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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán y el león de oro (17 page)

BOOK: Tarzán y el león de oro
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Por todo ello el español decidió que se estaba preparando para sí mismo algo que no era un lecho de rosas, y que cuanto antes abandonara la compañía de los waziri, mayor sería su esperanza de vida.

Cruzaban una jungla bastante abierta, la maleza no era particularmente densa y los árboles estaban bastante dispersos, cuando de pronto, sin previo aviso, les atacó un rinoceronte. Ante la consternación de los waziri, Tarzán de los Monos se volvió y huyó en busca del árbol más próximo en el instante en que sus ojos se posaron en Buto. En su prisa Esteban tropezó y cayó, y cuando por fin llegó al árbol, en lugar de saltar con agilidad a las ramas inferiores intentó trepar por el grueso tronco como un niño, aunque lo único que hizo fue resbalar y caer de nuevo al suelo.

Entretanto Buto, que atacaba atraído por el olor o por el ruido, más que por la vista, que es bastante limitada, se había desviado de su dirección original para ir tras un waziri y, después de fallar en su intento de alcanzar al tipo, había desaparecido detrás de los arbustos.

Cuando Esteban al fin se recuperó y descubrió que el rinoceronte se había ido, se vio rodeado por un semicírculo de fornidos negros, cuyos rostros mostraban expresiones de piedad y tristeza, mezcladas, en algunos casos, con un leve desprecio. El español vio que su terror había causado una herida prácticamente irreparable, aunque se agarró desesperado a la única excusa que se le ocurrió.

—Mi pobre cabeza… —exclamó, apretando ambas manos a sus sienes.

—El golpe fue en tu cabeza,
bwana
—dijo Usula—, y tus leales waziri creían que el corazón de su amo no conocía el miedo.

Esteban no respondió, y ellos reanudaron la marcha en silencio, y así continuaron hasta que llegaron antes del anochecer al campamento en la orilla del río, justo encima de una cascada. Durante la tarde Esteban había ideado un plan para escapar de su dilema y, en cuanto hubieron acampado, ordenó a sus waziri que enterraran el tesoro.

—Lo dejaremos aquí —dijo— y mañana partiremos en busca de los ladrones, pues he decidido castigarles. Hay que enseñarles que no pueden entrar en la jungla de Tarzán con impunidad. La herida que recibí en la cabeza fue lo único que me impidió matarles cuando descubrí su perfidia.

Esta actitud gustó más a los waziri. Empezaron a ver un rayo de esperanza. Una vez más Tarzán de los Monos era Tarzán. Y así pues, con el corazón más alegre y más animados, partieron a la mañana siguiente en busca del campamento de los ingleses, y gracias a una astuta conjetura por parte de Usula, tomaron un atajo para interceptar la probable marcha de los europeos, con tanta fortuna que tropezaron con ellos, justo cuando acampaban aquella noche. Mucho antes de llegar hasta ellos, olieron el humo de sus fogatas y oyeron las canciones y la charla de los porteadores de la costa oeste.

Entonces Esteban reunió a los waziri a su alrededor.

—Hijos míos —dijo, dirigiéndose a Usula en inglés—, estos extranjeros han venido aquí para engañar a Tarzán. A Tarzán, pues, le corresponde vengarse. Id, pues, y dejad que castigue yo solo a mis enemigos y a mi manera. Volved a casa, dejad el oro donde está, pues tardaré mucho en necesitarlo.

Los waziri se quedaron decepcionados, pues este nuevo plan no coincidía en absoluto con sus deseos, que consistían en contemplar una alegre matanza de negros de la costa oeste. Pero el hombre que estaba ante ellos era Tarzán, su gran
bwana
, a quien nunca habían dejado de obedecer. Permanecieron callados unos instantes, después de la declaración de intenciones de Esteban, rebulléndose inquietos, y por fin empezaron a hablar entre sí en waziri. Qué decían, el español no lo sabía, pero era evidente que estaban incitando a Usula a hacer algo, hasta que éste se volvió a él.

—Oh,
bwana
—exclamó el negro—. Cómo podemos volver a casa junto a lady Jane y decirle que te hemos dejado herido y solo frente a los rifles de los hombres blancos y de sus soldados negros. No nos lo pidas,
bwana
. Si fueras tú mismo no temeríamos por tu seguridad, pero desde que te heriste la cabeza no eres el mismo, y tememos dejarte solo en la jungla. Permite a tus leales waziri castigar a esta gente, después de lo cual regresaremos sanos y salvos a casa, donde puedes curarte de los males que te afligen.

El español se rió.

—Estoy completamente recuperado —dijo—, y no me hallo en más peligro solo que con vosotros —lo cual sabía, mejor que ellos, que era una leve afirmación de la realidad—. Obedeceréis mis deseos —prosiguió con seriedad—. Regresad enseguida por donde hemos venido. Después de recorrer al menos tres kilómetros, acampad durante esta noche, y por la mañana partid hacia casa. No hagáis ruido, no quiero que sepan que estoy aquí. No os preocupéis por mí. Estoy bien, y probablemente os alcanzaré antes de que lleguéis a casa. ¡Id!

Con tristeza, los waziri se dirigieron hacia el sendero que acababan de recorrer y unos instantes después el último desapareció de la vista del español.

Con un suspiro de alivio, Esteban Miranda se volvió hacia el campamento de los suyos. Temiendo que sorprenderles invitara a una andanada de disparos de los soldados negros, silbó y luego gritó con fuerza mientras se acercaba.

—¡Es Tarzán! —gritó el primero de los negros que le vio—. Ahora sí que moriremos todos.

Esteban vio la creciente excitación entre los porteadores y soldados negros; vio que estos últimos cogían los rifles y que toqueteaban el gatillo con nerviosismo.

—Soy yo, Esteban Miranda —gritó él—. ¡Flora! Flora, di a estos necios que aparten los rifles.

También los blancos le observaban y, al oír su voz, Flora se volvió a los negros.

—Está bien —dijo—, no es Tarzán. Bajad los rifles.

Esteban entró en el campamento, sonriente.

—Ya estoy aquí —dijo.

—Creíamos que habías muerto —dijo Kraski—. Algunos de estos tipos dijeron que Tarzán había dicho que te había matado.

—Me capturó —explicó Esteban—, pero como veis no me mató. Creí que lo haría, pero no lo hizo y, finalmente, me soltó en la jungla. Quizá pensó que no sobreviviría y que conseguiría su objetivo con la misma seguridad sin mancharse la manos con mi sangre.

—Debió de reconocerte —dijo Peebles—. Morirías igualmente, si te dejaba solo en la jungla; probablemente de hambre.

Esteban no encontró palabras para responder a esto; se volvió a Flora.

—¿No te alegras de verme, Flora? —preguntó.

La muchacha se encogió de hombros.

—¿Qué importa? dijo. —Nuestra expedición es un fracaso. Algunos creen que en gran medida la culpa es tuya—. Señaló con la cabeza en dirección a los otros blancos.

El español frunció el entrecejo. Ninguno de ellos se mostraba muy satisfecho de verle. No le importaban los otros, pero esperaba que Flora demostrara un poco de entusiasmo por su regreso. Si supiera lo que tenía previsto, tal vez se habría alegrado más de verle y habría demostrado cierto afecto, pero no lo sabía. No sabía que Esteban Miranda había escondido los lingotes de oro en un lugar del que él podría otro día recogerlos. Quería persuadirla para que abandonara a los demás y, más adelante, volver ellos dos para recuperar el tesoro; pero Esteban estaba ofendido —ninguno de ellos habría dado un penique para evitarlo— y esperaría a que abandonaran de África para recuperar el botín él solo. El único inconveniente era que los waziri conocían el lugar donde se encontraba el tesoro y que, tarde o temprano, volverían con Tarzán y se lo quedarían. Debía reforzar este punto débil en sus cálculos, y para reforzarlo necesitaba ayuda, lo cual significaría compartir su secreto con otro pero ¿con quién?

Ajeno aparentemente a las miradas hoscas de sus compañeros, ocupó su lugar entre ellos. Era evidente que estaban lejos de alegrarse de verle, pero por qué, no lo sabía, pues desconocía el plan que Kraski y Owaza habían urdido para robar el botín de los ladrones de marfil, y que su principal objeción a la presencia de Esteban era el temor a verse obligados a compartir el botín con él. Fue Kraski el que primero expresó el pensamiento que rondaba en la mente de todos salvo de Esteban.

—Miranda —dijo—, hay consenso en la opinión de que tú y Bluber sois en gran medida responsables del fracaso de nuestra aventura. No es que os echemos la culpa. Sólo lo menciono como realidad. Pero mientras has estado fuera hemos ideado un plan para llevarnos algo de África que nos compense por la pérdida del oro. Hemos estudiado el asunto a fondo y hemos realizado planes. No es necesario que tú los lleves a cabo. No ponemos objeciones a que nos acompañes si quieres hacerlo, para tener compañía, pero queremos que quede claro desde el principio que no vas a compartir nada de lo que saquemos de esto.

El español sonrió e hizo un gesto para indicar que no le importaba.

—Está bien —dijo—, no pediré nada. No deseo quitaros nada.

Y sonrió para sus adentros al pensar en el más de un cuarto de millón de libras en oro que algún día se llevaría de África para él solo.

Al ver esta inesperada actitud de aquiescencia en Esteban, los otros se sintieron muy aliviados, e inmediatamente el ambiente tenso desapareció.

—Eres un buen tipo, Esteban dijo Peebles. —Siempre he pensado que actuarías como es correcto, y quiero expresarte mi alegría de verte de nuevo aquí, sano y salvo. Me sentí fatal cuando me enteré de que habías muerto.

—Sí —dijo Bluber—, John se sentía tan mal que cada noche
llorrraba
, ¿
verrrdad
, John?

—No intentes empezar nada, Bluber —gruñó Peebles, mirando con furia al hombre gordo.

—No iba a
empezarrr
nada —replicó Adolph, viendo el enojo del fornido inglés—;
clarrro
que todos lamentábamos que Esteban
hubierrra muerrrto
y todos nos
alegrrramos
de que haya
regrrresado
.

—Y de que no quiera parte del botín —añadió Throck.

—No os preocupéis dijo Esteban. —Si vuelvo a Londres ya estaré contento; he tenido suficiente de África para el resto de mi vida.

Antes de dormirse aquella noche, el español pasó una o dos horas despierto para desarrollar un plan con el que asegurarse el oro sólo para él, sin temor a que, más adelante, se lo quitaran los waziri. Sabía que le resultaría fácil encontrar el lugar donde lo había enterrado y llevárselo a otro sitio cerca, siempre que pudiera volver de inmediato por el camino seguido por Usula aquel día, y pudiera hacerlo solo, para asegurarse de que nadie más conociera el nuevo escondrijo del oro, pero estaba igualmente seguro de que él solo jamás podría volver desde la costa y encontrar dónde lo había escondido. Esto significaba que debía compartir su secreto con otra persona, alguien familiarizado con la región y que pudiera encontrar el lugar en cualquier momento y desde cualquier dirección. Pero ¿en quién podría confiar? Repasó con atención a todo el personal de su safari, y sólo se le ocurría un individuo: Owaza. No confiaba en la integridad de aquel astuto bribón, pero no había nadie más que se ajustara a su propósito, y al final llegó a la conclusión de que debía compartir su secreto con el negro y, para su protección, depender de la avaricia y no del honor. Podría compensar bien al tipo, hacerlo más rico de lo que jamás había soñado, y esto el español podía hacerlo en vista de la enorme fortuna que estaba en juego. Y así pues se quedó dormido, soñando qué podría conseguir con oro por valor de un millón de libras esterlinas en las alegres capitales del mundo.

A la mañana siguiente, mientras desayunaban, Esteban mencionó con aire indiferente que el día anterior había pasado junto a un gran rebaño de antílopes no lejos del campamento y sugirió que se llevaría cuatro o cinco hombres para cazar un poco, y que se reunirían con el resto del grupo en el campamento por la noche. Nadie puso ninguna objeción, posiblemente porque supusieron que cuanto más cazara y más lejos estuviera del safari, más probabilidades tenía de morir, algo que ninguno de ellos habría lamentado, ya que en el fondo nadie confiaba en él.

—Me llevaré a Owaza —dijo—. Es el cazador más listo de todos ellos, y cinco o seis hombres que él elija.

Pero más tarde, cuando abordó a Owaza, el negro puso objeciones a la caza.

—Tenemos carne suficiente para dos días —dijo—. Avancemos lo más deprisa que podamos, alejémonos de la región de los waziri y Tarzán. Podemos encontrar mucha caza en cualquier parte antes de llegar a la costa. Caminemos dos días, y entonces cazaré para ti.

—Oye —le susurró Esteban—. Quiero cazar algo más que el antílope. No puedo explicártelo aquí, en el campamento, pero lo haré cuando hayamos dejado a los demás. Te pagaré mejor por venir hoy conmigo que todo el marfil que puedas esperar recibir de los ladrones.

Owaza le escuchó atentamente y se rascó la cabeza.

—Es un buen día para cazar,
bwana
—dijo—. Iré contigo y me llevaré a cinco chicos.

Cuando Owaza hubo planificado la marcha para el grupo principal y los preparativos para la acampada nocturna, y cuando ya sabían cómo reencontrarse los dos grupos, el grupo de caza partió por el sendero que Usula había seguido desde el tesoro escondido el día anterior. No muy lejos Owaza descubrió el rastro reciente de los waziri.

—Por aquí pasaron muchos hombres ayer —dijo a Esteban, mirando al español con perplejidad.

—No vi nada —respondió éste.

—Llegaron casi hasta nuestro campamento, dieron media vuelta y se marcharon —añadió Owaza—. Oye,
bwana
, llevo un rifle y tú marcharás delante de mí. Si estas huellas las hicieron tus hombres, y me llevas a una emboscada, serás el primero en morir.

—Escucha, Owaza dijo Esteban, —estamos lo bastante lejos del campamento y puedo contártelo. Estas huellas las hicieron los waziri de Tarzán de los Monos, que enterraron el oro para mí a un día de marcha de aquí. Los envié a casa y deseo que tú vayas conmigo para llevar el oro a otro escondrijo. Cuando los demás hayan obtenido su marfil y regresen a Inglaterra, tú y yo volveremos aquí y cogeremos el oro, y entonces de verdad serás recompensado.

—¿Quién eres? —preguntó Owaza—. A menudo he dudado que seas Tarzán de los Monos. El día en que salimos del campamento frente a Opar, uno de mis hombres me dijo que tu propia gente te había envenenado y abandonado en el campamento. Dijo que lo vio con sus propios ojos; yacías detrás de unos arbustos y, sin embargo, aquel día estuviste en marcha con nosotros. Creí que me había mentido, pero vi la consternación en su rostro cuando te vio, y por eso me he preguntado a menudo si había dos Tarzán de los Monos.

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