Tarzán, que destacaba entre todos, dirigió la mirada a la gran bestia y, con gran alegría, alzó la voz por encima de los gruñidos de los bolgani.
—Jad-bal-ja
—gritó, y señalando hacia los bolgani añadió—: ¡Mata! ¡Mata!
Apenas el hombre-mono pronunció estas palabras cuando el enorme monstruo, la encarnación de un verdadero diablo, saltó sobre los peludos hombres gorila. Y, simultáneamente, concibió un osado plan de salvación para él y los que confiaban en él.
—Rápido —gritó a los gomangani—, abalanzaos sobre los bolgani. Aquí está por fin el auténtico Numa, Rey de las Bestias y soberano de toda la creación. Mata a sus enemigos pero protegerá a Tarzán de los Monos y a los gomangani, que son sus amigos.
Al ver que sus odiados amos se retiraban ante los terribles ataques del león, los gomangani se abalanzaron con hachas de guerra y porras, mientras Tarzán, dejando de lado su lanza, ocupaba su lugar entre ellos blandiendo el cuchillo y, manteniéndose cerca de Jad-bal-ja, dirigía al león de una víctima a otra, para que no se lanzara por error sobre los gomangani o el anciano blanco, o incluso sobre la propia La. Veinte bolgani yacían muertos en el suelo antes de que el resto lograra escapar de la cámara, y entonces Tarzán se volvió a Jad-bal-ja y le llamó.
—¡Id por el cuerpo del falso Numa! —gritó a los gomangani—. ¡Retiradlo del estrado! ¡Sacadlo de la habitación, pues el verdadero emperador ha venido para reclamar su trono!
El anciano y La miraban a Tarzán y al león con asombro.
—¿Quién eres —preguntó el primero— que puedes obrar milagros con una bestia salvaje de la jungla? ¿Quién eres y qué intentas hacer?
—Espera y verás —dijo Tarzán con una sonrisa—. Creo que todos estaremos a salvo y los gomangani podrán vivir confortablemente a partir de ahora.
Cuando los negros hubieron retirado el cadáver del león y lo tiraron por una de las ventanas de la cámara, Tarzán envió a Jad-bal-ja a sentarse en el lugar que antes ocupara el león, Numa, en el estrado.
—Ahí —dijo volviéndose a los gomangani— tenéis al verdadero emperador, que no tiene que estar encadenado a su trono. Tres de vosotros iréis a las chozas de vuestra gente, detrás de palacio, y los convocaréis a la sala del trono para que también ellos presencien lo ocurrido. Daos prisa, para que haya muchos guerreros aquí antes de que los bolgani regresen con refuerzos.
Llevados a una excitación tal que casi catapultó su confusa mente hasta algo parecido a la inteligencia, tres de los gomangani se apresuraron a cumplir lo que Tarzán ordenaba, mientras los otros miraban a Tarzán con una expresión de temor reverente que sólo podía generar la visión de una deidad. La se acercó entonces a Tarzán y se quedó a su lado, mirándole con ojos que reflejaban una adoración tan profunda como la que mostraban los negros.
—No te he dado las gracias, Tarzán de los Monos dijo —por todo lo que te has arriesgado y has hecho por mí. Sé que has venido a rescatarme, y ahora sé que no era amor lo que te impulsó a este acto heroico y desesperado. Que hayas tenido éxito hasta ahora es poco menos que un milagro, pero yo, en las leyendas que narran las hazañas de los bolgani, sé que no hay esperanza alguna de escapatoria, y por esto te ruego que te marches enseguida y huyas solo, si es posible, pues solamente sin nosotros tienes alguna posibilidad de escapar.
—No estoy de acuerdo contigo en que no tengamos posibilidades de escapar, La —replicó el hombre-mono—. No sólo creo que tenemos todas las condiciones para asegurarnos la huida, sino que podemos garantizar también a estos pobres gomangani la libertad de la esclavitud y de la tiranía de los bolgani. Pero eso no es todo. Con esto no me quedaré satisfecho. No sólo hay que castigar a este pueblo que se muestra tan poco hospitalario hacia los extranjeros, sino también a tus sacerdotes desleales. En cuanto a éstos, tengo intención de avanzar hacia el Valle del Palacio de Diamantes y asaltar la ciudad de Opar con una fuerza de gomangani suficiente para obligar a Cadj a que abandone el poder que usurpó y devolverte el trono de Opar. Nada que no sea todo esto me satisfará, y haré lo imposible antes de marcharme para conseguirlo.
—Eres un hombre valiente —dijo el anciano— y has logrado lo que parecía imposible, pero La tiene razón, no conoces la ferocidad y los recursos de los bolgani, ni el poder que tienen sobre los gomangani. Si pudieras despertar en la estúpida mente de los negros el íncubo del miedo que duerme tan pesadamente en ellos, tal vez podrías conseguir un número suficiente para huir del valle, pero me temo que esto está fuera incluso de tu alcance. Por lo tanto, nuestra única esperanza es escapar de palacio mientras están momentáneamente desorganizados y confiar en que la celeridad y la suerte nos permitan traspasar los límites del valle antes de que nos atrapen.
—Mirad —exclamó La, levantando un dedo—, ya es demasiado tarde; ya vuelven.
Tarzán miró en la dirección en que ella señalaba y vio por una puerta abierta en el fondo de la cámara a gran número de hombres gorila que se aproximaban. Su mirada se posó rápidamente en las ventanas de la estancia.
—¡Esperad! exclamó, ¡Hay otro factor en la ecuación!
Los otros miraron hacia las ventanas que se abrían a la terraza y vieron lo que parecía una multitud de varios centenares de negros que corrían a gran velocidad hacia ellas. Los negros, que estaban en el estrado, gritaron excitados:
—¡Vienen! ¡Vienen! Seremos libres y los bolgani nunca más podrán hacernos trabajar hasta caer agotados, ni pegarnos o torturarnos, o darnos como alimento a Numa.
Cuando los primeros bolgani alcanzaron el umbral de la puerta de la cámara, los gomangani empezaron a entrar en tropel por las diferentes ventanas de la pared opuesta. Los conducían los tres que habían ido a buscarles, y habían entregado su mensaje con tanta eficacia que los negros parecían gente nueva, tanto les había transfigurado la idea de la inmediata libertad. Al verles, el cabecilla de los bolgani les gritó que capturaran a los intrusos que ocupaban el estrado, pero su respuesta fue arrojarles una lanza que le dio de pleno, y cuando cayó muerto, empezó la batalla.
Los bolgani de palacio sobrepasaban en gran número a los negros, pero éstos tenían la ventaja de defender el interior de la sala del trono en cantidad suficiente para impedir la entrada de muchos bolgani al mismo tiempo. Tarzán reconoció de inmediato el temperamento de los negros, llamó a
Jadbal ja
para que le siguiera y, tras descender del estrado, tomó el mando de los gomangani. En cada abertura apostó a varios hombres para protegerla, y en el centro de la sala mantuvo al resto en reserva. Entonces llamó a consulta al anciano.
—La puerta del este está abierta —dijo—. La he dejado así cuando he venido. ¿Sería posible que veinte o treinta negros llegaran allí sanos y salvos, se internaran en la selva, llevaran a la aldea el mensaje de lo que está ocurriendo en palacio, y les persuadieran de que envíen a todos sus guerreros enseguida para completar la tarea de la emancipación que hemos iniciado?
—Es un plan excelente —respondió el anciano—. Los bolgani no están en esa parte del palacio, y si es posible llevarlo a cabo ahora es el momento. Escogeré a tus hombres. Deben ser hombres con dotes de mando, cuyas palabras tengan peso entre los aldeanos fuera de los muros de palacio.
—¡Bien! —exclamó Tarzán—. Selecciónalos enseguida; diles lo que queremos y explícales la necesidad de que se den prisa.
Uno a uno el anciano eligió a treinta guerreros, cuyo deber explicó con atención a cada uno. Estuvieron encantados con el plan y aseguraron a Tarzán que en menos de una hora llegaría el primer refuerzo.
—Cuando salgáis del recinto —dijo el hombre-mono—, destruid la cerradura si podéis, para que los bolgani no puedan volver a cerrarla e impidan el paso a nuestros refuerzos.
Los blancos hicieron señas de haber comprendido, y unos instantes después salieron de la habitación por una de las ventanas y desaparecieron en la oscuridad de la noche.
Poco después, los bolgani efectuaron un decidido ataque a los gomangani que custodiaban la entrada principal de la sala del trono, con el resultado de que una veintena o más de hombres gorila lograron abrirse paso hasta la habitación. Ante este primer contratiempo, los negros dieron muestras de vacilación, el miedo a los bolgani que era innato en ellos afloraba en su actitud indecisa y aparente resistencia a forzar un contraataque. Tarzán dio un salto hacia adelante para ayudar a frenar la irrupción de los bolgani en la sala del trono y llamó a Jad-bal-ja, y cuando el gran león saltó desde el estrado, el hombre-mono, señalando al bolgani que estaba más cerca, le ordenó:
—¡Mata! ¡Mata!
Jad-bal-ja se arrojó directamente a la garganta del que se hallaba más cerca. Las grandes fauces se cerraron en el rostro confuso del asustado hombre gorila una sola vez, y después, a la orden de su amo, el león de oro dejó caer el cuerpo tras sacudirlo una vez y saltó sobre otro. Así murieron tres en rápida sucesión, cuando el resto de los bolgani se volvieron para huir de aquella cámara de los horrores; pero los gomangani, recuperada la confianza por la facilidad con la que aquel fiero aliado provocaba la muerte y el terror a los tiranos, se interpusieron ellos mismos entre los bolgani y la puerta, impidiéndoles la retirada.
—¡Retenedlos! ¡Retenedlos! —gritó Tarzán—. ¡No los matéis! —Y luego se dirigió a los bolgani—: ¡Rendíos y no os haremos ningún daño!
Jad-bal-ja se mantenía junto a su amo, mirando furibundo y gruñendo a los bolgani; de vez en cuando, echaba una mirada suplicante al hombre-mono que indicaba, más claramente que con palabras: «Déjame ir con ellos».
Sólo sobrevivieron quince de los bolgani que habían entrado en la habitación. Por unos instantes vacilaron, y luego uno de ellos arrojó sus armas al suelo. Al instante los otros le siguieron.
Tarzán se volvió hacia Jad-bal-ja.
—¡Atrás! dijo, señalando hacia el estrado, y cuando el león retrocedió y se alejó hacia la plataforma, Tarzán se volvió de nuevo a los bolgani: —Dejad ir a uno de los vuestros para que anuncie a los demás que exijo su rendición inmediata.
Los bolgani cuchichearon entre sí durante unos instantes y por fin uno de ellos declaró que él iría a ver a los demás. Cuando abandonó la habitación, el anciano se acercó a Tarzán.
—Jamás se rendirán —advirtió—. Ten cuidado con la traición.
—No hay problema —dijo Tarzán—. Cuento con ello, pero estoy ganando tiempo, que es lo que más necesitamos. Si hubiera un lugar cerca de aquí donde pudiera confinar a estos otros, me sentiría mejor, pues esto reduciría el número de oponentes.
—Ahí hay una habitación —dijo el anciano, señalando una de las puertas de la sala del trono— donde puedes encerrarlos; hay muchas más como ésta en la Torre de los Emperadores.
—Bien —dijo Tarzán, e instantes después, siguiendo sus instrucciones, los bolgani se hallaron a salvo encerrados en una habitación contigua a la sala del trono. Desde los corredores se oía discutir al cuerpo principal de los hombres gorila. Era evidente que debatían el mensaje de Tarzán. Transcurrieron quince minutos y después treinta, y los bolgani no decían nada ni reanudaban las hostilidades, y entonces llegó a la entrada principal de la sala del trono el tipo al que Tarzán envió con el mensaje de rendición.
—Bien —dijo el hombre-mono—, ¿cuál es la respuesta?
—No se rendirán —respondió el bolgani—, pero te permitirán abandonar el valle si liberas a los prisioneros y no dañas a nadie.
El hombre-mono hizo gestos de negación con la cabeza.
—No puede ser —replicó—. Tengo poder para aplastar a los bolgani del Valle de los Diamantes. Mirad —y señaló a Jad-bal-ja—, aquí está el verdadero Numa. La criatura que ocupaba el trono no era sino una bestia salvaje, pero éste es Numa, Rey de las Bestias, Emperador de Todas las Cosas Creadas. Miradle. ¿Tiene que estar encadenado con cadenas de oro como un prisionero o un esclavo? ¡No! En verdad es un emperador. Pero hay uno que aún es más grande que él, y soy yo, Tarzán de los Monos. Enojadme y sentiréis no sólo la ira de Numa sino también la de Tarzán. Los gomangani son mi gente, los bolgani serán mis esclavos. Ve a contárselo a tus compañeros, y diles que si quieren vivir, será mejor que vengan pronto a suplicar clemencia. ¡Ve!
Cuando el mensajero partió de nuevo, Tarzán miró al anciano, que le observaba con una expresión que denotaba temor y reverencia, de no ser por un ligero e insinuante destello en el rabillo de sus ojos. El hombre-mono exhaló un profundo suspiro de alivio.
—Esto al menos nos permitirá disponer de otra media hora —dijo.
—La necesitaremos, y más también —declaró el anciano—, aunque en verdad estoy sorprendido con todo lo que has logrado, pues al menos has sembrado la duda en la mente de los bolgani, quienes nunca hasta ahora habían tenido motivos para cuestionarse su poder.
Entonces de los corredores externos llegaron ruidos de discusión y la discusión dio paso a movimientos entre los bolgani. Una compañía, unos cincuenta hombres gorila, se apostó directamente fuera de la entrada principal de la sala del trono y allí permanecieron en silencio, con las armas preparadas, como si pretendieran repeler cualquier intento de huida de los que estaban en la sala. Detrás, el resto de hombres gorila se alejaban y desaparecían por puertas y corredores que daban al vestíbulo principal de palacio. Los gomangani, junto con La y el anciano, atendían con impaciencia la llegada de los refuerzos de negros, mientras Tarzán estaba reclinado en el borde del estrado, y rodeaba con un brazo el cuello de Jad-bal-ja.
—Están tramando algo —decía inquieto el anciano—. Debemos estar atentos para que no nos pillen por sorpresa. Si al menos los negros llegaran ahora, cuando en la puerta sólo hay cincuenta, nos sería fácil vencerles, y tendríamos, creo, alguna posibilidad de escapar de aquí.
—Tu larga permanencia —dijo Tarzán— te ha invadido del mismo miedo insensato que sienten los gomangani por los bolgani. Por tu actitud mental se diría que son una especie de superhombres; sólo son bestias, amigo mío, y si seguimos leales a nuestra causa, los venceremos.
—Puede que sean bestias —replicó el anciano—, pero son bestias con cerebro de hombre; su astucia y crueldad son diabólicas.
Siguió un largo silencio, roto únicamente por los susurros nerviosos de los gomangani, cuya moral era evidente que se estaba desintegrando bajo la tensión nerviosa de la obligada espera y al ver que sus compañeros de la selva no acudían enseguida en su ayuda. A esto se añadía el efecto desmoralizante de la especulación sobre lo que pudieran planear o estar haciendo ya los bolgani. El silencio mismo de los hombres gorila era más terrible que el propio ataque. La fue la primera entre los blancos en romper el silencio.