—¿Cómo sabes que era Tarzán de los Monos? preguntó La.
—¿Manu no conoce a su primo y amigo? —preguntó a su vez el mono—. Lo vi con mis propios ojos: era Tarzán de los Monos.
La de Opar frunció las cejas con aire pensativo. En el fondo de su corazón ardía el rescoldo de su gran amor por Tarzán. Éste fue sofocado por la necesidad que le había obligado a casarse con Cadj después de ver al hombre-mono por última vez, pues está escrito en las leyes de Opar que la suma sacerdotisa del Dios Llameante debe formar pareja dentro de un número determinado de años después de ser consagrada. Durante muchas lunas La anheló tomar a Tarzán por compañero. El hombre-mono no la amaba, y por fin ella comprendió que nunca podría amarla. Después se había doblegado al espantoso destino que la había colocado en brazos de Cadj.
A medida que transcurrían los meses y Tarzán no regresaba a Opar, como había prometido hacer, para comprobar que no le ocurría ningún daño a La, ella había llegado a aceptar la opinión de Cadj de que el hombre-mono estaba muerto, y aunque aborrecía al repulsivo Cadj, su amor por Tarzán poco a poco se fue convirtiendo en un simple recuerdo triste. Ahora, saber que estaba vivo y tan cerca reabría una vieja herida. Al principio comprendió poca cosa más aparte de que Tarzán había estado cerca de Opar, pero después los gritos de Manu la despertaron y le hicieron comprender que el hombre-mono se hallaba en peligro, aunque ignoraba de qué peligro se trataba.
—¿Quién ha ido a matar a Tarzán de los Monos? —preguntó de pronto.
—¡Cadj, Cadj! —chilló Manu—. Ha ido con muchos hombres y está siguiendo el rastro de Tarzán.
La salió a toda prisa del estanque, cogió su cinturón y adornos que le tendía su ayudante, se los puso apresuradamente y cruzó el jardín para entrar en el templo.
«DEBES SACRIFICARLE»
C
ADJ y su centenar de asustados seguidores, armados con cachiporras y cuchillos, avanzaron con cautela por la cara de la barrera hasta llegar al valle, siguiendo el rastro del hombre blanco y sus compañeros negros. No se daban prisa, pues habían observado desde la cima de la muralla exterior de Opar que el grupo al que seguían se movía muy despacio, aunque la razón no la conocían porque se encontraban a una distancia demasiado grande para ver la carga que cada uno de los negros llevaba. Cadj tampoco deseaba atacar a su presa a la luz del día; sus planes preveían un ataque nocturno que, al ser repentino y tratarse de un gran número de hombres, podía fácilmente confundir y superar a los hombres del campamento, que dormían.
El rastro de olor que seguían era muy marcado. No había confusión posible y avanzaban lentamente por la pendiente ahora suave hacia el fondo del valle. Era cerca de mediodía cuando tuvieron que detenerse de pronto al descubrir una cerca de espinos construida recientemente en un pequeño claro situado justo encima de ellos. En el centro del cercado se elevaba el débil humo de un fuego que se extinguía. Allí era donde estaba el campamento del hombre-mono.
Cadj ordenó a sus seguidores que se ocultaran entre los espesos arbustos a ambos lados del sendero, y envió a un solo hombre a efectuar un reconocimiento. Momentos más tarde éste regresó para informar que el campamento estaba vacío y una vez más Cadj emprendió la marcha con sus hombres. Entraron en el cercado para examinarlo y conocer el tamaño del grupo que acompañaba a Tarzán. Mientras estaban ocupados en ello Cadj vio algo que yacía medio escondido por los arbustos en el fondo del recinto. Se aproximó con gran cautela, pues lo que se encontraba allí no sólo había avivado su curiosidad, sino que le había incitado a ser cauto, pues de forma confusa parecía la figura de un hombre acurrucado en el suelo.
Con las cachiporras a punto una docena de hombres se acercaron al objeto de la curiosidad de Cadj y cuando estuvieron lo bastante cerca, vieron ante ellos la figura inerte de Tarzán de los Monos.
—El Dios Llameante se ha adelantado para vengar su altar profanado —exclamó el sumo sacerdote, con los ojos radiantes de fanatismo. Pero otro sacerdote, quizá más práctico, o al menos más precavido, se arrodilló junto a la figura del hombre-mono y acercó el oído a su corazón.
—No está muerto —dijo en un susurro—; tal vez sólo duerme.
—Cógelo deprisa —ordenó Cadj, y poco después el cuerpo de Tarzán estaba cubierto por las formas peludas de todos los hombres horribles que pudieron amontonarse encima de él. No ofreció resistencia; ni siquiera abrió los ojos, y al cabo de un momento sus brazos ya estaban atados a su espalda.
—Arrastradlo hasta donde el ojo del Dios Llameante pueda posarse en él —ordenó Cadj.
Arrastraron a Tarzán hasta el centro del cercado a plena luz del sol y Cadj, el sumo sacerdote, se sacó el cuchillo del taparrabos y lo alzó por encima de la cabeza, cerniéndose sobre la forma postrada de su supuesta víctima. Los seguidores de Cadj formaron un tosco círculo alrededor del hombre-mono y algunos de ellos se arremolinaron detrás de su cabecilla. Parecían intranquilos y miraban alternativamente a Tarzán y al sumo sacerdote, lanzando miradas furtivas al sol, que brillaba alto en un cielo moteado de nubes. Sin embargo, fueran cuales fueran los pensamientos que se agitaban en su cerebro medio salvaje, sólo uno de ellos se atrevió a expresarse: era el mismo sacerdote que, el día anterior, había puesto en duda la propuesta de Cadj de matar al hombre-mono.
—Cadj —dijo ahora—, ¿quién eres tú para ofrecer un sacrificio al Dios Llameante? Esto es privilegio de La, nuestra suma sacerdotisa y reina, y en verdad se enfurecerá cuando se entere de lo que has hecho.
—¡Cállate, Dooth! —ordenó Cadj—. Yo, Cadj, soy el sumo sacerdote de Opar. Yo, Cadj, soy el compañero de La, la reina. Mi palabra también es ley en Opar. Y si quieres seguir siendo sacerdote y seguir vivo, cállate.
—Tu palabra no es ley —replicó Dooth enojado—, y si enfureces a La, la suma sacerdotisa, o si enfureces al Dios Llameante, puedes ser castigado como cualquier otro. Si llevas a cabo este sacrificio, ambos se enojarán.
—¡Basta! —exclamó Cadj—. El Dios Llameante me ha hablado y me ha pedido que ofrezca en sacrificio a este profanador de su templo.
Se arrodilló junto al hombre-mono y le tocó el pecho por encima del corazón con la punta de su afilado cuchillo; luego elevó el arma, preparado para hundírsela en el corazón. En aquel instante, pasó una nube por delante del sol y una sombra se posó sobre ellos. Se elevó un murmullo procedente de los sacerdotes allí reunidos.
—Mira —gritó Dooth—, el Dios Llameante está enojado. Ha escondido su rostro a la gente de Opar.
Cadj se detuvo. Lanzó una mirada desafiante y a la vez asustada hacia la nube que oscurecía el sol. Luego se puso lentamente en pie, extendió sus brazos hacia el dios oculto del día y permaneció unos instantes en silencio, en actitud aparentemente atenta. Luego, de pronto, se volvió a sus seguidores.
—Sacerdotes de Opar —declaró—, el Dios Llameante ha hablado a su sumo sacerdote, Cadj. No está enojado, pero desea hablar conmigo a solas, y me indica que os vayáis a la jungla y esperéis hasta que él haya hablado con Cadj, tras lo cual os llamaré para que regreséis. ¡Id!
En su mayor parte parecieron aceptar la palabra de Cadj como ley, pero Dooth y unos cuantos, sin duda impulsados por cierto escepticismo, vacilaron.
—¡Marchaos! —ordenó Cadj.
Y tan fuerte era el hábito de la obediencia que los que dudaban por fin se volvieron y se fundieron en la jungla con los otros. Una sonrisa astuta iluminó el semblante cruel del sumo sacerdote cuando el último de sus hombres desapareció de la vista, y entonces una vez más volvió a prestar atención al hombre-mono. Bien es cierto que en el fondo de su ser existía un miedo inherente a su deidad, lo evidenciaba que no cesara de mirar interrogativamente hacia el cielo. Estaba decidido a matar al hombre-mono mientras Dooth y los otros se hallaban ausentes, sin embargo, el miedo a su dios frenaba su mano hasta que la luz de su deidad brilló sobre él y le aseguró que el asunto en el que pensaba contaba con su favor.
La nube que ocultaba el sol era grande, y mientras Cadj esperaba su nerviosismo aumentó. Seis veces levantó el cuchillo para asestar el golpe fatal; sin embargo, en cada ocasión la superstición le impedía consumar el acto. Transcurrieron cinco, diez, quince minutos, y el sol seguía oscurecido por la nube. Pero por fin Cadj vio que la nube se alejaba y una vez más se arrodilló junto al hombre-mono con el cuchillo a punto para cuando el sol derramara de nuevo su luz, por última vez, sobre Tarzán vivo. Vio que avanzaba lentamente por el cercado hacia él, y en sus ojos perversos brilló una expresión de odio demoníaco. Al cabo de un instante el Dios Llameante habría sellado su aprobación del sacrificio. Cadj temblaba de expectación. Levantó el cuchillo un poco más, los músculos tensos para el descenso final, y entonces un grito de mujer quebró el silencio de la jungla.
—¡Cadj! —se oyó; una sola palabra pero con el efecto de sorpresa de un rayo en un cielo despejado.
Con el cuchillo suspendido en el aire, el sumo sacerdote se volvió en la dirección de la que procedía la interrupción y vio en el borde del claro la figura de La, la suma sacerdotisa, y detrás de ella a Dooth y a una veintena de sacerdotes de rango inferior.
—¿Qué significa esto, Cadj? —preguntó La, airada, acercándosele rápidamente. El sumo sacerdote se levantó malhumorado.
—El Dios Llameante exigía la vida de este incrédulo —exclamó.
—Mentiroso —replicó La—, el Dios Llameante sólo se comunica con los hombres a través de los labios de su suma sacerdotisa. Ya has intentado con demasiada frecuencia desbaratar la voluntad de tu reina. Has de saber, Cadj, que el poder de la vida y la muerte que tiene tu reina es igual sobre ti que sobre los demás. Nuestras más remotas leyendas nos dicen que más de un sumo sacerdote ha sido ofrecido en el altar al Dios Llameante. Y no es improbable, por tanto, que otro pueda seguir su ejemplo. Cuida tu vanidad y tu ansia de poder, no sea que causen tu perdición.
Cadj guardó el cuchillo y se volvió con aire hosco, lanzando una mirada venenosa a Dooth, a quien atribuía su ruina. Era evidente que se sentía avergonzado por la presencia de su reina, pero quienes le conocían sabían sin dudar que aún albergaba la intención de despachar al hombre-mono y que si se le presentaba la ocasión lo haría, pues Cadj tenía mucha influencia entre las gentes y los sacerdotes de Opar. Muchos dudaban de que La se atreviera a causar la muerte o degradación del sumo sacerdote, quien ocupaba su cargo en virtud de leyes y costumbres cuyos orígenes se perdían en la antigüedad, y pudiera provocar el desagrado y la ira de una parte tan importante de sus seguidores.
Durante años, había encontrado una excusa tras otra para retrasar las ceremonias que la unirían en matrimonio con el sumo sacerdote. Además, había avivado el antagonismo de su gente mediante pruebas palpables de su encaprichamiento con el hombre-mono, y aunque al final se había visto obligada a unirse a Cadj, no hacía ningún esfuerzo para ocultar su odio y desprecio hacia él. Hasta dónde podría llegar impunemente era algo que a menudo inquietaba a sus seguidores y, como conocía todas estas condiciones, no era extraño que Cadj abrigara pensamientos de traición hacia su reina. Aliada suya en la traición era Oah, una sacerdotisa que aspiraba al poder y cargos de La. Si desapareciera La, Cadj tendría la influencia necesaria para que Oah se convirtiera en suma sacerdotisa. Oah le había prometido que se casaría con él y le permitiría gobernar como rey, pero a ambos aún les frenaba el miedo supersticioso de su llameante deidad, y gracias a este hecho la vida de La se hallaba temporalmente a salvo. Sin embargo, sólo era precisa una mínima chispa para encender la yesca de la traición.
Hasta entonces, La se hallaba en su derecho de prohibir al sumo sacerdote el sacrificio de Tarzán, pero su destino, quizás incluso su propia vida, dependía del tratamiento que diera a su prisionero. Si le salvaba la vida, si daba muestras públicas de volver al gran amor que en otro tiempo había sentido por él, era probable que su destino estuviera sellado. Incluso era cuestionable si podía o no salvarle la vida impunemente y ponerle en libertad.
Cadj y los demás la observaron con atención cuando se acercó a Tarzán. Se quedó de pie a su lado en silencio unos momentos, contemplándole.
—¿Ya está muerto? —preguntó.
—No lo estaba cuando Cadj nos ha hecho marchar —dijo Dooth—. Si ahora está muerto es porque Cadj le ha matado mientras estábamos fuera.
—No lo he matado —se defendió Cadj—. Como La, nuestra reina, ha dicho, le corresponde a ella hacerlo. El ojo del Dios Llameante te contempla, suma sacerdotisa de Opar. El cuchillo está en tu cadera, el sacrificio se dispone ante ti.
La hizo caso omiso de las palabras del hombre y se volvió hacia Dooth.
—Si aún vive —dijo—, construid una litera y llevadle a Opar.
De esta manera, Tarzán de los Monos entró, una vez más, en la antigua ciudad colonial de la Atlántida. Los efectos del narcótico que Kraski le había administrado no desaparecieron hasta al cabo de muchas horas. Era de noche cuando abrió los ojos, y por un instante se quedó perplejo ante la oscuridad y el silencio que le rodeaban. Lo único que al principio pudo adivinar fue que yacía sobre un montón de pieles y que estaba ileso, pues no sentía ningún dolor. Poco a poco se fue abriendo paso en su vacilante cerebro drogado el recuerdo del último instante antes de caer en la inconsciencia, y entonces comprendió que le habían hecho una jugarreta. Durante cuánto tiempo había permanecido inconsciente y dónde se encontraba no podía imaginarlo. Se puso en pie despacio y descubrió que, salvo por un ligero mareo, se encontraba bastante bien. En la oscuridad avanzó con cautela, palpando con la mano extendida y pisando con cuidado. Casi de inmediato una pared de piedra le impidió avanzar; resiguió sus cuatro costados y comprendió que se hallaba en una pequeña habitación en la que había dos aberturas, dos puertas en lados opuestos. Allí sólo le servían los sentidos del tacto y del olfato. Al principio éstos sólo le indicaron que estaba prisionero en una cámara subterránea, pero cuando los efectos del narcótico disminuyeron, la agudeza del olfato volvió a él y con él Tarzán recuperó ciertos olores que le eran familiares y la persistente sensación de que los había conocido en circunstancias similares. Entonces desde arriba, le llegó el eco de un grito misterioso; sólo llegó al aguzado oído del hombre-mono una débil insinuación, pero fue suficiente para que acudieran a su mente nítidos recuerdos y para que, por asociación de ideas, estableciera la identidad de los olores conocidos que le rodeaban. Por fin supo que se hallaba en el oscuro pozo bajo Opar.