Authors: Agatha Christie
Confesé que compartía su punto de vista.
Pasamos a ver las obras que se habían llevado a cabo en la casa. Un joven arquitecto fue en busca nuestra para explicárnoslo todo.
Knatton databa en su mayor parte de la época Tudor. A la finca le había sido agregada un ala más tarde. No había sido modernizada ni sufrido alteraciones tras la instalación de dos primitivos cuartos de baño a mediados del siglo anterior.
Boyd Carrington me explicó que su tío había sido como un ermitaño. Le desagradaba el trato con la gente y había estado viviendo en un rincón de la gran casa. Boyd Carrington y su hermano habían sido tolerados allí, pasando en el lugar sus vacaciones escolares antes de que sir Everard se convirtiera en el recluso que fue después realmente, por voluntad propia.
El viejo se había mantenido soltero, gastando a lo largo de su vida una décima parte de su elevada renta.
Después de haber efectuado los pagos consiguientes de la transmisión de bienes y otras cosas, el actual
baronet
descubrió que era un hombre muy rico.
—Pero también un solitario —'dijo, suspirando.
Guardé silencio. Mi simpatía era demasiado sincera para expresarla con palabras. Yo era, asimismo, un solitario. Desde la muerte de Cinders, me consideraba algo así como la mitad de un ser humano.
Un tanto a destiempo, luego, expresé parte de lo que sentía.
—¡Oh, sí, Hastings! Pero usted tuvo algo que yo nunca poseí.
Hizo una pausa y después, con frecuentes interrupciones, mi interlocutor esbozó su tragedia.
Había disfrutado de la compañía de una esposa joven y bella. Era una atractiva criatura, colmada de encantos, aunque víctima de una oscura herencia. Casi todos sus familiares habían muerto a consecuencia de los abusos alcohólicos y ella fue víctima de la misma maldición. Un año después de la boda, la joven sucumbía por idéntica razón. Él no le reprochó nada en ningún momento. Se hizo cargo: aquella tara hereditaria había sido demasiado fuerte para que ella pudiera eludirla.
Tras el fallecimiento de su esposa, había llevado una solitaria existencia. Entristecido por su experiencia, decidió entonces no volver a contraer matrimonio.
—Solo, se siente uno más seguro —explicó, simplemente.
—Sí. Creo que comprendo perfectamente sus sentimientos.
—Todo aquello fue una verdadera tragedia, que me hizo envejecer prematuramente, dejando un amargo poso en mi vida —Boyd Carrington hizo una pausa, añadiendo después—: Es verdad... Una vez sentí la tentación de probar de nuevo. Pero... ¡era ella tan joven! Estimé que no era justo ligarla a un hombre desilusionado. Era yo demasiado viejo... Ella, una niña, casi, no había sido castigada por la vida.
Boyd Carrington calló, moviendo la cabeza expresivamente.
—¿No resultaba lógico que ella también opinara sobre el caso?
—No lo sé, Hastings. Pensé que no. Al parecer, yo... yo le gustaba. Pero... ya se lo he dicho: ¡era tan joven! Siempre la recordaré tal como la vi el día de nuestra separación. Había inclinado la cabeza levemente a un lado, mirándome desconcertada... Su menuda mano...
Calló nuevamente. Sus palabras me hacían evocar una figura que se me antojaba vagamente familiar, aunque no acerté a averiguar por qué.
La voz de Boyd Carrington, repentinamente áspera, interrumpió el curso de mis reflexiones.
- Fui un estúpido —dijo—. Todos los hombres que dejan pasar la ocasión de ser felices sin aprovecharla merecen ese calificativo. Y ahora, aquí me tiene, convertido en propietario de una casa que me viene demasiado grande, sin la graciosa presencia de una mujer que se siente a la cabecera de mi mesa.
En su manera de contarme aquello descubría yo cierto añejo encanto. Sus palabras conjuraban todo un cuadro, una escena de otro mundo, saturado de calma, de serenidad.
—¿Dónde se encuentra esa joven ahora? —inquirí.
—¡Oh! Se casó —Boyd Carrington se apresuró a cambiar de tema de conversación—. Lo cierto es que ahora, Hastings, me encuentro moldeado para seguir llevando la existencia del solterón. Tengo mis personales manías. Vamos a echar un vistazo a los jardines. Han estado descuidados durante mucho tiempo, pero aún se advierte en ellos la calidad que tuvieron, el esplendor de otros días.
Dimos un largo paseo por la finca y a mí me produjo una gran impresión todo lo que vi. Knatton, evidentemente, era una hacienda preciosa y no era de extrañar que Boyd Carrington se sintiese orgulloso de ella. Éste conocía a sus vecinos y a la mayor parte de las personas que se movían habitualmente por la zona, si bien habían aparecido por ella nuevas caras en los últimos tiempos.
Había conocido al coronel Luttrell años atrás, expresando su deseo formal de que la aventura de Styles le diera resultados positivos.
—El pobre Toby Luttrell anda muy apremiado económicamente, ¿sabe usted? —dijo—. Una buena persona. Fue también un excelente soldado, un gran tirador... Una vez, le acompañé en un «safari» africano. ¡Ah, qué días aquéllos! Ya estaba casado por entonces, desde luego, pero su esposa no participó en aquel viaje, gracias a Dios. Era una mujer muy guapa... Pero siempre ha sido como es ahora: regañona, insufrible. Hay que ver las cosas que llega a aguantar un hombre de una mujer. En el ejército, los subordinados de Toby Luttrell temblaban cuando éste levantaba la voz. ¡Era un ordenancista terrible! Y aquí lo tiene usted ahora, acorralado por su esposa, reaccionando pacíficamente ante sus denuestos. Indudablemente, ella tiene una lengua viperina. No obstante, hay que reconocer que es inteligente. Si existe alguien capaz de convertir Styles en un establecimiento rentable, esa persona es la esposa. A Luttrell nunca se le dieron bien los negocios... La señora Luttrell, en cambio, acabaría por desollar a su abuela si fuese necesario...
—Con los demás, su conducta es bien diferente —me quejé.
Boyd Carrington se echó a reír.
—Lo sé. Con los demás es todo dulzura. ¿Ha jugado usted al bridge alguna vez con ellos?
Contesté afirmativamente.
—Yo tengo la costumbre —declaró Boyd Carrington— de mantenerme lo más alejado posible de las jugadoras de bridge. Voy a permitirme darle un consejo: haga lo mismo que yo. Saldrá ganando.
Le conté lo molestos que nos habíamos sentido Norton y yo en la primera noche de mi llegada.
—Es cierto. Uno acaba por no saber a dónde mirar. —Boyd Carrington añadió—: Ese Norton es un tipo agradable. Lo encuentro muy callado, sin embargo. Se pasa la vida observando las idas y venidas de los pájaros. No ha pensado en disparar sobre ellos, me dijo en una ocasión. ¡Extraordinario! No comprende el deporte de la caza. Yo le contesté que se había perdido muchas emociones... No sé qué puede sacar de pasarse la vida con los prismáticos en las manos, escudriñando entre los ramajes de los árboles.
Ni él ni yo podíamos pensar entonces que el pasatiempo de Norton estaba destinado, quizás, a representar un importante papel en los acontecimientos posteriores.
Pasaban los días... Era aquél un período de tiempo que no suscitaba ninguna satisfacción en mí. Experimentaba la sensación, bastante desagradable, de estar aguardando algo.
No ocurría nada. Creo que puedo decirlo así. ¡Oh! Se producían pequeños incidentes, llegaban a mis oídos retazos de raras conversaciones, conceptos relativos a los diversos habitantes de Styles, observaciones aclaratorias... Todo aquello constituía un material aprovechable. De haber conjuntado bien aquellos elementos hubiera podido llegar a conclusiones...
Fue Poirot quien, con unas cuantas enérgicas palabras, me enseñó algo que yo no había sabido ver.
Me estaba quejando por enésima vez por no haberse decidido a confiar del todo en mí. Le indiqué que no era justo. Insistí en que siempre los dos habíamos sabido lo mismo... Sí. Aunque yo hubiera demostrado hallarme en posesión de una mente obtusa; aunque hubiese quedado probado hasta la saciedad que había sido él quien, astutamente, aportara los conocimientos de que disfrutábamos ambos.
Agitó una mano, en un gesto de impaciencia.
—Por supuesto, amigo mío: no es justo. Esto, decididamente, no resulta deportivo. Admito lo que acaba de decir y algo más. Pero es que sucede que esto no es un juego... Aquí no hay
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que valga. Usted sólo piensa en descubrir, como sea, la identidad de X. Yo no lo hice venir aquí para esto. No es necesario que se ocupe de tal extremo. Yo conozco la respuesta a esa pregunta. Ahora bien, lo que no sé yo y lo que yo debo averiguar es esto: «¿Quién va a morir muy pronto?» Es una pregunta,
mon vieux
, que no se plantea con el afán de pasar el rato jugando a los acertijos. Se trata de impedir la muerte de un ser humano.
Experimenté un gran sobresalto.
—Naturalmente —contesté, pensativo—, Yo... Bueno, creo que usted ha llegado a decirme ya algo parecido antes, pero la verdad es que no lo había comprendido del todo...
—Pues compréndalo ahora, inmediatamente.
—Sí, sí... Voy a hacer lo posible para...
—Bien. ¿Está usted en condiciones de decirme, Hastings, quién va a morir aquí?
Miré a Poirot, extrañado.
—No tengo la más ligera idea.
—¡Pues debe usted hacerse con una! ¿Para qué está aquí?
Volví a coger el hilo de mis meditaciones sobre el tema.
—Tiene que existir —manifesté— alguna relación entre la víctima y X, así que si me dice quién fue X...
Poirot hizo un movimiento denegatorio de cabeza tan enérgico que temí que se hubiera hecho daño en el cuello.
—¿No le he revelado ya la esencia de la técnica empleada por X? No habrá nada que relacione a X con el suceso. Esto es lo cierto.
—Existirá una conexión, pero oculta, quiere usted decir.
—Tan oculta que ni usted ni yo la veremos.
—Pero, tal vez, si estudiáramos el pasado de X...
—¿En qué forma? No disponemos de tiempo tampoco para eso. El asesinato puede ser cometido en cualquier momento, ¿comprende?
—¿En esta casa?
—En esta casa.
—¿Y no sabe usted quién es, probablemente, la víctima escogida, ni cómo se cometerá ese crimen?
—¡Oh! Si yo supiera eso no estaría apremiándole para que llevara a cabo determinadas averiguaciones.
—¿Basa usted simplemente su suposición en la presencia de X?
Le di a entender que tenía mis dudas... Poirot, cuyo autodominio había ido disminuyendo, conforme perdían fuerza sus piernas, me habló ahora a gritos, casi.
—¡Ah,
ma foi
! ¿Cuántas veces tendré que volver sobre esto mismo? ¿Qué significado tiene para usted el hecho de que un puñado de corresponsales de guerra se sitúen en un punto concreto de Europa? Eso significa, sencillamente, ¡la guerra! ¿Qué quiere decir el hecho de que cierto número de médicos procedentes de varias partes del mundo se congreguen en una ciudad? En este caso, pensaremos que va a celebrarse una convención sanitaria, ¿no? Si usted ve unos buitres revoloteando sobre determinado trozo de terreno, ¿verdad que lo lógico es esperar que haya un cadáver por allí? Si usted ve avanzar a unos cazadores por la campiña, hay que esperar que haya tiros, puesto que están dando una batida. Si usted ve a un hombre deteniéndose de pronto junto al mar para despojarse de sus ropas y arrojarse a éste, lo lógico es pensar que se dispone a salvar a alguien que está en peligro de morir ahogado, ¿no es así?
«Cuando unas damas ya entradas en años y de respetable apariencia se asoman, curiosas, por encima de un seto, hemos de deducir que allí está ocurriendo algo impropio de unas personas de buenas costumbres, algo que atenta contra la moral, seguramente. Finalmente, si llega a su nariz un tufillo culinario delicioso, y ve que varias personas avanzan por un pasillo, en la dirección conveniente, hay que suponer que está a punto de ser servida la comida...
Consideré tranquilamente estos ejemplos. A continuación manifesté, aludiendo al primero:
—No obstante, un solo corresponsal no hace una guerra.
—Desde luego que no. Igual que una sola golondrina no hace verano. En cambio, un criminal, Hastings, sí puede dar lugar a un asesinato.
Eso, por supuesto, era innegable. Pero yo caí en algo en lo que Poirot parecía no haber reparado: hasta los criminales tienen sus períodos de descanso, de puro ocio. X podía estar en Styles con el propósito de tomarse unos días de reposo, sin abrigar necesariamente intenciones asesinas. Poirot se hallaba tan excitado, sin embargo, que no me atreví a hacerle aquella sugerencia. Repuse, simplemente, que allí, de momento, no podíamos hacer nada, que debíamos esperar...
—Esperar a ver qué pasa —remató Poirot—. Esto es precisamente,
mon cher
, lo que no debemos hacer. Observe que yo no le digo que vayamos a triunfar, puesto que, como ya creo haber señalado, cuando un asesino está dispuesto a matar no resulta fácil impedírselo. Pero podemos probar suerte, al menos. Imagínese, Hastings, que tiene un problema de bridge sobre la mesa. Usted puede ver todas las cartas. Todo lo que se le pide es que prevea el resultado...
Moví la cabeza a un lado y a otro.
—No hay nada que hacer, Poirot. No tengo ni la más leve idea. Si yo supiera quién era X...
Poirot levantó nuevamente la voz. La levantó tanto que Curtiss llegó corriendo, procedente de la habitación contigua, mostrándonos una cara de susto terrible, Poirot agitó una mano para indicarle que se fuera. Mi amigo, a continuación, tornó a hablar, más reposadamente ahora.
—Vamos, vamos, Hastings... Usted no es todo lo estúpido que se finge ahora. Usted ha estudiado los casos de los papeles que le di a leer. Es posible que no sepa quién es X, pero se halla al tanto de la técnica de X, de la que emplea para cometer sus crímenes.
—¡Oh! Ya le entiendo.
—Claro que me entiende. Su principal defecto, Hastings, radica en su pereza mental. A usted le agradan los juegos, los acertijos. No le gusta, en cambio, trabajar con la cabeza rigurosamente. ¿Cuál es el elemento esencial de la técnica de X? Simplemente, éste: el crimen, una vez cometido, resulta completo. Es decir, nos encontramos con un móvil, hay una oportunidad, hay un medio, y, lo que es más importante, la persona culpable...
Capté enseguida el punto esencial y comprendí que había sido un necio al no captarlo antes.
—Ya —repuse—. No tengo más que mirar a mi alrededor, para descubrir a alguien que... que responda a todos esos requisitos..., la víctima en potencia.