—No soy Tarzán de los Monos —dijo Esteban—. Fue a Tarzán al que los otros envenenaron en nuestro campamento. Pero sólo lo adormecieron, posiblemente con la esperanza de que le mataran los animales salvajes antes de que despertara. Si vive o no yo no lo sé, de modo que no debes temer nada de los waziri o de Tarzán, Owaza, pues deseo tanto o más que tú estar fuera de su alcance.
El negro hizo un gesto de asentimiento.
—Tal vez digas la verdad —dijo, pero siguió andando detrás con el rifle en la mano, a punto.
Avanzaron con cautela, por miedo a alcanzar a los waziri, pero poco después de pasar por el lugar donde los últimos habían acampado vieron que habían tomado otra ruta y que no había peligro de entrar en contacto con ellos.
Cuando llegaron aproximadamente a un kilómetro y medio del lugar donde estaba enterrado el oro, Esteban dijo a Owaza que dijera a sus muchachos que se quedaran allí mientras ellos dos se adelantaban para efectuar el traslado de los lingotes.
—Cuantos menos sepan esto —dijo al negro—, más a salvo estaremos todos.
—El
bwana
dice palabras sabias —coincidió el astuto negro.
Esteban encontró el lugar cerca de la cascada sin dificultad, e interrogando a Owaza descubrió que éste conocía perfectamente la ubicación y no le costaría ir allí de nuevo desde la costa. Trasladaron el oro a poca distancia y lo ocultaron en un espeso matorral cerca de la orilla del río, pues sabían que allí estaría tan a salvo de ser descubierto como si lo hubieran transportado a un centenar de kilómetros; las probabilidades de que los waziri o cualquier otro que se enterara del lugar y de que alguien se tomara la molestia de trasladarlo a unos cientos de metros eran extremadamente escasas.
Cuando terminaron Owaza miró hacia el sol.
—No llegaremos al campamento esta noche —dijo— y tendremos que viajar deprisa para alcanzarles incluso mañana.
—No esperaba hacerlo —replicó Esteban—, pero no podía decírselo. Si no los encontramos estaré satisfecho.
Owaza sonrió. En su astuta mente se había formado una idea. «¿Por qué arriesgarnos a morir en una batalla con los ladrones de marfil a cambio de unos cuantos colmillos, cuando todo este oro sólo espera ser transportado a la costa para ser nuestro?». Pensó.
UNA EXTRAÑA TORRE DE TEJADO PLANO
T
ARZÁN se volvió y descubrió al hombre que estaba de pie detrás de él, en el piso superior de la torre oriental cubierta de hiedra del Palacio de Diamantes. Desenfundó su cuchillo en cuanto los veloces dedos de Tarzán lo tocaron. Pero casi simultáneamente su mano cayó a un lado y el hombre-mono se quedó contemplándolo con una expresión de incredulidad en el rostro que no era sino reflejo de una emoción similar registrada en el semblante del extraño. Porque lo que Tarzán vio no era un bolgani ni un gomangani, sino un hombre blanco, calvo, viejo y arrugado, con una larga barba blanca, un hombre blanco, desnudo salvo por ornamentos bárbaros a base de lentejuelas doradas y diamantes.
—¡Dios mío! —exclamó la extraña aparición.
Tarzán le miró con aire burlón. Aquella única palabra, pronunciada en inglés, abría unas posibilidades tan tremendas para las conjeturas que el hombre-mono se quedó confuso.
—¿Quién eres? ¿Qué eres? —prosiguió el anciano, pero esta vez en el lenguaje de los grandes simios.
—Hace un momento has utilizado una palabra inglesa dijo Tarzán en inglés. —¿Hablas esa lengua?
—¡Ah, Dios mío! —exclamó el anciano—, ¡que haya vivido para volver a oír esa dulce lengua! —Y también él se expresó entonces en inglés, titubeante, como alguien no acostumbrado a utilizar ese idioma.
—¿Quién eres? —preguntó Tarzán—. ¿Y qué haces aquí?
—Es la misma pregunta que te he hecho a ti —respondió el anciano—. No tengas miedo de responderme. Es evidente que eres inglés y no tienes nada que temer de mí.
—Estoy buscando a una mujer que los bolgani capturaron —respondió Tarzán.
—Sí —dijo el otro, haciendo un gesto de asentimiento—. Lo sé. Está aquí.
—¿Está a salvo? —preguntó Tarzán.
—No le han hecho ningún daño. Estará a salvo hasta mañana o pasado mañana —respondió el anciano—. Pero ¿quién eres tú y cómo has podido llegar hasta aquí desde el mundo exterior?
—Soy Tarzán de los Monos —respondió el hombre-mono—. Vine a este valle buscando cómo salir del valle de Opar, donde la vida de mi compañera se halla en peligro. ¿Y tú?
—Soy anciano —respondió— y estoy aquí desde que era un muchacho. Era polizón en un barco que trajo a Stanley a África tras la creación de la estación de Stanley Pool, y me adentré en el interior con él. Salí del campamento para cazar, solo, un día. Me perdí y más tarde fui capturado por nativos poco amistosos. Me llevaron más hacia el interior de su región, de donde por fin escapé, pero tan completamente confundido y perdido que no tenía ni idea de qué dirección tomar para encontrar un camino que me llevara a la costa. Vagué durante meses hasta que por fin, un maldito día, encontré una entrada a este valle. No sé por qué no me mataron enseguida, pero la cuestión es que no lo hicieron, y más tarde descubrieron que mis conocimientos podían serles útiles. Desde entonces les he ayudado a extraer piedra, en la minería, y a tallar diamantes. Les he dado taladros de hierro con puntas endurecidas y taladros con punta de diamante. Ahora prácticamente soy uno de ellos, pero en mi corazón siempre ha existido la esperanza de que algún día podría escapar del valle; vana esperanza, no obstante, te lo aseguro.
—¿No hay forma de salir? —preguntó Tarzán.
—Hay un camino, pero siempre está vigilado.
—¿Dónde está? —interrogó Tarzán.
—Es la continuación de uno de los túneles mineros que atraviesa totalmente la montaña hasta el valle. Las minas fueron trabajadas por los aborígenes durante tiempo incalculable. Las montañas están llenas de galerías, pozos y túneles. Detrás del cuarzo con oro yace un enorme depósito de peridotita alterada, que contiene diamantes y para cuya búsqueda fue necesario, evidentemente, prolongar uno de los pozos del otro lado de la montaña, quizá para mejorar la ventilación. Este túnel y el camino que va a Opar son el único medio de entrar en el valle. Desde tiempo inmemorial custodian el túnel, más particularmente, supongo, para impedir que se escapen los esclavos que para desalentar las incursiones enemigas, ya que no creen que ello ocurra. El camino que va a Opar no está vigilado, porque ya no temen a los oparianos, y saben bien que ningún esclavo gomangani se atrevería a entrar en el valle de los adoradores del sol. Por la misma razón que los esclavos no pueden escapar, también nosotros debemos permanecer prisioneros aquí para siempre.
—¿Cómo está protegido el túnel? —preguntó Tarzán.
—Siempre hay apostados dos bolgani y una docena o más de guerreros gomangani —respondió el anciano.
—¿A los gomangani les gustaría escapar?
—Lo han intentado muchas veces en el pasado, según me han dicho —respondió el viejo—, aunque nunca desde que vivo aquí, y siempre los capturaron y torturaron. Y todos los de su raza fueron castigados a trabajar más duramente debido a estos intentos de unos cuantos.
—¿Son numerosos los gomangani?
—Probablemente haya unos cinco mil en el valle —respondió el anciano.
—¿Y cuántos bolgani? —preguntó el hombre-mono—. Entre diez y once mil.
—Cinco a uno —murmuró Tarzán— y, sin embargo, tienen miedo de intentar escapar.
—Pero has de recordar —dijo el anciano— que los bolgani son la raza dominante e inteligente; los otros intelectualmente están un poco por encima de las bestias de la jungla.
—Sin embargo, son hombres —le recordó Tarzán.
—Sólo en aspecto —replicó el viejo—. No pueden formar un grupo como los hombres. Todavía no han llegado al plano evolutivo de la comunidad. Es cierto que residen familias en una sola aldea, pero esa idea, junto con sus armas, se la dieron los bolgani para que los leones y panteras no los exterminaran por completo. Según me han contado, antiguamente, cada individuo gomangani, cuando era lo bastante mayor para cazar por sí solo, construía una choza aparte de los demás y emprendía una vida solitaria, sin que existiera en aquella época nada mínimamente parecido a la vida familiar. Entonces los bolgani les enseñaron a construir ciudades fortificadas con empalizadas y obligaron a los hombres y a las mujeres a permanecer en ellas y educar a sus hijos hasta la edad madura, tras lo cual se exigía a los hijos que permanecieran en la aldea, de modo que ahora algunas comunidades pueden afirmar que constan de hasta cuarenta o cincuenta personas. Sin embargo, el índice de mortalidad es elevado entre ellos, y no pueden multiplicarse tan rápidamente como quienes viven en condiciones normales de paz y seguridad. La brutalidad de los bolgani acaba con muchos; los carnívoros se cobran un precio considerable.
—Cinco a uno y siguen siendo esclavos; qué cobardes deben de ser —comentó el hombre-mono.
—Al contrario, no son nada cobardes —replicó el anciano—. Se enfrentan a un león con la mayor valentía. Pero durante muchos años han estado subyugados por los bolgani, y se ha convertido en una costumbre fija en ellos; igual que el temor de Dios es inherente a nosotros, el miedo a los bolgani es inherente a los gomangani desde que nacen.
—Es interesante —dijo Tarzán—. Pero dime dónde está la mujer a quien he venido a buscar.
—¿Es tu compañera? —preguntó el anciano.
—No —respondió Tarzán—. Dije a los gomangani que lo era para que la protegieran. Es La, reina de Opar, suma sacerdotisa del Dios Llameante.
El anciano le miró con incredulidad.
—¡Imposible! —exclamó—. No puede ser que la reina de Opar arriesgara su vida viniendo al hogar de sus enemigos tradicionales.
—Se vio obligada a hacerlo —replicó Tarzán—. Su vida estaba amenazada por parte de su pueblo porque se había negado a sacrificarme a su dios.
—Si los bolgani supieran esto, se pondrían muy contentos —declaró el hombre.
—Dime dónde está —pidió Tarzán—. Ella me protegió de los suyos y ahora me corresponde salvarla de cualquier destino que los bolgani tengan previsto para ella.
—No hay esperanzas —dijo el anciano—. Puedo decirte dónde está, pero no podrás rescatarla.
—Puedo intentarlo —respondió el hombre-mono—. Pero fracasarás y morirás.
—Si lo que me dices es verdad y no hay absolutamente ninguna posibilidad de escapar del valle, me da lo mismo morir —respondió el hombre-mono—. Sin embargo, no estoy de acuerdo contigo.
El anciano se encogió de hombros.
—Tú no conoces a los bolgani —sentenció.
—Dime dónde está la mujer —insistió Tarzán.
—Mira —respondió el anciano, indicando a Tarzán que le siguiera a su aposento; allí se acercó a una ventana que daba al oeste, señaló hacia una extraña torre plana que se elevaba por encima del tejado del edificio principal, cerca del extremo oriental del palacio—. Probablemente esté en algún lugar de aquella torre —dijo el anciano a Tarzán—, pero respecto a ti, es como si estuviera en el polo norte.
Tarzán permaneció callado unos instantes, explorando con la vista todos los detalles sobresalientes de la perspectiva que tenía delante. Vio la extraña torre de tejado plano, a la que le parecía que podía llegar desde el tejado del edificio principal. También vio las ramas de los viejos árboles que en algunos puntos coronaban el tejado, y salvo por la débil luz que brillaba en algunas ventanas del palacio, no advirtió señal de vida. De pronto, se volvió al anciano.
—No te conozco —dijo—, pero creo que puedo confiar en ti ya que, después de todo, los lazos de sangre son fuertes, y somos los únicos hombres de nuestra raza que hay en este valle. Podrías ganar algo si me traicionaras, pero no creo que lo hagas.
—No temas —dijo el anciano—, yo los odio. Si pudiera ayudarte lo haría, pero sé que cualquier plan que tengas en mente está condenado al fracaso: jamás rescatarás a la mujer, jamás saldrás del valle del Palacio de Diamantes, jamás saldrás del palacio mismo, a menos que los bolgani lo deseen.
El hombre-mono sonrió.
—Llevas aquí tanto tiempo —dijo— que estás empezando a adoptar la actitud mental que mantiene a los gomangani en esclavitud perpetua. Si quieres escapar, ven conmigo. Tal vez no lo logremos, pero al menos tendrás una oportunidad mejor si lo intentas que si te quedas eternamente en esta torre.
El anciano negó con la cabeza.
—No —dijo—, es inútil. Si hubiera sido posible escapar, ya hace mucho tiempo que me habría ido.
—Entonces, adiós —dijo Tarzán; salió por la ventana y descendió hacia el tejado inferior, agarrándose al fuerte tallo de la vieja hiedra.
El anciano lo observó unos instantes hasta que lo vio encaminarse con cuidado hacia la torre donde esperaba encontrar y liberar a La. Luego el viejo se volvió y se apresuró a bajar la escalera central de la torre.
Tarzán avanzó por el tejado irregular del edificio principal, trepando por los costados de sus elevaciones superiores y dejándose caer de nuevo a los niveles inferiores. Recorrió una considerable distancia entre la torre oriental y aquel tejado plano de peculiar diseño en el que La estaba supuestamente encarcelada. Su avance era lento, pues se movía con la cautela de una bestia de presa y se detenía a menudo en las densas sombras para escuchar.
Cuando por fin llegó a la torre, descubrió que tenía muchas aberturas que daban al tejado, aberturas sólo protegidas con gruesos tejidos de tapicería que había visto en la torre. Corrió uno de ellos y vio una gran cámara, sin mobiliario, de cuyo centro sobresalía, a través de una abertura circular, la parte superior de una escalera similar a la de la torre oriental. No había nadie a la vista en el interior de la cámara, y Tarzán la cruzó inmediatamente hasta la escalera. Atisbó con cautela en la abertura y vio que la escalera era muy larga, atravesaba muchos pisos. Hasta dónde iba no podía calcularlo, pero parecía probable que llegara hasta las cámaras subterráneas de palacio. A través del hueco de la escalera le llegaban voces y olores, pero éstos que daban sofocados por el fuerte incienso que invadía todo el palacio.
Aquel perfume causaría la perdición del hombre-mono pues, de lo contrario, su aguzado olfato habría detectado el olor de un gomangani que estuviera cerca. El tipo se encontraba detrás de las colgaduras de una abertura de la pared de la torre. Había visto cómo Tarzán entró en la cámara, y ahora le observaba mirar por el hueco de la escalera. Al principio los ojos del negro se habían abierto con terror ante aquella extraña aparición, antes nunca vista. Si la criatura hubiera tenido suficiente inteligencia para albergar supersticiones, habría creído que Tarzán era un dios que descendía de los cielos. Pero como era de un orden demasiado bajo para poseer imaginación de ninguna clase, simplemente sabía que era una extraña criatura, y estaba convencido de que todas las extrañas criaturas tenían que ser enemigos. Su deber era alertar a sus amos de aquella presencia en palacio, pero no se atrevió a moverse hasta que la aparición se hubo alejado y estar seguro de que el intruso no repararía en sus movimientos; no quería llamar la atención hacia sí, pues había descubierto que cuanto más invisible fuera en presencia de los bolgani, menos sufriría. Durante un buen rato el extraño miró por el hueco de la escalera, y durante un buen rato el gomangani permaneció quieto observándolo. Por fin el primero bajó la escalera y salió desapareció de la vista de su observador, quien de inmediato se puso en pie y se alejó corriendo por el tejado de palacio hacia una gran torre que se elevaba en su extremo occidental.