—No —dijo—, no debemos pensar en estas cosas ni hablar así. Empezamos este asunto juntos, y vamos a seguir juntos hasta el final. Si deseas que uno de nosotros esté muerto, ¿cómo sabes que los demás no están deseando lo mismo para ti?
—No me cabe ninguna duda de que Miranda desearía que yo estuviera muerto —respondió Kraski—. Nunca me acuesto por la noche sin pensar que ese maldito español puede intentar clavarme un cuchillo antes de que amanezca. Y no me hace sentir más seguro oír que lo defiendes, Flora. Has sido un poco blanda con él desde el principio.
—Si lo he sido, no es asunto tuyo —espetó la chica.
Y, así pues, emprendieron la marcha para ir a cazar, el ruso con evidente enojo, albergando pensamientos de venganza, o peores, contra Esteban, y Esteban, que cazaba en la jungla, ocupado en su odio y sus celos. Su oscura mente estaba abierta a cualquier sugerencia de un medio para eliminar a los otros hombres del grupo y llevarse a la mujer y el oro él solo. Los odiaba a todos; en cada uno veía a un posible rival para el afecto de Flora, y en la muerte de cada uno veía no sólo un pretendiente menos al afecto de la muchacha, sino cuarenta y tres mil libras adicionales a dividir entre menos personas. Su mente estaba ocupada de este modo y no en la caza, que debería ocupar sus pensamientos en exclusiva, cuando llegó a una zona de densa maleza y, en un claro donde resplandecía el sol, se encontró cara a cara con un grupo de unos cincuenta magníficos guerreros negros como el ébano. Por un instante, Esteban se quedó paralizado de terror, olvidando momentáneamente el papel que interpretaba, pensando en sí mismo como en un solitario hombre blanco, en el corazón de la salvaje África, enfrentándose a una banda de nativos guerreros, quizá caníbales. Fue ese momento de silencio e inacción lo que le salvó, pues, mientras se hallaba allí quieto ante ellos, los waziri vieron en el silencio la mayestática figura de su amado señor en una pose característica.
—Oh,
bwana
,
bwana
—exclamó uno de los guerreros, precipitándose hacia él—, eres tú en verdad, Tarzán de los Monos, Señor de la Jungla, a quien habíamos dado por perdido. Nosotros, tus leales waziri, te hemos estado buscando, e incluso íbamos a afrontar los peligros de Opar, pues temíamos que te hubieras aventurado a ir allí sin nosotros y te hubieran capturado.
El negro, que en otro tiempo había acompañado a Tarzán a Londres como criado personal, hablaba un inglés chapurreado, cosa que le llenaba de un orgullo desacostumbrado y hacía que no perdiera oportunidad de airear su logro delante de sus compañeros menos afortunados. El hecho de que hubiera sido él a quien el destino había elegido para actuar de portavoz, fue sin duda una circunstancia afortunada para Miranda. Aunque este último se había aplicado asiduamente a dominar el dialecto de los porteadores de la costa oeste, le habría sido difícil mantener una conversación con alguno de ellos y no comprendía nada de la lengua de los waziri. Flora le había enseñado los conocimientos de Tarzán, así se dio cuenta de que se hallaba en presencia de una banda de leales waziri del hombre-mono. Nunca en la vida había visto a unos negros tan magníficos: hombres fuertes y bien parecidos, con cara inteligente y facciones bien dibujadas, situados al parecer en un puesto más elevado de la escala de la evolución igual que los negros de la costa oeste estaban por encima de los simios. Afortunado en verdad fue Esteban Miranda de ser de ingenio rápido y un actor consumado, pues de lo contrario su terror y aflicción, al enterarse de que aquella banda de fieros y leales seguidores de Tarzán se encontraba en esa zona del país, habría traslucido. Durante unos instantes más permaneció en silencio ante ellos, reuniendo valor, y luego habló, pues comprendía que su vida dependía de su credibilidad. Y mientras pensaba se encendió una luz en el astuto cerebro del español sin escrúpulos.
—Desde la última vez que nos vimos —dijo—, he descubierto que un grupo de hombres blancos ha penetrado en la región con el fin de robar en las cámaras del tesoro de Opar. Les seguí hasta que descubrí su campamento, y entonces partí en busca vuestra, pues son muchos y tienen muchos lingotes de oro, porque ya han estado en Opar. Seguidme y atacaremos su campamento para llevarnos el oro. ¡Vamos! —y se volvió hacia el campamento que acababa de abandonar.
Mientras se abrían paso en la jungla, Usula, el waziri que le había hablado en inglés, iba al lado de Esteban. Detrás de ellos el español oía a los otros guerreros que hablaban en su lengua nativa, de la que no entendía ni una palabra, y se le ocurrió que su posición podía resultar de lo más embarazosa si se dirigían a él en la lengua de los waziri, la cual Tarzán, por supuesto, debía de comprender perfectamente. Oía la charla de Usula y su mente trabajaba con rapidez, luego, como por inspiración, acudió a su memoria el recuerdo de un accidente que le había sucedido a Tarzán y que Flora le relató, la historia de la herida que había sufrido en las cámaras del tesoro de Opar, cuando perdió la memoria a causa de un golpe recibido en la cabeza. Esteban se preguntó si se comprometería demasiado al atribuir a la amnesia cualquier defecto del papel que interpretaba. Sin embargo, le pareció que era lo mejor que podía hacer.
—¿Te acuerdas —preguntó— del accidente que me ocurrió en las cámaras del tesoro de Opar, que me dejó sin memoria?
—Sí,
bwana
, lo recuerdo bien —respondió el negro.
—Me ha ocurrido un accidente similar —dijo Esteban—. Un gran árbol cayó en mi camino y al caer una rama me golpeó en la cabeza. No me ha hecho perder completamente la memoria, pero desde entonces me cuesta recordar muchas cosas, y hay otras que debo de haberlas olvidado por completo, pues no sé tu nombre, ni entiendo las palabras que mis otros waziri me dicen.
Usula le miró con aire compasivo.
—Ah,
bwana
, triste en verdad está el corazón de Usula al conocer que sufriste este accidente. Sin duda pronto pasará, como en el caso anterior, y entretanto yo, Usula, seré tu memoria.
—Bien —dijo Esteban—, y di a los otros que lo entiendan, y diles también que he perdido la memoria de otras cosas. Ahora, no puedo encontrar el camino para volver a casa sin vosotros, y también mis otros sentidos están aturdidos; pero como dices, Usula, pronto pasará y volveré a ser el de antes.
—Tu leal waziri se alegrará mucho cuando llegue ese momento —declaró Usula.
Cuando se acercaban al campamento, Miranda indicó a Usula que ordenara a sus seguidores que guardaran silencio, y después les hizo detenerse cerca del claro desde donde podían ver el cercado y las tiendas en su interior, protegidas por un pequeño grupo de media docena de soldados negros.
—Cuando vean que somos más que ellos, no opondrán resistencia —dijo Esteban—. Rodeemos el campamento, y cuando os haga una señal avanzaremos juntos, y tú te dirigirás a ellos diciendo que Tarzán de los Monos ha venido con sus waziri a por el oro que han robado, pero que no los mataremos si abandonan la región enseguida y no regresan jamás.
De haber servido también a su propósito, el español de buena gana habría ordenado a los waziri que atacaran a los hombres que protegían el campamento y los destruyeran a todos, pero en su astuto cerebro había nacido un plan más hábil. Quería que estos hombres le vieran con los waziri y vivieran para contar a los demás que le habían visto, y repitieran a Flora y a sus seguidores lo que Esteban pensaba decir a uno de los soldados negros, mientras los waziri recogieran los lingotes de oro del campamento.
Al dar instrucciones a Usula para que apostara a sus hombres alrededor del campamento, Esteban tuvo que advertirles que no se dejaran ver hasta que él hubiera penetrado en el claro y llamado la atención de los soldados que estaban de guardia. Una vez apostados los hombres, Usula volvió a Esteban para informarle de que todo estaba a punto.
—Cuando levante la mano sabrás que me han reconocido y que tenéis que avanzar —le indicó Esteban, y avanzó despacio por el claro. Uno de los guardias lo vio y lo reconoció como Esteban. El español se acercó unos pasos y se detuvo.
—Soy Tarzán de los Monos —anunció—, vuestro campamento está rodeado por mis guerreros. No hagáis ningún movimiento contra nosotros y no os haremos daño.
Agitó la mano. Cincuenta fornidos waziri aparecieron a la vista desde la vegetación de la jungla que les ocultaba. Los soldados les miraron con terror mal disimulado, toqueteando sus rifles con nerviosismo.
—No disparéis —previno Esteban—, de lo contrario os mataremos a todos.
Se aproximó un poco más y sus waziri se cerraron rodeando por completo el cercado.
—Háblales, Usula —dijo Esteban.
El negro avanzó.
—Somos los waziri —gritó— y éste es Tarzán de los Monos, Señor de la Jungla, nuestro amo. Hemos venido para recuperar el oro de Tarzán que habéis robado de las cámaras del tesoro de Opar. Esta vez no os mataremos, con la condición de que abandonéis la región y nunca más volváis. Decid esto a vuestros amos; decidles que Tarzán los observa y que sus waziri están con él. Dejad vuestros rifles.
Los soldados, alegrándose de escapar con tanta facilidad, cumplieron lo que les exigía Usula, e instantes después los waziri entraban en el recinto y, siguiendo las órdenes de Esteban, recogieron los lingotes de oro. Entretanto, Esteban se acercó a uno de los soldados que chapurreaba inglés.
—Dile a tu amo —dijo— que dé gracias a la misericordia de Tarzán, porque sólo ha exigido el pago de una vida por la invasión de su país y el robo de su tesoro. A la criatura que actúa como si fuera Tarzán la he matado y su cuerpo me lo llevaré y se lo daré a los leones. Diles que Tarzán les perdona incluso su intento de envenenarle cuando visitó su campamento, pero sólo a condición de que nunca vuelvan a África y de que no divulguen el secreto de Opar. Tarzán observa y sus waziri observan, y ningún hombre puede entrar en África sin que Tarzán lo sepa. Incluso antes de abandonar Londres sabía que iban a venir. Diles esto.
Los waziri tardaron unos minutos en recoger los lingotes de oro, y antes de que los soldados se hubieran recobrado de la sorpresa que les había causado su aparición, habían vuelto a la jungla con Tarzán, su amo.
Hasta media tarde no regresaron Flora y los cuatro hombres blancos de su cacería, rodeados por negros felices que se reían y acarreaban los frutos de una caza con éxito.
—Ahora que tú estás al mando, Flora —dijo Kraski, la fortuna en verdad nos sonríe. Tenemos carne suficiente para varios días, y si tienen el vientre lleno de carne, seguro que avanzarán deprisa.
—
Dirrré
que las cosas tienen
mejorrr
aspecto —dijo Bluber.
—Claro —dijo Throck—. Te digo que Flora es una chica lista.
—¿Qué diantres pasa? —preguntó Peebles—, ¿qué les ocurre a esos infelices? —Y señaló hacia el cercado que ahora se encontraba a la vista y del que salían los soldados negros a todo correr, jadeando excitados, hacia ellos.
—Tarzán de los Monos ha estado aquí —gritaron con excitación—. Ha venido con todos sus waziri; eran mil fornidos guerreros, y aunque hemos peleado nos han vencido y se han llevado el oro. Tarzán de los Monos me ha dicho unas palabras extrañas antes de irse. Ha dicho que había matado al miembro de vuestro grupo que se ha atrevido a hacerse pasar por Tarzán de los Monos. No lo entendemos. Esta mañana ha salido solo a cazar cuando vosotros os habéis marchado, y ha vuelto poco después con un millar de guerreros, y se ha llevado todo el oro y ha amenazado con matarnos a nosotros y a vosotros si volvíamos a este país.
—¿Qué, qué? —preguntó Bluber—, ¿el
orro
ha
desaparrrecido
? ¡
Ach
! ¡
Ach
!
Y todos empezaron a hacer preguntas hasta que Flora les hizo callar.
—Vamos —dijo al jefe de los soldados—, regresemos al cercado; allí me contarás con calma todo lo que ha sucedido desde que nos hemos marchado.
Escuchó con atención lo que le contó y después le interrogó respecto a varios puntos. Al fin le despidió. Entonces se volvió a sus aliados.
—Está claro —dijo—. Tarzán se ha recuperado de los efectos de la droga que le administramos. Luego nos ha seguido con sus waziri, ha cogido a Esteban y le ha matado, y cuando ha encontrado el campamento se ha llevado el oro. Tendremos suerte si de verdad escapamos de África con vida.
—¡
Ach, weh
! —casi chilló Bluber—, qué malvado. Nos roba el
orrro
y
nosotrrros
de paso
perrrdemos nuestrrras
dos mil
librrras
.
—Cierra el pico, cobarde —gruñó Throck—. Si no hubiera sido por ti y por el actor, esto nunca habría sucedido. Él, fanfarroneando de que sabía cazar pero sin cazar nada, y tú, escatimando hasta el último penique, y ahora estamos en un buen apuro, ya lo creo. Ese sinvergüenza de Tarzán ha matado a Esteban, y es el mejor trabajo que jamás ha hecho. Qué lástima que tú no estuvieras también con él, porque tenía pensado cortarte el cuello yo mismo.
¡Callate, Dick! —rugió Peebles—. No ha sido culpa de nadie, que yo sepa. En lugar de hablar, lo que deberíamos hacer es ir tras Tarzán y quitarle el maldito oro.
Flora Hawkes se rió.
—No tenemos ni una sola posibilidad —dijo—. Conozco a Tarzán. Si estuviera solo no seríamos rival para él, pero tiene a un montón de sus waziri y no hay mejores guerreros en África que ellos. Y hasta el último hombre pelearía por él. Dile a Owaza que estás pensando en ir detrás de Tarzán de los Monos y sus waziri para quitarles el oro y verás cuánto tardamos en quedarnos sin un solo porteador. El solo nombre de Tarzán asusta a estos negros de la costa oeste. Antes se enfrentarían con el diablo. No, señor, hemos perdido, y lo único que podemos hacer es salir del país y dar gracias a nuestras estrellas de la suerte si conseguimos salir vivos. El hombre-mono nos vigilará. No me sorprendería que nos estuviera vigilando en este mismo instante. —Sus compañeros miraron alrededor con temor, echando miradas nerviosas a la jungla—. Y nunca nos dejará volver a Opar a coger otra carga, aunque pudiéramos conseguir que los negros volvieran.
—¡Dos mil
librrras
! ¡Dos mil
libaras
! —gemía Bluber—. Y todas estas prendas, que me
costarrron
veinte guineas y no puedo
volverrr
a
llevarrr
en Inglaterra a menos que vaya a una fiesta de
disfrrraces
, lo que nunca hago.