Hubo una lección que fue, con mucho, la más difícil de aprender y es dudoso que cualquiera que no fuera Tarzán de los Monos, criado por fieras entre fieras, hubiera podido dominar la salvaje sed de sangre del carnívoro y doblegar su instinto natural a la voluntad de su amo. Fueron precisos semanas y meses de paciente trabajo para conseguir enseñarle que a la palabra «busca» tenía que encontrar el objeto que le indicara y regresar con él junto a su amo, incluyendo el muñeco con la carne cruda atada a la garganta, y que no debía tocar la carne ni dañar al muñeco ni ningún otro objeto que hubiera ido a buscar, sino que debía dejarlo con cuidado a los pies del hombre-mono. Después aprendió a asegurarse siempre de que recibía su recompensa, que solía consistir en una ración doble de la carne que más le gustaba.
Lady Greystoke y Korak a menudo observaban al león de oro con interés, aunque la primera se mostraba confusa respecto al propósito de un entrenamiento tan complicado del cachorro y tenía algunas dudas en cuanto a la sensatez del programa del hombre-mono.
—¿Qué harás con una bestia así cuando haya crecido? —preguntó—. Lo más seguro es que sea un poderoso Numa. Como está acostumbrado a los hombres, no tendrá ningún miedo de ellos y como siempre se ha alimentado saltando a la garganta de un muñeco, después buscará la comida en la garganta de los vivos.
—Se alimentará sólo de lo que yo le diga que coma —replicó el hombre-mono.
—Pero no esperarás que siempre se alimente de hombres, ¿verdad? —preguntó ella riendo.
—Nunca se alimentará de hombres.
—Pero ¿cómo vas a evitarlo, si le has enseñado a hacerlo?
—Me temo, Jane, que infravaloras la inteligencia de un león, o quizá yo la sobreestimo. Si tu teoría es correcta, la parte más difícil de mi trabajo aún está por hacer, pero si yo tengo razón, prácticamente está terminada. Sin embargo, experimentaré un poco y veré quién tiene razón. Esta tarde llevaremos a Jad-bal-ja a la llanura. Hay mucha caza y no nos costará valorar en qué medida tengo control sobre el joven Numa.
—Apostaría cien libras —intervino Korak—, viendo que hace lo que le venga en gana cuando haya probado la sangre viva.
—Lo acepto, hijo —dijo el hombre-mono—. Creo que esta tarde os enseñaré a ti y a tu madre lo que ni vosotros ni nadie habría soñado que se podía conseguir.
—¡Lord Greystoke, el mejor adiestrador de animales del mundo! —exclamó lady Greystoke, y Tarzán se unió a sus risas.
—No es adiestrar animales —dijo el hombre-mono—. El plan que yo sigo sería imposible para cualquiera excepto para Tarzán de los Monos. Tomemos un caso hipotético para ilustrar lo que quiero decir. Llega hasta vosotros una criatura a quien odiáis, a quien, por instinto y herencia, consideráis un enemigo mortal. Tenéis miedo de él. No comprendéis ni sus palabras. Por fin, con medios absolutamente brutales, graba en vuestra mente sus deseos. Hacéis lo que él quiere, pero ¿lo hacéis con un espíritu de generosa lealtad? No; lo hacéis por impulso, odiando a la criatura que os somete a su voluntad. En cuanto podáis, le desobedeceréis. Incluso iríais más lejos: os volveríais contra él y le destruiríais. Por el contrario, si acude a vosotros alguien con quien estáis familiarizados, un amigo, un protector; alguien que comprende y entiende el lenguaje que tú entiendes y hablas; alguien que os ha alimentado, se ha ganado vuestra confianza gracias a su bondad y protección, y os pide que hagáis algo por él, ¿os negáis? No, obedecéis de buen grado. Así es como me obedecerá a mí el león de oro.
—Siempre que hacerlo le convenga a él —espetó Korak.
—Dejadme ir un paso más lejos —dijo el hombre-mono—. Suponed que esta criatura a la que amáis y obedecéis tiene el poder de castigaros, incluso de mataros, si es necesario, para obligaros a cumplir sus órdenes. ¿Qué me decís entonces de vuestra obediencia?
—Ya verás —dijo Korak— con qué facilidad el león de oro me hará ganar cien libras.
Aquella tarde partieron hacia la llanura. Jad-bal-ja seguía al caballo de Tarzán pisándole los talones. Desmontaron en un pequeño bosquecillo a cierta distancia del bungaló, y desde allí se dirigieron con cautela hacia un terreno pantanoso en el que solía haber antílopes. Avanzando por él, llegaron hasta la densa maleza que bordeaba el terreno a ambos lados. Allí iban Tarzán, Jane y Korak y, pegado a los pies de Tarzán, el león de oro: cuatro cazadores de la jungla, de los cuales el león era el menos hábil. Se movieron con sigilo a través de la maleza, apenas crujía una hoja a su paso, hasta que por fin divisaron un pequeño rebaño de antílopes que pacían tranquilamente. Cerca de ellos había un viejo macho, y con un ademán misterioso Tarzán se lo señaló a Jad-bal-ja.
—Ve a buscarle —susurró, y el león de oro emitió un rugido apenas audible en reconocimiento de la orden.
Se abrió paso a través de la maleza. Los antílopes pacían, sin sospechar nada. La distancia que separaba al león de su presa era demasiado grande para efectuar un ataque con éxito, y por eso Jad-bal-ja esperó, escondido entre los arbustos, a que el antílope se acercara a él o le diera la espalda. Los cuatro observaban a los herviboros sin emitir ningún sonido, ni estos últimos daban muestras de sospechar la proximidad de peligro. El viejo macho se acercó a Jad-bal-ja. De un modo imperceptible el león se preparaba para el ataque. El único movimiento perceptible era el de la punta de su cola y entonces, como el rayo que cae del cielo, igual que una flecha disparada, en un instante salió a una velocidad tremenda. Casi estaba sobre el macho cuando éste se dio cuenta de la proximidad de peligro, pero ya era demasiado tarde, pues apenas el antílope había dado media vuelta, el león se puso sobre sus patas traseras y le saltó encima, mientras el resto del rebaño se disgregaba en una huida precipitada.
—Ahora veremos —dijo Korak.
—Me traerá el antílope —aseguró Tarzán.
El león de oro vaciló un momento, gruñendo sobre el cuerpo de su presa. Luego lo cogió por la espalda y, con la cabeza vuelta a un lado, lo arrastró mientras se abría paso para volver junto a Tarzán. Arrastró al antílope muerto a través de la maleza y lo dejó a los pies de su amo, donde se quedó de pie mirando al hombre-mono con una manifiesta expresión de orgullo por su hazaña y a la vez de esperar una gratificación.
Tarzán le acarició la cabeza y le alabó en voz baja, luego sacó su cuchillo de caza y le cortó la yugular al antilope y dejó brotar su sangre. Jane y Korak permanecían cerca, observando a Jad-bal-ja; ¿qué haría el león cuando percibiera el olor de sangre fresca? Lo que hizo fue oliscarla y rugir, y enseñando los colmillos miró a los tres con ferocidad. El hombre-mono lo apartó dándole un golpe con la mano abierta y el león volvió a rugir enojado e intentó morderle.
Rápido es Numa, rápido es Bara, el ciervo, pero Tarzán de los Monos es el rayo. Tan rápidamente golpeó, y con tanta fuerza, que Jad-bal-ja cayó de espaldas casi en el mismo instante en que había rugido a su amo. Se incorporó y los dos permanecieron cara a cara.
—¡Al suelo! —ordenó Tarzán—. ¡Túmbate, Jad-bal-ja!
Su voz era baja y firme. El león vaciló, pero sólo un instante, y entonces se tumbó tal como Tarzán de los Monos le había enseñado que tenía que hacer al oír su orden. Tarzán se volvió y se echó el antílope muerto al hombro.
—Vamos —dijo a Jad-bal-ja—. ¡Eh! —Y sin volver a mirar al carnívoro se alejó hacia los caballos.
—Debería haberlo sabido —dijo Korak con una carcajada—, y me habría ahorrado las cien libras.
—Claro que deberías haberlo sabido —dijo su madre.
UNA REUNIÓN MISTERIOSA
U
NA MUJER mujer bastante atractiva, aunque demasiado elegante, estaba comiendo en una casa de comidas de segunda categoría en Londres. Era llamativa, no tanto por su bonita figura y rostro toscamente hermoso, sino por el tamaño y apariencia de su compañero, un hombre corpulento y bien proporcionado de unos veinticinco años, con una abundante barba que ocultaba buena parte de su rostro. Casi alcanzaba el metro noventa y tenía los hombros anchos, el vientre hundido y las caderas estrechas. Su físico, su porte, todo en él sugería sin lugar a dudas que era un atleta entrenado.
Los dos conversaban animadamente, tanto que de vez en cuando parecían rozar la discusión acalorada.
—Te digo —dijo el hombre— que no veo que necesitemos a los demás. ¿Por qué iban a compartir con nosotros… por qué dividir en seis lo que podríamos tener tú y yo solos?
—Para llevar a cabo el plan se necesita dinero —replicó ella—, y ni tú ni yo lo tenemos. Ellos sí lo tienen y con él nos apoyarán, a mí, por mis conocimientos y a ti, por tu fuerza y aspecto. Te buscaron, Esteban, durante dos años, y ahora no me gustaría estar en tu piel si les traicionas. Te cortarían el cuello, Esteban, si creyeran que ya no les resultas útil, pues conoces todos los detalles de su plan. Pero si intentas quitarles todo el beneficio… —se interrumpió y se encogió de hombros—. No, querido, me gusta demasiado la vida para unirme a ti en una conspiración como ésa.
—Pero te digo, Flora, que deberíamos obtener más de lo que quieren darnos. Tú proporcionaste todos los datos y yo corro con todos los riesgos; ¿por qué no vamos a recibir más de una sexta parte cada uno?
—Pues habla tú con ellos, Esteban —lijo la muchacha, encogiéndose de hombros—; pero si quieres un consejo, conténtate con lo que te ofrecen. No sólo poseo la información, sin la cual ellos no pueden hacer nada, sino que además te encontré. Sin embargo, me contentaré con una sexta parte, y te aseguro que si no lías las cosas, una sexta parte de lo que saques será suficiente para cualquiera de nosotros el resto de nuestra vida.
El hombre no parecía convencido y la joven tenía la sensación de que sería preciso vigilarle. En realidad, sabía muy poco de él y le había visto en persona pocas veces desde que lo descubriera dos meses atrás, en la pantalla de un cine de Londres, interpretando a un espectacular soldado romano de la guardia pretoriana.
Aquí sólo su perfil de héroe y su físico perfecto le daban derecho a ser tenido en cuenta, pues su papel era secundario y sin duda, de todos los miles de personas que le vieron en la pantalla, Flora Hawkes era la única que sentía por él un interés más que pasajero, un interés que se avivó no sólo por su capacidad histriónica, sino más bien a los dos años que ella y sus aliados estuvieron buscando un tipo como el que Esteban Miranda representaba tan admirablemente. Encontrarle resultó difícil, pero tras un mes de búsqueda aparentemente inútil por fin lo descubrió entre una veintena de extras en el estudio de una productora menor de Londres. No necesitó más credenciales que su buen aspecto para conocerle, y mientras el primer contacto maduraba hasta alcanzar la intimidad, ella no le mencionó el verdadero propósito por el cual se había acercado a él.
Que era español y aparentemente de buena familia resultaba evidente, y que carecía de escrúpulos se podía adivinar por la celeridad con que accedió a participar en la oscura transacción que la mente de Flora Hawkes había concebido y cuyos detalles ella perfeccionó junto con sus cuatro aliados. Así que, conocedora de su falta de escrúpulos, Flora era consciente de que debía ser precavida para que no se aprovechara de la detallada información que un día tendría y cuya clave ella, hasta el momento, había guardado para sí, sin confiarla siquiera a ninguno de los otros cuatro aliados.
Permanecieron sentados un momento en silencio, jugueteando con los vasos vacíos de los que habían estado bebiendo. Entonces ella levantó la mirada y vio que él la observaba fijamente. Tenía en sus ojos una expresión que incluso una mujer menos complicada que Flora Hawkes habría interpretado sin dificultad.
—Haré lo que quieras, Flora —dijo—, porque cuando estoy contigo olvido el oro y sólo pienso en esa otra recompensa que continuamente me niegas, pero que algún día alcanzaré.
—El amor y el trabajo no casan bien —replicó la muchacha—. Espera a que hayas terminado el trabajo, Esteban, y entonces hablaremos de amor.
—Tú no me amas —susurró él con voz ronca—. Sé… he visto que… todos los demás te quieren. Por esto podría odiarles. Y si creyera que amas a alguno de ellos, podría arrancarle el corazón. A veces he pensado que tienes demasiadas familiaridades con ellos, Flora. He visto a John Peebles apretarte la mano cuando creía que nadie le veía y cuando bailas con Dick Throck se te acerca demasiado y bailáis mejilla contra mejilla. Te digo que no me gusta, Flora, y uno de estos días me olvidaré del asunto del oro y pensaré sólo en ti, y entonces sucederá algo y no habrá que repartir entre tantos los lingotes que traeré de África. Y con Bluber y Kraski ocurre casi lo mismo; quizá Kraski sea el peor, porque es un diablo apuesto y no me gusta la manera en que le miras.
El fuego de la ira creciente asomaba a los ojos de la chica. Con un gesto enojado le hizo callar.
—¿Qué te importa a ti, señor Miranda, a quiénes elijo por amigos, o cómo los trato o cómo me tratan ellos? Te diré que los conozco desde hace años, mientras que a ti sólo hace apenas unas semanas, y si alguien tiene algún derecho a dictar mi conducta, cosa que, gracias a Dios, nadie tiene, sería uno de ellos y no tú.
El hombre la miraba echando fuego por los ojos.
—¡Es lo que pensaba! —exclamó—. Amas a uno de ellos. —Se incorporó un poco e inclinándose hacia ella le dijo, en tono amenazador—: ¡Déjame descubrir cuál de ellos es y le haré pedazos!
Se pasó los dedos por su largo pelo negro, que parecía la melena de un león furioso. Los ojos le brillaban de tal modo que la muchacha se estremeció de miedo. Parecía que hubiera perdido temporalmente la razón; si no era un maníaco, sin duda lo parecía, y la muchacha sintió miedo y comprendió que tenía que calmarle.
—Vamos, vamos, Esteban —susurró con suavidad—, no es necesario que te enfurezcas. No he dicho que ame a ninguno de ellos, ni he negado que te ame a ti, pero no estoy acostumbrada a que me cortejen de esta manera. Quizás a tus señoritas españolas les guste, pero yo soy inglesa y, si me quieres, debes tratarme como lo haría un amante inglés.
—No has dicho que ames a alguno de los otros, es cierto, pero tampoco lo has negado; dime, Flora, ¿cuál de ellos es tu amor?
Los ojos aún le brillaban de furia y su gran corpachón temblaba a causa de la pasión contenida.
—No amo a ninguno de ellos, Esteban —replicó ella—, ni te amo a ti de momento. Pero podría hacerlo, Esteban, esto puedo afirmarlo. Podría amarte como jamás podría amar a nadie, pero no me lo permitiré hasta que hayas regresado y seamos libres para vivir dónde y cómo queramos. Entonces, quizá; pero aun así, no te prometo nada.