Telón

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Telón
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Por segunda vez en Styles, escenario del primer éxito de Poirot, se iba a cometer un homicidio. El autor ya había matado impunemente en cinco ocasiones. Como todos los criminales, se creía más inteligente que nadie. Y eso es algo que Poirot no puede consentir. Poirot ha vuelto a Styles porque pretende localizar a ese asesino. Pero el detective es ahora un inválido, condenado por la artrosis a una silla de ruedas y con un corazón enfermo. Lo único de su persona que se mantiene en forma es el cerebro, sutil, vivo, astuto, sagaz. Se da perfecta cuenta de que es su último caso y el que considera más interesante de todos también.

Agatha Christie

Telón

ePUB v1.0

Ormi
09.10.11

Título original:
Curtain

Traducción: Ramón Margalef Llambrich

Agatha Christie, 1975

Edición 1976 - Editorial Molino - 252 páginas

ISBN: 84-272-0297-0

Guía del Lector

En un orden alfabético convencional relacionamos a continuación los principales personajes que intervienen en esta obra:

ALLERTON
: Comandante, viudo, un tanto desaprensivo, con mucho partido entre las mujeres.

BOYD CARRINGTON
(Sir William): Baronet, inmensamente rico, afamado deportista.

COLE
(Elizabeth): Señorita de treinta y cuatro años, todavía hermosa, huésped de la residencia Styles.

CRAVEN
: Eficiente enfermera de la señora Franklin.

CURTISS
: Enfermero de Poirot, sustituto de George.

FRANKLIN
(John): Doctor en medicina, especializado en la investigación de enfermedades tropicales.

FRANKLIN
(Bárbara): Esposa del anterior, enferma neurótica.

GEORGE
: Antiguo criado de Poirot.

HASTINGS
(Arthur): Íntimo amigo y colaborador de Poirot, en diversos casos detectivescos.

HASTINGS
(Judith): Atractiva joven, hija de Arthur, ayudante del doctor Franklin.

LUTTRELL
(George): Coronel británico, retirado, dueño de la residencia de Styles.

LUTTRELL
(Daisy): Esposa del anterior, mujer de agrio carácter y lengua viperina.

NORTON
(Stephen): Hombre agradable, aficionado a los pájaros.

POIROT
(Hércules): Detective belga, retirado, universalmente conocido por su sagacidad.

Capítulo I

¿Quién es el que en el momento de revivir una vieja experiencia, o de sentir una antigua emoción, no se ha notado asaltado por cierta repentina idea?

«Yo he hecho esto antes... »

¿Por qué estas palabras han de impresionarle a uno siempre tan profundamente?

Ésta fue la pregunta que me formulé cuando me hallaba sentado en mi compartimiento del tren, mientras contemplaba el paisaje plano de Essex.

¿Cuánto tiempo había transcurrido desde la última vez en que yo hiciera aquel mismo viaje? Había sentido entonces, absurdamente, que lo mejor de la vida había terminado para mí. Había sido herido en aquella guerra que para mí sería ya siempre la guerra..., un conflicto bélico que sería borrado ahora por otro segundo y más desesperado.

El joven Arthur Hastings había pensado en 1916 que era ya un ser maduro, viejo. Ni siquiera se me había pasado por la cabeza el pensamiento de que para mí la vida se hallaba solamente en sus comienzos.

Había estado desplazándome, aunque yo no lo sabía, para enfrentarme con el hombre que había de dar forma a mi vida, que había de modelarla mediante su influencia. En realidad, me disponía a pasar una temporada junto a mi antiguo amigo, John Cavendish, cuya madre, vuelta a casar recientemente, poseía una casa en el campo, una casa llamada Styles. Yo sólo había estado pensando en la renovación de una antigua amistad sin prever que en el mínimo plazo de tiempo iba a sumergirme en todas las oscuras complicaciones de un crimen misterioso.

En Styles vi de nuevo a aquel hombrecillo extraño que se llamaba Hércules Poirot, a quien había conocido antes en Bélgica.

¡Qué bien recuerdo mi desconcierto al contemplar la figura cojeante del gran bigote, deslizándose calle arriba!

¡Hércules Poirot! Desde aquellos días había sido el más querido de mis amigos. Su influencia había moldeado mi existencia. En su compañía, lanzados a la caza de otro asesino, yo había conocido a mi esposa, la más cordial y dulce de las mujeres.

Descansa ahora en tierra argentina. Murió tal como ella hubiera podido desearlo, sin prolongados sufrimientos, sin ser presa sucesivamente de las debilidades de la vejez. Pero dejó aquí un hombre que se sentía muy solo y desdichado.

¡Ay, si yo pudiera volver atrás, desandar lo andado, vivir la vida de nuevo! Si aquél hubiera podido ser el día del año 1916 en que por vez primera me dirigí a Styles... ¡Cuántos cambios habían tenido lugar desde entonces! ¡Cuántos huecos se advertían entre los rostros familiares! El mismo Styles había sido vendido por los Cavendish. John Cavendish había muerto. Su esposa, Mary, aquella fascinante y enigmática criatura, vivía en Devonshire. Lauren habitaba en África del Sur, en compañía de su esposa e hijos. Cambios... Notaba cambios por todas partes.

Pero había una cosa que era la misma: me dirigía a Styles para reunirme con Hércules Poirot. Esto resultaba raro.

«Styles Court, Styles, Essex.» Me había quedado estupefacto al recibir su carta, con ese encabezamiento...

Llevaba sin ver a mi viejo amigo un año, casi. En nuestro último encuentro, yo había experimentado una fuerte impresión, quedándome muy entristecido. Era un hombre ya muy viejo, convertido en un inválido, o poco menos, por efecto de la artritis. Se había trasladado a Egipto con la esperanza de mejorar su salud, pero había regresado peor de allí, según me contaba en su carta. No obstante, el tono de su misiva era más bien optimista...

¿Verdad que se siente usted intrigado, amigo mío, al ver el lugar desde el cual le escribo? Aviva antiguos recuerdos, ¿no? Pues sí, me encuentro aquí, en Styles. Imagínese: esto es ahora lo que suele denominarse una casa de huéspedes. Está regida por un típico coronel británico, muy a la antigua usanza, y «Poona». Es su esposa, bien entendu, quien la hace funcionar. Es una buena administradora, pero posee una lengua de vinagre, y el pobre coronel sufre mucho por tal circunstancia. Yo, en su lugar, ya le hubiera lanzado un hacha a la cabeza...

Vi su anuncio en un periódico y quise de nuevo volver al sitio que fue mi primer hogar en este país. A mi edad, uno disfruta siempre reviviendo el pasado.

Luego, he tenido ocasión de conocer aquí a un caballero, un «baronet», que es amigo del patrono de su hija. (Esta frase hace pensar en un ejercicio de lengua francesa, ¿verdad?).

Inmediatamente, concibo un plan. Él quiere convencer a los Franklin de que deben venir a pasar aquí el verano. Yo, a mi vez, pretendo persuadirle a usted... de esta manera, coincidiremos todos aquí, nos encontraremos en famille. Todo resultará muy agradable. Por consiguiente, mi querido Hastings, dépêchez-vous: preséntese aquí con la mayor celeridad posible. He reservado para usted una habitación con baño (todo está modernizado ahora, si bien al estilo del viejo y querido Styles). En lo tocante al precio, estuve regateando con la señora del coronel Luttrell, logrando llegar finalmente a un arreglo très bon marché.

Los Franklin y su encantadora Judith llevan aquí unos días. Todo está dispuesto, de modo que no se moleste en inventar pretextos.

A bientôt.

Suyo siempre, Hércules Poirot.

Las perspectivas eran muy seductoras, así que los deseos de mi antiguo amigo no cayeron en saco roto. No había ataduras serias que me retuvieran; no había instalado todavía definitivamente mi hogar... De mis hijos, uno de los chicos se encontraba en la Armada; el otro se había vuelto a casar y explotaba el rancho en la Argentina. Mi hija Grace había contraído matrimonio con un militar, hallándose en aquellos momentos en la India.

Secretamente, Judith, mi otra hija, había sido siempre la acaparadora de todos mis amores y preferencias, aunque jamás la había comprendido. Era una chica morena, extraña, reservada, apasionadamente independiente. A veces se había enfrentado conmigo, dejándome profundamente disgustado y confuso.

Mi esposa se había mostrado siempre más comprensiva, asegurándome que en Judith no se daba una falta de confianza hacia nosotros, sino que se hallaba gobernada por una especie de enérgico impulso. Pero mi mujer, al igual que yo, había estado también preocupada con la chica. Los sentimientos de Judith, decía, eran demasiado intensos, demasiado concentrados, y su reserva la privaba de la necesaria válvula de seguridad Pasaba por raros períodos de cavilosos silencios. En otras ocasiones se mostraba feroz, amargamente parcial. Era, indudablemente, el mejor cerebro de la familia. Aceptamos por ello alegremente su pretensión de cursar estudios universitarios. Había cursado su bachillerato de ciencias con aprovechamiento, logrando el puesto de secretaria de un doctor que estaba dedicado a la investigación de las enfermedades tropicales. La esposa del médico en cuestión era casi una inválida.

Ocasionalmente me embargaron ciertas inquietudes, preguntándome si la dedicación de Judith a su trabajo y la devoción que sentía por su jefe, serían o no indicios reveladores de que se estaba enamorando... Me tranquilizaba un poco el carácter puramente profesional de su relación.

Creo que Judith sentía un especial cariño por mí. Lo malo era que por naturaleza resultaba poco efusiva. Se mostraba a menudo desdeñosa e impaciente ante mis ideas, que calificaba de sentimentales y de anticuadas.

Con franqueza: delante de mi hija me ponía nervioso muchas veces.

Mis meditaciones quedaron interrumpidas en este punto por la entrada del tren en la estación de Styles St. Mary. Ésta, al menos, no había cambiado. Había transcurrido cierto período de tiempo, pero continuaba instalada en plena campiña, sin una razón aparente que justificara su existencia.

Mientras mi taxi se deslizaba por el centro de la aldea, sin embargo, advertí muchas de las huellas que suele dejar el paso del tiempo. Styles St. Mary había sufrido alteraciones que casi impedían su identificación. Vi gasolineras, un cinematógrafo, dos hoteles y filas de viviendas uniformadas, de las que suelen construir en todas partes los organismos oficiales.

Después, me enfrenté con la puerta de la cerca de Styles. Aquí parecía uno volver a los viejos tiempos. La parte cubierta de vegetación se hallaba como siempre, en general, pero el camino interior de la finca se veía descuidado, asomando por entre la gravilla algunas matas. Por fin divisé la casa. Exteriormente no presentaba ninguna alteración... Eso sí: andaba necesitada de un buen repaso de pintura.

Al igual que cuando llegara allí por primera vez, años atrás, descubrí una figura de mujer inclinada sobre los macizos de flores. Tuve la impresión de que se me paralizaba el corazón. Luego, aquella figura se irguió, avanzando hacia mí. Me reí de mí mismo. Nadie hubiera podido imaginar un mayor contraste con la robusta Evelyn Howard.

Se trataba de una señora de edad, de frágil aspecto, con los cabellos muy blancos y ensortijados, rosadas mejillas y unos ojos azules muy fríos, que no se avenían con sus modales, excesivamente afectuosos para mi gusto.

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