Olvidando ahora su misión original e imbuido solamente de un deseo salvaje de arrancar de los intrusos una explicación completa de su presencia en la jungla, y de castigar al asesino de Gobu, Tarzán siguió el rastro, ahora claro, del numeroso grupo, que no podía aventajarle en mucho más de medio día de marcha, lo que significaba que ya se encontraban en la linde del valle de Opar, y éste era su destino último. Y qué otra cosa podían tener prevista, Tarzán no se la imaginaba.
Él siempre había guardado para sí la localización de Opar. Que él supiera, ninguna persona blanca aparte de Jane y de su hijo, Korak, conocía el paradero de la ciudad olvidada de los antiguos atlantes. Sin embargo, ¿qué podía haber llevado a aquellos blancos, un grupo tan numeroso, a las salvajes tierras inexploradas que rodeaban Opar?
Estos eran los pensamientos que ocupaban la mente de Tarzán cuando seguía veloz las huellas que le conducían a Opar. Se hizo de noche, pero el rastro de olor era tan reciente que el hombre-mono podía seguir adelante aunque no viera las huellas en el suelo, y entonces, a lo lejos, vio la luz de un campamento al frente.
Ante él se encontraba un simio gigantesco.
LAS GOTAS FATALES
E
N CASA, la vida en el bungaló y la granja seguía la rutina de costumbre igual que antes de la partida de Tarzán. Korak, a veces a pie y a veces a caballo, seguía las actividades de los trabajadores de la granja y de los pastores, en ocasiones solo, pero con más frecuencia acompañado por el capataz blanco, Jervis, y con frecuencia, en especial cuando cabalgaban, Jane iba con ellos.
Korak llevaba al león de oro atado con una correa, pues no estaba seguro del control que pudiera ejercer sobre la bestia y temía que, en ausencia de su amo, Jad-bal-ja se marchara a la jungla y volviera a su estado salvaje natural. Un león como aquél, en la jungla, sería una clara amenaza para la vida humana, pues Jad-bal-ja, criado entre hombres, carecía del temor natural hacia éstos que tenían las bestias salvajes. Adiestrado como estaba a obtener su presa lanzándose a la garganta de una efigie humana, no se precisaban grandes dotes de imaginación para visualizar lo que podría ocurrir si el león de oro, libre de toda restricción, fuera abandonado a sus propios recursos en la jungla.
Durante la primera semana de ausencia de Tarzán, un corredor de Nairobi llevó a lady Greystoke un mensaje en el que se le anunciaba la grave enfermedad de su padre, que vivía en Londres. Madre e hijo discutieron la situación. Tarzán tardaría unas cinco o seis semanas en regresar; aunque enviaran un corredor a avisarle, si Jane le esperaba, habría pocas probabilidades de que llegara a tiempo para ver a su padre. Aunque partiera enseguida, parecía existir sólo una débil esperanza de que le viera con vida. Por lo tanto, decidieron que debía partir de inmediato; Korak la acompañaría hasta Nairobi y después volvería a la hacienda y reanudaría la supervisión general hasta que su padre regresara.
Hay un largo trecho desde la finca de los Greystoke hasta Nairobi, y Korak aún no había regresado cuando, unas tres semanas después de la partida de Tarzán, un negro, cuya obligación era alimentar y cuidar a Jad-bal-ja, dejó abierta en un descuido la puerta de la jaula cuando estaba limpiándola. El león de oro paseaba arriba y abajo mientras el negro pasaba la escoba por la jaula. Eran grandes amigos, y el waziri no temía al gran león, por lo que en ocasiones le daba la espalda sin ningún temor. El negro trabajaba en el fondo de la jaula cuando Jad-bal-ja se detuvo un momento junto a la puerta. La bestia vio que ésta estaba entreabierta. Sin hacer ruido, levantó una de sus patas almohadilladas y la insertó en la abertura; empujó suavemente y la puerta se abrió un poco más. Al instante el león de oro metió el hocico en la abertura y, cuando apartaba la barrera, el horrorizado waziri alzó la vista y lo vio saltar suavemente fuera de la jaula.
—¡Detente, Jad-bal-ja! ¡Detente! —gritó el asustado waziri, saltando detrás de él. Pero el león de oro no hizo sino apretar el paso y saltar la valla, tras lo cual partió en dirección a la jungla.
Él lo persiguió blandiendo la escoba y emitiendo fuertes gritos que hicieron salir a los waziri de sus chozas, que vieron a su compañero persiguiendo al león. Lo siguieron por las ondulantes colinas, pero era como querer cazar con lazo un fuego fatuo, pues este veloz y cauto fugitivo no hacía caso ni de sus armas ni de sus amenazas. Y así fue como vieron desaparecer al león de oro en la selva primitiva y, aunque lo buscaron con diligencia hasta casi el anochecer, al final se vieron obligados a abandonar su búsqueda y a volver cabizbajos a la granja.
—¡Ay! —exclamaba el infeliz negro responsable de la huida de Jad-bal-ja—, ¡qué me dirá el gran
bwana
!, ¡qué me hará cuando descubra que he permitido que el león de oro escapara!
—Te desterrarán durante largo tiempo, Keewazi —le aseguró el viejo Muviro—. Y sin duda te enviarán al lejano terreno de pasto del este, para vigilar el ganado que allí pace, y muchos leones te acompañarán, aunque no serán tan amistosos como lo era Jad-bal-ja. No es ni la mitad de lo que te mereces, y si el corazón del gran
bwana
no estuviera tan lleno de amor por sus hijos negros, si fuera como otros
bwanas
blancos que el viejo Muviro ha conocido, serías azotado hasta que no te tuvieras en pie, incluso quizás hasta que murieras.
—Soy un hombre —replicó Keewazi—. Soy guerrero y waziri. Sea cual sea el castigo que me imponga el gran
bwana
, lo aceptaré como un hombre.
Era la misma noche en que Tarzán se acercó al campamento del extraño grupo al que había estado siguiendo. Sin que lo vieran, se detuvo entre el follaje de un árbol situado estratégicamente en el centro del campamento, que estaba rodeado por una enorme cerca de espino y profusamente iluminado por numerosas fogatas que los negros alimentaban diligentes con ramas de un gran montón de leña que con este propósito habían recogido. Ocupaban el centro del campamento varias tiendas, y delante de una de ellas, a la luz de una fogata, se hallaban sentados cuatro hombres blancos. Dos de ellos eran tipos corpulentos, de cuello ancho y rostro colorado, al parecer ingleses de clase inferior; el tercero parecía bajo y gordo y alemán, mientras que el cuarto era un tipo alto, delgado y apuesto, con el pelo castaño oscuro rizado y facciones regulares. Él y el alemán iban meticulosamente ataviados para viajar por el África Central, según la norma idealizada de las películas de cine; en realidad, parecían haber salido directamente de una pantalla de la última película de aventuras en la jungla. Era evidente que el joven no era de ascendencia inglesa, y Tarzán lo catalogó mentalmente, casi de inmediato, como eslavo. Poco después de llegar Tarzán, el joven se levantó y entró en una de las tiendas próximas, de la que Tarzán oyó salir enseguida ruido de voces que hablaban en susurros. No podía distinguir las palabras, pero el tono de una de ellas parecía femenino. Los tres que permanecieron ante la fogata siguieron hablando de forma inconexa, cuando de pronto, a un palmo de la cerca de espino, el rugido de un león quebró el silencio de la jungla.
Profiriendo un alarido de terror Bluber se puso en pie de un salto, tan de repente que, al retroceder, perdió el equilibrio, tropezó con su taburete de campaña y cayó de espaldas al suelo.
—¡Por Dios, Adolph! —bramó uno de sus compañeros—. Si vuelves a hacer esto, que me condene si no te rompo el cuello, y ya está.
—Que me aspen si esto no ha sido un león —gruñó el otro.
Bluber se levantó pesadamente.
—¡
Mein Gott
! —exclamó, temblándole la voz—. Estaba
segurrro
de que iba a
saltara
la cerca.
Jurrro
que si salgo de ésta, nunca más, ni
porrr
todo el
orrro
de África, volveré a
pasarrr
por lo que he pasado estos tres meses. ¡
Ach weh
!, cuando lo pienso… ¡
Ach, du lieber
! Leones y leopardos, rinocerontes e hipopótamos.
Sus compañeros se rieron.
—Dick y yo te dijimos desde el principio que no vinieras al interior —dijo uno de ellos.
Perno
¿
parrra
qué me comparé toda esta
rrropa
? —gimió el alemán—.
Mein Gott
, este
trrraje
que llevo me costó veinte guineas.
Ach
, de
haberrrlo
sabido, con una guinea
habrrría
comprado todo mi
guarrrdarrropa
; veinte guineas
porrr
esto y sólo para estar entre salvajes y leones.
—Y además te queda bien —comentó uno de sus amigos.
—Y
miura
, está todo sucio y
desgarrrado
. ¿Cómo iba a
saberrr
que
estropearrría
este
trrraje
? Con mis
prrropios
ojos lo veo en el
Princess Teayter
, cómo el héroe pasa tres meses en
Áfrrrica
cazando leones y matando caníbales, y cuando sale, no tiene ni una mancha en los pantalones; ¿cómo iba a
saberrr
que
Afrrrica
era tan sucia y estaba llena de espinos?
Ese momento fue el que Tarzán de los Monos eligió para descender tranquilamente al círculo de luz de la fogata de estos hombres. Dos ingleses se incorporaron de un salto, asustados, y Bluber se volvió e hizo ademán de huir, pero en cuanto sus ojos se posaron en el hombre-mono se detuvo, con una expresión de alivio en su semblante que hizo desaparecer la de terror, ya que Tarzán había caído sobre ellos aparentemente desde el cielo.
—
Mein Gott
—Esteban chilló el alemán—,
¿porrr
qué vuelves tan
prrronto
y
porrr
qué llegas así, tan de
rrrepente
? ¿No piensas que tenemos
nerrrvios
?
Tarzán estaba furioso con estos intrusos, que se atrevían a entrar sin su permiso en el amplio dominio que él mantenía en paz y en orden. Cuando algo le enfurecía en su frente ardía la cicatriz que Bolgani, el gorila, le había hecho aquel día lejano en que el muchacho Tarzán había peleado con la gran bestia en combate mortal, y aprendió por primera vez el verdadero valor del cuchillo de caza de su padre, el cuchillo que le había dado, comparado con el débil y pequeño tarmangani, el mismo poder de las grandes bestias de la jungla.
Tenía los ojos grises entrecerrados y la voz fría e inexpresiva cuando se dirigió a los hombres.
—¿Quiénes sois? —preguntó—. ¿Quién se atreve a invadir así el país de los waziri, la tierra de Tarzán, sin permiso del Señor de la Jungla?
—¿De dónde has sacado eso, Esteban? —preguntó uno de los ingleses—, ¿y qué diantres haces aquí solo y tan pronto? ¿Dónde están tus porteadores y el maldito oro?
El hombre-mono miró unos instantes al que hablaba sin decir nada.
—Soy Tarzán de los Monos —dijo—. No sé de qué hablas. Sólo sé que vengo en busca del que mató a Gobu, el gran simio, y a Bara, el ciervo, sin mi permiso.
—Ah, bueno —explotó el otro inglés—, déjalo ya, Esteban; si tratas de ser gracioso, no le veo la gracia, y ya está.
En el interior de la tienda, en la que había entrado el cuarto hombre blanco mientras Tarzán observaba el campamento desde la copa del árbol, una mujer, presa del terror, tocó el brazo de su compañero con vigor y señaló hacia la figura alta y semidesnuda del hombre-mono visible a la luz de las grandes fogatas.
—Dios mío, Carl —susurró con voz temblorosa—, mira.
—¿Qué ocurre, Flora? —preguntó su compañero—. Sólo veo a Esteban.
—No es Esteban —susurró la muchacha—. Es lord Greystoke en persona… ¡es Tarzán de los Monos!
—Estás loca, Flora —replicó el hombre—, no puede ser él.
—Pues lo es, estoy segura —insistió ella—. ¿Crees acaso que no lo conozco? ¿No trabajé en su casa de la ciudad durante varios años? ¿No lo vi casi cada día? ¿Supones que no conozco a Tarzán de los Monos? Mira la roja cicatriz que le brilla en la frente; he oído contar la historia de esa cicatriz en más de una ocasión y la he visto enrojecer cuando él se enfurece. Y ahora está roja, y Tarzán de los Monos está furioso.
—Bueno, y si es Tarzán de los Monos, ¿qué puede hacernos?
—No lo conoces —respondió la muchacha—. No adivinas el tremendo poder que tiene aquí; el poder de la vida y la muerte de hombres y bestias. Si él conociera nuestra misión ninguno de nosotros llegaría vivo a la costa. Que ahora mismo esté aquí me hace creer que tal vez ha descubierto nuestro propósito, y si es así, que Dios nos ayude, a menos que… a menos que…
—¿A menos que qué? —preguntó el hombre.
La muchacha calló unos instantes y se quedó pensativa.
—Sólo hay una manera —dijo por fin—. No tenemos que matarle. Sus negros salvajes se enterarían y entonces ningún poder sobre la tierra podría salvarnos. Sin embargo, hay una manera si actuamos deprisa. —Se volvió y hurgó en una de sus bolsas; después entregó al hombre una botellita que contenía un líquido—. Sal y habla con él —dijo—. Hazte amigo suyo. Miéntele. Cuéntale cualquier cosa. Prométele lo que quieras. Pero sé lo bastante amistoso para ofrecerle una taza de café. Él no bebe vino ni nada que contenga alcohol, pero sé que le gusta el café. Se lo servía a menudo en su habitación a última hora de la noche, cuando volvía del teatro o de algún baile. Dale café y entonces sabrás lo que tienes que hacer con esto. —Y señaló la botella que el hombre aún tenía en la mano.