Kraski hizo un gesto de asentimiento. —Entiendo —dijo; se volvió y salió de la tienda.
No había dado más que un paso cuando la muchacha le dijo.
—No dejes que me vea. No permitas que adivine que estoy aquí o que me conoces.
El hombre asintió y se marchó. Al acercarse a las tensas figuras que permanecían en torno a la fogata, saludó a Tarzán con una agradable sonrisa y unas alegres palabras.
—Bienvenido —dijo—, siempre nos alegramos de ver a algún extraño en nuestro campamento. Siéntese. Dale un taburete al caballero, John —indicó a Peebles.
El hombre-mono examinó a Kraski como había examinado a los otros. No hubo ningún destello amistoso en sus ojos que respondiera al saludo del ruso.
—Intento averiguar qué hace vuestro grupo aquí —dijo con aspereza al ruso—, pero ellos insisten en que soy alguien que no soy. O son tontos o son unos bribones, y tengo intención de descubrirlo y tratarles como corresponda.
—Vamos, vamos —exclamó Kraski con voz tranquilizadora—. Debe de haber algún error, estoy seguro. Pero dígame, ¿quién es usted?
—Soy Tarzán de los Monos —respondió el hombre-mono—. Ningún cazador entra en esta parte de África sin mi permiso. Este hecho es tan conocido aquí que no es probable que hayáis pasado la costa sin que os lo advirtieran. Quiero una explicación, y enseguida.
—Ah, Tarzán de los Monos —exclamó Kraski—. Somos afortunados, en verdad, pues ahora seguro que podremos seguir nuestro camino y escapar de nuestro terrible dilema. Estamos perdidos, inextricablemente perdidos, debido a la ignorancia o a la pillería de nuestro guía, que nos abandonó varias semanas atrás. Claro que le conocíamos; ¿quién no conoce a Tarzán de los Monos? Pero no era nuestra intención cruzar los límites de su territorio. Vamos más al sur, en busca de ejemplares de la fauna de la región, que nuestro buen amigo y patrón, el señor Adolph Bluber, aquí presente, está recogiendo, con grandes costes, para presentarlos a un museo de la ciudad donde vive en América. Ahora estoy seguro de que usted podrá decirnos dónde estamos e indicarnos el rumbo que debemos tomar.
Peebles, Throck y Bluber estaban fascinados por las mentiras de Kraski, pero fue el alemán el que primero se puso a la altura de las circunstancias. Los cerebros de los ingleses eran demasiado lentos para comprender con rapidez la hábil farsa del ruso.
—Sí —dijo el empalagoso Bluber, frotándose las manos—, eso es, es lo que iba a
decirrr
yo.
Tarzán se volvió a él y preguntó con aspereza:
—Entonces, ¿a qué venía tanto llamarme Esteban? ¿Estos otros no se referían a mí con ese nombre?
Ah —exclamó Bluber—. Es una
brrromita
de John. Él desconoce
Áfrrrica
; nunca había estado aquí.
Crrreía
que quizás usted
errra
un nativo. John llama Esteban a todos los nativos, y
siemprrre
gasta
brrromas
con ellos, porque sabe que no entienden lo que dice. Eh, John, ¿no es
cierrrto
lo que digo? —Pero el astuto Bluber no esperó a que John respondiera—.
Verrrá
—prosiguió—, nos hemos
perrrdido
, y si nos saca usted de esta jungla, le
pagarrremos
lo que quiera; usted pone el
prrrecio
.
El hombre-mono casi le creyó; sin embargo, no estaba seguro de sus intenciones claramente amistosas. Quizá, después de todo, le estaban contando una media verdad y era cierto que se habían extraviado en aquel territorio sin darse cuenta. Sin embargo, esto lo sabría con seguridad hablando con los porteadores nativos, a los que sus waziri arrancarían la verdad. Pero aún le picaba la curiosidad por el asunto de que le hubieran confundido con Esteban; asimismo, deseaba conocer la identidad del asesino de Gobu, el gran simio.
—Siéntese, por favor —indicó Kraski—. Íbamos a tomar café y estaríamos encantados de que lo tomara con nosotros. No hemos venido con malas intenciones, y le aseguro que de buena gana le compensaremos como es debido, a usted o a quien, sin pretenderlo, hayamos ofendido.
Tomar café con aquellos hombres no le causaría ningún daño. Quizá les había ofendido, pero aun así una taza de café no le obligaría a nada. Flora tenía razón al decir que si Tarzán de los Monos tenía alguna debilidad era una taza de café a última hora de la noche. No aceptó el taburete de campo que le ofrecieron, sino que se sentó en cuclillas, a la manera de los simios, ante ellos; la vacilante luz de las hogueras jugueteaba sobre su bronceada piel y destacaba los músculos de elegante contorno de su fornido cuerpo. Los músculos de Tarzán no eran como los del herrero o del hombre fuerte profesional, sino más bien como los de Mercurio o Apolo: de proporciones simétricamente equilibradas que sólo sugerían la gran fuerza que había en ellos. Estaban entrenados para la velocidad y la agilidad así como para la fuerza, y de este modo, al vestir su gigantesca figura, le conferían la apariencia de un semidiós.
Throck, Peebles y Bluber permanecieron sentados y le observaban con hechizada fascinación, mientras Kraski se acercaba al fuego de la cocina para preparar el café. Los dos ingleses sólo eran medio conscientes de que habían confundido a este recién llegado con otra persona y, en realidad, Peebles aún se rascaba la cabeza y rezongaba para sí, dudando sobre la suposición de Kraski y la identidad de Tarzán. Bluber estaba interiormente aterrorizado. Su inteligencia, más aguda, había comprendido enseguida que Kraski reconoció al hombre por lo que era y no por lo que Peebles y Throck creían que era y, como Bluber no sabía nada del plan de Flora, estaba muerto de miedo y trataba de imaginar que Tarzán les hubiera descubierto en el umbral mismo de Opar. No se daba cuenta, como Flora, de que sus vidas se hallaban en peligro, que era Tarzán de los Monos, una bestia de la jungla, con quien tenían que enfrentarse y no con John Clayton, lord Greystoke, un aristócrata inglés. Bluber pensaba en las dos mil libras que estaban a punto de perder con este deplorable fin de su expedición, pues conocía lo suficiente la reputación del hombre-mono para saber que jamás les permitiría llevarse el oro que, muy probablemente, en aquellos momentos Esteban estaba robando de las cámaras de Opar. Bluber estaba casi al borde de las lágrimas cuando Kraski regresó con el café, lo que le dio ánimos.
Desde las oscuras sombras del interior de la tienda Flora Hawkes contemplaba nerviosa la escena que se desarrollaba ante ella. Le aterraba la posibilidad de que su antiguo patrón la descubriera, pues había sido doncella en la casa londinense de los Greystoke y también en el bungaló africano, y sabía que lord Greystoke la reconocería al instante si la viera. Allí en la jungla, él le hacía sentir un miedo posiblemente mayor de lo que el verdadero carácter de Tarzán justificara, pero no obstante era real para la muchacha, cuya consciencia conjuraba toda clase de posibles castigos por su deslealtad hacia quienes siempre la habían tratado con bondad y consideración.
Soñar constantemente con la fabulosa riqueza de las cámaras del tesoro de Opar, de las que conocía tantos detalles por las conversaciones que había oído a los Greystoke, había despertado en su mente astuta y sin escrúpulos un deseo de posesión y, como consecuencia de ello, poco a poco había ideado un plan por el que obtener una cantidad de lingotes de oro que le permitiera ser acaudalada e independiente toda la vida. El plan era suyo por completo. Al principio interesó a Kraski, quien a su vez contó con la cooperación de los dos ingleses y de Bluber, y ellos cuatro reunieron el dinero necesario para cubrir el coste de la expedición. Flora se había preocupado de buscar a un tipo de hombre que pudiera suplantar con éxito a Tarzán en su propia jungla y había encontrado a Esteban Miranda, un español apuesto, fuerte y carente de escrúpulos, cuya capacidad histriónica, ayudada por el arte del maquillaje, del que había sido maestro en otros tiempos, le permitieron encarnar casi sin tacha el personaje que deseaban retratar, al menos en lo que al aspecto externo se refería.
El español no sólo era fuerte y activo, sino físicamente valiente y, desde que se había afeitado la barba y vestía como Tarzán en la jungla, no había perdido ninguna oportunidad de emular al hombre-mono en todo lo que estaba dentro de sus capacidades. De las astucias de la jungla no tenía ni idea, desde luego, y en cuanto a los combates personales con las bestias más salvajes, la precaución le incitaba a evitarlos, pero cazaba animales menores con lanza y arco y practicaba continuamente con la cuerda trenzada de hierba que formaba parte de su disfraz.
Y ahora Flora Hawkes veía sus planes, tan bien trazados, al borde de la destrucción. Temblaba al observar a los hombres ante el fuego, pues su miedo a Tarzán era real y su expectación nerviosa aumentó cuando vio a Kraski que se aproximaba al grupo con la cafetera en una mano y tazas en la otra. Kraski lo dejó todo en el suelo detrás de Tarzán, y, cuando hubo llenado la última taza, Flora le vio verter en una de ellas una parte del contenido de la botellita que ella le había dado. Un sudor frío le bañó la frente cuando Kraski levantó esta taza y se la ofreció al hombre-mono. ¿Se la tomaría? ¿Sospecharía algo? Si era así, ¿qué horrible castigo recibirían todos ellos por su temeridad? Vio a Kraski entregar sendas tazas a Peebles, a Throck y a Bluber, y luego volvió al círculo con la última para sí mismo. Cuando el ruso la levantó ante su rostro e inclinó ligeramente la cabeza en dirección al hombre-mono, Flora vio que los cinco hombres bebían. La reacción que siguió la dejó débil y agotada. Se derrumbó sobre su camastro, y permaneció temblando, con la cara escondida bajo un brazo. Y fuera, Tarzán de los Monos apuró su taza hasta la última gota.
LA MUERTE SE DESLIZA POR DETRÁS
L
A MISMA tarde en que Tarzán descubrió el campamento de los conspiradores, un observador situado en la medio derruida muralla exterior de la ciudad en ruinas de Opar, anunció que un grupo de hombres penetraba en el valle procedente de la cima del acantilado que la rodeaba. Tarzán, Jane Clayton y sus waziri negros eran los únicos extranjeros a quienes los habitantes de Opar habían visto en su valle en vida del más anciano de ellos, y sólo en antiguas leyendas medio olvidadas se sugería que otros extraños, aparte de éstos, hubieran visitado Opar. Sin embargo, desde tiempo inmemorial un guardia permanecía apostado sobre la muralla exterior. Ahora una sola criatura de aspecto semihumano, basto y tullida, era lo único que recordaban a los numerosos y ágiles guerreros de la perdida Atlántida. En el transcurso de los siglos la raza se había deteriorado y finalmente, debido a ocasionales apareos con los grandes simios, los hombres adquirieron el aspecto de bestias que vivían en la moderna Opar. Extraña e inexplicable era la providencia de la naturaleza que había limitado este deterioro casi únicamente a los machos, permaneciendo las hembras erectas, bien formadas, a menudo con facciones agradables e incluso hermosas, lo que en gran medida podía atribuirse a que las niñas que poseían rasgos simiescos eran eliminadas de inmediato, mientras que, por el contrario, los niños que poseían atributos puramente humanos también eran eliminados.
Verdaderamente un típico habitante masculino de Opar era el vigía solitario situado sobre la muralla exterior de la ciudad, un hombre robusto y de corta estatura, de pelo y barba apelmazados, cuyos enmarañados mechones nacían en una frente estrecha y huidiza; los ojos pequeños y hundidos y dientes como colmillos eran muestra de su ascendencia simiesca, igual que sus piernas cortas y curvadas y los brazos largos y musculosos de simio, todo ello cubierto de pelo como su torso.
Mientras sus ojos perversos e inyectados en sangre observaban el avance del grupo hacia Opar, su creciente excitación se manifestó con una respiración más agitada y unos gruñidos bajos, casi inaudibles, que le brotaban de la garganta. Los extranjeros estaban demasiado lejos para ser identificables, sólo se apreciaba que eran seres humanos, y que su número aproximado oscilaba entre dos y tres veintenas. Tras asegurarse, el vigía descendió de la muralla exterior, recorrió el espacio entre ésta y la muralla interior, la franqueó y a paso rápido cruzó la ancha avenida que había detrás y desapareció en el interior del templo que, pese a estar medio derruido, aún poseía un aspecto magnífico.
Cadj, el sumo sacerdote de Opar, estaba en cuclillas bajo la sombra de los árboles gigantescos que crecían en lo que había sido uno de los jardines del antiguo templo. Se encontraban con él una docena de sacerdotes, amigos íntimos del sumo sacerdote, desconcertados por la repentina llegada de uno de los miembros inferiores del clan de Opar. El tipo se acercó a Cadj apresurado y jadeante.
—¡Cadj —dijo—, vienen hombres extraños a Opar! Han entrado en el valle procedentes del noroeste, de detrás de la barrera de los arrecifes; cincuenta al menos, quizá la mitad más este número. Les he visto cuando vigilaba desde la muralla exterior, pero además hay otros hombres que no puedo distinguir, porque aún están a una gran distancia. Desde la última vez que vino el gran tarmangani no ha venido nadie a Opar.
—Han pasado muchas lunas desde que el gran tarmangani, que se hace llamar Tarzán de los Monos, estuvo entre nosotros —dijo Cadj—. Nos prometió volver antes de las lluvias para comprobar que no le había ocurrido nada malo a La, pero no ha vuelto y La siempre ha insistido en que está muerto. ¿Has contado a alguien más lo que has visto? —preguntó, volviéndose de pronto al mensajero.
—No —respondió.
—¡Bien! —exclamó Cadj—. Vamos, iremos todos a la muralla exterior a ver quién se atreve a entrar en la prohibida Opar, y no digas una palabra de lo que Blagh nos ha dicho hasta que yo te dé permiso.
—La palabra de Cadj es ley hasta que La hable —murmuró uno de los sacerdotes.
Cadj volvió el rostro, ceñudo, al que había hablado.
—Yo soy el sumo sacerdote de Opar —gruñó—. ¿Quién se atreve a desobedecerme?
—Pero La es la suma sacerdotisa —dijo uno—, y la suma sacerdotisa es la reina de Opar.
—Pero el sumo sacerdote puede presentar a quien sacrificará en la Cámara de los Muertos o al Dios Llameante —recordó Cadj al otro en tono amenazador.
—Callaremos, Cadj —respondió el sacerdote, encogiéndose de miedo.
—¡Bien! —exclamó el sumo sacerdote, y abrió la marcha desde el jardín, a través de los corredores del templo, hacia la muralla exterior de Opar. Desde allí observaron al grupo que se acercaba por el valle a plena vista, lejos aún. Los observadores conversaban con sonidos guturales bajos en el lenguaje de los grandes simios, intercalando de vez en cuando palabras y frases de una lengua extranjera que, sin duda, eran formas alteradas de la antigua lengua de los atlantes, transmitida a través de incontables generaciones por sus progenitores humanos; la raza ya extinguida cuyas ciudades y civilización yacen enterradas en el fondo del Atlántico, bajo el fuerte oleaje, y cuyo espíritu aventurero en tiempos remotos los había llevado a penetrar en el corazón de África en busca de oro para construir allí, en recuerdo de sus lejanas ciudades, la magnífica ciudad de Opar.