación, de que Tarzán de los Monos aún no había regresado de su expedición a Opar para coger el oro de las cámaras del tesoro. Encontró a Korak que, al parecer, había hecho mucho ejercicio, pero que no quiso expresar sus dudas sobre la capacidad de su padre de cuidar de sí mismo. Se enteró de la huida del león de oro con pesar, pues sabía que Tarzán le tenía mucho apego a aquella noble bestia.
Dos días después de su regreso, los waziri que habían acompañado a Tarzán aparecieron sin él. Entonces, en verdad el corazón de la mujer se llenó de temor por su dueño y señor. Interrogó a los hombres concienzudamente, y cuando se enteró por ellos de que Tarzán había sufrido otro accidente que de nuevo le afectaba a la memoria, anunció de inmediato que partiría al día siguiente en su busca y ordenó a los waziri que acababan de regresar que la acompañaran.
Korak intentó disuadirla, pero como no lo consiguió, insistió en acompañarla.
—No debemos estar todos lejos al mismo tiempo —dijo—. Tú quédate aquí, hijo. Si fracaso, regresaré y te dejaré ir.
—No puedo dejarte marchar sola, madre —replicó Korak.
—No estoy sola cuando los waziri están conmigo —rió, Y sabes perfectamente bien, muchacho, que con ellos estoy tan a salvo en cualquier parte del corazón de África como en la hacienda.
—Sí, sí, supongo que sí —respondió él—, pero me gustaría ir, o que Meriem estuviera aquí.
—Sí, a mí también me gustaría que Meriem estuviera aquí —dijo lady Greystoke—. Sin embargo, no te preocupes. Ya sabes que mi habilidad en la jungla, aunque no es igual que la tuya o la de Tarzán, en modo alguno es escasa, y rodeada de la lealtad y valentía de los waziri estaré a salvo.
—Supongo que tienes razón —aceptó Korak—, pero no me gusta verte marchar sin mí.
Así pues, pese a las objeciones de su hijo, Jane Clayton partió a la mañana siguiente con cincuenta guerreros waziri en busca de su compañero salvaje.
Cuando vieron que Esteban y Owaza no regresaban al campamento como habían prometido, los otros miembros del grupo al principio se dejaron llevar por la ira, que más tarde sustituyeron por la preocupación, no tanto por la seguridad del español, como por temor a que Owaza hubiera sufrido un accidente y no regresara para conducirles sanos y salvos a la costa, pues de todos los negros él era el único competente para manejar a los fornidos y rebeldes porteadores. Los negros dieron vueltas a la idea de que Owaza se hubiera perdido y se inclinaron por que él y Esteban les habían abandonado deliberadamente. Luvini, el jefe en ausencia de Owaza, tenía su propia teoría.
—Owaza y el
bwana
han ido solos tras los ladrones de marfil. Mediante engaños quizá consigan tanto como habríamos conseguido por la fuerza, y sólo serán dos a repartirse el marfil.
—Pero ¿cómo podrán dos hombres vencer a una banda de ladrones? —preguntó Flora, escéptica.
—No conoces a Owaza —respondió Luvini. Si puede ganarse los oídos de sus esclavos les vencerá, y cuando los árabes vean que quien acompaña a Owaza y quien dirige a los esclavos rebeldes es Tarzán de los Monos, huirán despavoridos.
—Creo que tiene razón —murmuró Kraski—, suena muy propio del español —y entonces de pronto se volvió hacia Luvini—. ¿Sabrías llevarnos hasta el campamento de los ladrones? —preguntó.
—Sí —respondió el negro.
—Bien —exclamó Kraski—; y ahora, Flora, ¿qué opinas del plan? Enviemos un corredor veloz para que prevenga a los ladrones de Owaza y del español y les diga que este último no es Tarzán de los Monos, sino un impostor. Podemos pedirles que los capturen y retengan hasta que lleguemos; luego decidiremos sobre la marcha. Es muy posible que podamos ejecutar nuestro plan original después de haber entrado en su campamento como amigos.
—Sí, suena bien —respondió Flora—, y sin duda es bastante perverso… como tú mismo.
El ruso enrojeció.
—«Aves de pluma…» —recitó.
La muchacha se encogió de hombros con indiferencia, pero Bluber, que con Peebles y Throck escuchó en silencio la conversación, intervino.
—¿Qué
quierrres decirrr
con «aves de pluma»? —preguntó—. ¿Quién es
perrrverrrso
? Te
dirrré
, Carl Kraski, que soy un hombre
honrrrado
, que no ha nacido el
hombrrre
que diga que Adolph Bluber es un
perrrverrrso
.
—Oh, cierra el pico —espetó Kraski—, si algo sale mal, la culpa será tuya. Estos tipos robaron el marfil y, probablemente, mataron a mucha gente para conseguirlo. Además, tienen esclavos, a los que liberaremos.
Ah, bien —dijo Bluber—, es justo y equitativo, vaya, bien,
perno recuerrrde, señorrr
Kraski, que yo soy un hombre honrado.
—¡Caramba! —exclamó Throck—, todos somos honrados. Nunca había visto a tantas personas honradas en toda mi vida.
—Claro que somos honrados —rugió John Peebles— y al que diga lo contrario, le parto la cara, y ya está.
La muchacha sonrió con cansancio.
—Siempre se distinguen los hombres honrados —dijo—. Van por ahí pregonando a voces lo muy honrados que son; pero no importa. Ahora lo que hay que hacer es decidir si queremos hacer lo que sugiere Kraski o no. Es algo en lo que todos tenemos que estar de acuerdo antes de emprenderlo. Somos cinco. Votemos. ¿Queremos o no queremos?
—¿Los hombres nos acompañarán? —preguntó Kraski, volviéndose a Luvini.
—Si se les promete una parte del marfil lo harán —respondió el negro.
—¿Cuántos están a favor del plan de Carl? —preguntó Flora.
Hubo unanimidad a favor, y así pues se decidió que emprenderían la aventura, y media hora más tarde enviaron un corredor al campamento de los ladrones con un mensaje para el jefe. Poco después, el grupo levantó el campamento e inició la marcha en la misma dirección.
Tardaron una semana en llegar al campamento de los ladrones, y allí les esperaba su mensajero que había llegado sano y salvo. Esteban y Owaza seguían sin aparecer, ni se les había visto u oído en las proximidades. El resultado fue que los árabes empezaron a recelar, temiendo que el mensaje fuera una farsa que permitiera la entrada en su campamento del numeroso contingente de blancos y negros armados.
Jane Clayton y sus waziri, que avanzaban rápidamente, captaron el rastro de olor del safari de Flora Hawkes en el campamento donde los waziri vieron a Esteban por última vez, al que creían Tarzán de los Monos. Siguiendo el camino claramente marcado y avanzando con mucha más rapidez que el safari de Hawkes, Jane y los waziri acamparon a escaso kilómetro y medio de los ladrones sólo una semana después de que el grupo de Hawkes hubiera llegado y donde aún permanecía, esperando la llegada de Owaza y Esteban o el momento propicio para lanzar su ataque traidor a los árabes. Entretanto, Luvini y algunos otros negros habían conseguido difundir en secreto la propaganda de revuelta entre los esclavos de los árabes. Aunque informaba de sus progresos cada día a Flora Hawkes, el hombre no comunicó el constante avance y desarrollo de un pequeño plan propio que mantenía en secreto, en el cual, además de la revuelta de los esclavos y de la matanza de los árabes, se incluía el asesinato de todos los blancos a excepción de Flora Hawkes, a quien Luvini deseaba conservar para sí mismo o para venderla a algún sultán negro del norte. El astuto plan de Luvini consistía en matar primero a los árabes, con ayuda de los blancos, para luego caer sobre éstos y matarlos, después de que sus lacayos les hubieran robado las armas.