—Ahora —se dijo el hombre-mono—, que averigüen, si pueden, quién mató a su compañero.
Tarzán emprendió la marcha hacia el sureste, aproximándose a las montañas situadas detrás del Valle del Palacio de Diamantes. A menudo debía esquivar las aldeas de nativos y mantenerse fuera del alcance de la vista de los numerosos grupos de bolgani que, al parecer, se movían en todas direcciones por la jungla. A media tarde abandonó las colinas y se encontró de pleno con las montañas: toscas elevaciones de granito cuyas escarpadas cimas se alzaban muy por encima del límite forestal. Directamente ante él se encontraba un sendero bien marcado que conducía a un cañón, el cual serpenteaba en su ascensión hasta la cima. Éste, pues, sería un lugar tan bueno como cualquier otro para iniciar sus investigaciones. Y así, al ver que no había moros en la costa, el hombre-mono bajó de los árboles y aprovechó la maleza que bordeaba el sendero para abrirse paso en silencio, aunque velozmente, hacia las montañas. La mayor parte del tiempo se vio obligado a abrirse paso a través de matorrales, pues los gomangani y los bolgani utilizaban constantemente el sendero, primero pasaban con las manos vacías y luego acarreando bloques de granito. A medida que se adentraba en las montañas, la espesa maleza dio paso a unos matorrales más ralos, los cuales podía cruzar más fácilmente pero con mayor riesgo de ser descubierto. Sin_ embargo, el instinto de bestia que dominaba a Tarzán en la jungla le permitía encontrar refugio donde otro habría estado expuesto a cualquier enemigo. A medio camino, el sendero atravesaba una estrecha garganta, de no más de seis metros de anchura y erosionada de sólidos arrecifes de granito. Allí no había forma de ocultarse, y el hombre-mono comprendió que entrar allí significaba ser descubierto casi de inmediato. Miró alrededor y vio que dando un pequeño rodeo podía alcanzar la cima de la garganta donde, entre montones de granito desprendidos y árboles y arbustos mal desarrollados, sabía que podría esconderse y, quizá, tener una visión más clara del sendero.
No se equivocaba; llegado a un punto ventajoso muy por encima del sendero, vio al frente una oquedad en la montaña, con numerosas aberturas en su superficie que, le pareció a Tarzán, podían no ser otra cosa que bocas de túneles. Unas toscas escaleras de madera llegaban hasta algunas de ellas, más próximas a la base de los acantilados, y de otras colgaban cuerdas con nudos hasta el suelo. De estos túneles salían hombres acarreando pequeños sacos de tierra, los cuales vaciaban en una pila común junto a un riachuelo que discurría en la garganta, donde otros negros, supervisados por bolgani, estaban ocupados lavando la tierra, pero qué esperaban encontrar o qué encontraban Tarzán no podía adivinarlo.
En toda la cuenca rocosa otros muchos negros se ocupaban de arrancar el granito de los acantilados, que habían sido cortados mediante operaciones similares para formar una serie de terrazas que iban desde el lecho de la cuenca hasta la cumbre del acantilado. Los negros desnudos utilizaban herramientas primitivas bajo la supervisión de los salvajes bolgani. La actividad de estos canteros era evidente, pero Tarzán no estaba seguro de qué era lo que los otros sacaban de la boca de los túneles, aunque la suposición natural era que se trataba de oro. ¿De dónde, pues, obtenían los diamantes? Sin duda alguna no de estos sólidos acantilados de granito.
Unos minutos de observación convencieron a Tarzán de que el sendero que había seguido desde la jungla terminaba en ese pequeño callejón sin salida, y por ello buscó una salida hacia arriba y alrededor, algún paso por donde cruzar la sierra.
El resto del día y casi todo el siguiente dedicó sus esfuerzos a ello, hasta que se vio obligado a admitir que el valle no tenía salida por aquel lado. Se encaminó hacia puntos muy por encima de la línea forestal, pero siempre los riscos de granito que se elevaban perpendiculares, en los que ni siquiera el hombre-mono podía encontrar puntos de apoyo, lo frenaban. Investigó en las caras sur y este de la cuenca, pero obtuvo resultados igualmente decepcionantes, y entonces, por último, dirigió sus pasos de nuevo hacia la jungla con intención de buscar una salida del valle de Opar con La, cuando hubiera anochecido.
El sol acababa de salir cuando Tarzán llegó a la aldea nativa en la que dejara a La, y en cuanto puso sus ojos en ella temió que algo iba mal, pues no sólo la puerta de la muralla estaba abierta de par en par, sino que no se apreciaban señales de vida en el interior de la empalizada ni indicios de que las chozas oscilantes estuvieran ocupadas. Siempre temeroso de una emboscada, Tarzán reconoció el terreno atentamente antes de descender a la aldea. Era evidente para su experimentada observación que la aldea llevaba desierta al menos veinticuatro horas. Corrió a la choza en la que se había ocultado La y ascendió apresuradamente la cuerda para examinar el interior: estaba vacía y sin señal alguna de la suma sacerdotisa. El hombre-mono descendió al suelo y trató de hallar pistas sobre el destino de sus habitantes y de La. Ya había examinado el interior de varias chozas cuando sus aguzados ojos repararon en un leve movimiento de una de las habitaciones oscilantes situada a cierta distancia. Rápidamente recorrió el trecho que lo separaba de allí y cuando se acercaba a la choza vio que de su umbral no colgaba ninguna cuerda. Se detuvo debajo y alzó el rostro hacia la abertura, a través de la cual no era visible más que el techo de la choza.
—Gomangani —gritó—, soy Tarzán de los Monos. Acércate a la abertura y dime qué ha sido de tus compañeros y de mi hembra, a la que dejé aquí bajo la protección de tus guerreros. —No hubo respuesta y Tarzán volvió a gritar, pues estaba seguro de que alguien se escondía en la choza—. Baja —volvió a gritar— o subiré a por ti.
Tampoco hubo respuesta. Una sonrisa triste asomó a los labios del hombre-mono cuando sacó su cuchillo de caza de la funda y se lo puso entre los dientes. Entonces, dando un salto de felino, se agarró a los lados de la abertura e impulsó su cuerpo hacia el interior de la cabaña.
Aunque esperaba oposición, no encontró ninguna, ni en el interior apenas iluminado pudo al principio distinguir ninguna presencia, pero cuando sus ojos se acostumbraron a la semioscuridad, descubrió un fardo de hojas y hierbas contra la pared opuesta de la estructura. Se acercó y lo desgarró, y apareció la forma acurrucada de una mujer aterrorizada. La cogió por un hombro y la ayudó a sentarse.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Tarzán—. ¿Dónde están los aldeanos? ¿Dónde está mi compañera?
—¡No me mates! ¡No me mates! —gritó ella—. No fui yo. No fue culpa mía.
—No tengo intención de matarte —replicó Tarzán—. Cuéntame la verdad y estarás a salvo.
—Los bolgani se los han llevado —explicó la mujer—. Vinieron cuando se ponía el sol el día en que tú llegaste. Estaban furiosos porque encontraron el cuerpo de su compañero ante la puerta del Palacio de Diamantes. Sabían que había venido a nuestra aldea y nadie le había visto vivo desde que partió de palacio. Vinieron y amenazaron y torturaron a los nuestros, hasta que por fin los guerreros se lo contaron todo. Yo me escondí. No sé por qué no me encontraron, pero al fin se marcharon, llevándose a todos los demás con ellos; también se llevaron a tu compañera. Nunca regresarán.
—¿Crees que los bolgani les matarán? —preguntó Tarzán.
—Sí —respondió—, matan a todos quienes no les complacen.
Solo ahora, y aliviado de la responsabilidad de La, Tarzán podría fácilmente avanzar de noche por el valle de Opar y protegerse detrás de la barrera natural, pero quizás este pensamiento en ningún momento entró en su cabeza. La gratitud y la lealtad eran características notables del hombre-mono. La lo había salvado del fanatismo y las intrigas de su pueblo; lo había salvado a costa de todo lo que le era más querido: poder y posición, paz y seguridad. Ella había puesto en peligro su vida por él y había abandonado su país. Que los bolgani se la hubieran llevado con la posible intención de matarla no era suficiente para el hombre-mono. Tenía que saber si estaba viva o muerta y si vivía, debía dedicar todas sus energías a conseguir su liberación y su posterior huida de los peligros de aquel valle.
Tarzán pasó el día explorando el exterior de palacio, intentando entrar sin ser descubierto, pero resultó imposible pues en todo momento había algún gomangani o bolgani en el jardín. Sin embargo, al oscurecer la gran puerta oriental se cerró y los residentes de las chozas y de palacio se retiraron al interior sin dejar ni un solo centinela fuera, hecho que indicaba claramente que los bolgani no tenían motivos para temer un ataque. La subyugación de los gomangani, entonces, al parecer era completa, y por eso el elevado muro que rodeaba su palacio, que era más que suficiente para protegerlos de las incursiones de los leones, sólo era el recuerdo de un día lejano en que un enemigo entonces poderoso, pero ahora desaparecido, amenazaba su paz y su seguridad.
Cuando por fin se hizo de noche, Tarzán se aproximó a la puerta, arrojó el lazo de su cuerda hecha de hierba por encima de uno de los leones tallados que coronaban los postes de la puerta, ascendió rápidamente el muro y desde allí se dejó caer con agilidad en el jardín. Para asegurarse una vía de escape rápida en caso de que encontrara a La, abrió las grandes puertas de par en par. A continuación se dirigió con cautela hacia la torre del lado este cubierta de hiedra que, tras un día de investigación, estaba seguro le ofrecía la manera más fácil de entrar en el palacio. El éxito de su plan dependía en gran parte de la edad y la fuerza de la hiedra que crecía casi hasta la cúspide de la torre y, para su inmenso alivio, el hombre-mono descubrió que fácilmente soportaría su peso.
Muy por encima del suelo, cerca de la cima de la torre, había visto desde los árboles que rodeaban el palacio una ventana abierta que, a diferencia de las demás, no tenía barrotes. Unas luces débiles brillaban en varias de las ventanas de la torre. Esquivando estas aberturas iluminadas, Tarzán ascendió deprisa, aunque con atención, hacia la ventana sin barrotes; cuando llegó a ella y elevó sus ojos con cautela por encima del alféizar, le complació ver que se abría a una cámara no iluminada, cuyo interior, sin embargo, estaba tan envuelto en la oscuridad, que no podía distinguir nada. Se arrastró con cuidado hasta el alféizar y entró sin hacer ruido en el aposento. Palpando en la oscuridad, recorrió con cautela el perímetro de la habitación, que según descubrió contenía un armazón de cama de diseño curioso, una mesa y un par de bancos.
En el armazón de cama había telas de material tejido, arrojadas sobre las pieles suavemente teñidas de antílopes y leopardos.
Enfrente de la ventana por la que había entrado había una puerta cerrada. La abrió lentamente y en silencio hasta que pudo ver un corredor circular apenas iluminado, en cuyo centro de un metro veinte de diámetro había un palo recto con cortos travesaños atados a él con intervalos de unos treinta centímetros y que desaparecía en una abertura similar practicada en el techo; evidentemente era la escalera primitiva que comunicaba los diferentes pisos de la torre. Tres columnas colocadas con la misma distancia entre sí en torno a la abertura circular ayudaban a soportar el techo. En el exterior, alrededor de este pasillo circular había otras puertas, similares a la abertura que daba al aposento en el que se encontraba.
Como no oía ningún ruido ni señales de nadie aparte de sí mismo, Tarzán abrió la puerta y salió al pasillo. Su olfato se vio asaltado por la misma fuerte fragancia de incienso que cuando se aproximó a palacio días antes por primera vez. En el interior de la torre, sin embargo, era mucho más fuerte y prácticamente anulaba todos los demás olores, lo que representaba un gran obstáculo para la búsqueda de La. En realidad, cuando vio las puertas de la torre se llenó de consternación ante la idea de la tarea casi imposible con que se enfrentaba. Registrar solo aquella gran torre, sin ayuda de su agudo sentido del olfato, parecía tarea imposible, si quería tomar las más mínimas precauciones para no ser descubierto.
La confianza del hombre-mono en sí mismo no era, en modo alguno, torpe egotismo. Conocía sus limitaciones y sabía que tendría pocas o ninguna oportunidad contra unos bolgani en caso de que lo descubrieran dentro de palacio, donde a ellos todo les era familiar y a él, desconocido. Detrás de él estaba la ventana abierta, y la jungla envuelta en el silencio de la noche y la libertad. Enfrente, el peligro, el fracaso predestinado y, muy probablemente, la muerte. ¿Qué elegiría? Por unos instantes permaneció en silencio, pensativo, y luego levantó la cabeza, irguió los hombros, sacudió sus negros rizos en gesto desafiante y avanzó con osadía hacia la puerta más cercana. Escrutó una habitación tras otra hasta que completó el círculo del rellano, pero respecto a La y a cualquier pista, su investigación fue infructuosa. Encontró muebles, alfombras, tapices, ornamentos de oro y diamantes y, en una cámara apenas iluminada, tropezó con un bolgani que dormía, pero los movimientos del hombre-mono eran tan silenciosos que el dormilón permaneció imperturbable, aunque Tarzán pasó alrededor de su cama, que estaba situada en el centro de la cámara, y escudriñó una alcoba tapada con una cortina que había detrás.
Tras completar el registro de aquel piso, Tarzán decidió subir primero y después, al volver, investigar los pisos inferiores. Por lo tanto, ascendió la extraña escalera. Pasó por tres rellanos antes de llegar al último piso. En cada piso las puertas permanecían cerradas; iluminaban los rellanos unos fanales que ardían débilmente: recipientes dorados, poco profundos que contenían lo que parecía sebo, en el que flotaba una mecha como estopa.
En el rellano superior no había más que tres puertas, todas ellas cerradas. El techo lo constituía la cúpula de la torre, en cuyo centro había otra abertura circular, a través de la cual la escalera se adentraba en la oscuridad de la noche.
Cuando Tarzán abrió la puerta que tenía más cerca, los goznes chirriaron y produjeron el primer sonido audible resultado de sus investigaciones hasta el momento. El interior del aposento no estaba iluminado, y mientras Tarzán permanecía en el umbral durante unos segundos quieto como una estatua, de pronto captó movimiento —un levísimo sonido— detrás. Se giró en redondo y vio la figura de un hombre en el umbral de la puerta de enfrente.
LOS LINGOTES DE ORO
E
STEBAN Miranda interpretaba el papel de Tarzán de los Monos ante los waziri durante apenas un día cuando empezó a darse cuenta de que, incluso con el lapso de memoria que su supuestamente dañado cerebro le provocaba, iba a ser muy difícil proseguir con el engaño indefinidamente. En primer lugar, Usula no parecía para nada complacido ante la idea de limitarse a arrebatar el oro a los intrusos y luego huir de ellos. Tampoco sus guerreros se mostraban muy entusiasmados con el plan. En realidad, no concebían que unos golpes en la cabeza pudieran convertir a su Tarzán de los Monos en un cobarde, y huir de los negros de la costa oeste y de un puñado de blancos inexpertos daba la impresión de ser un acto de cobardía.